LAS FIESTAS de Navidad fueron dulces y agradables para los Hitche, tras un otoño más bien tempestuoso.
Sissy había regresado el 8 de octubre a Nueva York, donde se había enfrentado con un marido inquieto y furioso y con una incrédula Condesa. Dónde había estado; por qué no había telefoneado; había colaborado y alentado la rebelión del Rosa de Goma, etc. Fue perrymasoneada de arriba abajo, y también franzkafkeada. Pero cuando amenazó con irse de nuevo, cesaron al fin los interrogatorios.
Respecto a La Condesa, su actitud frente a la rebelión del rancho era ambivalente. Un día maldecía a las vaqueras como la pandilla más repugnante de basura femenina que hubiese asolado nunca una nariz decente, y al siguiente insistía en lo mucho que admiraba a las mujeres capaces de arreglárselas sin hombres, y les deseaba suerte. Decía haber perdido el interés en el rancho. Ahora que tenía amigos en la Casa Blanca, los impuestos que le ahorraba el Rosa de Goma, eran una gota en el cubo. Podía ahorrar más con una simple llamada telefónica.
—Ese rancho es una tortura anal —se quejaba La Condesa, mientras su dentadura trabajaba la boquilla de marfil como un quiropráctico que enderezase la columna vertebral de un chiguagua—. Cuando mejore el mercado, lo venderé. Veremos entonces cómo maneja el nuevo propietario a esas pequeñas primitivas. Oye, ¿estás segura de que ese viejo saco de pulgas que vive en el cerro no tiene nada que ver con todo esto?
A La Condesa jamás le satisfacían las explicaciones de Sissy, pero pronto se aburrió de insistir tanto. Rechazó sus planes de hacer un corto publicitario para televisión con las grullas chilladoras y se lanzó a nuevos proyectos. Julián, por otra parte, se vio obligado a silenciar sus interrogatorios y llegó un momento, incluso, en que sus ojos castaños se achicaban hoscos ante la más insignificante e inocente referencia a la estancia de Sissy en el Rosa de Goma. Llegó a apagar la radio una vez cuando anunciaron una canción de Dakota Staton.
En realidad, a Sissy le hubiese gustado hablar con alguien de Jellybean y del Chink… pero nadie le inspiraba confianza. Julián, desde luego, no habría sido un buen oyente. Dedicaba en realidad mucho tiempo, incluso delante del caballete, a pensar en los cambios que se habían producido en su esposa, preguntándose su origen, y si serían para bien o para mal. Antes de su viaje al Oeste, Sissy había sido ardorosa amante y alumna indiferente. Pero, a su regreso, mostraba unos apetitos intelectuales lobunos con los discursos de Julián sobre historia, filosofía, política y arte, mientras sus reacciones entre las sábanas parecían puramente rutinarias. ¿Había ganado el hombre de Yale un cerebro o perdido una vagina? ¿Hacía esto feliz al indio?
Como ya dije, la alegría navideña puso fin a su discordia. Un día, estando de compras en East Village, salió Sissy del estupor en que había estado durante semanas. Cogió una ramita de muérdago entre el dedo segundo y el tercero, se la colocó a Julián en la cabeza y le besó en la calle. Y volvió a casa tarareando un villancico. Durante las fiestas estuvo alegre y optimista con sólo una expresión ausente muy de tarde en tarde.
Luego, el 31 de diciembre, unas horas antes de que los Hitche fueran a reunirse con los Barth para la fiesta de Año Viejo en Kenny’s Castaways, llegó la noticia de que varios hospitales de América y de Dinamarca habían seguido por propia iniciativa la política de dejar morir a los niños deformes. Un médico dijo en el noticiario de la CBS: «Si un niño es demasiado deforme para que pueda amársele, su vida resultará un infierno. La muerte es un favor para aquéllos a quienes resulta imposible amar». Esta noticia hundió a Sissy en una mazmorra de depresión de la que no empezó a salir hasta mediados de febrero, en que por casualidad se encontró con esta noticia en el Times:
MANILA, Filipinas (AP) —Un periódico de Manila informaba ayer del nacimiento de un niño con seis dedos en cada mano y en cada pie. «Esto traerá buena suerte a la familia», dijo entusiasmada la madre del niño.