AQUEL AÑO POR Navidad, Julián regaló a Sissy un pueblo tirolés en miniatura. Era un notable trabajo de artesanía.
Había una pequeña catedral cuyas vidrieras hacían ensalada de frutas de la luz del sol. Había una plaza y ein Biergarcen. La Biergarcen se ponía muy ruidosa las noches de los sábados. Había una panadería que olía siempre a pan tierno y pastel de queso. Había un ayuntamiento y una comisaría, y tribunales con notable cantidad de burocracia y corrupción. Había pequeños tiroleses de pantalones cortos de cuero, intrincadamente hilvanados, y, bajo los pantalones, genitales de artesanía igualmente perfecta. Había tiendas de esquíes y otras muchas cosas interesantes, incluyendo un orfanato. El orfanato estaba diseñado de modo que se incendiase y ardiese entero todas las Nochebuenas. Los huérfanos salían a la nieve con los pijamas ardiendo. Horrible. Hacia la segunda semana de enero, aparecía un inspector de incendios y contemplaba las ruinas, murmurando: «Si me hubiesen escuchado, esos niños estarían aún vivos».
Era un regalo fascinante y nada barato, pero Síssy podría haber sospechado que tenía su trampa.
Julián no pudo guardarse mucho tiempo la información de que el autor de la aldea era un joven al que le habían amputado ambos brazos a los tres años, tras un accidente de triciclo. Había hecho la aldea con los pies. Además, asistía a la escuela de artes y oficios, donde estudiaba repostería. En el plazo de un año, decoraría pasteles. Y tartas.
Naturalmente, la idea era inspirar a Sissy.
Julián le preparó incluso una entrevista con el estudiante de repostería, que se llamaba Norman. Dejó a la pareja de inválidos en un café, donde pudiesen hablar de corazón a corazón media hora. Cuando Julián volvió, se encontró con que Sissy había convencido a Norman para que tallase un tirolés de grandes pulgares que hiciese autoestop por las calles del pueblo.