—LOS INDIOS paiutte llamaban a la grulla kodudud-dududu —dijo Sissy—. ¿Un nombre divertido, verdad?
Jellybean estaba encantada.
—Dilo otra vez —instó.
—Kodudududududu. Seis dus. Kodudududududu.
Las dos rieron.
—Sabes mucho sobre los indios, eh —dijo Jelly. Sacudió hojas muertas de cerezo de las bragas antes de ponérselas.
—Un poco —dijo Sissy. Era más lenta con la ropa interior debido a sus pulgares.
—Y también sobre las aves. No entiendo como te dejan acercarte tanto a ellas. Estas grullas son muy asustadizas. Sobre todo cuando emigran.
—Puede que nunca hayan visto hasta ahora un ser humano desnudo. Somos diferentes cuando estamos desnudos. Pero sí, supongo que tengo algo especial con las aves. Ya te hablé de Boy, el lindo periquito que consiguió parar un camión Diesel.
Sissy contempló las tetas como bolitas de Jelly que desaparecían en una brillante camisa de estampado cactus crepúsculo. Su mirada azul se hizo solemne.
—Entiendo un poco de indios y de aves —continuó Sissy suavemente—, pero no sé si entiendo lo que pasó allá arriba.
Los ojos de Jelly agarraron los de Sissy, alzándolos.
—Allá arriba pasó algo muy hermoso.
—Sí —admitió Sissy—, lo fue. Fue muy hermoso.
—¿Te sientes mal por ello?
—No, que va. No me siento mal. Me siento… distinta. O quizá no me sienta distinta; quizá tenga la sensación de que deba sentirme distinta —se subió la cremallera pensativa—. ¿Has tenido muchas experiencias sexuales con chicas antes?
—Sólo desde que estoy en el Rosa de Goma. Entre la señorita Adrián y Delores echaron de aquí a todos los varones disponibles, y siempre suele haber problemas de un tipo u otro si andas con los palurdos de Mottburg. Así que te quedan los dedos u otras mujeres, y por lo menos la mitad de las vaqueras del rancho han estado ya unas en las bragas de las otras. No es que haya entre ellas ninguna lesbiana. Es simplemente algo natural y agradable. Las chicas están tan próximas y son tan dulces. ¿Por qué me llevaría tantos años aprender que es agradable jugar con ellas? Y lo es sobre todo cuando se trata de una chica que realmente te cae muy bien. —Abrazó a Sissy y roció su cuello y sus oídos con dulces besos.
Un par de sonrisas cabalgaron por las colinas de Dakota.
Quizás una persona gane acumulando obstáculos. Cuanto más obstáculos se alcen para impedir que la felicidad aparezca, mayor es la impresión cuando aparece, lo mismo que la fuerza de una corriente es mucho más poderosa cuando mayor sea la presión aplicada para contenerla. Ha de tenerse cuidado, sin embargo, de elegir grandes obstáculos, pues sólo los de suficiente alcance y medida tienen capacidad, para elevarnos sobre el medio y obligar a la vida a aparecer iluminada por una luz totalmente nueva e insólita. Por ejemplo, si ensuciases el suelo y la mesa de tu habitación con pequeños objetos, constituirían poco más que una molestia, un inconveniente que te frustraría e irritaría: lo pequeño es mezquino. Maldiciendo, eludes los objetos, los coges, los apartas de un papirotazo. Si, por otra parte, se encontrase en tu habitación una masa de granito de cuatro mil kilos, la sorpresa que te produciría, los pasos extremos que deberías dar para abordarla, te obligarían a mirar con nuevos ojos. Y si el pedrusco es más especial, y ha sido pintado o tallado de modo misterioso, podrías descubrir que poseía una presencia extraordinaria y sobrenatural de fuerza hechizante, y el tratar con él (pues bloquearía tu paso al baño) te haría sentirte también a ti extraordinaria y sobrenatural. Las dificultades iluminan la existencia, pero han de ser frescas y de alta calidad.
En fin, a cuantos obstáculos habían conspirado para impedir que Sissy Hankshaw Hitche, blanca, mujer, protestante y de Richmond Sur, Virginia, alcanzase la normalidad, asumiese un papel responsable y sensato, actuase como una contribuyente productiva y bien adaptada a la comunidad humana, debía añadirse ahora la amistad con Bonanza Jellybean. Era imposible determinar si este último obstáculo habría de elevar a Síssy o empujarla levemente al punto límite, como se dice de una cierta paja y cierto camello cargado, era imposible, digo, determinarlo por su sonrisa, pues había en ella al mismo tiempo júbilo y recelo. De poco o de ningún valor sería analizar estados mentales como éste. El reino de las ideas formales siempre será un débil vecino del reino de las emociones. Y Sissy era una princesa de la emoción. La sangre se arracimaba en su cabeza como uvas en una peluca. Cantaba allí una especie de balada popular… Cuando la única emisora de radio de la zona no tocaba más que polcas. Jelly le había prometido ir a su habitación aquella noche, con mariguana y nuevas propuestas. Si bien tales perspectivas la excitaban, le excitaba también el recuerdo de las grullas chilladoras, visión tanto más turbadora cuando que sabía que aquellas inmensas y gráciles fugitivas eran tan escasas en número y se mantenían tan precariamente al borde de la extinción total. Sin estruendo, sin calvario, sin lucha sangrienta, sólo una bandada de criaturas exquisitas (para las que el mundo no tenía sustituto) plantadas fría (¡desafiantemente!) sobre el guiñante párpado de la condena a muerte.
Quizá grulla y vaquera se mezclasen en su mente en un solo duende picudo de amor de brillante mirada. Si así era, tal duende salió volando cuando ella y Jelly llegaron cabalgando hasta el corral. Delores y Big Red corrieron a recibirlas.
—Está aquí —anunció Delores, señalando con el látigo.
Así era, al otro lado del patio, en medio de la barbacoa baja en calorías en pleno desarrollo, monóculo reflejando luz solar, boquilla agitándose en el aire, estaba La Condesa. Salvo por las manchas de salsa de tomate de la Casa Blanca de su chalina, parecía el mismo de siempre, ¿y por qué no si sólo habían pasado un par de semanas desde la última vez que Sissy le había visto, aunque pareciesen años?
—Míralo —silbó Delores—. Perverso como salmuera rosa.
—Repugnante como una patrulla de lucha contra el vicio —perfeccionó Big Red.
—Está furioso —dijo Delores—. Quiere verte inmediatamente después de la barbacoa.
Jellybean lanzó una risa sardónica. No se inmutó. Bajó del caballo.
—Reúne a las chicas —dijo—. Me verá ahora mismo.
Abandonada bruscamente en el corral con un caballo al que no era capaz de desensillar, Sissy se sintió alarmada. Evidentemente, se estaba fraguando un enfrentamiento, y ella no deseaba participar en él. ¿Cuántos años hacía que La Condesa era su benefactor? Muchos. De no ser por La Condesa, probablemente no habría podido sobrevivir. Al verle, su primer impulso fue correr hacia él y saludarle cordialmente. Pero no se atrevió. Confusa y más confusa, empujada por tendencias opuestas, sintiéndose culpable, abandonó el caballo y se abrió paso furtiva, como pudo, hasta la parte posterior del edificio principal, vacilando sólo un instante al tropezar con la cadena de la cabra.
Se coló por la cocina donde los sacos de arroz integral encargados por Debbie, sentados con oriental ascetismo, ignoraban estoicos los aromas de ternera asada que llegaban de la barbacoa. Cruzó el vestíbulo, entró en su habitación y se encerró. Al cerrar, oyó a Jelly decir algo así como:
—Todas las que queráis unios a nosotras seréis bien recibidas y podréis quedaros a trabajar en igualdad de condiciones en el Rosa de Goma. Las demás podéis hacer las maletas… ahora mismo. Tenéis quince minutos para sacar vuestros grasientos culos de este rancho.
Hubo sonoros gritos de asombro, aterrados murmullos y burbujeos barbacoanos. La puerta principal se abrió con un chirrido y Sissy oyó un caos de pisadas en el vestíbulo.
Desde su ventana podía oír Sissy a la señorita Adrián gritar amenazas de cárcel y otros castigos a las vaqueras. La Condesa, por su parte, parecía enfocar el asunto en tono sarcástico. Allí seguía reduciendo tranquila la existencia material de un cigarrillo francés, mientras observaba a Jellybean y a sus hermanas con expresión de divertida burla. «Patéticas fíerecillas», parecía decir. «¿Acaso creéis que esta exhibición de melodrama infantil va a colaborar en la causa de la libertad?».
—Nos debes este rancho, como pago por tu repugnante explotación —dijo Jelly.
—Bueno, pues para vosotras —dijo tranquilamente La Condesa.
Quizás hablase en serio, pero las vaqueras consideraron sus palabras como un desafío.
Jelly lanzó una orden. Las vaqueras, que llevaban hachas, picos, horquillas y palas, retrocedieron. La Condesa, aún sonriente, cogió un entremés y sometió su cigarrillo a una chupada segura y medida. La señorita Adrián agitó un puño y gritó:
—¡Al barracón! ¡Y no salgáis de allí! —como si acabase de dirigir un tumulto. Las clientes estaban en sus habitaciones haciendo el equipaje, salvo una señora que había lanzado su copa de ponche contra la señorita Adrián uniéndose a la revolución. También se había unido la masajista, que incitaba al resto del personal, que se mantenía a un lado de la barbacoa procurando parecer neutral.
Tras retroceder unos treinta metros, las vaqueras se detuvieron. Con asombrosa rapidez, desengancharon, desabrocharon y bajaron cremalleras… se quitaron pantalones y bragas. Luego, desnudas de cintura abajo, pubis hacia el frente, adelantados e indicando el camino, iniciaron su avance. La sonrisa de La Condesa cayó por su garganta como el agua por el desagüe de una bañera.
—¡Será mejor que cojáis vuestros tarros de spray! —gritó Gloria.
—¡Todos estos coños llevan sin lavarse más de una semana! —aulló Jellybean.
Bastante pálido ahora, temblándole la nariz, La Condesa dejó caer al suelo el canapé de caviar que sostenía. Una hormiga de la pradera se aprovechó de los despojos, la primera hormiga de la historia de los Dakota que probó el caviar iraní. Él o ella pasarán a la Galería de la Fama de las hormigas.
Y las vaqueras seguían avanzando, mientras detrás en hileras, quince montoncitos separados de pantalones y bragas se acuclillaban en el suelo, como un peregrinaje de astrosos musulmanes postrados ante la Meca de los elegantes. Allá iban, sí, las vaqueras, las pelvis palpitando, desprendiendo lo que a La Condesa le parecía un devastador alud de almizcle.
Perdida en su histeria, la señorita Adrián se lanzó a la carga. Lanzó un tenedor de barbacoa que hizo brotar sangre del entrecejo de Heather. Rápido como la lengua de una rana, restalló el látigo de Delores. El látigo rodeó los tobillos de la directora del rancho barriéndole los pies. Se derrumbó en el suelo con un estruendo de joyería y un confuso grito. Luego empezó el jaleo.
Un cóctel molotov dijo adiós a Big Red y hola al edificio de recondicionamiento sexual. En unos minutos, ardía la estructura. Otras vaqueras, los traseros desnudos resplandeciendo, se lanzaron contra el ala de la casa principal donde estaban localizados el salón de belleza y las salas de ejercicios. El estruendo de cristales rotos y madera astilladas retumbó por toda la casa. El aire se llenó de gritos, de «Uuuajooos», «Yiuppis», «A la carga» y «La vagina es un órgano que se limpia solo».
Sissy no sabía qué hacer. Evidentemente su querida Jellybean la había olvidado. La Condesa estaría furioso con ella por no avisarle de la inminente revuelta. Julián tampoco estaría contento. Y, en realidad, ella misma podía encontrarse en peligro físico. Delores y sus camaradas la identificaban con el negocio de La Condesa. Ardía ya la sauna, y el rancho estaba envuelto en humo.
Siguiendo órdenes de esa gran porción del cerebro que se desinteresa por completo de todo lo que no sea la supervivencia, huyó Sissy de la casa por el mismo camino por el que había entrado. Cruzó el campo de criquet, pasó la piscina, corrió hasta el pie del Cerro Siwash y luego hacia el sur, bordeando su base. Al final, llegó a un sitio donde los matorrales de juníperos rotos revelaban un tosco sendero que iniciaba un empinado ascenso. Como el cerro prometía protección y una vista de lo que pasaba, Sissy decidió escalarlo.
Se abrió paso entre matorrales bajos y plateados. El sendero se comportaba de un modo extraño. Retrocedía donde no había ninguna razón para hacerlo o avanzaba en línea recta hasta el borde del despeñadero, para girar a un lado en el último centímetro posible y subir y bajar como si estuviese riéndose. Parecía tener mente propia. Una mente perturbada, además.
Sissy caminó con ligereza pero firmemente, como si intentase tranquilizar al camino, como si le aplicase una terapia. No reaccionaba.
Sudando, jadeando, espantando conejos y urracas, aceptó la primera oportunidad (aproximadamente a la mitad de la ladera del cerro y a los veinte minutos de escalada) para descansar sentada en una roca lisa, desde la que podía divisar el Rosa de Goma. El rancho estaba más lejos incluso de lo que los engaños del camino la habían llevado a imaginar.
Aún seguía el jaleo. Ruido y humo. La antorcha había respetado la casa principal, pero varios de los edificios externos eran ya cenizas. Creyó distinguir a las vaqueras Intentando tranquilizar a los caballos, presa del pánico en los corrales. Vio el Cadillac de la señorita Adrián salir rugiendo, pero no tenía medio de saber qué pasajeros llevaba. Algo más tarde, se alejaron también el descapotable alquilado de los fumadores y el camión de su equipo. ¿Habían sido expulsados o habían ocupado otros sus vehículos? Todo esto pensaba Sissy allí sentada. Y pensaba también si volver al rancho y cuándo. El sol se arrodillaba ya en el umbral del Oeste, y a medida que se acercaba la noche, Sissy sentía en la carne fríos arañazos.
Al cabo de un rato sintió algo más. Ojos. Sintió ojos. Ojos observándola. No rosados ojitos de ratón ni saltones y brillantes de ave. Grandes ojos de carnívoro. Un puma o un lobo, no había duda. Y de nuevo, esa inmensa batería de eficiente energía cerebral, insensible a la belleza, a lo romántico, a la diversión o a la libertad, suspicaz, recelosa, tan convencional como huevos de desayuno, tan triste como los calcetines de un banquero, en fin, ese carca de cuello duro de ADN que resulta ser el principal accionista de la conciencia humana, lanzó órdenes. Obedeciendo, pues no hay órdenes más difíciles de desobedecer que las suyas, cogió Sissy una piedra y se volvió lentamente.
—Ja ja jo jo y ji ji —rió entre dientes la cosa que la observaba. Se hallaba a unos diez metros de distancia. Era, claro, el Chink.
Lo malo del Chink era que parecía el Hombrecito que conoce la clave de los Grandes Enigmas. Flotante pelo blanco y albornoz sucio, rostro curtido y sandalias hechas a mano. Dientes que despertarían la envidia de un acordeón, ojos que parpadeaban como luces de moto en la niebla. Bajo pero musculoso, viejo pero apuesto y ¡ooooh el aroma humoso de su barba inmortal! Parecía como bajado a hurtadillas del techo de la Capilla Sixtina, pero pasando por un fumadero de opio de Yokohama. Parecía capaz de hablar con los animales, de discutir con ellos temas que el doctor Dolittle jamás comprendería. Parecía como desenrollado de un pergamino zen, como si hubiese dicho muchas veces «presto», y conociese el significado de la iluminación y el origen de los sueños, y como si bebiese rocío y follase serpientes. Parecía esa capa que cruje en la escalera posterior del Paraíso.
Se escrutaron con fascinación mutua. Sissy contuvo el aliento. El Chink dijo:
—Ja ja jo jo y ji ji.
Al fin, a Sissy se le ocurrió algo, pero, como si él hubiese percibido que ella estaba a punto de hablar y no quisiese las palabras de ella en aquellas orejas suyas, tan extrañamente puntiagudas, se giró y se alejó por la ladera en que había aparecido.
—¡Espera! —gritó ella.
Él se detuvo y se volvió, pero como preparado para seguir de nuevo.
Sissy sonrió.
Alzó su maduro pulgar derecho.
Y agitándolo y moviéndolo como si fuese su actuación de despedida y hubiese de complacer a los dioses, hizo la señal de autoestop al eremita y su montaña.
Consiguió un viaje hasta la fábrica del tiempo.