SI PODEMOS decir que el hombre civilizado es más listo pero no más sabio, podemos decir también que la pradera es seca pero tiene agua. Sobre la pradera hay ríos fugaces, fugaces arroyos, lagos, charcas y revolcaderos inundados de búfalos. Como el propio sistema norteamericano, la mayoría de las lagunas y lagos de la pradera son operaciones de «vuelo nocturno». Aunque puedan medrar temporalmente, manteniendo una cadena alimentaria global que puede ir desde las plantas acuáticas a las ratas almizcleras y los búhos, desde los ninfálidos a los peces lunas y a las tortugas mordeduras, o de las salamandras a las urracas y las comadrejas, llega un momento en que lagos y lagunas quedan invadidos por la vegetación, cegados por el lodo y reducidos, en las sequías estivales, hasta boquear (!) y morir, haciéndose ciénaga y luego otra vez pradera. Muchas veces las lagunas de la pradera no viven lo bastante para ganarse un nombre.
El Lago Siwash, dado que halló asiento en una depresión relativamente profunda entre los cerros de las morrenas terminales que dejó la capa de hielo continental, ha disfrutado de cierta permanencia, aunque sus implorantes orillas de saetillas, espadañas y cañas evidencian que también él va entrando en la fase ciénaga de su existencia y que llegará un momento en que no podrá siquiera proporcionar humedad suficiente para refrescar el morro de un renacuajo.
Aún le quedan, sin embargo, unos cuantos años buenos a este pequeño lago, que resplandecía como una gota de tinta invisible cuando le miraban Sissy y Jelly desde el cerro situado detrás del parapeto de los cineastas. Sissy y Jelly pasaron la cima del cerro, tras atar los caballos al cerezo, y allí estaba el lago, langueando. Con trigo silvestre y ásteres hasta las rodillas, Sissy y Jelly pasaron la cima del cerro desnudas, tras dejar la ropa junto al cerezo, y allí estaba el lago debajo de ellas, resplandeciente. Sissy y Jelly cruzaron la cima del cerro desnudas, por donde daba el sol, y resultaba desde luego muy difícil creer, mientras contemplaban el Lago Siwash, que también ellas, Sissy y Jelly, eran principalmente agua. (El cerebro, con sus fragmentarías y alusivas características, sí, es agua; pero ¿y la carne del cuerpo?).
Como las cámaras ocultas estaban dirigidas a la orilla del lago, no podían registrar las imágenes que se movían en la cima del cerro, ni los micrófonos ocultos podían espiar su conversación. Sissy y Jelly hablaron mientras cruzaban la cima, y, después de estudiar un rato el lago, se sentaron y hablaron de nuevo.
Delores vivía en Louisiana, en un pueblo de cabañas construido por esclavos fugitivos, en los pantanos. Ésa es una de las historias que se cuentan, en realidad. He oído también que estuvo viajando por Yucatán con un circo, que le quitaba las pestañas postizas a un mono ancestrado con el látigo. Da igual donde estuviese, el caso es que una noche tomó peyote y tuvo una visión. Niwetúkama, la Diosa Madre, se le apareció montada en una corza, con colibríes que le sorbían las lágrimas que derramaba, y le gritó: «Delores, debes dirigir a mis hijas contra su enemigo natural». Delores pensó largo rato sobre esto (fue una visión muy vivida) hasta que determinó que el enemigo natural de las hijas eran los padres y los hijos. Aquella misma noche, la emprendió a latigazos con su amante negro, o con el propietario del circo, da igual quien fuese, y se largó. Anduvo un tiempo por ahí, sin mundo fijo. Se ganaba la vida vendiendo peyote a los jipis. Luego volvió a aparecérsele Niwetúkama y le dijo que debería ir a cierto lugar y prepararse para su misión, cuyos detalles concretos le serían revelados en otra visión. Y la madre Peyote la encaminó al rancho Rosa de Goma. ¿Increíble, verdad? Toma peyote por lo menos una vez a la semana, pero no ha tenido hasta ahora la Tercera Visión. Por otra parte, ella y Debbie andan siempre rivalizando y enfrentándose. Tensión. ¡Tensión entre vaqueras! Qué fastidio.
—¿Y cuál es la posición de Debbie? —preguntó Sissy. Muy suavemente la brisa acarició con hierba sus costillas.
—Bueno, según entiendo yo, Debbie considera que las personas tienden a convertirse en lo que odian. Dice que las mujeres que odian a los hombres se convierten en hombres. ¡Ay! Esta hierba hace cosquillas, ¿eh? —también se las hacía a Jelly—. Debbie dice que las mujeres son distintas a los hombres y que esa diferencia es el origen de su fuerza. Antes del judaísmo y del cristianismo, lo controlaban todo las mujeres, gobiernos, economía, familia, agricultura, y en especial la religión; en eso están de acuerdo ambas. Pero Debbie dice que si las mujeres han de controlarlo todo otra vez, deben hacerlo al modo femenino; no deben recurrir a métodos masculinos agresivos y violentos. Dice que ya es hora de que demuestren ellas mismas que son mejores que los hombres, es hora de que amen a los hombres, de que les den buen ejemplo y les guíen tiernamente hacia la Nueva Era. Debbie, nuestra querida Debbie, es una auténtica soñadora.
—¿No estás de acuerdo con ella, entonces?
—Bueno, yo no diría eso. Espero que ella tenga razón, a la larga. Pero estoy con Delores en cuanto a luchar por lo que es mío. No puedo entender por qué Delores es tan quisquillosa con el Chink. Probablemente pudiese enseñarle varias cosas. ¿Y cómo puede alguien odiar a Billy West, ese simpático granuja? Amo a las mujeres, desde luego, pero nada puede ocupar el lugar del hombre adecuado. Aún así, ésos territorio de vaqueras y apoyaré a Delores y combatiré a cualquier cabrón que pueda negarlo. Creo que siempre he sido una camorrista. Mira. Esta cicatriz. Tenía solo doce años y me alcanzó una bala de plata.
Jelly cogió la mano de Sissy, evitando cuidadosamente su dedo primero o más preaxial, y la ayudó a palpar la pequeña depresión de su vientre. Era como si se hubiese comprado el ombligo en una de esas tiendas en que dan dos artículos por el valor de uno.
Ignorando la posibilidad de que hubiese excitado la curiosidad de Sissy o iluminado su cuadro de distribución límbico, Jelly siguió hablando:
—Dios mío, aquí lo entiendo todo. En este espacio virgen: Nadie le ha podido clavar estacas ni nadie lo ha podido parcelar. Es demasiado grande y demasiado indómito. Los hombres lo ven como un desafío; quieren competir, conquistarlo. En conjunto, fracasan, y por eso ahora odian esta tierra. Pero las mujeres pueden mirarla de un modo distinto. Pueden fluir con ella, fundirse en ella y amarla. El Chink dice que estas llanuras viven al borde del significado, en una zona situado entre el significado y algo tan grande que no tiene significado alguno. Creo que lo entiendo. No se por qué todas las vaqueras no son capaces de contentarse con esto, pero sé que algunas personas no pueden sencillamente divertirse si no se divierten también todas las demás.
Sissy mantenía su mano en la barriguita de Jelly, pues tan pronto como la vaquera dejase de hablar quería preguntarle cómo había recibido un balazo de plata en tan tierno lugar y a edad tan tierna. Antes de que tuviese un segundo para preguntar, sin embargo, fue Jelly la que hizo una pregunta:
—Oye, Sissy, tú que trabajas para La Condesa y demás, me pregunto si has tenido oportunidad de utilizar el truco del perfume de que hablamos a las clientes el otro día.
—Yo, bueno, no, nunca lo he hecho. ¿Funciona de verdad?
—Claro que sí. ¿Por qué no pruebas?
—¿Quieres decir ahora?
Quiere decir ahora, Sissy. Now. N de narciso, N de nefando. N de nigi (Nigi es el japonés «arcoiris». Significa también «dos en punto». Así, en el Japón hay por lo menos dos arcoiris diarios). O de orquídea, O de odorífero, O de om (La colchoneta de meditación es el caballo del yogui; adelante pequeño yogui, alcanza. «Apaga la vela antes del ocaso del sundownownownow-nownownow»… El único mantra al oeste del Pecos); W por wisteria, W por húmedo, W por Waya Waya (una ciudad del este de Washington), Wagga Wagga (una ciudad del sureste de Australia) y Wooga Wooga (un café de la dimensión astral donde Charlie Parker improvisa todas las noches del sábado): N * O * W *, Now, ahora. Ella quería ver cómo lo estirabas, Sissy, quería verlo abriéndose como una zapatilla de ballet, un boqueante marisco. Quería extenderlo, Sissy, sus pequeños dedos babeando el fangal, elevando su temperatura, ensanchando su sonrisa. Ay, ¿por qué es tan difícil entre mujeres? Entre un hombre y una mujer es sí o no. Entre mujeres es siempre quizás. Un error y la otra sale corriendo, escapa. Las mujeres, aunque se abracen, han de mantener los corazones quietos, los ojos en blanco. Las palabras están fuera de lugar. Pero merece la pena, Sissy, merecen la pena los fingimientos, las interrupciones, la cautela. Cuando un hombre está dentro tuyo, no puedes imaginar lo que siente su cuerpo, ni él puede conocer exactamente tus placeres. Entre mujeres, ambas son exactamente conscientes: Cuando ella hace eso está segura de que la otra está sintiendo aquello. Y es todo tan suave, Sissy. Tan suave.
Khrishna, o Pan como le llaman en Occidente, el dios al que Jesucristo hizo ocultarse, era el único dios que comprendía a las mujeres, Khrishna/Pan atraía a las doncellas al bosque, pero jamás las violaba ni las seducía con falsas promesas o falsas declaraciones de amor. Las despertaba con una vieja función especial; las conectaba. Es así cómo se visitan las mujeres: como música, como payasos.
La mujer no ha padecido alegremente la civilización. Se ha dicho, en realidad, que la civilización toda no era más que un dique alzado por los hombres, deseosos de competencia sexual, a fin de «contener las salvajes e indómitas aguas femeninas». Ahora, sin embargo, ella puede controlar los flamantes inventos del hombre civilizado y utilizarlos para sus propios y oscuros designios. Por ejemplo, el beso.
El beso es el mayor invento del hombre.
Todos los animales copulan, pero sólo besan los humanos.
El beso es el más alto triunfo del mundo occidental.
Los orientales, incluidos los que llevaban el continente norteamericano antes de la devastación, se frotaban las narices, y miles de ellos aún lo hacen. Sin embargo, pese al fruto dorado de sus milenios (nos dieron el yoga y la pólvora, Buda y el maíz en mazorca) ellos, sus multitudes, sus santos y sabios, jamas produjeron un beso.
El mayor descubrimiento del hombre civilizado es el beso.
Los primitivos, los pigmeos, los caníbales y los salvajes han mostrado ternura recíproca de diversas formas táctiles, pero lo de morro contra morro no ha sido su estilo.
Los periquitos se frotan los picos. Sí, es cierto, lo hacen. Sin embargo, sólo los devotos de la eyaculación prematura, o las ancianitas que asesinan niños con agujas de tejer para robarles el dinero del bocadillo y comprar riñones frescos para sus gatitos podrían situar las caricias de pico en el reino del beso.
Los negros africanos se rozan los labios. Así es; algunos lo hacen, como lo hacen también tribeños aborígenes de otras partes del mundo: pero aunque rocen sus labios, no se demoran en el roce. El beso apresurado de puro contacto es una rueda cuadrada, torpe y un tanto siniestra. ¿Qué otra cosa hizo Judas para traicionar a nuestro salvador si no darle un beso de este genero? Terso, sin saliva, sin lengua.
La tradición nos informa que el beso, tal como lo conocemos, lo inventaron los caballeros medievales con el utilitario propósito de determinar si sus esposas habían usado el barril de hidromiel mientras los caballeros anclaban fuera, de servicio. Si por una vez la historia acierta, el beso empezó como un conectador oscilatorio, un husmeador oral, una especie de cinturón de castidad alcohólica, después del hecho. La forma no siempre sigue a la función, sin embargo, y con el tiempo, el beso por el beso se hizo popular en las cortes, extendiéndose luego a comerciantes, campesinos y siervos. ¿Y por qué no? Besar era dulce. Era como si toda la dulzura atávica que aún quedase en el hombre occidental se canalizara en el beso y sólo en él. ¡Ninguna otra carne como la del labio! ¡Ninguna carne como la de la boca! El tic musical de diente contra diente, la maravillosa curiosidad de las lenguas.
Las mujeres, que no se entusiasmaron gran cosa con inventos de menor cuantía, como la rueda, la palanca y la espada de acero, aplaudieron el beso, lo practicaron con sus hombres, por gozo y provecho, y lo practicaron entre sí… dentro de ciertos límites. Debido a que estaban diseñadas para amamantar con sus pechos a niños y a niñas, no son las mujeres tan sexualmente restrictivas como los hombres. Siempre han sido proclives a besar a otras mujeres, práctica que ha hecho inquietarse a nuestra Fe y palidecer a nuestros olfateadores de lujuria. En 1899, una victoriana tan relativamente liberal como la doctora Mary Wood-Allen, se sentía obligada a escribir en Lo que debe saber una joven: «Me gustaría que la amistad entre las chicas fuese más varonil. Dos jóvenes que son amigos no se abrazan ni se besan. Las amistades femeninas que incluyen abrazos y besos no son sólo estúpidas, son peligrosas incluso».
¿QUIÉN CANTARÁ LAS ALABANZAS DEL ESTÚPIDO Y PELIGROSO BESO? Ella temía acariciar tus partes secretas, Sissy, y tú temías acariciarlas delante de ella. Pero vuestras bocas fueron audaces (y estúpidas y peligrosas) y os inclinasteis una hacia la otra lentamente, deslizando mejillas, y os besasteis. Coincidiendo con la pulsación de una abeja que pasaba, aplastasteis las bocas hasta quedar muy pronto enredadas las lenguas en burbujas y jadeos. Largas, gruesas lenguas se pintaban mutuamente con material lingüístico; despintando gradualmente los miedos femeninos de modo que pudieses apartar los dedos de su cicatriz y deslizarlos por su vientre abajo. Cuando pelo y jugo susurraron contra las yemas de tus dedos (susurraban palabras sucias como «coño», «chocho», «conejito»), pensaste en Marie, siempre agarrándote allí, y casi apartaste la mano. Pero Jelly gemía en tu boca, inundándola de dulzor, y al momento su propia mano exploró los ardientes pliegues de tu vulva.
Abrazadas, caísteis sobre la hierba. Allá se fue tu Stetson rodando en dirección de la ciudad de Oklahoma. Quizá quisiese saludar a Tad Lucas. Tus ojos enviaron una expedición arqueológica al rostro de Jelly, y los suyos al tuyo; ambos desenterraron inscripciones y estudiaron su significado. Ella susurró que eras hermosa y valiente. Te llamó «héroe», queriendo decir heroína, pero sus dedos no se confundieron un instante. Intentaste decirle cuánto significaba para ti su amistad. ¿Lograste pronunciar las palabras o no? Dientes de espuma, labios de pastel.
Tras una hambrienta quietud, como intermedio de una danza del lobo, se restablecieron los ritmos. Y os visteis ya mutuamente alentándoos, todo había sido reconocido y aprobado, y tú te arqueabas y empujabas y te retorcías y te doblabas como una carpa, suavemente pero con pronunciada cadencia. El polvo digital es un arte. Los hombres ceden ante él; las mujeres se encumbran. Ohh. ¡Bombero salva a mi hijo!
Sentías como si tu mano estuviese en una máquina de discos, una Wurlitzer de carne que arrojase chispas eléctricas de colores mientras se destrozaba en música con la Moneda del Siglo. Tu clítoris era un interruptor conectado. Ella lo encendía y seguía encendiéndolo y seguía y seguía más allá. Enroscaste la lengua alrededor de un erecto pezón. Sonrió ella al verte estremecer cuando te abría el ojo del culo.
Todo se hizo confuso. Os acunabais en cunas de sudor y saliva, hasta ya no ver nada. La imaginaste con ajuar de novia, la imaginaste como una yegua. ¿Fermentabais, las dos? Olíais como si así fuese. Abanicos de pánico y fiebre se abrían y cerraban, brillaban barbillas con el zumo del beso. Y os mecíais, los pulgares meneaban su vientre a compás, aumentando la excitación… la tuya y la suya.
Con los ojos cerrados, o sólo quizá vidriosos, imaginabas su prieto y joven como quieras llamarle en tu mente. Pelo a goteante pelo, se abría ante ti. Tu propio clítoris estaba tan rojo e hinchado como un puro de chicle. ¡Oh, aquellas cosas estaban hechas para amarlas!
De pronto, gemiste. Brotaban de ti ruidosos jadeos. Gritabas «Jelly Jelly» cuando sólo pretendías murmurar «mmmmmmm». Daba igual. Jellybean no podía oírte. Estaba chillando. Histérica, por la ardiente y abrasadora suavidad del amor femenino. Era hermoso. Era el éxtasis.
Terrible, cómo se corre esta potranca, pensaste, ya desaparecidos tus propios espasmos. En el mismo instante, Jelly se preguntaba cómo una casa de apartamentos urbana podía contener tus gritos sexuales. Pues Jelly, también, estaba en reposo. Sólo gradualmente comprendisteis ambas que un tercer ingrediente auditivo se había mezclado con los gruñidos de Jelly y los chillidos de Sissy: un sonido más salvaje, más ruidoso, aunque evidentemente fuera obra del mismo compositor.
Pegajosos dedos salieron de melones. Empapadas por dentro y por fuera, os incorporasteis las dos. Y llegó de nuevo aquel ruido, pero más fuerte, más extraño. Si vuestros cabellos, cortos y largos, no hubiesen estado tan húmedos, se hubiesen erizado. Era un poderoso trompeteo. Un llanto como el que pudo haber hecho el Mundo el día en que nació.
Y fue entonces cuando vosotras, señoras mías, cuerpos rosas estampados con perfiles de aplastadas hojas y de tallos, mirasteis y visteis un escuadrón de blancos y sedosos aviones rodear el Lago Siwash, un bando de aves tan grandes y gigantescas y elegantes, que vuestros corazones exprimieron pasta de dientes de eternidad.