«LA POLCA de la salchicha polaca» fue interrumpida por un boletín de noticias sobre la situación internacional que, como pronto supieron las oyentes del barracón, era desesperada como siempre. Y hablando de desesperación, la había sin duda en la expresión de Big Red cuando, sin llamar, abrió la puerta de la sala principal de ejercicios.
Clientes y personal se pusieron rígidos al ver entrar a Big Red, pues todas estaban por entonces un poco asustadas con las vaqueras, y Big Red, la llameante torre de pecas, parecía la más peligrosa de todas. No había motivo de alarma, sin embargo. Big Red estaba enterada de que la señorita Adrián había anunciado que aquel día celebraría el último pesaje. Al día siguiente, en la barbacoa baja en calorías que señalaría el término oficial de la temporada del rancho, se entregarían premios a las mujeres que hubiesen eliminado el mayor tonelaje de grasas en el aire seco de Dakota. Big Red no anhelaba ningún premio, no era además candidata elegible a ninguno, y, francamente, ninguno merecía, pero quería consultar la báscula. Ataviada con su traje de baño verde bosque de una pieza, se situó en cola ante el oráculo. Tras obtener fácilmente el permiso de las clientes, la señorita Adrián condujo a Big Red a la cabeza de la cola.
La inmensa vaquera se pesó, pestañeó, gruñó y, para alivio de todas, salió por donde había venido. En el camino de vuelta al barracón, mientras el veranillo de San Martín presentaba sus respetos a la carne que rebosaba por los bordes de su traje de baño, Big Red tuvo un fogonazo, una visión mental quizá no menos intensa que las visiones primera y segunda de Delores del Ruby. Presa de la inspiración, Big Red pensó: «Sería maravilloso, desde luego, que hubiese una máquina que pudiese conectarse al plato de comida y extrajese de él los sabores. Después de comer todo cuanto tu estómago pudiese manejar cómodamente, podrías meterte un tubo de plástico en la boca, accionar la maquinita, y los sabores continuarían llegando mientras quisieses, sin que al estómago fuese nada que lo hiciese más grande y más gordo. Mmmmm, señor, señor; jamón, pastel de cebolla y queso, chiles, pastel de arroz, señor».
En la sala principal de ejercicios del Rosa de Goma, había un mercado inmediato para tal artilugio y, sin duda podrían contarse por decenas de millones las ventas en todo el mundo, pese a la situación internacional. Significaría además un beneficio sin precedentes para el género humano, que apartaría a tantas personas de las calles como la televisión y ahorraría más vidas que una cura del cáncer.
En consecuencia, en interés público, También las vaqueras sienten melancolía ofrece esta idea de Big Red completamente gratis a cualquier inventor capaz de hacerla realidad.