FUE EL día sexto, el día que, en la versión judeocristiana de la Creación, dijo Dios: «Haya estricto entrenamiento de orinal y libre empresa». Sissy salió del edificio principal. Inmediatamente, sus ojos se volvieron, como hacían siempre, hacia el Cerro Siwash.
A veces podía distinguir una figura humana allá arriba, perfilada contra la arcilla multicolor o surgiendo, más cerca de la base, de una mata de juníperos, arrastrando tras ella su barba. Aquella mañana se vio recompensada por la borrosa imagen y el rumor apagado de una conmoción.
Un grupo de vaqueras miraba también hacia el cerro. Se apoyaban en el vehículo conocido como el «carro de peyote», una ranchera Dadge con una instalación de acampada de madera hecha a mano en la parte trasera. Los aleros estaban tallados como las quijadas abiertas de lagartos y caimanes, piel verde y temibles dientes, que sobresalían en bajorrelieve por ambos lados de aquel compartimento de chillona pintura. Imágenes de iguanas y saurios de chasqueante lengua adornaban la puerta trasera. Las bocas blanco-hospital de las serpientes mocasines bostezaban desde todos los espacios que no ondulaban ya con los mortíferos anillos, culebreos escamosos y ojos hipnóticos de reptadores de ciénagas y otras manifestaciones del tótem primogenio. No había duda de quién era la propietaria de aquel vehículo, vestida como iba de negro intenso desde el sombrero de montar estilo español a las botas de piel de mamba: Delores (con una «e») del Ruby.
La misma Delores que se alejó al aproximarse Sissy, diciendo fríamente por encima del hombro:
—La industria de la higiene femenina compra mujeres por cincuenta millones de dólares al año.
Sissy se quedó asombrada ante aquella hostil referencia a sus actividades de chica Yoni Yum/Rocío. Como si fuese una cría de víbora de la fachada del carro de peyote, fue presa de pequeños espasmos en su labio inferior. Estaba acostumbrada a que se ridiculizaran sus pulgares y el uso al que los destinaba. Pero su modesta carrera de modelo era lo único suyo que había parecido meritorio a la gente.
—No le hagas caso a Delores —dijo Kym—. Tiene un palo clavado en el culo.
—Sí —añadió Debbie—. Ya tengo ganas de que le llegue su «tercera visión» de una vez por todas.
La frente de Debbie hizo por su cuenta movimientos viperinos.
—Aunque bien pensado —añadió—, quizás no tenga gana ninguna.
Las vaqueras medio se rieron, medio gruñeron. Parecía desazonarles la rudeza de Delores, aunque había suficientes razones, considerando su conducta el día anterior en la clase de recondicionamiento sexual, para que Sissy creyese que compartían la actitud burlona de su capataz hacia la industria que Sissy representaba.
Quizá fuese apropiado plantearse una revaloración. Pero de momento, era la conmoción de aquel cerro, teóricamente sagrado para una dieciseisava parle de ella, lo que le interesaba.
—¿Qué pasa allá arriba? —preguntó Sissy, con la esperanza de que no le temblara la voz.
—Otro grupo —contestó Kym— de buscadores de salvación que intentan ver al Chink. Está espantándoles; como siempre. ¡Qué farsa!
—Mierda —gritó Big Red—. Todo es culpa de Debbie. Debbie escribió a todas sus amistades y les dijo que vivía allá arriba el gran brujo, y la noticia corrió como manteca caliente. Así que ahora vienen hasta de San Francisco, esperando que el viejo pedo les revele la verdad. Pero él nunca le dice nada a nadie.
—Habla mucho con Jellybean —corrigió Debbie.
—Puede que sí y puede que no —contestó Big Red—. Sospecho que Jelly sólo le sigue la corriente para que nos deje en paz… y él hace lo mismo con ella. ¡Vaya, ahí viene! Mira cómo corren tus peregrinos, Deb. Pierden el interés por la salvación demasiado rápido; quizá le dejen al viejo unos meses de tranquilidad. No es que se lo merezca.
Sissy se preguntaba por qué consideraría Debbie al Chink una especie de brujo. Se lo preguntó.
—Es una buena pregunta —dijo Debbie, que era aproximadamente tan linda como Bonanza Jellybean, aunque vistiese como sus compañeras, de modo más convencional—. Una buena pregunta, sí. Sabes, Sissy, que los sabios, los santos y los caudillos espirituales o como quieras llamarles, no andan predicando por ahí ni escriben libros ni recluían discípulos ni predican en la astrocúpula de Houston. Algunos se mantienen casi invisibles entre nosotros, Swami Vivekananda dijo una vez que Buda y Cristo eran héroes de segunda fila. Dijo que los hombres más grandes pasaron inadvertidos. No se manifestaron ni exigieron nada, no fundaron escuelas ni sistemas con su nombre. En vez de destacarse, simplemente se fundieron en amor…
—¡Amor! —interrumpió Big Red—. Mejor sería decir grasa.
Debbie sonrió pacientemente.
—Vívekananda —continuó— indicaba que los estadistas y generales y ricachos que nos parecen tan importantes, son en realidad figuras de muy bajo nivel, Él dijo: «Los hombres superiores son tranquilos, silenciosos y desconocidos». ¿No te parece maravilloso? Los auténticos maestros pocas veces se manifiestan, salvo en las vibraciones que dejan tras sí, con las que los gurús menores elaboran sus doctrinas. Pero hay medios para reconocerlos. El Chink, como le llaman, parece una persona difícil (se niega incluso a reír en mi dirección), pero en su silencio y en sus misteriosas actitudes da signos de…
—Sí, si puedes considerar un signo el tocarse el pito —intercaló Big Red.
—… signos de elevada sabiduría —continuó Debbie—. Fue un error mío escribir a mis antiguos hermanos y hermanas de la liga del Avatar del Ácido Atómico habiéndoles de él, aunque muchos de ellos busquen desesperadamente la iluminación, ahora me doy cuenta. Pero no me equivoqué en mi valoración de él, de eso estoy segura.
Hizo una pausa, rascando sus dedos ensortijados por las curvas de una serpiente de coral tallada.
—Ahora quería preguntarte una cosa a ti, Sissy; tengo entendido que has viajado más que nadie. En tus constantes viajes, ¿no te has encontrado nunca con una persona que por su sabiduría destacase sobre todas las otras, que pareciese tener un conocimiento sobre la vida del que carecemos los demás humanos?
La pregunta iba en serio, así que Sissy meditó. Aunque parezca extraño, no se había relacionado, en realidad, con demasiada gente, ni había observado con detenimiento a las personas. Ella buscaba transporte, no conductores. Y en cuanto a los peatones… sombras en el recuerdo de un rayo de luz. Recordaba, sin embargo, aquella vez en México, no muy al sur de la frontera. Sissy había recorrido en autoestop una carretera tan polvorienta que un camello habría muerto en ella de asfixia. Por fin pasó ante la casa-taller de un ebanista. Había quince o veinte piezas de muebles recién talladas alineadas al sol junto al camino. Las barnizaba un hombre de edad indefinida. El mexicano iba aplicando cuidadosamente con una brocha el barniz que sacaba de una lata pequeña. Siempre que pasaba un coche o un camión, cosa frecuente, se alzaban espesas nubes de polvo que se posaban como recuerdos de Lawrence de Arabia sobre la pegajosa madera recién barnizada. Pero el mexicano seguía con su trabajo, sonriendo, cantando para sí y no prestando al polvo más atención que si fuese una emisión de radio en idioma extranjero. Tanto había impresionado a Sissy aquel hombre que a punto estuvo de pararse a hablar con él; hizo que se soltaran luminosos globos en su corazón, Al final, sin embargo, había seguido haciendo autoestop… pensando posteriormente en el ebanista sólo en momentos de tensión, frustración o inseguridad.
Hablar de tales cosas le resultaba a Sissy embarazoso, pero estaba a punto de explicarle a Debbie lo de aquel maravilloso mexicano cuando apareció Jelly trotando en su caballo. Jelly había estado observando el lío del Cerro Siwash desde más cerca, para asegurarse de que no tendría repercusión alguna en el rancho. Ahora llamaba a las vaqueras:
—Eh, socias, Delores quiere que vayáis al barracón para los ejercicios. Vamos allá.
—¡La instrucción! —resopló Big Red—. Debería haberme quedado en aquel maldito cuerpo militar femenino.
—Eso es un error —dijo Debbie—. Las mujeres tienen formas superiores de tratar con las cosas.
Unas complacidas, otras reacias, las vaqueras se dirigieron al barracón. Jellybean desmontó.
—¿No son un magnífico grupo de socias? —preguntó.
Cabeceó Sissy y preguntó:
—¿De dónde proceden?
—Oh, del Este, del Oeste y del nido del cuco. Muchas se criaron en granjas o en ranchos y les gustaba esa vida, pero cuando terminaron el bachiller no les quedaba más salida que casarse con un pelma local o intentar ingresar en una universidad que no estaba dispuesta a enseñarles nada que ellas quisieran saber. Unas cuantas, como Kym y Debbie, vienen de zonas residenciales de clase media. Big Red era la única vaquera en ejercicio del grupo. Participó en carreras por todo Tejas. Pero claro, Big Red tiene veintisiete años. Las demás somos mucho más jóvenes, salvo Delores. Nadie sabe la edad que tiene, ni lo que hacía antes de aparecer por aquí, pero, desde luego, sabe montar y manejar el lazo. Yo busqué chicas que quisiesen ser vaqueras y no hice demasiadas preguntas. Intenté encontrarlas entre las enamoradas de los caballos. Ya sabes, ese asunto freudiano. Muchos padres, cuando sus hijas pequeñas empiezan a abultar el jersey por delante, les compran un caballo para desviar su atención de los chicos. Lo que les compran en realidad es un vibrador orgánico de cuatrocientos kilos. Un caballo es estupendo para una buena y limpia masturbación, con las manos por encima de las sábanas, y algunas chicas nunca salen de eso. Ésas no sirven para ser vaqueras de verdad.
El Cerro Siwash se había quedado tan tranquilo y exánime como un libro de geología que describiese su formación. El veranillo de San Martín, actorcillo exagerado, aprovechaba otra llamada a escena, y las colinas, con un talante expansivo propiciado por el calor, amontonaban ramilletes de ásteres a sus pies. Varas de San José, también. Y vencetósigo. Girasoles gigantes, como espantapájaros drogados, cabeceaban, soñolientos y anclados, las secas cabezas caídas sobre las clavículas. Con sus vidas prolongadas un día más, zumbaban las moscas por todas partes, ensalzándose a sí mismas monótonamente, como los patriotas que siguen ensalzando la gloria de una cultura decadente y condenada ya.
Por fin, habló de nuevo Jelly:
—Desde luego, has traído el buen tiempo contigo. Mirando este paisaje hoy, nadie creería que la nieve y unos vientos terribles asolarán este lugar dentro de un mes o dos.
—En Nueva York hace mucho frío también —dijo Sissy—. No había pasado nunca un invierno entero en un sitio, desde niña.
—Hay que protegerse —dijo Jelly, lanzando una mirada al barracón—. La señorita Adrián, cuando me dijo que venías, explicó que te habías casado hacía poco.
—Hace unos nueve meses.
—Mmmmm. Sí. Nunca imaginé que fueses de las que se casan y se asientan.
—Nadie lo cree —dijo Sissy, medio riendo—. Ni siquiera yo. Pero es cierto.
—Yo tengo esta teoría —dijo Jelly—: Los hombres, en general, se sienten atraídos por las mujeres que están comprometidas. Es un desafío para el ego deshacer ese compromiso y transferirlo a uno. Las mujeres, en general, se sienten atraídas por los hombres que no están comprometidos. La libertad las excita. Inconscientemente están deseando liquidarla —atisbo la expresión de Sissy—. Sin embargo, en tu caso, debe haber sido lo contrarío. ¿O no?
—No lo sé. Quizá. Nunca lo he enfocado así. En fin, Jelly, yo estuve sola mucho tiempo. Pocas mujeres están solas por elección quizá sea esa nuestra mayor debilidad, pero siguiendo el consejo de la naturaleza decidí no quedar encajonada ni someterme. Sola, podía darle al gran ritmo, bailar la cuarta dimensión y revolucionar la idea del transporte. Sólo que nadie se interesó. Bueno, Jack Kerouac y una docena más de almas desesperadas quizá tuviesen un vislumbre de que yo era algo más que campeona mundial; pero sólo ellos. En fin, ¿qué más da? Yo creía que mis triunfos podrían haber elevado los ánimos humanos, lo mismo que una cometa llena de gozo a la gente sin ninguna razón lógica ni productiva cuando cruza el cielo. Quizá si hubiesen prestado atención… No lo hicieron, y da igual, porque en realidad yo hacía autoestop para mí misma. Para mí misma y para los grandes poderes del viento. Luego, de pronto, apareció alguien que me necesitaba. Por primera vez en mi vida, me necesitaban. Fue una atracción poderosa.
Jelly rascaba las orejas a su caballo. El animal se llamaba Lucas, por Tad.
—Sí, desde luego, supongo que los hombres necesitan a las mujeres —dijo—. Igual que las mujeres creen que necesitan marido.
—Julián necesitaba algo más que una esposa —dijo Sissy—. En líneas generales, yo ni siquiera soy una buena esposa. A un nivel consciente, Julián no me aprecia ni me entiende más que los demás, pero en alguna parte de él, sabe que necesita lo que sólo alguien como yo puede ofrecer. Julián es un indio mohawk deformado por la sociedad. Niega ser mohawk, niega que esto puede significar cualquier ventaja posible, física o psíquica. Necesita que le amen de un modo que le ponga en relación con su sangre. Y de ese modo intento amarle yo.
Jelly montó parsimoniosamente.
—Eso parece tener bastante sentido —dijo—. Si el amor no puede recrear a los amantes, ¿de qué sirve? Pero permíteme un consejo, Sissy, amiga mía: el amor es droga, no sopa de pollo.
Al ver que Sissy no hacía más que mirarla desconcertada, Jelly añadió:
—Quiero decir que el amor es algo que debe darse libremente, no administrarse a cucharadas por su propio bien por una madre dominante que se lo cocine todo sola.
Con esto, Jelly se inclinó por la grupa de Lucas, imitando una acrobacia que la homónima del caballo había ejecutado una vez a gran velocidad, y besó a Sissy, mitad en la boca, mitad en la barbilla. Luego volvió a erguirse y se alejó al galope.
Aquella tarde, en el barracón, cuando Gloria comparó los pulgares de Sissy con el jorobado de Notre Dame, Bonanza Jellybean la abofeteó.