CUANDO TERMINÓ EL Capistranon, Sissy saltó de la cama. Por la ventana pudo ver a las vaqueras agrupadas en círculo. Alguien o algo había en el centro del círculo. Sissy se arregló sumariamente, se encremalleró el mono y salió. No le importaba gran cosa no saber quién era. Nunca le importaban no saber qué esperar.
Lo que había en el centro del círculo era una cabra. Billy West, el paseante de medianoche de ciento veinte kilos de Mottburg la había traído como muestra. Había muchas más en el lugar del que procedía aquélla, según Billy West. A las vaqueras les hacía un precio especial de veinte dólares por pieza.
Debbie rascaba las orejas del animal. Le abrazaba.
—Soy como Mahatma Gandhi —decía—. No podré pasarme ya sin una cabra.
—Qué linda —decía Kym—. Mucho más que una vaca.
—Las cabras están siempre probándote —dijo Debbie—. Son como maestros zen. Saben instantáneamente si finges. Y te prueban para que seas sincero. La gente debería ir a la cabra en vez de al psiquiatra.
—Es tan bonita —dijo Gloria. Apartó a Debbie y dio un abrazo al animal.
—Las cabras son el máximo en lo de macho y hembra —dijo Debbie—. Observar una pareja de cabras es entender todo lo que hay en el viaje macho-hembra. Habría que dar un par de cabras a todas las parejas al casarse. No harían falta más consejeros matrimoniales.
—Mirad qué ojos tan picaros —arrulló Meather.
—¿Cuándo podernos conseguir más? —preguntó Elaine.
—¡Oh! ¡Me ha lamido! —chilló Gloria.
Cuando se cansó de mirar a la cabra, Sissy se dispuso a volver a su habitación. Pensó que podría hacer señas de estop al empapelado, o algo así. Pero la alcanzó Jelly.
—Al parecer vamos a convertirnos en cabreras —dijo.
—¿Qué más da? —dijo Sissy—. Quiero decir que eso no altera tu fantasía.
—En absoluto —dijo Jelly—. Es como el gourmet del que me habló el Chink, que lo dejó todo, viajó miles de kilómetros y gastó hasta el último céntimo para llegar a la lamasería más remota del Himalaya y probar un plato que había deseado toda su vida: pastel de melocotón tibetano. Cuando llegó allí, congelado, exhausto y arruinado, los lanías le dijeron que no tenían melocotones, «Bueno», dijo el gourmet, «pues que sea de manzana». Melocotón, manzana; vacas, cabras. ¿Comprendes?
Sissy pensó que aquello tenía algo que ver con la primacía de la forma sobre la función, aproximándose así a su propio enfoque del autoestop, en el que una estructura emocional y física creada por variaciones e intensificaciones de la práctica autoestópica era de mucha mayor importancia que los objetivos utilitarios comúnmente considerados único propósito del acto. Aún seguía pensando en ello cuando Jelly dijo:
—Oye, hay una clase de acondicionamiento sexual de aquí a cinco minutos. Vamos a ir unas cuantas a boicotearla. A comunicar algunos datos útiles y a corregir algunos errores. ¿Vienes?
El edificio de recondicionamiento sexual tenía un aspecto rústico por fuera. Podría haber sido perfectamente la fragua de un herrero. Dentro, había gruesas colchonetas de goma y cojines de harem por el suelo de una única sala difusamente iluminada. Al fondo, oculto en parte por una cortina de brocado, había un inodoro, tan resplandeciente de ostentación porcelanesca como uno de los incisivos de La Condesa. Delante había una mesa baja y larga, y en ella se amontonaba una cosecha de frascos, botellas, cajas, pulverizadores y tubos de ungüento, así como un par de delicados artilugios de goma color rosa, que parecían sobrinos gemelos de una pera de enema. Sentadas en el suelo, mirando a la masa, había una docena de mujeres. La mitad de ellas eran notoriamente gordas, había luego algunas delgadas como sardinas y que parecían tan consumidas como bujías viejas, pero había unas cuantas que a Sissy le parecieron muy atractivas y que no parecían necesitar en absoluto los servicios del rancho Rosa de Goma. Sissy se preguntó qué limones tendría que sorber su destino para que ella pudiese encontrarse en un lugar como aquel como cliente.
Dirigidas por Debbie, las vaqueras se pusieron inmediatamente a trabajar.
—Sólo hay una excusa para la irrigación vaginal —informó Debbie a su atento público—. La de curar una irritación o una infección. En cuyo caso, hay que tener mucho cuidado con lo que se aplica a los tejidos inflamados. Hay once hierbas o sustancias naturales adecuadas para la irrigación vaginal. Son: hinojo, raíz loca, olmo, goma arábiga, nenúfar blanco, malvavisco…
—¿Malvavisco? —preguntó una de las damas más obesas, incrédula.
—El malvavisco o Althaen officinalis es una planta de flores rosáceas que crece en marismas y terrenos pantanosos. Es una hierba medicinal excelente, hecho que suele olvidarse por la dulce pasta blanca de repostería que se prepara hirviendo sus raíces mucilaginosas. En fin, a lo que íbamos. Malvavisco, raíz de alumbre, uva ursina, fenegreco, corteza de baya de laurel…
Debbie enumeraba los nombres de las hierbas, pero la mujer gorda ya no la escuchaba. Sus ojos habían brillado al ponderar los placeres de una irrigación de malvavisco, perdiéndose su pensamiento consciente en visiones de melazas melcochadas y nata batida de delicia vaginal.
Luego, Delores agarró una lata de pulverizador Rocío de la mesa y la tiró al aire. Jelly sacó su seis tiros e intentó agujerearla antes de que llegara al suelo. Falló, pero la clase captó el mensaje. El tiro sacó corriendo a la señorita Adrián del edificio principal, donde se había demorado intentando una vez más ponerse en contacto telefónico con La Condesa en Washington. Llegó a tiempo de oír:
—No hay hombre vivo, salvo que sea un fetichista cínico y masoquista, que desee hundir sus genitales en clorhidrato benzotoico, y cualquier mujer que se rode con él es una imbécil.
Pensando en la imagen del rancho, pensando también, quizás, en el látigo de Delores y la pistola de Jelly, la señorita Adrián pugnó por contenerse.
—Chicas —dijo—. Chicas.
—Un momento, señora —dijo Jellybean—. Estamos terminando. Tenemos que transmitir otra pequeña información de gran utilidad. Quizá le resulte interesante a una dama tan animosa como usted.
Echó a un lado a la señorita Adrián y luego se volvió al público.
—Como ha dicho ya Debbie, la esencia natural de una mujer no sólo es algo de lo que no hay por qué avergonzarse sino que se trata, en realidad, de algo positivo que actúa a nuestro favor. Les hablaré de un pequeño truco en el que apuesto a que ustedes no han pensado jamás. A ver qué les parece. Deben utilizar los dedos y frotar para humedecerlos con su jugo. Luego deben untarse detrás de las orejas…
—¿Detrás de las orejas?
Esto puso en estado de alerta a toda la clase. Hasta sacó a la señora gorda de la tierra del malvavisco. Y puso a la señorita Adrián al borde del ataque mortal.
—Sí, detrás de las orejas. Un poquito en el cuello, si quieren. Cuando se seca, no huele en absoluto a marea baja. Es un perfume maravilloso. Muy sutil, muy pícaro. Atrae a los hombres, lo garantizo. En fin, las mujeres de Europa llevan siglos utilizándolo. Por eso son tan seductoras las napolitanas. No me creen, ¿eh? Pues bien, haré una demostración.
Jelly deslizó la mano bajo la falda y empezó a extraer la esencia. Pero antes de que terminase la demostración, la señorita Adrián, pálida y temblorosa, empezó a farfullar. Nadie podía entender lo que decía, pero estaba indignada. Hizo una súbita tentativa de arrebatarle el revólver a Jelly, pero Jelly, que era muy rápida, sacó la mano de la entrepierna a tiempo para desbaratar la jugada de la dama. Las vaqueras consideraron que era hora de retirarse.
Riendo entre dientes y parloteando, fueron a las cuadras y ensillaron. Jelly y Big Red ayudaron a Sissy a montar una yegua muy mansa. Cabalgaron hacia el Oeste dos o tres kilómetros, hasta donde las colinas empezaban a allanarse en pradera. La brisa sonaba en las hierbas como abrigo de gran gala de forro de seda cayendo al suelo en un carruaje. Continuamente. Salvo que la brisa de la hierba era en realidad risa de ásteres, pues fuese donde fuese el grupo, o mirase donde mirase, el suelo culebreaba de ásteres, ojo amarillo y pétalo púrpura, como margaritas manchadas de vino tras una orgía de dioses.
Más de una vaquera pensó en el viejo inglés Wordsworth del bachiller, quien, vagando solo como nube que flota sobre valles y cerros, vio de pronto una muchedumbre, una gran hueste de narcisos dorados. Pero aquellos ásteres no eran ni una muchedumbre ni una hueste: eran un planeta, un universo, un condenado infinito de flores. ¿Quién habría pensado que la pradera de Gary Cooper, la de Caballo Loco, la de las carretas hacia el Oeste, que el duro y liso vientre dé la pradera de América se convertía en septiembre en un jardín tal de flores gentiles? Por todas partes se balanceaban los ásteres como si practicasen un arte pendular. La pureza del movimiento despertaba en los pulgares de Sissy el Gran Picor, pero la peonada estaba sobrecogida por la solitaria magnitud del espectáculo, y cabalgaban, todas ellas, de vuelta hacia el rancho, con un delicado rumor de paz en el pensamiento y los ásteres del corazón saliendo a la luz.
A su llegada, vieron que la cabra, a la que habían atado a la valla del corral con una larga soga, devoraba afanosa la cubierta del descapotable de los cineastas. Se había comido ya la tapicería del asiento delantero y parte del volante de la limusina Cadillac de la señorita Adrián. Y, como entremeses quizás, había recorrido el tendedero del barracón, devorando no menos de catorce pares de bragas, incluidas las de piel de serpiente de Delores, los bikinis de encaje de Heather y el par único de bragas transparentes de Frederick’s de Hollywood, con su recorte en forma de corazón, de Kym.
Aquella noche, alrededor del fuego, se pensaron cosas distintas sobre las cabras.