LA QUINTA mañana, cuando el sol del veranillo de San Martín salía de las colinas como boy scout hípertiróidico, ansioso por hacer buenas obras, despertó a Sissy el tintineo de una bandeja de desayuno. Bostezó y se estiró y alzó los pulgares a la luz del sol para asegurarse de que no había habido cambio alguno durante la noche. Luego se incorporó, apoyándose en la almohada (se sentía descansada pero inquieta) y esperó que llamaran a la puerta.
El desayuno en la cama era una tradición que había instituido la señorita Adrián en el Rosa de Goma. A Sissy le pareció una idea excelente hasta que alzó la servilleta de su bandeja y encontró café descafeinado con sacarina, lima fresca sin azúcar y un trozo de tostada de pan dietético: las clientes estaban sometidas a un régimen estricto de novecientas calorías diarias. Al menos lo estaban cuando Debbie no llevaba la cocina. Sissy había desayunado mejor en la cárcel.
La doncella de la mañana, que era también terapeuta de baños, le entregó su bandeja aquel quinto día y se quedó allí, como para correrse una juerga sádica viendo a Sissy desvelar una comida capaz de destrozar las papilas gustativas de un santo. Pero cuando nuestra Sissy alzó la servilleta, descubrió (además de un vaso de ásteres de la pradera) una hamburguesa de queso doble de carne, un paquete de galletas, una lata fría de refresco y una barrita de caramelo; en suma, exactamente el tipo de desayuno que Sissy se hubiese procurado en la carretera.
Un dragón al que hubiese servido la princesa Ana en una bandeja no habría sonreído con mayor satisfacción gastronómica.
—Saludos de Bonanza Jellybean —dijo la doncella—. Luego subirá personalmente a verte.
Y así, cuando Sissy extraía la última gota del refresco de la lata y se relamía la última huella de chocolate de los labios, unos nudillos llamaron a su puerta y aparecieron la melena, los dientes y las tetas de una vaquera tan linda que Sissy se ruborizó sólo de verla. Llevaba un sombrero Stetson tostado con ásteres prendidos; una camisa verde de satén bordada de potros que despedían fuego anaranjado por los ollares, pañuelo al cuello, chaleco de cuero de un blanco de cadáver, falda de la misma piel cadavérica, tan breve que si sus muslos hubiesen sido un reloj, la falda habría sido las doce menos cinco, y botas de artesanía Tony Lama, con cuyas puntas podrías escarbarte los dientes. Prendidas a las botas llevaba unas espuelas de plata, y rodeaba su fina cintura, justo encima de donde la grasa infantil abombaba levemente su vientre, un ancho cinturón tachonado de turquesas, del que pendía un pistolera que habitaba un auténtico revólver de seis tiros de nariz tan larga como malas noticias de la clínica. Relampagueaba muslos de miel al andar, saltaban sus pechos como bollitos de desayuno cargados de helio y, entre mejillas tintadas de rojo, donde más grasa infantil se demoraba en madurar, había una sonrisilla capaz de hacer recordar a plásticos y minerales sus antiguas conexiones animadas.
Dio a Sissy un apretón en el codo (no atreviéndose a acercarse demasiado al pulgar) y se sentó a un lado de la cama.
—Bienvenida, socia —dijo—. Qué alegría tenerte aquí, Dios mío. Es un honor. Lamento haber tardado tanto en venir a verte, pero hemos tenido mucho trabajo estos días… y hemos tenido también que hacer muchos planes.
Cuando pronunció la palabra «planes», su voz adquirió un tono conspiratorio, casi amenazador.
—Bueno, al parecer sabes quién soy —dijo Sissy— y hasta puede que sepas qué soy. Gracias por el desayuno.
—Oh, claro que sé quién es Sissy Hankshaw —dijo Jelly—. También yo he hecho algo de autoestop. Pero en fin, es como decirle a Annie Oakley que eres un buen tirador porque una vez tiraste una lata de tomate de un tocón de una pedrada. En realidad no he hecho autoestop serio. Pero empecé hacia los once años, y solía escaparme de casa cada dos meses o así, buscando un sitio en que pudiese ser vaquera. Sin embargo, alguien acababa mandándome de vuelta a Kansas City, No me dejaron quedarme en ningún rancho y en algunos me hicieron encerrar. La justicia me cogió muchas veces antes de que pudiera salir de Kansas. Pero anduve por ahí lo suficiente para oír hablar de ti. La primera vez fue en Wyoming. Un agente me dijo: «¿Quién te crees que eres… Sissy Hankshaw?». Y yo dije: «No, jodido imbécil, Margaret Meade»; me pegó de lo lindo, pero despertó mi curiosidad sobre la tal Sissy Hankshaw. Más tarde, oí historias sobre ti a gente que conocí en las cárceles y en las paradas de los camiones. Oí hablar de ti, sí, y de tus, tus, maravillosos pulgares, y de que fuiste novia de Jack Kerouac…
Poniendo su bandeja en la mesilla de noche, Sissy la interrumpió:
—No, me temo que esa parte no es verdad. Jack me admiraba mucho y se dedicó a seguirme. Pasamos una noche hablando y abrazándonos en un maizal, pero no fue mi amante ni mucho menos. Era un hombre muy agradable y un escritor más honrado que sus críticos, incluyendo al compañerito de juegos de La Condesa, Traman, que dijo de él tantas cochinadas, Pero era básicamente un primitivo en cuanto al autoestop. Además, yo siempre viajé sola.
—Bueno, eso no importa; esa parte nunca me interesó en realidad. Los beaknits son anteriores a mi época, y de los jipis lo único que conseguí fue yerba mala, lugares comunes y una gonorrea. Pero tú, aunque no fueses vaquera, eras para mí una especie de inspiración. El ejemplo de tu vida me ayudó a luchar por ser una vaquera.
La ciudad de Nueva York tiene su provisión de luz solar en la cuenta de un banco suizo e intenta arreglárselas con los intereses, que son intereses trimestrales compuestos. En contraste, el sol de Dakota es tan claro y diáfano como los libros contables de un sacristán de pueblo, e incluso en septiembre, después de gastados los grandes billetes del verano, es tan caritativo que a nadie se le ocurriría exigir una verificación contable. La luz del sol bañaba las columnas de créditos del Rosa de Goma, haciendo una serie de cálidas entradas sobre las desnudas piernas de Bonanza Jellybean y sobre las alzadas de Sissy H. Hitche, desnudas también bajo la colcha. Durante una soleada pausa de la conversación, se oyeron los pufs y ufs de las clientes en sus ejercicios matutinos, y, sin ninguna razón aparente de pronto, las dos mujeres se echaron a reír.
—Háblame de eso —dijo Sissy.
—De…
—De lo de ser vaquera. ¿Cómo es ese asunto? Cuando pronuncias la palabra, es como si estuviese escrita con radio sobre una perla.
Jelly posó los pies sobre la cama, sin preocuparle que sus botas portasen testimonio de la facilidad digestiva de la especie equina.
—Vi la primera vaquera en un catálogo de Sears. A los tres años. Hasta entonces sólo había oído hablar de «vaqueros». Dije: «papi, mami, eso es lo que quiero que me traiga Santa Claus». Y aquella Navidad tuve un traje de vaquera. Y a la Navidad siguiente otro, porque el primero lo había gastado tanto que era un puro andrajo. Pedí un traje de vaquera, como nosotros le llamábamos, todas las Navidades hasta los diez, y luego mis padres me dijeron: «Eres demasiado grande ya; Santa Claus no tiene trajes de vaquera de tu talla. ¿Qué te parecería una muñeca Barbie con su propio guardarropa a la moda?». «Mierda», dije yo, «Dale Evans, lleva trajes de vaquera y es mucho mayor que yo. Quiero ropa de vaquera nueva y un revólver que dispare». Mis condiscípulos llevaban tiempo burlándose de mí por mi fantasía particular, pero ese año fue cuando empezó de veras la lucha.
Como empujada por un amargo recuerdo de infancia, Jelly se irguió, haciendo crujir la cama. Sissy recompuso su postura y sonó otro crujido. El crujido de Sissy siguió al de Jelly hacia la sala de la eternidad sónica. Los sonidos viajan a través del espacio después de que sus ritmos ondulares dejan de ser detectables para el oído humano; algunos, cortan a través de la ionosfera y penetran en el corazón cósmico, mientras otros saltan alrededor, hasta que los absorben al final los campos vibratorios de las barreras terrestres, pero en ningún caso sucumbe la energía; perdura siempre… por eso nosotros, todos nosotros, deberíamos hacer lo posible por lanzar dulces notas.
—Acabo de decir «fantasía» y «lucha» en la misma frase, y a un nivel, al menos, supongo que ésa es la cuestión. Ésa es la cuestión para las vaqueras y quizá para todo el resto. Bulle mucha vida bajo la pregunta de si una persona va a ser capaz de realizar sus fantasías o si va a acabar sobreviviendo sólo por los compromisos que es incapaz de enfrentar. Según mi opinión, Cielo e Infierno están aquí mismo en la Tierra. El Cielo vive en tus esperanzas y el Infierno en tus miedos. Cada individuo tiene lo que elige. —Jeily hizo una pausa—. Le conté esto una vez al Chink y dijo: «Todo miedo es en parte esperanza y toda esperanza es en parte miedo: basta de dividir las cosas y de tomar partido». Bueno, así es el Chink. ¿Qué piensas tú?
—Me gustaría saber más —dijo Sissy; sentía un cierto parentesco con aquel lindo manojo de músculos salvajes y grasa infantil—. ¿Puedes ser más concreta?
—Concreta. Bien. Estoy habiéndote de nuestras fantasías. Tú conoces la diferencia entre fantasía y realidad, ¿no? Fantasía es cuando despiertas a las cuatro de la mañana en Navidad y te sientes tan nerviosa y emocionada que no puedes volver a dormirte. Pero cuando bajas al salón y miras debajo del árbol… socia, ésa es la realidad.
»Nos enseñan a creer en Santa Claus, ¿no? Y en el Conejo de Pascua. Prodigiosas criaturas ambas. Luego, un día nos dicen: “Bueno, en realidad no hay ni Santa Claus ni Conejo de Pascua, son mamá y papá”. Así que nos sentimos un poco engañados, pero lo aceptamos porque, después de todo, tenemos los regalos, vengan de donde vengan, y el Hada Dentona nunca nos mereció mucha confianza en realidad. De acuerdo. Así, te dejan vestirte de vaquera, y cuando dices: “Cuando sea mayor seré vaquera”, se ríen y comentan: “Oh, qué graciosa”. Luego, un día te dicen: “Mira, cariño, las vaqueras son sólo un juego. No puedes ser realmente vaquera”, y ahí es cuando yo grito: “¡Un momento! ¡Alto! Lo de Santa Claus y lo del Conejo de Pascua, lo entiendo; eran mentiras agradables y no os lo reprocho. Pero queréis joderme ahora mi identidad personal, mis planes para el futuro. ¿Qué queréis decir con eso de que no puedo ser vaquera?”. Cuando me contestaron, empecé a entender que había muchísima más diferencia entre mi hermano y yo de la que podía ver en la bañera.
»Me comprendes, ¿no? Un niño puede jugar a que es bombero o policía (aunque gracias a Dios cada vez son menos los que quieren ser policías) o buceador o delantero centro o astronauta o cantante de rock and roll o vaquero, o cualquier otra cosa atractiva y emocionante [Nota del autor: ¿y novelista, Jellybean?] y aunque lo más probable es que cuando estudie el bachiller quede canalizado en ambiciones más sosas y seguras, la gran verdad es que, puede ser cualquiera de esas cosas, hacer realidad su fantasía, si tiene el vigor, el temple y el deseo sincero de lograrlo. Sí, es cierto; cualquier niño en cualquier parte puede llegar a ser vaquero incluso hoy si lo desea lo suficiente. Una de las máximas figuras del rodeo en este momento nació y se crió en el Bronx, en plena ciudad de Nueva York. A los niños pueden disuadirles de empresas aventureras padres y profesores, pero se les permiten sus sueños, sin embargo, y existen posibilidades de que logren realizar las esperanzas de su niñez. Pero ¿y las niñas? Socia, tú conoces esa historia tan bien como yo. Les dan muñecas, juegos de té y cocinas de juguete. Y si muestran deseos de juguetes más emocionantes les llaman marimachos, se ríen de ellas unos años y luego les sueltan la mala noticia. Si aparece una chica que insiste en fantasear un futuro más emocionante para sí misma que el de ama de casa, oficinista o madre, lo mejor es llevarla a un psicólogo infantil. Obligarla a enfrentar la realidad. La realidad es que tenemos tantas posibilidades de llegar a ser vaqueras como los esquimales de ser vegetarianos. Te lo aseguro.
El pulgar derecho de Sissy, que dudaba moverse por miedo a estropear el parlamento de Jelly, se había echado a dormir… y cuando un pulgar de Sissy duerme ¡RONCA! Lo masajeó vigorosamente.
—¿Y qué me dices de las películas y de los rodeos? —preguntó.
—¡Ja! —dijo Jelly con teatral desdén—. Las películas. No ha habido una vaquera en Hollywood desde los tiempos de los westerns musicales. La última vaquera del cine desapareció cuando Roy y Gene se hicieron gordos y cincuentones. Y jamás han hecho una película sobre vaqueras. Delores del Ruby, le tiene mucha rabia a Dale Evans. Dice que no fue más que un accesorio del tipo bueno del sombrero blanco, un ser débil al que había que proteger, un objeto sexual que jamás se utilizaba. No sé. Creo que la vieja Dale parecía estar muy bien allí en la pantalla, pero cabalgaba silla de segunda, no hay duda. Pero en fin, galopar intentando escapar de los ladrones era mejor que nada. Hoy no tenernos nada.
Cuando Sissy logró que su pulgar recuperara la circulación, adquirió éste un brillo rosado, como el del querubín renacentista que se salió un poco del halo de la Madona. Jelly, aunque asombrada, siguió hablando.
—Déjame que te hable de los rodeos —dijo—. En el Salón de la Fama del Rodeo de la ciudad de Oklahoma sólo hay dos vaqueras. Dos. La Asociación de Vaqueros de Rodeo tiene más de tres mil miembros. ¿Cuántos crees que son mujeres? Podrías contarlas con los dedos de la mano, pulgares excluidos. Y todas son de rodeo cómico. El rodeo cómico es lo que han hecho casi siempre las chicas. Nuestra sociedad disfruta sin duda viendo a sus mujeres anticonvencionales haciendo eso. Como las prostitutas.
»Durante nueve años, de 1924 a 1933, se permitió a las mujeres participar al mismo nivel que los hombres, pagando los derechos de admisión, desbravando potros, derribando toros, enlazando terneros, haciendo todo lo que hacían los hombres. Y lo hacían estupendamente, además. Tad Lucas, la mejor vaquera que ha existido, ganó un año diez mil dólares en premios, y eran tiempos en que seis o siete mil dólares por temporada era una cifra excelente para un vaquero de rodeo. Pero la Asociación de Vaqueros echó a las mujeres en el 33. Diciendo que era demasiado peligroso. Claro, era peligroso. Tad Lucas se había roto casi todos los huesos del cuerpo. Los toros Brahama estuvieron a punto de hacerla picadillo. Pero a los hombres les pasaba lo mismo. La mayoría de ellos estaban alambrados como jaulas. Pero la cosa no era brutal en el caso de los hombres, ¿por qué se permite a los hombres correr riesgos y herirse y no a las mujeres? Lo ignoro. Pero sé muy bien que declararon ilegales a las vaqueras, salvo en el rodeo cómico y como reinas en los desfiles. Hace cuarenta años que no se permite competir a una mujer en un rodeo por el dinero del premio. Oye, socia, qué curioso cómo brilla tu pulgar cuando lo frotas. ¿Cómo lo consigues?
El dedo en cuestión estaba ya completamente despierto. Se ha dicho que conciencia de luz es luz, lo que explicaría las roscas luminosas que giraban alrededor de las cabezas de budas y cristos, pero ¿puede la carne del pulgar tener conciencia, tener energía, tener espíritu?
—Yo creo que es la sangre —dijo Sissy—. Tienen grandes venas, cerca de la superficie.
Sin embargo, energizado como estaba, ella habría preferido agitarlo en el aire al borde de una carretera en que fluyese el tráfico. Sissy metió el pulgar bajo la ropa. Jelly lo vio alejarse con ojos que sugerían que le habría seguido muy gustosa.
—Al parecer —aventuró Sissy—, no hay chicas que quieran ser vaqueras.
—Eso no es cierto en absoluto —dijo Jelly lenta y firmemente—. No, no lo es. El sistema no admite que las haya; en eso tienes razón. Pero sí las hay… ese deseo está en los corazones de muchas jovencitas.
»Las vaqueras existen como imagen. Una imagen bastante corriente. La idea de las vaqueras existe en nuestra cultura. En consecuencia, creo yo que debe existir el hecho. De otro modo, sigue fastidiándonos. Quiero decir, ¿no es así como enreda la religión el pensamiento de los seres humanos: herniosos conceptos sin hecho material que los respalde? Cuando era niña y me dijeron que lo que me habían permitido amar tanto era imposible lograrlo, bueno, ¡me volví loca! Y llevo loca desde entonces. Así que decidí obrar en consecuencia: satisfacer mis propias necesidades internas y mostrar a la sociedad que no podría hacerme amar impunemente algo que no existía.
Incapaz de contenerse, Jelly posó una mano en el montículo ovoidal que el pulgar de Sissy alzaba bajo el cobertor. Estaba caliente.
—¿Y qué me dices de ti, Sissy? ¿Querías ser vaquera de pequeña?
—No puedo decirte exactamente. Pero has de tener en cuenta que mi caso era muy especial.
¿Qué pensaría Bonanza Jellybean si Sissy le revelase que ella había deseado ser india de mayor? Coger ug montón cabelleras junto ug aguas azul cielo.
—Es curioso —añadió Sissy—. Haciendo autoestop en Afganistán paré una vez un camello, pero no he montado en toda mi vida a caballo.
—Ya nos cuidaremos de eso. Ahora estás en el Rosa de Goma. Pero déjame confesarte una cosa antes de que empieces a pensar que soy otra Tad Lucas. Hasta el año pasado, yo no había montado más que en los ponies del zoo de la ciudad de Kansas. Y a un hombre o dos, claro. Pero soy vaquera. Lo he sido siempre. Me alcanzó una bala de plata cuando tenía sólo doce años. Ahora estoy en situación de poder ayudar a otras a ser también vaqueras. Si una niña quiere ser vaquera cuando sea mayor, podrá serlo, porque si no este mundo será un mundo que no merecerá la pena de vivir. Quiero que todas las chicas (y todos los chicos, por supuesto) tengan libertad para hacer realidad sus fantasías. Menos que eso lo considero inaceptable.
—¿Entonces eres política? —Sissy había aprendido de política.
—No señora —dijo Jelly—. Ni mucho menos. En el Rosa de Goma hay chicas que son políticas. Pero yo no comparto su punto de vista. No tengo ninguna ideología vaquera que exponer. No recluto a nadie ni convierto a nadie. No me importa lo más mínimo que una chica decida ser vaquera. Es una cuestión personal. Yo quiero ayudar a otras vaqueras. Hacerles más fácil la cosa de lo que me fue a mí. Pero no creas que pretendo crear un movimiento o colaborar con alguno. Delores del Ruby habla mucho del vaquerismo femenino como fuerza de combate contra el masculino, pero yo soy demasiado feliz sólo con ser vaquera como para preocuparme de una cosa así. La política es para la gente que desea con pasión cambiar la vida pero le falta pasión para vivirla.
Bajo la mano de muñeca de Jelly, el plasma de Sissy, como un enjambre de abejas rojas, seguía sus trazadas corrientes en los pasajes interiores del pulgar. Jelly presionó levemente su panal, en el que zumbaba tanta sangre, y lanzó a su propietaria una mirada que incluso en el rostro de una vaquera sólo podía calificarse de ovina.
—¿Te parece demasiado profundo para mí este último comentario? No es original. Procede del Chink.
—¿De veras? El Chink, eh. Tengo entendido que tú hablas a veces con él. ¿Qué más has aprendido del Chink?
—¿Aprender del Chinck? Vamos. Ja, ja. Es difícil decirlo. En realidad… Bueno, él dice cosas muy extrañas. —Jelly hizo una pausa—. Ah, sí, ahora que lo pienso, el Chink me enseñó algo sobre las vaqueras. ¿Sabías que hay vaqueras desde hace varios siglos? Mucho antes de América. En la antigua India se encomendaba siempre a las jóvenes la tarea de cuidar el ganado. Las vaqueras indias se llamaban gopis. Como estaban siempre solas con las vacas, las gopis se ponían muy calientes, como nos pasa aquí. Todas las gopis estaban enamoradas de Khrishna, un dios joven y guapo que tocaba la flauta al estilo de entonces. Cuando había luna llena, este Khrishna tocaba su flauta junto a un rió para llamar a las gopis. Luego se multiplicaba dieciséis mil veces (una por cada gopi) y hacía el amor con cada una del modo que ella más desease. Y allí estaban dieciséis mil gopis fornicando con Khrishna a la orilla del río, y la energía de su fusión era tal que creaba una inmensa unidad, una unión total de amor, que era Dios. ¡Puf! ¡Qué imagen, eh! Cuando le conté esta historia a Debbie, se entusiasmó tanto que quería que nos llamásemos gopis por ello. Lo discutimos en una asamblea de barracón y se decidió, sin embargo, que lo de gopis se parecía demasiado a «groupies». En fin, no necesitamos eso. Ya tenemos bastantes interferencias con la gente de Mottburg que nos llama putas. Y lesbianas.
El pulgar de Sissy tembló. Jelly tragó saliva. Se miraron a los ojos, Sissy intentando determinar lo que sentía Jelly al decir la palabra, Jelly intentando percibir lo que sentía Sissy al oírla; mientras se miraban, suaves chispacitos danzaban entre ellas, como ostras borrachas pavoneándose por la cuerda de un arpa.
Podrían haber seguido mirándose hasta que volviesen las vaqueras a casa, si no fuese que, además de que las vacas habían sido últimamente sacrificadas, un silbido taladró la claridad justo al pie de la ventana, agudo para ser una flauta. En fin, mala suerte.
Se acercó a la ventana e hizo señas con las manos a alguien de fuera. Volviéndose a Sissy dijo:
—Tengo que irme. Delores dice que me necesita. Ha venido alguien. Puede que sea La Condesa. —Sacó su seis tiros y lo hizo girar diestramente en sus deditos de muñeca—. Sissy, la historia de las vaqueras aún no se ha hecho. No sabes lo que me alegro de que estés aquí como testigo.
Lanzó un beso con aquellos dedos color rosa que tan bien manejaban el revólver, y se fue.
Un estornudo viaja a una velocidad máxima de trescientos kilómetros por hora. Un erupto más despacio. Un pedo más aún. Pero un beso tirado con los dedos… su salida es súbita, su llegada ambigua, y no hay fuentes que puedan afirmar con autoridad la velocidad que alcanza en su vuelo.