EN LOS DÍAS siguientes, el rancho anduvo a la pata coja (más por imitar la inquietud del flamenco que por lo que llamaba García Lorca «éxtasis de cigüeña»). El rancho no pondría su otra pata en tierra hasta que llegase La Condesa.
Cavaron las vaqueras, entretanto, un pozo de cal para enterrar el ganado. Después de cavarlo, tuvieron que rellenarlo otra vez. Así son los agujeros; insaciables. Las vaqueras trabajaron de la mañana a la noche. Llevaban la comida en la carreta, y después de cenar, volvían galopando al barracón y saltaban del caballo a la cama. Desde su ventana, Sissy las veía ir y venir, oía su risa escandalosa y veía abrirse y cerrarse los hoyuelos de sus apretados levis como bocas de peces tropicales.
Aprovechando la ausencia de las vaqueras, intentó la señorita Adrián recuperar el control del programa de salud y belleza. Las damas no gruñían ya en confusión carbohidrática, intentando hacer subir a la «fiera serpiente» por sus columnas vertebrales.
Sissy disfrutó de una gira por las instalaciones, la mayor parte de las cuales estaban en un ala del edificio principal: la sauna y los edificios de los baños de vapor y los misterios del «recondicionamiento sexual» estaban separados a varios metros de distancia. La señorita Adrián invitó a Sissy a que utilizara la piscina y la sauna siempre que quisiera. Pero la directora estaba muy ocupada arreglando las cosas y tenía poco tiempo para la empulgarada modelo neoyorkína.
Los cineastas hablaron con ella la primera mañana, cuando recogían provisiones adicionales para los parapetos que, debido a la probable cercanía de la Hora Cigüeña, no se atrevían a abandonar. Ofrecieron enseñarle la charca y las instalaciones, pero repitieron lo que ya habían dicho antes de tener que filmarla por separado.
—Ninguna grulla chilladora te permitiría acercarte tanto —dijeron—. A esos bichos ni siquiera les gusta tener cerca a otras aves.
Los cámaras no estaban, del todo seguros de que pudiesen filmar. Nadie sabría nada hasta que llegase La Condesa.
Así que el rancho, apoyado en una sola pata, esperaba.
Y mientras tanto, este torpe acto de equilibrio lo escrutaba con indiferencia (lo contemplaba socarrón, dirían otras) un hombre bajo de larga barba blanca, que tenía firmemente asentados los dos pies en el suelo, cuyas periódicas apariciones en los castillos de popa y las torrecillas esculpidas por el tiempo del Cerro Siwash tenían tal aire de cosa oculta y sobrenatural que podían excitar las imaginaciones de mentes ansiosas, aunque a algunos pudiesen resultarles sólo desconcertantes y sólo provocarles recelo.
Pero ahora, mientras observamos los acontecimientos del rancho, y observamos, además, al viejo caballero observador, ahora no es tiempo ni de emoción desmedida ni de burla cínica. Debemos considerar este asunto con frialdad, con objetividad, con una filosofía de totalidad operante. Debemos suspender, temporalmente, el enfoque crítico, enfoque analítico. Dediquémonos más bien a reunir los datos, con independencia del atractivo estético o del valor social teórico, y a desplegarlos luego ante nosotros no como el augur despliega las entrañas del pavo, sino como despliega sus artículos el periodista. Seamos, pues, periodistas y, como todos los buenos periodistas, presentemos los datos y los hechos en un orden que satisfaga las famosas cinco condiciones.