SISSY ENCONTRÓ la carretera polvorienta. Iba alzando nubéculas de polvo al caminar. Una serpiente cascabel calentaba su fría sangre sobre una roca. Había una sensación de gritos jubilosos de vaqueros en el aire. A lo lejos, alzaba su sombrero el Cerro Siwash… pero sin decir qué tal.
De la supuesta dirección del rancho se acercaba un microbús VW. Llevaba pintados mandalas, dorjas lamaístas y símbolos representativos de «la clara luz del vacío»… maravilloso adorno para la flor automovilística de la industria alemana.
Cuando alcanzó a Sissy, el microbús se detuvo, Iban en él una mujer y dos hombres. Tenían unos veinticuatro años y miradas intensas. La mujer, que iba sentada en medio, fue quien habló:
—¿Eres peregrina? —preguntó.
—No, soy más bien india —contestó Sissy, que se había perdido muchas cenas del día de Acción de Gracias.
No sonrió el trío.
—Quiere decir que si vas a ver al Chink —explicó el conductor.
—Bueno, puede que sí y puede que no —dijo Sissy—. Pero verle no es mi principal objetivo aquí.
—Mejor —dijo el conductor—. Porque no querrá verte. Nosotros venimos desde Minneapolis a verle, y el maldito chiflado cabrón intentó matarnos a pedradas.
—Vamos, Nick, no exageres —dijo la mujer—. No intentó matarnos. Nos tiró piedras para que nos fuésemos. No quiere ver a nadie. No nos dejó acercarnos ni a cuarenta metros de él.
—Mira el brazo de Charlie —dijo el conductor a la mujer. Luego añadió dirigiéndose a Sissy—: El viejo cabrón hizo caer a Charlie. Tiene un cardenal como una naranja. Por poco se parte el cuello.
Charlie se sujetaba el hombro, caviloso al otro extremo del autobús.
Con un dedo largo y flaco (que hubiese sido más útil para sondear las más estrechas aberturas del cosmos) la mujer alzó sobre la nariz sus gafas de montura.
—Ya te dije que teníamos que haber cantado antes de empezar a subir el cerro. No estábamos lo concentrados que teníamos que estar.
—¡Vete a hacer puñetas! —exclamó el conductor—. Somos el tercer grupo de peregrinos al que echa a pedradas este mes. Un tipo de Chicago, un verdadero místico, llegó hasta la entrada de la cueva la primavera pasada y el Chink le abrió la cabeza a palos. Ni el mismísimo Dalai Lama conseguiría una audiencia con ese maníaco. Se ha vuelto loco en ese cerro.
—Perdón —dijo Sissy—, pero ¿por qué exactamente queréis ver al Chink vosotros los «peregrinos»?
—¿Por qué se peregrina para ver a un santo? ¿Por qué el novicio busca un gurú o un maestro? Para que le instruya. Porque desea que le instruyan.
»Si se hubiese mostrado receptivo, pensábamos invitarle a que dirigiera un seminario en nuestra comunidad, en el centro budista del río Missouri.
—Sí —dijo el conductor—, pero ya no creo que ese tipo sea un maestro. Es sólo un palurdo sucio y orgulloso. En fin, se sacó el pito y empezó a sacudirlo hacia Bárbara. Yo si fuese usted, señora, me apartaría de él. ¿No irá usted al cerro con la esperanza de una curación por la fe, verdad?
Sissy hubo de sonreír.
—Claro que no —dijo ásperamente—. Mi salud es perfecta.
Y siguió carretera adelante, balanceando sus pulgares, y dejando a los peregrinos discutiendo si la pedrea y el meneo de polla del Chink no habrían sido, en el fondo, mensajes místicos.