DE TODO LO que el hombre civilizado ha producido, lo único que no parece fuera de lugar en la naturaleza es la bolsa de papel marrón.
Deformada en un montón de arrugas, como el cerebro fosilizado de una dríaca; gastada por el tiempo; pareciendo lo bastante torpe y áspera para ser producto de la evolución natural; su marronez el marrón moderado de la piel de patata y la cascara del cacahuete: sucio pero puro; su parentesco con el árbol (con nudo y nido) no obscurecido por el cruel proceso de la industria; absorbiendo los elementos como cualquier otra entidad orgánica; mezclándose con roca y vegetación como si fuese el compañero de cuarto de un búho o el calzoncillo de un conejo, una bolsa de papel Kraft número 8 yacía desechada en las colinas de Dakota… y parecía vivir allí donde estaba tendida.
La bolsa, vacía ahora y con arrugas coriáceas, había estado llena dos veces; una, mucho tiempo atrás, había albergado un paquete de panecillos y un tarro de mostaza para un encuentro culinario con hamburguesas fritas. En fecha más reciente, la bolsa había albergado cartas de amor.
Lo mismo que un hueco en un roble oculta las joyas de familia de una ardilla, la bolsa había ocultado cartas amorosas en el fondo de un baúl de barracón. Luego, un día después del trabajo, la vaquerita de nariz de botón a la que estaban dirigidas las cartas cogió bolsa y contenido bajo el brazo, se deslizó hasta el corral, pasó ante las compañeras que tiraban herraduras y ante las que soltaban cometas tibetanas, ensilló y galopó hacia las colinas. A más de un kilómetro del barracón, desmontó e hizo una pequeña hoguera. La alimentó con las cartas de amor, una tras otra, lo mismo que su novio la había alimentado una vez a ella con patatas fritas.
Mientras ardían palabras como querida, y te amo y para siempre, la vaquera enjugó unas cuantas lágrimas. Tan nublados tenía los ojos que se olvidó de quemar la bolsa. De nuevo en el barracón, a la media luz, sus compañeras fingieron no saber dónde había ido o por qué. Big Red le ofreció un trozo de pastel de chocolate casero y no mostró sorpresa alguna al ver que lo rechazaba; Kym, antes de retirarse, derramó sobre sus labios un rápido beso… Con mucha naturalidad, como si se sacudiese una hilacha. Jelly, que intentaba arpegear una despreocupada canción en una vieja Gibson gastada por el tiempo, alzó los ojos hacia ella cordialmente.
Era ya una de ellas. ¡Qué bueno es, Dios mío, ser una vaquera!