SI PUDIERAS atar tu reloj de pulsera del Conejo de la Suerte a un rayo de luz, el reloj continuaría tictaqueando pero sus manecillas no se moverían. Eso se debe a que a la velocidad de la luz no hay tiempo. El tiempo es función de la velocidad. A elevadas velocidades, el tiempo literalmente se ensancha. Como la luz es el máximo en velocidad, a la velocidad de la luz el tiempo se extiende hasta su absoluto y se hace estático. Albert Einstein descubrió esto. No hay ninguna necesidad de andar por la fábrica del tiempo y molestar al Chink con eso.
Suponiendo que nuestros cerebros se librasen de sus masas de grasa, para variar, y jugasen con nosotros a la pelota cósmica, permitiéndonos abarcar plenamente ningún tiempo, entonces podríamos intentar imaginar (si «imaginar» es la palabra justa) lo que quería decir Einstein cuando definió el «espacio» como «amor».
Einstein sabía mucho sobre el espacio (determinó, por ejemplo, que más allá del volumen en expansión del universo, el espacio deja de existir, y así no tenemos ningún espacio al que enfrentarnos ni tampoco ningún tiempo) y seguramente tuvo también visiones muy especiales sobre el amor. El primero de sus dos matrimonios fue sin embargo un lío. Einstein se casó con una chica que tenía un defecto físico.
Era una especie de cojera loca lo que aquejaba a Mileva Marik, una excentricidad del pie. Unos días después de la ceremonia civil en Zurich, uno de los amigos del joven Einstein confesó: «Yo nunca tendría el valor de casarme con una mujer que no fuese absolutamente normal».
Ay, si hubiese podido saber este amigo que quizá la diaria contemplación del extraño pie de Mileva llevase a Einstein a percibir las asombrosas leyes de la naturaleza de un modo totalmente distinto al de los demás científicos.
Pero no importa. Nosotros sabemos con certeza que hizo falta algo más que una sardina de valor para que el acuarelista Julián Hitche se casase con la «anormal» Sissy Hankshaw. La unión alteró su vida casi tan drásticamente como la de ella.
Adiós a fiestas y banquetes. Sissy era torpe con la cubertería y, como ya hemos dicho, tendía a derramar el vino. Las invitaciones se rechazaron rutinariamente, y dejaron de hacerse. Julia Child quedó cubierta de polvo. Mascaron barritas de caramelo y hamburguesas en su apartamento, solos. Julián empezó a quejarse del estómago. La grasa le producía úlcera, decía. Sentado a la mesa de la cocina, bajo la pantalla de la lámpara Tiffany de imitación de papel, atisbaba la picante hendidura de un taco y se preguntaba quién estaría cenando aquella noche en Elains’s.
Mientras su marido pintaba, Sissy contemplaba el tráfico desde las ventanas. O pasaba las hojas de las revistas de coches que colocaba regularmente en el revistero, aunque Julián, que no conducía, afirmaba que nunca compraría un coche. Le dolían los pulgares y, para aliviarlos, se dedicó al autoestop mental, el juego que jugaba de niña. Su pulgar hacía señales a los bajos de los visillos que se ondulaban sobre los alféizares. Hacía señas su pulgar a la sombra negra del blanco piano. Al encender la luz del baño corrían las cucarachas: ella les hacía señas. Su regreso a la infancia la divertía, la tranquilizaba. Julián era lo bastante sensible como para reconocer el valor que tenía para su relación, aunque su extravagancia hacía que toses nerviosas aporrearan los sacos de sus pulmones.
Era una pésima ama de casa. No tenía experiencia ni aptitud. Si Julián, además de su pintura, sus conferencias con marchantes, coleccionistas y publicistas, tenía que atender las tareas domésticas; cuando lavaba los platos, Sissy se retiraba desazonada al dormitorio a charlar con los pájaros. Sissy y los pájaros tenían mucha relación, ¿sería el interés por la «libertad de movimiento» lo que tenían en común?
El domingo, los recién casados fueron al Museo del Indio Norteamericano que hay en la calle 155. Fue idea de Sissy. No había nada de los siwash, ni siquiera una cuenta. De regreso, se pelearon.
Por lo menos una vez a la semana, se dejaban caer por allí Howard y Marie (Rupert y Carla se habían separado) a interpretar a Botticelli y a discutir la situación internacional, que era desesperada, como siempre. En ocasiones, uno u otro, Howard o Marie, agarraban a Sissy sola (era muy dada a apartarse del grupo) e intentaban besarla o hurgar bajo su ropa. No era correcto, pero para ella, esto tenía más sentido que la política o Botticelli.
Rodeaba también a la pareja un rumor de maliciosas murmuraciones: el elegante e inteligente mohawk, la encantadora y deforme chica Yoni Yum/Rocío (¡al fin se sabía!). Sissy era inmune, pero las historias fastidiaban mucho a Julián. Cuando le preguntaban por el pasado de su esposa, mentía diciendo que el escaso autoestop que había hecho formaba parte de un montaje publicitario ideado por La Condesa. Más tarde, se sentía culpable por negarla, y ella tomaba su culpabilidad por descontento.
Noches en la cama, y mañanas también, bajo mantas que ningún indio había hilado; las extrañas tensiones de su relación se disolvían en pasión y ternura. Se acariciaban recíprocamente hasta que les brillaba la piel. Se abrazaban hasta que sus doscientos seis huesos gemían como ratones. Su cama era un barco en un mar agitado.
Si espacio es amor, profesor, ¿es amor espacio? ¿O es amor algo que utilizamos para llenar espacio? Si el tiempo se come la rosca, ¿se come el amor el agujero?