EL CHINK tiene razón: A la vida en el fondo le gusta el juego.
Aunque, claro, a veces, juega algo fuerte.
Quizá la vida, como la cría del gorila, no conozca su propia fuerza.
Exprimía la vida grandes gotas de grasa a Julián Hitche y Sissy Hankshaw. Celebraba festivales de ardillas en sus estómagos y los empastes de sus dientes recogían señales de una radio sentimental. La vida anda siempre montando su número a hombres y mujeres y luego se hace la sorprendida y la inocente, como si no se diese cuenta de que está haciendo daño.
En apariencia, para el ojo inexperto, Sissy hacía autoestop tan bien como siempre. Había ideado incluso nuevas técnicas. Como la de utilizar ambos pulgares a la vez, dirigiendo un apéndice a los canales más remotos de tráfico mientras hacía señas con el otro ingeniosamente a los coches que pasaban más cerca de ella. Había perfeccionado también una señal con el brazo en alto hacia la izquierda, comparable a ese servicio de tenis que llaman «giro americano». Era deslumbrante pero no había en él auténtica alegría. No había substancia ni espontaneidad. Era lo que se llama un virtuosismo. Carecía de alma, ¿comprendes? El negocio del espectáculo está lleno de actores de este tipo, todos ellos con más azulejos en sus piscinas que tú y que yo.
Se había deslizado en su estilo una sensación de urgencia. Sissy, que en el pasado había mantenido en perpetuo ascenso su asombroso ritmo por el puro entusiasmo de ser única y libre, ahora seguía sólo porque temía parar. Pues cuando las necesidades biológicas la forzaban a hacerlo, a parar, tiempo y espacio, que había tenido hasta entonces absolutamente sometidos (como si fuese una especie de máquina del tiempo personificada), caían sobre ella en un torrente gravitorio. Tiempo y espacio caían sobre ella como una hilera de enciclopedias de la estantería de un misionero sobre un pigmeo. Y el tiempo llevaba consigo a su secretaria, la memoria, y el espacio a su hijuelo, la soledad.
En el pasado, había arrastrado el ridículo, la piedad, el asombro y la lujuria. Ahora arrastraba la ternura y la necesidad. Era mejor y peor. Como muchos seres fuertes, había caído víctima de la tiranía de los débiles.
En cuanto a Julián, se dedicó a trasegar whisky. Por las mañanas. Antes incluso de haber tomado sus copos de trigo Madre de Dios (¿o eran copos Joice Carl?). Una noche, fue a Max’s Kansas City y organizó un pequeño alboroto gritando, con voz resollante: «¡Jackson Pollock era un fraude!». Un escultor, apenas sin esfuerzo, le hizo sangrar por la nariz, y un estudiante de biología pervertido le siguió hasta casa porque pensó que Julián había dicho que Pollock era un fauno. (En Nueva York, amados míos, hay de todo). Se dedicó a escuchar a Chaikovski y a dejar de peinarse.
Uno llega a pensar a veces que la vida se cree que aún sigue viviendo en París, en plenos años treinta.