CADA VEZ que se levantaba, fuese para ir al baño o para alimentar a sus animales domésticos, Julián se quitaba una pieza de ropa, así que llegó un momento (al tercer día de residir en el sofá) en que estaba casi tan desnudo como ella.
Sonaba con creciente frecuencia en la habitación el chasquido del beso. Duraban menos las discusiones y las siestas. Tras que ella desmoronase y rindiese a sus auxilios protectores los últimos leves rastrillos del asma de Julián se evaporaron cual pedo de polilla ante bombilla de sesenta vatios y vino a visitarle una erección.
Sissy sabía muy bien cómo tratarla. Había sido adoctrinada recientemente. La estrechó. Le echó la capucha hacia atrás. Anilló su botón rosado. La dejó latir a lo largo de su propio muslo, y, mejor aún, junto a su pulgar. Maniobró situándose bajo ella y guió su cabecita de manzana a través de la hendidura de su ser. Como un proyectil de densa carne de pez, se lanzó a su objetivo.
Ay, las campanillas de Julián repicaron antes de la hora señalada. Fue víctima de un súbito ataque del viejo prematuro. Y Sissy se quedó con la virginidad intacta, conteniendo una pegajosa compuerta.
El acuarelista se disculpó cabizbajo. Correspondió a Sissy consolar. Le tranquilizó tan convincentemente que pronto se animó él y empezó a charlar de nuevo sobre maravillas tales como Shakespeare y Edward Albee, Miguel Ángel y Marc Chagall.
—Una medida de la civilización occidental —decía— es que puede abarcar armónicamente obras maestras tan opuestas como El sueño de una noche de verano y El sueño americano, como la cúpula de la Capilla Síxtina y el techo de la Ópera de París.
Sissy se levantó. Sus ojos vagaron por el apartamento, mirando sin ver las colgaduras de macramé, los volúmenes de Robert Frost.
—¿Qué pasa? —preguntó Julián.
Tras una pausa, Sissy contestó:
—Tengo frío —dijo.
—Ven aquí. Apagaré el aire acondicionado.
—No es el aire acondicionado lo que me hace sentir frío.
—Oh… No sé. Bueno, ¿qué es? ¿…yo? —cabizbajo otra vez.
—Es el piano.
—¿El piano? ¿No te gusta mi piano blanco? Bueno, si quieres, quiero decir, si vas a venir aquí a menudo (espero que lo hagas), creo que puedo hacer que se lo lleven. Podría, desde luego. Toco muy mal. He estudiado varios años pero soy muy malo. La Condesa dice que soy el primer indio de la historia al que Beethoven le ha cortado la cabellera. Jajá.
—No es el piano.
—Oh… ¿Qué es entonces? ¿Yo?
—Son los libros.
—¿Los libros?
—No. Son los cuadros.
—¿Los cuadros? ¿Mis acuarelas? Bueno, uso mucho azul y mucho verde.
—No, no son tus cuadros.
—¿No son mis cuadros?
—Es la tranquilidad.
—¿Mi casa es demasiado silenciosa para ti? —preguntó incrédulo, pues podía oír claramente a los portorriqueños machacando cubos de basura en la manzana siguiente.
—No silenciosa. Tranquila. Hay demasiada quietud. Nada se mueve aquí. Ni siquiera tus pájaros.
Sissy se levantó. La Condesa había enviado un servidor con la mochila, y ahora se dirigía a ella.
—¿Qué vas a hacer?
—Vestirme. Tengo que marchar.
—Pero yo no quiero que te vayas. Quédate, por favor. Podemos ir a cenar. Te debo una cena. Y esta noche… podemos… hacer el amor de verdad.
—Tengo que irme, Julián.
—¿Por qué? ¿Por qué has de irte?
—Me duelen los pulgares.
—Oh, lo siento. ¿Es normal? ¿Qué podemos hacer?
—He cometido un error. He sido negligente. No he hecho ejercicio. Tengo que hacer un poco de autoestop todos los días, pase lo que pase. Es como el músico que practica sus escalas. Cuando no practico, pierdo forma y mis pulgares se ponen rígidos, me duelen.
Nada podía Julián responder a esto. Sissy Hankshaw era uno de esos misterios que caen en la tierra sin pedirlos, quizá sin merecerlo, como la gracia… como las máquinas del tiempo. Sus antepasados quizás hubiesen sabido qué hacer con ella, pero Julián Hitche no lo sabía. Súbitamente, la presencia de Sissy parecía completamente ajena a su estructura de referencias. Su apartamento no era ya estático cuando ella andaba por él. Alta, con su mono, gotitas de aire orbitándola como planetas de rosas musicales. Hacía tambalearse en sus pedestales a las esculturas. Los pájaros del dormitorio cobraban vida y revoloteaban en la jaula. No podía comprender Julián que hubiese creído ser su papaíto consolador unas horas antes.
Tenía Julián un perro al que llamaba Butterfinger, por las barritas de caramelo que comía F. Scott Fitzgerald cuando cayó muerto de una sorpresa coronaria. Julián le llamaba Butty para abreviar. Butty tenía todos los defectos conocidos de un perro: Era un lamecaras y un huele pollas, un sueltapelusa y un cagarrincones, un muerdezapatos y un muerdevisitas, un cagajardines y un asustagatos, un rasganylon y un embarrasillones, un mendigasobras y un escalarregazos, un persiguecoches y un cagamatorrales, un odíabaño y un contaminaire, un hurgabasuras y un saltapiernas, y, además, un labrador de ladrillo tan agudo, repugnante, asqueroso y molesto como sólo pueden serlo los perros de agua.
(Sissy, a diferencia de la mayoría de los seres humanos que viajan a pie, víctimas de los mordiscos y ladridos de la fantasía canina, no era una odiaperros per se. El digno salvaje de Australia le merecía todos los respetos).
Butty ladró cuando dejó Sissy el apartamento. Por una vez, quizá sus ladridos fuesen un ruido tolerable. Gracias a ellos, Julián no podía oírla correr, casi al galope, escaleras abajo. Sissy no podía oír el jadeo que brotaba de los pulmones de Julián como un áspero viento que soplase entre sus dos mundos.
La magia se encontró con ella en la calle 14, cuando Sissy se encaminaba hacia el puente George Washington.