AL IGUAL que un trozo de cascara puede acabar con el placer de un emparedado de ensalada de huevo, al igual que el advenimiento de una Era Glacial puede deshacer un millón de fiestas de jardín, al igual que el no creer en la magia puede forzar a una pobre alma a creer en el gobierno y los negocios, así un ataque de asma puede chafar bastante la primera cita entre una joven y un indio.
Sissy no sabía qué hacer. Pensó en principio que Julián reaccionaba así ante la visión de sus pulgares, aunque La Condesa le había jurado haber hecho a su acuarelista perfecto sabedor de los adornos anatómicos de Sissy. En un momento u otro, las gentes se habían reído de ella, la habían señalado, habían palidecido, parpadeado, cloqueado, tirado fotos apresuradas, se habían mordido la lengua, se habían caído de taburetes en los bares, pero aquella reacción colmaba el vaso, y la jarra, incluso. No eran tan grandes.
¿Debería intentar ayudarle, o huir?
Oportunamente, del otro lado del vestíbulo vinieron en auxilio de Julián sus amigos. Eran dos parejas; bien vestidos, blancos, treinta y tantos, clase media. El más joven de los hombres se hizo cargo. Colocó un inhalador de epinefrina bajo la nariz de Julián. La hormona epinefrina relajó los músculos blandos de los pequeños bronquios de los pulmones de la víctima, permitiendo que circulara el aire con mayor libertad. En unos instantes mejoró su respiración. Sin embargo, el ataque era grave y Julián seguía jadeando y resollando. Su pecho sonaba como la sección de trombones de la vieja orquesta de Stan Kenton. Su pecho interpretaba «Caen las estrellas sobre Alabama». No bailaba nadie.
—Lo mejor será que te llevemos a casa —dijo a Julián el que se había hecho cargo de la situación. Al parecer, él y Julián habían sido en tiempos compañeros de habitación, y por eso sabía lo que tenía que hacer en caso de ataque.
Avergonzado (el rubor de la vergüenza hacía que pareciera más indio que antes), pidió Julián perdón a Sissy, En un lenguaje ventilado por el jadeo y descarrilado por la tos, logró decirle:
—Durante años he estado obsesionado por tus fotografías. Cuando La Condesa insinuó que tal vez te agradara conocerme (nunca me explicó por qué) le dije que estaba dispuesto a pintar para ella gratis. Y ahora tuve que estropearlo.
Le tocó entonces a Sissy enrojecer. Su dieciseisava parte llegó nadando a la superficie, compitiendo con la ración completa de sangre no comprometida de Julián. Aunque desazonada, se sentía conmovida por aquel lamento. Las emociones que sentía eran casi las contrarias a las que había imaginado que le inspiraría aquel inteligente indio. Una vez más (como en el remolque de Madame Zoé), se halló en medio de una situación que había esperado dominar. A través del rubor, su misteriosa y plácida sonrisa se agitó y batió lentamente las alas, gaviota ascendiendo a través de una rociada de sopa de tomate.
Al que se había hecho cargo de la situación, le llamaban Rupert, y era vendedor de una editorial. Su mujer era Carla, ama de casa, que dicen. Los otros dos resultaron ser Howard y Marie Barth, ambos redactores de Julián camino de la calle, Howard llamó un taxi y Carla y Marie revolotearon alrededor de Sissy.
—Es terrible —dijo Marie; bajó la voz, a un tono más confidencial—. Los ataques de asma, sabes, los provoca la tensión emocional. El pobre Julián es tan impresionable. La emoción de conocerte (¡eres tan impresionante, querida!) debió alterar su equilibrio químico.
Carla cabeceó.
—Se pondrá bien enseguida, querida. No es tan serio como parece.
Hizo ademán de palmear la mano de Sissy, luego se lo pensó mejor.
Los seis se apretujaron en un taxi. ¿Podéis imaginar lo humillante que fue para nuestra Sissy, verse metida en un vehículo que no había atrapado en su red de carne y gesto? ¿Apreciáis que debió sentirse como un colibrí atrapado en el chicle del pedestrismo? ¿Invitaríais a Thelonius Monk a vuestra casa y no le dejaríais tocar vuestro piano? ¿Echaríais al ruedo una cabra artrítica con El Cordobés? ¡Señor! Sissy se sentó sobre la tapicería de aquel taxi con frígida revulsión, como una reina que se ve obligada a acuclillarse en una letrina; y, ¿por qué no? Ella era Sissy Hankshaw, que se había forjado una identidad propia, en el vasto reino de la idiosincrasia personal en vez de forjársela con la carne de otro, como suele ser norma. Sissy Hankshaw, que, siguiendo una sugerencia de la naturaleza, se había creado a sí misma y luego paseado su creación ante los dioses y planetas que giran sobre nuestra rutina diaria; Sissy Hankshaw, que demostró que la ambición grandiosa no necesita ser fáustica, al menos para una mujer en movimiento. Einstein había estudiado el movimiento descubriendo que tiempo y espacio son relativos; Sissy se había entregado al movimiento y había aprendido que uno podía alterar la realidad a través de la propia percepción de ella… y fue ese descubrimiento, no menor quizá que el de Einstein, el que le permitió por último desechar la humillación con una sonrisa igual que un rato antes había desechado con una sonrisa la fatiga.
El taxi, al no tener voluntad libre, rodó hacia el centro.