—SIÉNTATE QUERIDA, vamos, siéntate. Come unos dulces, están deliciosos. Sí, siéntate ahí mismo. ¿Te apetece un jerez?
La jarra que La Condesa alzó estaba polvorienta por fuera, penosamente vacía por dentro; tenía una mosca tiesa, patas arriba en el borde.
—Coño, no tengo jerez; ¿qué te parece un Ripple rojo?
Buscó en la nevera miniatura a un lado de la mesa y sacó una botella de vino pop. Tras un vergonzoso despliegue de esfuerzos, logró abrirla y llenó dos vasos de jerez.
—Sabes lo que es el Ripple, ¿no? Gaseosa empalmada. Jijí.
Sissy consiguió una cortés sonrisa. Tímidamente, contempló su vaso. Estaba empastado con tantas huellas dactilares que deberían haberlo enterrado con J. Edward Hoover. (En las oficinas centrales del FBI de Washington, hay un agente que puede recorrer los archivos de huellas dactilares y señalar las de todos los trompetistas. Quizá sea el mismo agente que devolvió la ficha de Sissy a la oficina regional de Richmond exigiendo saber por qué no había huellas de pulgares. Estaba en buena forma y no lo sabía. Hubo una vez una familia en Philadelphia que se pasó cuatro generaciones sin huellas dactilares: Nacieron sin huellas dactilares, el único caso conocido en la historia. «Esto podría plantear todo un problema a las autoridades», dijo un funcionario público. «Ni hablar», contestó otro. «Si la policía encuentra alguna vez un arma asesina en Philadelphia sin huellas dactilares, sabremos inmediatamente que lo hizo uno de ellos»).
Alzó La Condesa su vaso en un brindis.
—A mi propia y especial Sissy —brindó—. ¡Alegría! Y bienvenida. Así que mi carta te trajo volando, eh. Bueno, quizá tenga una sorpresilla para ti. Pero primero, cuéntame, qué es de tu vida. Han sido seis meses, ¿no? Y en ciertos círculos eso es medio año. ¿Cómo estás?
—Cansada —dijo Sissy.
La miró comprensiva.
—Ésta ha sido la primerísima vez en los eones que hace que te conozco que te oigo quejarte. Debes estar cansada. Has soportado las mayores penalidades sin un suspiro. Yo siempre he dicho: «Sissy Hankshaw nunca tiene mala suerte porque a ella nada le parece mala suerte. Nunca ha sido desgraciada porque no hay nada que ella considere desgracia». Y ahora estás cansada, pobrecilla.
—Algunos podrían decir que ya tuve mi mala suerte al nacer, y después de soportar eso, todo lo demás fue fácil. Un freak nato sólo puede ir cuesta arriba.
—Freak, bah, bah. La mayoría somos freaks de un modo u otro. Prueba a nacer condesa rusa masculina en una familia anabaptista de clase media blanca de Mississippi, y verás lo que es bueno.
—Lo comprendo. Bromeaba. Tú sabes que siempre he estado orgullosa de cómo me distinguió la Naturaleza. Son los deformados por la sociedad los que me dan lástima. Uno puede apechugar con los experimentos de la Naturaleza, y si no son demasiado viles, convertirlos en una ventaja. Pero la deformidad social es serpentina e invisible; convierte a los hombres en monstruos… o ratones. En fin, me encuentro muy bien. Pero llevo once años y varios meses sin dejar de moverme, comprendes, y creo que estoy algo cansada. Quizá debiese descansar un poco. No me siento tan joven como antes.
—Mierda, cielo santo, aún te falta para los treinta. Y estás más hermosa que nunca.
Adornaban su mono ruiseñores y flores de manzano. Portaba dulce testimonio de colada reciente, pero las arrugas indicaban que había estado doblado en la mochila. Su largo pelo rubio caía liso; habría sido más conveniente para viajar con él hacerlo trenzas, pero, ay, ¿cómo trenzar con sus dedos? Una máscara de mugre y polvo de carretera que ningún apresurado chapuzón en los lavabos de señoras de las gasolineras podía eliminar de forma conveniente empastaba su rostro. En los poros de su frágil nariz y su amplia frente había residuos de Idaho, Minnesota, y del oeste de Nueva Jersey: barro, arena, légamo, cieno, polen, cemento, mineral y humus. El sucio velo con que el autoestop cubría sus rasgos era una razón de que su identidad de modelo hubiese sido tan fácil de ocultar. Si La Condesa la quería para posar, tendría que vaporizarla un día o dos en su baño privado. El crepúsculo que se proyectaba en las ventanas de la oficina, después de pasar por el verde filtro del Central Park, mostraba que La Condesa no era ningún astuto halagador: Sissy era guapa de verdad.
—¿Significa eso que puedes tener trabajo para mí?
Hubo una larga pausa, durante la cual La Condesa tamborileó su monóculo con la boquilla, durante la cual una ardilla cruzó triunfalmente Park Avenue, durante la cual el siglo XX deslizó su guisante bajo otra cascara atrapando a unos cuantos millones más de imbéciles que perdieron la apuesta.
—Tú fuiste la Chica Yoni Yum/Rocío, veamos, de 1962 a 1968. Es mucho tiempo en este negocio. Fue una brillante campaña, no puedo negarlo, y fue una buena asociación. Pero no puede repetirse. Uno no puede repetirse a sí mismo. No, y extraer algún aroma de la vida. En fin, he estado utilizándote sólo dos, tres veces por año, en anuncios de revistas desde entonces. Y puedo utilizarte de nuevo. Probablemente lo haga. Eres mi eterna favorita. No podría ser mejor ni la propia princesa Grace, ni aunque tuviese tu personalidad, que no la tiene. Yo soy por proclamación higienista femenino oficial de la Corte de Monaco y lo sé, pero es contar cuentos fuera de la escuela. En fin, querida, ahora he dejado la fotografía y trabajo con la acuarela. Está a punto de empezar toda una nueva campaña, a base de acuarelas increíblemente líricas. ¡Oh, qué conversación tan tortuosa! Volvamos al principio. El hombre concreto que quiero que conozcas es mi pintor, el acuarelista.
Sissy se aventuró a beber un sorbo de Ripple.
—Si no voy a posar para él, ¿por qué quieres que le conozca?
—Es una razón puramente personal. Creo que podríais gustaros.
—Pero, Condesa…
—Vamos, vamos. No te enfades. Comprendo que has evitado siempre los compromisos con los hombres salvo los más rudimentarios, y, podría añadir, has sido lista. Las relaciones heterosexuales sólo parecen conducir al matrimonio, y para la mayoría de las pobres y tontas mujeres con el cerebro lavado, el matrimonio es la experiencia máxima. Para los hombres, es una cuestión de eficiencia logística: el macho consigue alimentos, cama, lavadero de ropa, tele, coño, descendencia y comodidades materiales, todo bajo un techo, donde no tiene que disipar su energía psíquica pensando demasiado en todo eso: así está libre para salir y combatir las guerras de la vida, que es de lo que se trata. Pero para una mujer, el matrimonio es la rendición. Matrimonio es cuando una chica abandona el combate, deja el campo de batalla y a partir de entonces cede la acción verdaderamente interesante y significativa a su marido, que ha pactado «cuidar» de ella. Triste y mísero pacto. Las mujeres viven más que los hombres porque en realidad no han vivido. Mejor muerta con la cara azul del ataque cardíaco a los cincuenta que ser una saludable viuda de setenta años que no ha realizado ni una acción en la vida desde la mocedad. Mierda, Dios mío, ¿cómo sigo ahora?
La Condesa volvió a llenarse el vaso. La ardilla empezó a cruzar de nuevo Park Avenue, pero no lo logró. Un chófer uniformado salió de una limusina y alzó y sostuvo el aplastado animal donde pudiese verlo la anciana pasajera, que la semana próxima haría una donación de veinticinco dólares a la Sociedad Protectora de Animales.
—Pero aquí estas tú, aún virgen… eres aún virgen ¿verdad?
—¿Por qué? Técnicamente sí. Jack Kerouac y yo llegamos a estar muy próximos, pero creo que le di miedo…
—Sí, bueno, lo que quiero decir es que llega un momento en que es psicológicamente imposible para una mujer perder su virginidad. No puede esperar demasiado, comprendes. Ahora bien, no hay razón alguna para que tú debas perder la tuya. Eres tan superior a la mayoría de las mujeres. Has permanecido en el campo de batalla, en el centro del escenario, experimentando vida, y, lo que es más importante, experimentándote a ti misma experimentándola. No te has visto reducida a una estrategia logística por la guerra vital de ningún hombre. No pretendo sugerirte que capitules. Pero quizá debieras hacer una pausa (ahora con tu cansancio la ocasión es perfecta) y considerar si quizá no estás perdiéndote algo grande; considerar la posibilidad de una relación romántica, antes, bueno, francamente, antes de que pueda ser demasiado tarde. Quiero decir, considerarlo un poco, nada más.
—¿Qué te hace pensar que ese acuarelista y yo estableceríamos una relación romántica? —dijo Sissy, macarroneando la frente.
—No puedo estar segura de que lo hagáis. Además, no entiendo por qué quiero que lo hagas. En fin, tú siempre has olido tan bien. Como una hermana pequeña. Acabo de caer en la ironía. —Los dientes de La Condesa iniciaron un taconeo más rápido—. Tú, la Chica Rocío, eres una de las pocas que no necesitan Rocío. ¡Odio el hedor de las mujeres! —el taconeo se hizo más escandaloso—. Son tan dulces tal como Dios las hizo; luego, empiezan a hacer el tonto con los hombres y enseguida apestan. Como setas podridas, como piscina con exceso de cloro, como fiesta de jubilación de atunes. Apestan todas. Desde la Reina de Inglaterra a Bonanza Jellybean, todas apestan.
El flamenco dental inició un ritmo delirante, una bullería, un floreo gitano de demasiadas notas y demasiado rápido.
—¿Bonanza Jellybean?
—¿Qué? Oh sí. Ji, ji. Jellybean —cuando los músculos mandibulares de La Condesa se calmaron, sus dientes amainaron en samba—. Es una joven que trabaja en mi rancho. Su verdadero nombre es Sally Jones o algo así de vulgar. Es lista como un taco dulce picante y, por supuesto, se necesita talento para cambiarse el nombre tan guapamente. Pero de todos modos apesta como puta.
—¿Tu rancho?
—Ah, querida mía, sí, me compré un ranchito en el Oeste. Una especie de tributo a las mujeres de América que han cooperado conmigo para eliminar su olor. Lo hice en realidad para aliviar impuestos. Lo conocerás algún día. Entretanto, volvamos a lo que tenemos entre manos, ¿por qué no te piensas lo de conocer a mi artista? Admitiste que necesitabas un descanso. Yo me voy unos días a Eart Hampton en chafardeo con Truman. Tú puedes instalarte en mi casa y descansar. Pondré a Julián en contacto contigo. Podéis salir juntos, divertiros un poco. Vamos, Sissy, cariño, inténtalo. ¿Qué tienes que perder?
La Condesa era un genio, desde luego. Formuló la única pregunta que Sissy jamás podía contestar: ¿Qué tienes que perder?
—Bueno, vale, probaré. No le veo sentido, pero probaré. Sólo por ti. Es un poco tonto, en realidad, que yo salga con un artista de Nueva York…
(¿Volvió a sonar aquel viejo teléfono límbico? Después de todo, ella había pedido un número que no figuraba en la guía).
—Bien, bien, bien —cloqueó La Condesa—. Lo pasarás bien, verás. Julián es un caballero.
La Condesa giró bruscamente en su sillón y se inclino hacia adelante. Bajando el vaso de vino, miró directa, intensamente a los ojos azules de Sissy. Su sonrisa le ensanchó de simple rascada a reparación sería de un buen taller. Llevaba tiempo esperando aquel momento.
—Otra cosa, Sissy —dijo muy lentamente, acentuando cada sílaba, taconeando tono a tono—. Otra cosa. Es indio de pura sangre.