LA CONDESA esbozó una sonrisa que era como la primera rascada en un coche nuevo. Algo inmanentemente lamentable. Una sonrisa aguafiestas. Un hiriente y pequeño recordatorio de la inevitabilidad del deterioro.
Como para vandalizar más una superficie agostada, una boquilla de marfil apartaba periódicamente los ofensivos morros de La Condesa. Cenizas de cigarrillos franceses regaban el traje blanco de lino que se ponía a diario fuese cual fuese la estación; las cenizas regaban la rosa de un mes de edad, de su solapa. El monóculo estaba cagado de moscas, la corbata salpicada de salsa de filete, los dientes pensaban que eran castañuelas y el mundo un fandango. A La Condesa no le importaba lo más mínimo. Era rico, ni un centavo menos. Tú también serías rico si hubieses inventado y fabricado los productos higiénicos femeninos más populares del planeta.
La Condesa había hecho una fortuna con aquellos aromas especiales de la anatomía femenina. Era la General Motors de la cosmética corporal, la U. S. Steel de los aliviadores íntimos. Como cualquier genio, dirigía obsesivamente todas las fases de las actividades de su empresa, de la investigación a la comercialización, sin olvidar las campañas publicitarias. Ahí era donde intervenía Sissy. Sissy era su modelo favorita.
La había descubierto años atrás en Times Square, donde se había reunido una multitud a verla cruzar la calle 42 con las luces en contra. Haciendo una rara concesión, se había limpiado el monóculo. Tenía Sissy una figura ideal para posar, era rubia y mantecosa, de semblante regio… salvo la boca: «Tiene ojos de poetisa, nariz de aristócrata, barbilla de noble y la boca de una artista del chupe de un cabaret de Tijuana», proclamó La Condesa. La Condesa sentía una gran admiración por Sissy. «Es perfecta».
—Dios mío, cielo santo —protestó el vicepresidente del Chase Manhattan Bank con el que acababa de comer—. ¿Y esas manos?
Los contables no deberían atreverse a discutir con los genios.
La Condesa tenía a su servicio un magnífico fotógrafo. El fondo era esencial para el cuadro ensoñador, romántico y sin embargo ligeramente sugerente con que La Condesa apelaba a potenciales consumidores de niebla pulverizada Rocío y polvo pulverizado Yoni Yum, así pues solía enviar a su fotógrafo al lugar adecuado, aunque fuese Venecia o el Taj Mahal. No reparaba en gastos con tal de conseguir la imagen deseada, y aprendió a esperar pacientemente a que Sissy llegase a dedo a sus citas.
Nunca retrató sus manos.
Pero, en fin, en los tiempos en que los cigarrillos Lucky Strike patrocinaban «Su desfile de éxitos» en televisión, el programa presentó a una cantante llamada Dorothy Collins. La señorita Collins aparecía invariablemente con blusas o vestidos de cuello alto. Llegó un momento en que aquellos cuellos altos provocaron el rumor de que la señorita Collins ocultaba algo. Se hablaba de una cicatriz, de bocio, de un lunar gigantesco en la base del cuello. Quizás un vampiro le hubiese atizado a Dorothy Collins un mordisco indeleble. Corrían toda clase de bulos. Tras varios años, sin embargo, la vocalista apareció súbitamente en «Su desfile de éxitos» (cantando «Llegan las barcas camaroneras» o algo así) con un traje de noche muy escotado… y su cuello era tan normal como el tuyo o el mío. Por supuesto, alguien de la profesión del doctor Dreyfus podía haber obrado un milagrito plástico. Seguramente nunca lo sabremos.
Y asimismo, el que Sissy Hankshaw posara en tantos pintorescos anuncios de Rocío y Yoni Ytim, hizo que al cabo de aproximadamente un año, ojos agudos advirtieran que jamás se veían sus manos en la foto. O estaban a la espalda, o cortadas, o el follaje tropical o la proa de una góndola las obscurecían. Y rumores a lo Dorothy Collins se propagaron por Madison Avenue. Las historias de siempre (tenía verrugas o marcas de nacimiento o tatuajes, o seis dedos donde debería haber cinco) iban y venían. Pero una versión, la de que cuando había aceptado un anillo de compromiso de otro, un amante celoso le había despachado las manos con un cuchillo de cortar pescado, fue la que persistió. No iba a decirlo La Condesa, claro. Él mantuvo la identidad de Sissy en secreto y pagó a su fotógrafo un extra para que no abriera la boca. Era el tipo de juego que emocionaba a La Condesa. Cuando escuchaba los rumores sobre su misteriosa modelo, él sondeaba su repugnante sonrisa con la boquilla de marfil y sus dientes claqueaban como pato comiendo fichas de dominó.
Años más tarde, cuando no utilizaba ya a Sissy en exclusiva, introdujo La Condesa una doble suya en un anuncio de Rocío. Era muy capaz de hacer cosas así. Pero realmente estaba prendado de Sissy Hankshaw. La creía entre otras cosas responsable del interés por los monos de cremalleras que se apoderó de la femeneidad occidental a finales de los años sesenta. Y la situaba a la vanguardia de la moda. En fin, cierto es que Sissy vistió monos de cremallera mucho antes que ningún director de Vague, pero es también cierto que siguió vistiéndolos después de que se pasaran de moda. La prenda de cremallera era, en realidad, la única que Sissy podía usar… porque no podía abotonar la ropa. Sissy jamás se quejó porque censuraran sus manos, aunque por cuestión de orgullo las habría preferido bien visibles. Hay que admitir en honor de La Condesa que expresó a menudo deseos de introducir los pulgares de Sissy en la foto, simplemente por su contrapunto fálico, pero temió que el público norteamericano no estuviese preparado para ello.
Quizá lanzase como prueba una foto empulgarada en el Japón, decía, pues su empresa ya había sacado a los japoneses sustanciosos millones con un anuncio que parafraseaba un haikú de Buson, poeta del siglo XVIII:
Pasó la noche breve:
sobre el peludo gusano
perlitas de Rocío.