EL QUE SU complacencia en la indianidad y su pasión por viajar en coche pudiesen resultar contradictorias si no mutuamente excluyentes, jamás se le ocurrió a Sissy (como habría de sucederles a Julián y al doctor Goldman). Después de todo, el primer coche que consiguió parar debía su nombre al deseo de honrar al gran jefe de los ottawas: Pontiac.
Quizá Sissy fuese de los que creen que naturaleza e industria podrían dormir bajo las mismas sábanas floreadas. Quizás acariciase visiones de una futura naturaleza virgen donde el bisonte y los Buicks se mezclasen en armonía y en respeto mutuo, una pradera neoprimitiva donde caballos de vapor y potros de carne y hueso corriesen libres.
Quizá. Las visiones de una mujer en movimiento son difíciles de precisar.
No hubo creencias visionarias ni expresas ni implícitas cuando Sissy, aprovisionada con barras de caramelo Tres Mosqueteros, emocionaba a las espadañas municipales de LaConner por la forma en que movía el pulgar para salir de allí. Como antes indiqué, Sissy seguía el método de jamás planear itinerario ni fijar un destino… ¿pero, podía ella evitar que la única carretera que salía de LaConner, Washington, corría directamente hasta la ciudad de Nueva York?
Igual que la apremiante pregunta del gran jefe Pontiac, «¿Por qué soportáis que el hombre blanco habite con nosotros?» asaeteó certeramente el alma de su pueblo, así la única carretera que salía de LaConner iba a dar recta a Park Avenue y La Condesa.
—No sé sinceramente como llegué aquí tan deprisa —le dijo Sissy a ésta—. Cuando entré en el supermercado de LaConner a comprar caramelos, unos indios que estaban junto al refrigerador de la cerveza se rieron de mis manos. Friqué y cuando me di cuenta me aproximaba al Holland Tunnel de Nueva York. Desperté en el asiento delantero de un descapotable. Tenía la capota bajada y mi primera impresión fue que nos habían cortado la cabellera.