—EL AUTOESTOP no es un deporte. No es un arte. No es, desde luego, un trabajo, pues no exige ninguna habilidad especial ni produce nada de valor. Es una aventura, supongo, pero una aventura superficial e indigna. El autoestop es parasitario, ni más ni menos que la mendicidad directa, según mi opinión.
Tales palabras dirigía Julián Hitche con tono exasperado a Sissy Hankshaw. Sissy no se molestó en dar respuesta a las acusaciones de Julián, y, claro está, el autor, que es ambivalente respecto a todo este asunto del autoestop, no va a hacerlo por ella.
De Whitman a Steinbeck y a Kerouac, y por encima de los inquietos polluelos de los sesenta, la carretera norteamericana ha representado una posibilidad de orientación, de fuga, una oportunidad y un medio de llegar a otro sitio distinto. Aunque ilusoria, la carretera era libertad, y el modo más libre de recorrerla era hacer autoestop. En los sesenta, tantos jóvenes norteamericanos andaban por la carretera que el autoestop adquirió, pese a la opinión de Julián, características de deporte. En la sección de correspondencia de revistas pop como Rolling Stone, los autoestopistas se ufanaban de marcas de velocidad y distancia y se publicaron manuales completos para asesorar a los novatos en el «juego».
Aunque parezca extraño, Sissy se mantuvo virtualmente al margen de este fenómeno cultural. Abordarla con el fin de obtener consejos prácticos sobre el tema del autoestop habría sido casi inútil. Quizá no hubiese dicho, por ejemplo, como Ben Lobo y Sara Linses en su folleto A un lado de la carretera: Una guía de los Estados Unidos para autoestopistas, que las leyes de Montana prohíben estrictamente el autoestop en las cercanías de las instituciones para enfermos mentales. Y es difícil saber cómo habría reaccionado ante ese consejo magistral que aparece en el Manual de autoestopistas de Tom Grimm: «No utilice el pulgar para hacer autoestop. Utilice un cartel».
O ante esta observación de Grimm: «Dudo que la mayoría de las chicas puedan recorrer tranquilas en autoestop largas distancias solas». Sissy no habría tenido más remedio que ponerse a reír a carcajadas.
Porque el día que en su clínica de Nueva York el doctor Goldman le administró el «Suero de la charla», varios años después de que el Lincoln del músico negro la alejara de casa y familia, Sissy pudo decir:
—Por favor, no lo considere inmodestia, pero soy realmente la mejor. Cuando tengo las manos en forma y el cronometraje es correcto, soy lo mejor que hay, hubo y habrá.
»De más joven, antes de este paro forzoso que ha estado a punto de acabar conmigo, hice una vez autoestop ciento veintisiete horas sin parar, sin comer ni dormir, crucé dos veces el Continente en seis días, refresqué mis pulgares en ambos océanos y conseguí viajes después de medianoche en autopistas sin iluminación, tal era mi destreza, mi persuasión, mi ritmo. Logré establecer marcas y batirlas inmediatamente; yendo más allá, y más deprisa, que ningún autoestopista antes ni después. Con los años, sin embargo, pasé a preocuparme más por sutilezas y matices de estilo. No me interesaba ya el tiempo en términos de kilómetros por hora. Empecé a hacer autoestop en algo parecido al tiempo geológico: lento, antiguo, vasto. De día, solía dormir en zanjas y entre matorrales, arrastrándome fuera al final de la tarde como debió arrastrarse el primer pez que salió del mar, parando coche tras coche y muchas veces negándome a subir, o viajando sólo un kilómetro para empezar de nuevo. Desplacé la autopista de su contexto temporal. Pasos elevados, tréboles, rampas de salida, adquirieron para mí la personalidad de ruinas mayas. Sin destino, sin parada, mi carrera era a menudo silenciosa y vacía; no había incremento, no había graduaciones arbitrarias que redujesen el tiempo a unidades funcionales. Yo abstraía y purificaba. Luego empecé a yuxtaponer viajes lentos y largos con otros breves, furiosamente rápidos… hasta que pude componer melodías, conciertos, sinfonías completas de autoestop. Cuando el pobre Jack Kerouac se enteró de esto, anduvo borracho una semana. Añadí al autoestop dimensiones que los demás no podían siquiera comprender. En la Era del Automóvil (y nada ha conformado nuestra cultura como el coche de motor) ha habido varios conductores geniales, pero sólo un gran pasajero. He hecho autoestop por todos los estados y la mitad de las naciones, pasando ventiscas y cruzando arcoiris, por desiertos y ciudades, hacia atrás y al sesgo, arriba, abajo, y en mi alcoba. No existía carretera que no me esperara. Al pasar yo, se inclinaban los campos de margaritas y gorgoteaban las gasolineras. No había vaca que no agitara hacia mí sus ubres plenas. Conmigo llegó a la práctica del autoestop algo diferente y profundo, iluminador y ejemplar. Soy el espíritu y el corazón del autoestop, soy su corteza y su médula, soy su fundamento y su culminación, soy la joya en su loto. Y cuando realmente me pongo en movimiento, parando coche tras coche tras coche, moviéndome tan libre, tan clara, tan delicadamente que hasta los maníacos sexuales y los polis no pueden sino pestañear y dejar paso, entonces encarno los ritmos del universo, siento lo que significa ser el universo, me encuentro en estado de gracia.
»Puede alegar usted que disfruto de una ventaja injusta, pero no más que Nijinsky, cuya reputación como el bailarín más sublime de la historia se ve nublada por el hecho de que sus pies eran deformes, pues poseían la estructura ósea de la pata de un pájaro. La naturaleza moldeó a Nijinsky para bailar, a mí para el control del tráfico; y hablando de pájaros, dicen que las aves son tontas, pero yo una vez enseñé a un periquito a hacer autoestop. No era capaz de hablar una palabra, pero era un loco del autoestop. Le dejé que parara coches en un viaje por todo el Oeste, y luego me indicó que quería seguir por su cuenta. Le dejé marcharse y el primer coche que paró llevaba dos gatos siameses. En fin, quizá los pájaros sean tontos en el fondo.