A RICHMOND, VIRGINIA, se la ha llamado ciudad «a prueba de crisis». Esto se debe a que su economía apoya un pie en los seguros de vida y el otro en el tabaco. En épocas de cólico económico aumentan las ventas de tabaco, aunque las otras ventas se derrumben. Quizá la inseguridad de las finanzas ponga nerviosa a la gente. Y el nerviosismo mueva a fumar más. Quizás un cigarrillo dé algo que hacer con las manos al parado. Quizás el llevarse la pipa a la boca ayude a olvidar que no se ha comido carne últimamente.
En épocas de crisis, los beneficiarios de las pólizas logran abonar de un modo u otro las cuotas del seguro. El seguro de vida quizá sea la única inversión que puedan permitirse mantener. Quizás insistan en mantener la dignidad frente a la muerte por no haberla mantenido nunca frente a la vida. ¿O será que el fallecimiento de uno de sus miembros asegurados es la única posibilidad que tiene una familia de hacerse rica?
Richmond ha celebrado todos los otoños, desde hace muchos años, su economía a prueba de depresión. Se llama al festejo Festival del Tabaco. («Festival del Seguro de Vida» no habría resultado tan emocionante).
A Sissy Hankshaw le gustaba ver los desfiles del Festival del Tabaco. Desde una acera de la calle Broad, donde procuraba asegurarse un buen puesto acudiendo temprano, tenía por costumbre, una vez acumulado el valor suficiente, intentar parar los descapotables en que pasaban las diversas Princesas del Tabaco. Los conductores, tanto los de la Joven Cámara de Comercio como todos los otros, jamás la veían; miraban siempre al frente por motivos de seguridad (los dioses del tabaco habrían tosido rayos si uno de los vehículos de la Joven Cámara de Comercio hubiese irrumpido en los cuartos traseros de una carroza de filtros Malboro) pero las saludantes princesas, que proyectaban rayos oculares y claridad dental sobre las multitudes, siempre alertas de parientes, novios, fotógrafos y buscadores de talentos, las princesas, digo, captaban a veces la imagen de un inmenso pulgar suplicante, y, por un desconcertante segundo (¡Oh los peligros de la inocencia al servicio de la nicotina!), perdían su cuidadosa compostura. Hemos de preguntarnos qué historias no irían contando sobre aquellos pulgares las beldades cuando volviesen a sus casas de Danville, Petesburg, South Hill o Winston-Salem, cuando el Festival del Tabaco de aquel año fuese ya colilla.
En 1960, la cabalgata del Festival del Tabaco se celebró la noche del 23 de septiembre. El Times Dispatch informó que había menos carrozas que el año anterior («Pero eran más imaginativas y de más de dos metros por lo menos»); aun así, el desfile tardaba noventa minutos en pasar por un punto dado. Había veintisiete princesas, entre las cuales Lynne Marie Fuss (Miss Pennsylvania) fue proclamada al día siguiente Reina de Tabacolandia. El gran mariscal del desfile fue Nick Adams, estrella de una serie televisiva llamada «El Rebelde». Adams era una elección perfecta pues el tema de «El Rebelde» era la guerra civil y estaba patrocinada por una importante marca de cigarrillos. El actor se enfadó en el momento del desfile en que descubrió, bastante bruscamente, que el flanco de su caballo era blanco de una pandilla de chicos armados con cerbatanas. Había pasacalles, payasos, formaciones militares, majorettes de tambor, dignatarios, autoridades, animales, «indios», unas cuantas vaqueras provisionales, incluso, con camisas de serpentino brillo sobrecargadas de ubres y bordados; había vendedores de souvenirs y la ya mencionada pandilla de malvados cerbatañeros. El administrador municipal, el señor Edwards, calculó la asistencia al «ruidoso y costoso espectáculo» en cerca de doscientas mil personas, la mayor asistencia con mucho de la historia del festival. Sissy Hankshaw no estaba entre el gentío.
Al otro lado de la ciudad, a kilómetros de los miles (que, según el periódico, «chillaban, reían y aplaudían»); al otro lado del James, en Richmond Sur, donde, a pesar de las teorías económicas, siempre era período de crisis económica; en una casa húmeda y miserable, con frescos de mugre y bajorrelieves de termitas; ante un espejo de cuerpo entero implacable en su reflejo de pulgares, estaba Sissy desnuda. (Jamás digas «en pelotas». «Desnuda» es una dulce palabra, pero a nadie en su sano juicio le gusta «en pelotas»).
Sissy estaba tomando una decisión. Era un punto culminante de su vida y no podía permanecer inmóvil durante los noventa minutos de desfilante propaganda tabaquera.
En las siete semanas que siguieron a la detención de la muchacha, le habían sucedido muchas cosas. Primero, un ayudante del fiscal del distrito, animado por la agente que acompañó a Sissy a casa, andaba intentando que la mandasen a un reformatorio. El defensor público se dedicaba a utilizar esos términos («incorregible», «díscola» e «incontrolable»), que, cuando se aplican a una joven, significan simplemente que se acuesta con chicos. Hasta 1960, la inmensa mayoría de las delincuentes juveniles encarceladas lo estaban por haber desarrollado un gusto prematuro por la relación sexual (prematuro a los ojos de la sociedad civilizada, claro está, pues según el calendario de la naturaleza, el año doceavo o treceavo es perfectamente idóneo).
El que nuestra Sissy siguiese libre aquella tarde de septiembre en que cigarrillos animados cabrioleaban en rutilante paso de oca Calle Broad abajo, debíase en parte a los esfuerzos de una asistente social a quien habían asignado su caso. Sin embargo, aunque la señorita Leonard había ayudado a evitar que Sissy fuese al reformatorio insistiendo en que la afición de la chica al autoestop era una afición casta que no representaba amenaza alguna para la sociedad, había sido también, por su parte, un elemento desestabilizador. Unas semanas atrás, se había obstinado en convencer a Sissy de que asistiese a un baile con ella, un baile «especial» donde la chica «se sentiría a gusto». Al fin, el teléfono límbico había tintineado de nuevo («Lista su llamada a Romance… Por favor, deposite sesenta y cinco micro-gramos de estrógeno para los tres primeros minutos»). Y Sissy se encontró palpitando con un etiquetero traje de noche que había utilizado una prima en un lejano baile de presentación en sociedad y con el que algunas polillas habían estado bailando recientemente al cachetito. Los arreglos del traje habían forzado a Sissy y a la señorita Leonard a llegar tarde al local donde se desarrollaba la velada. Cuando Sissy leyó el cartel que decía BAILE INDUSTRIAS BUENA VOLUNTAD, empezó a sospechar que ni siquiera debería haber ido. Una vez dentro, se convenció de ello. El suelo del salón brillaba babosamente mientras cojeaban, se tambaleaban, se deslizaban y giraban los dedos de cangrejo y los talones de pollo de una muchedumbre o más de dislocados, girantes y desvencijados organismos; mientras a la roja luz de farolillos chinos caseros, fisuras palatinas, labios leporinos, fojas mandíbulas, tics, espasmos, espumarajos, ojos saltones, narices chorreantes y deformes cráneos basculaban a ritmos diversos, inspirados por un disco de Guy Lombardo y los cinéticos ejemplos de sus compañeros de baile. Cuando Sissy se congeló de alarma, la señorita Leonard la adoctrinó: «Mira querida, comprendo perfectamente lo que os pasa a vosotros». Y esbozó una sabia sonrisa indicando las notables criaturas que arrastraban los pies vacuamente o se descomponían por todas las articulaciones al compás de la «música más dulce de este lado del paraíso». «Comprendo lo que es estar aquí. Los polios no pueden soportar a los que tienen parálisis cerebral. Éstos rechazan a los defectuosos congénitos, y todos ellos odian a los retrasados. Me doy perfecta cuenta, pero tienes que superarlo; los disminuidos deben unirse». Y cuando empujó suavemente a Sissy hacia el escenario, donde los pilotos de silla hacían girar sus ruedas, la chica, por primera vez en su vida, oyó alzarse su propia voz sobre una pequeña fosforescencia. Sissy gritaba: «¡YO NO SOY DISMINUIDA, MALDITA SEA!». El grito hizo terrones el azúcar de Guy Lombardo. Los bailarines se detuvieron, algunos tardaron más en conseguirlo que otros. Todos la miraban fijamente. Algunos reían y cloqueaban. Luego, uno a uno, empezaron a aplaudirla. (Algunos lo hacían con una sola mano, en agitada e involuntaria ilustración del más famoso proverbio de budismo zen). Cada vez más inquietos, temerosos casi, los encargados pidieron calma, y la señorita Leonard, en una tentativa de iluminar con luz más razonable el escenario, empezó a arrancar el papel rojo de las calvas bombillas, pero el aplauso se desplomó en un fofo final cuando Sissy salió corriendo de la sala de baile. Sissy llevaba prendido aquel extraño aplauso como un ramillete de flores de pantano mientras hacía autoestop hacia casa con su primer traje de noche, valseando el vals del automóvil.
Ahora estaba ante el espejo. No podría oír las bandas de músicos atronando «Dixie» cuando el paquete de cigarrillos parlante lanzara sus zapatillas de plata sobre la ciudad en la calle Broad, pero aún podía oír el rumor del Baile Industrias Buena Voluntad, aunque hubiesen pasado semanas. Quizás el sonido llegue más lejos a través del tiempo que del espacio. Es igual. Hubo un ruido más apremiante: la voz de su papá desde la habitación contigua. El papá de Sissy utilizaba su voz de Carolina, su voz de borracho, aquella voz que parecía pasar a través de la ropa interior de Daniel Boone. Hablaba del Coronel, el cincuentón de amarilla chaqueta deportiva que llevaba años solicitando dirigir la carrera de Sissy en el mundo del espectáculo. «Empezaremos con mi espectáculo de feria, claro», decía el Coronel, y luego trazaba un camino por la dorada escala que llevaba directamente hasta Ed Sullivan. A los Hankshaw les desazonaban las explicaciones del Coronel. Habían procurado disuadirle. Pero recientemente, el señor Hankshaw había empezado a cambiar de opinión. Por dos razones: Sissy empezaba a causarle problemas y el Coronel había doblado su oferta. El señor Hankshaw era un trabajador, un obrero, después de todo; y en su pecho, como en el pecho de los obreros de todo el mundo, latía el grasiento corazón del acaparador. (¿Podrían equivocarse tan universalmente los estetoscopios marxistas? ¿Tenían chicle en las orejas todos los especialistas socialistas del corazón?). El papá y la mamá de Sissy discutían en aquel momento sobre el contrato, ya firmado por el Coronel, que yacía sobre el televisor como una funda de almohada recién planchada.
Sus hermanos no estaban en casa para defenderla. Júnior estaba viendo el desfile con la chica a la que pronto habría de unirse en matrimonio. Jerry en cuidados intensivos (no debe extrañarnos que los Hankshaw necesitasen el dinero del Coronel) en la Facultad de Medicina de Virginia. Tras ser rechazado en el cuerpo paracaidista por su estatura, Jerry se había colocado en una rueda de feria en la Exposición Rural de Atlantic (algo tenía que hacer) y la ley de gravedad, esa vieja robaescena, había entrado una vez más en acción.
Otras cosas molestaban a Sissy. Cosas tan insignificantes como su incapacidad para encontrar información sobre los indios siwash, sobre los que deseaba escribir una redacción en la escuela. Cosas tan enojosas como el hecho de que los quinceañeros del barrio hubiesen empezado a seguirla siempre que se ponía a hacer autoestop, parándose a su lado e intentando engatusarla, tanto por malicia como por lujuria, para que montase en sus vulgares Fords.
Muchas cosas habían cambiado en el mundo de Sissy Hankshaw; incluida su propia imagen física. De pronto, en el año diecisiete de una vida que había empezado con el galimatías de un médico y el asombro de una enfermera, se había hecho encantadora. Se había establecido por fin un pacto entre sus rasgos predominantemente angulosos (pómulos altos, nariz de finura clásica, frágil barbilla, plácidos ojos azules) y su boca, decididamente redonda: una boca plena y fruncida que La Condesa compararía más tarde con la vagina de un visón en época de celo. Su figura había acabado ajustándose a la talla media de la modelo de alta costura: medía uno setenta y tres en calcetines. Pesaba sesenta kilos y volvía a medir 82-60-85; una de esas bellezas huesudas de las que dicen los guasones: «Cuando se caen por las escaleras suenan como un cubilete de dados».
Se había entregado por completo al autoestop porque hasta entonces no tenía otra cosa ni esperanza. Pero, ay, ahora, había una elección. O la posibilidad de una elección. Era guapa. Y una chica guapa siempre puede abrirse camino en una sociedad civilizada. Quizá debiera buscar un trabajo, trabajar y trabajar y ahorrar dinero (aunque tardase años) para volver al doctor Dreyfus a que le hiciese aquella compleja operación; y poder llevar así una vida humana femenina normal.
Pero siempre que se lo decía a sí misma (allí, ante el espejo), siempre que pensaba «doctor Dreyfus» o «vida normal», sus pulgares la contestaban en pulgarano: Hormigueos, palpitaciones y picores. Hasta que comprendió al fin y aceptó lo que siempre había intuido. Tenía toda la razón cuando gritó en el baile. Sus pulgares no eran ningún defecto. Más bien eran una invitación, un privilegio otorgado audaz y descortésmente, perfumado de peligro y sorpresa, que ofrecía más libertad de movimientos, invitándola a vivir la vida a un nivel «distinto». Si se atrevía.
Pues bien, aproximadamente cuando el órgano de vapor jadeaba como un enfisema a través de los pulmones de Tabacolandia, Sissy decidió atreverse, Y aproximadamente en el instante en que decidió atreverse, empezó a reír. Y se reía con tal abandono, con tan secreto gozo, que apenas cabía en las bragas, aunque papá mirase desde el salón con una mirada persistente y granítica.
Sus padres le advirtieron que no saliera, pero su atención estaba centrada en la pantalla de la tele cuando Sissy se acercó a la nevera y se metió furtivamente un paquete de queso Velveeta en el bolsillo del abrigo. Allá saltaron también algunas aceitunas. Se les unió una manzana. Media rebanada de Pan Maravilla dijo, qué demonios, allá voy también, qué tengo que perder. «Nada», dijo Sissy.
Logró salir por la puerta de atrás durante un tiroteo de «Gunsmoke»; agradeció en silencio al comisario Dillon por cubrirla, pero no pensó luego en lamentarse por la señorita Kitty, siempre encargada de saloon, jamás vaquera.
Corriendo a toda prisa, saltándole las aceitunas del bolsillo, llegó a la esquina donde cortaba Hull Street la Ruta 1 U. S., que en 1960 aún era la principal autopista interestatal norte-sur.
Cuando alzó un brazo, la luz había cambiado y pasaba ya el primer coche, un Lincoln azul como un buque matrícula de Jersey. Durante un segundo pareció como si hubiese alzado el brazo tarde, pareció que el conductor no había advertido su gesto. Pero no, algo de éste (quizá un resplandor de neón sobre la uña) obstruyó los bordes de su visión. Miró hacia atrás a tiempo de ver el apéndice completo, inmenso, frotado, lubricado, zepelinesco, tan fresco y recién nacido como un huevo, invocando un extraño intermedio entre lo gozoso y lo amenazador, mientras nadaba a nivel de ojo por la ventana trasera opuesta.
Frenó.
¿Qué podía hacer?
—¿Va hacia el norte? —preguntó Sissy para empezar, cuando la puerta se abrió hacia ella como losa de cielo caramelo. Le habría dado exactamente igual que fuese en otra dirección.
—Puedes apostar tu astroso culo blanco a que sí —dijo el conductor sonriendo sardónicamente. Era pielnegra y boineado, y difícil determinar qué destacaba más si los saxofones de su asiento trasero o los dientes de oro de su boca. Vaciló Sissy. Mas ¿qué demonios? Imitando al Pan Maravilla, se dijo: «Bueno, ¿qué puedo perder?» y subió.
Había en realidad, en aquel conductor un algo distinguido, en el hormigueo de tesoro cuando sonreía, en la nube de humo de marihuana en que se asentaba (¡qué distinto de los celebrados humos de Richmond!); en la gardenia de la solapa y en la botella que llevaba al lado, en el nivel al que sus camuflados dedos situaron el volumen de la radio, en la velocidad con que hizo despegar aquel gran Lincoln de los arrabales tabaqueros, elevando constante y permanentemente a Sissy Hankshaw a las alturas.
Y Sissy Hankshaw, dando rodilla con rodilla de emoción y miedo, y sin saber qué otra cosa hacer, hurgó en su desgarbado abrigo y ofreció al negro una rebanada de queso.