UN JUNIO, Richmond, Virginia, despertó con los frenos puestos y los mantuvo así todo el verano. Era perfecto; se trataba de la Era Eisenhower y nadie iba a ninguna parte. Ni siquiera Sissy. Es decir, no iba lejos. Subía y bajaba por la Avenida Monument, por ejemplo; haciendo autoestop arriba y abajo por aquel amplio bulevar tan salpicado de venerados cañones y estatuaria heroica que se le conoce por toda la geografía de los muertos como el cinturón bananero de los generales espabilados.
La antigua capital de la Confederación hacía tiempo bajo el calor. Sus botas alzaban nubéculas de polvo de tabaco, un poco de polen de glicina y nada más. Todas las mañanas, domingos incluidos, se alzaba el sol como con un tee[1] de golf en la boca. Sus rayos rebotaban, independientemente pero por igual, en los estanques del West End, las cañas de cerveza del Sector Sur y las navajas de afeitar del barrio pobre. (En aquellos días, Richmond estaba retorcido como los pliegues del cerebro, como si, como el cerebro, intentase impedir conocerse a sí mismo).
Al anochecer, la luz de un número siempre creciente de televisores bañaba la atmósfera de una engañosa frialdad. Se ha dicho que los auténticos albinos producen luz de luminiscencia similar cuando defecan.
A mediodía, la ciudad parecía el interior de una sandía napalmeada.
Siempre que podían, hombres, mujeres, niños y animales domésticos permanecían a la sombra, hablando poco, se movían menos, veían girar las paletas de los ventiladores de acuerdo con la naturaleza de su oficio de ventiladores. Sólo Sissy Hankshaw frecuentaba voluntariamente aquellos lugares donde la brea estaba pegajosa, donde centelleaba la grava frita, donde se marchitaban las hierbas, donde se fragmentaba el asfalto (restos del pastel de cumpleaños del Diablo), donde el gastado hormigón traducía al alfabeto Braille largas y enconadas polémicas entre los niveles orgánico e inorgánico de la vida. (Si alguna vez has lamido níquel o besado acero, conoces tal polémica).
Hay quien dice que el exceso de sol ablanda el cerebro (ya repugnantemente blando) y quizás eso fuese lo que la moviese a hacerlo. Quizá fueron los amarillos guantes de hidrógeno que aporreaban sus oídos; quizá la radiación solar diese a sus átomos un giro un tanto raro. Por otra parte, su acción quizá no fuese más que indicio del alcance de su ambición, que, aunque notable, difícilmente podría considerarse más extraña que la que impulsó al pequeño Mozart, a los nueve años, a componer una sinfonía.
En cualquier caso, y fuese lo que fuese, una sudorosa pero por otra parte indefinible tarde de primeros de agosto del 60, una tarde exprimida del ratonesco hocico de Mickey, una tarde esculpida en puré de patatas y lejía, una tarde rebañada del plato canino de la meteorología, una tarde que podía dormir acunando a un monstruo, una tarde que normalmente podría no haber producido nada más notable que un simple sarpullido, Sissy Hankshaw se bajó de una acera en la calle Hull de Richmond Sur e intentó parar con el pulgar una ambulancia, intentó pararla en realidad dos veces: a la ida y a la vuelta.
Aullando, parpadeando sus luces rojas como en frenética y aficionada imitación del sol tranquilamente profesional de aquel verano, iba la ambulancia en viaje de servicio. Naturalmente, no paró. ¿Lo esperaba ella? ¿La habría abordado, uniéndose a su sangrante o agonizante carga si hubiese parado? ¿Habría, en caso de haber podido pararla, probado fortuna después con un coche fúnebre?
Conjeturas. El carro de carne siguió su camino, y Sissy, a diferencia del joven Mozart, no se vio recompensada siquiera con un terrón de azúcar por su experimento. Sin embargo, la tripulación de la ambulancia no dejó de percibir su llamada. Antes de que Sissy se alejase muchas manzanas, fue detenida por primera vez en su carrera.
Su aparición en la comisaría originó un pequeño revuelo. Por una parte, la chica tenía un aire patético; por otra, mostraba una serenidad de vientre de Buda, y para la mentalidad del policía, la serenidad huele a falta de respeto. Era menor, su delito difícil de clasificar, el procedimiento inseguro. Un periodista especializado en temas policíacos del News Leader fue el primer periodista que se interesó en ella; telefoneó a su director para que enviase un fotógrafo. Los funcionarios de archivos se asomaban furtivamente a las esquinas para echarle un vistazo. Otros presos hacían comentarios. Por último, el sargento de guardia le dio un sermón adoctrinándola para que no volviese a obstaculizar la tarea de los vehículos de emergencia e hizo luego que un agente femenino la acompañase a casa.
El fotógrafo llegó demasiado tarde para sacar fotografías y el periodista se enfadó, pero para los demás implicados, una liberación rápida era ideal: los policías la apartaron de sus cabezas cortadas a cepillo. Sissy volvió al trabajo. A primera hora de aquella húmeda tarde, cuando un voraz incendio convertía el material de un billón de Pall Malí en almacén en humo prematuro, fue otra vez detenida: por intentar parar un coche de bomberos.
Esta vez la ficharon y la retuvieron veinticuatro horas en el centro de detención de jóvenes, aunque una vez más las autoridades consideraron oportuno dejarla libre. Influyó no poco en que la dejaran la frustración del encargado de tomar las huellas dactilares.