—CUANDO UNO se cría con alguien acaba aceptándolo, aunque sea extraño —dijo Betty Seward, antes Clanton. Comprobó la cafetera. Aún seguía girando. El café giraba y giraba en el recipiente. Sus ruedas cantaron en las narices del entrevistador. Cantaban una canción del pasado.
—Quiero decir que no es que ella fuese precisamente rara o estuviese chiflada; era una chica muy lista y muy educada y muy agradable, pero, en fin, tenía aquella cosa suya; lo que quiero decir es que al cabo de los años acabamos acostumbrándonos, aunque, claro, de vez en cuando…
»Recuerdo la noche en que nos dieron los títulos de bachiller. Cuando te nombraban, tenías que levantarte, subir al escenario y cruzarlo y recibir el diploma del director con la mano izquierda y estrecharle la mano derecha. Pero a Sissy no le gustaba dar la mano a nadie. Ni siquiera al director. No era que no pudiese; sencillamente no le gustaba. El señor Perkins se enfadó muchísimo. Y muchos chicos se quejaron diciendo que Sissy estaba convirtiendo nuestra graduación en una burla.
»Hay una vieja cantera abandonada en Richmond Sur, que tiene una poza, y solíamos bañarnos allí cuando podíamos. Al día siguiente de graduarnos, nuestra clase decidió hacer una excursión hasta allí (nosotros solos y a escondidas, éramos el mismo demonio) y algunos chicos mayores que ya conducían habían quedado en recogernos y llevarnos. Teníamos que recoger también a Sissy, pero por pura rabia decidimos no hacerlo. La dejamos. Pues bien, hacia el mediodía, alguien la vio en la carretera parando un coche, haciendo autoestop como era su costumbre, ni herida ni avergonzada; entraba en cualquier coche que parase, pero sin aparecer por el lugar de la excursión. Estuvo pasando durante todo el día carretera arriba y carretera abajo junto a la cantera. Pero no paró ni una sola vez. Se limitó a pasar y pasar.
»Bueno, en fin, la mayoría de los que participaron en la excursión tuvieron quemaduras de sol, un tercio se vio afectado por zumaque venenoso, y unos cuantos se emborracharon y se pusieron malos con la cerveza que compraron los chicos mayores y nos echaron una bronca en casa, y a un chico le mordió una culebra y otro se sentó sobre cristales rotos. Yo pensaba, vaya, esa Sissy es la única que ha salido bien de este día; no le pasó nada porque se mantuvo en movimiento. ¿Comprende lo que quiero decir?
La señora Seward dejó la silla para apagar la cafetera.
—No recuerdo ahora a que edad descubrió que tenía sangre india. La familia de su mamá, muchos de ellos, habían vivido en el Oeste, en los Dakota, y un miembro de la familia se había casado con una india, no recuerdo la tribu…
»¿Siwash? Eso, Algo así. Bueno, pues una vez vino de visita, de Fargo, una tía de Sissy, una hermana de su mamá, y había entonces mucho jaleo por aquí con lo de la integración; a nadie le gustaba que el Tribunal Supremo viniese a decirle que tenía que ir a la escuela con los de color, y supongo que los Hankshaw estaban discutiendo el asunto como todos los demás cuando la tía descubrió el pastel de la sangre india en la familia. ¡La que se armó! El papá de Sissy se puso furioso. No sé por qué; un indio es distinto que un negro. Pero creo que estuvo a punto de divorciarse de su pobre mujer. A Sissy, sin embargo, le encantó aquello. Calculó que tenía una dieciseisava parte, de ¿cómo era?… de siwash. Habló del asunto en la escuela. Nunca la habíamos visto tan animada. A partir de entonces, mostró mucho interés por los indios, aunque no tanto como por el autoestop. Por supuesto, no tenía el mínimo aspecto indio. Era tan rubia como un albaricoque. Pero durante un tiempo, como consecuencia, empezó a hacerse dibujos en sus pobres pulgares. ¡Dios santo! Sus propios hermanos tenían que agarrarla y borrárselos.
Ya suficientemente hecho, hizo el café el corto viaje de la cafetera a la taza. Fue un viaje directo. No hubo más paradas en su ruta. Betty Clanton Seward sacó una caja de galletas saladas y un pulverizador marrón y amarillo.
—Esto es la última novedad que hay en las tiendas —dijo, blandiendo el pulverizador—. Si se rocía una galleta de soda normal con ella… —zzzzzzt zzzzzzt—… sabe como una pasta de chocolate. Tome.
Rechazó el entrevistador la oferta. Él quería formular preguntas claras y concisas relacionadas con una antigua compañera de clase de la señora Seward. No quería llenarse la boca de galletas de soda, aunque supiesen a pastas de chocolate. (¿Qué inventarán la próxima vez estos japoneses?).
—Algunas veces, lo admito, la miraba, sentada allí en la escuela, tiesa y sonriente, y pensaba que quizá tuviese algo especial, algo aparte de su condición física, quiero decir, algo positivo. No podía seguir el programa de secretariado porque no podía escribir a máquina. Tenía buenas ideas en clase de arte, pero no era capaz de plasmarlas; además, sólo consiguió una C en labores del hogar porque no podía coser, y todo el inundo conseguía A o B en labores del hogar. Aún así, y aunque su futuro parecía sombrío, yo tenía la sensación de que Sissy podía enseñarnos algo a los demás. Sólo que nunca llegué a saber qué exactamente. Y supongo que yo era tan, bueno, tan insensible a ella como el resto. Un día después de oscurecer, cuando pensaba que nadie podía verla, apareció con una carga de junquillos que había cortado (desenraizado a patadas, en realidad) en alguna carretera y los dejó en el porche de mi casa. Creo que le caía simpática.
Betty Clanton Seward tiró de un mechón de su pelo como una absorta ordeñadora podría tirar de una teta al alba.
—Lo hizo muy silenciosamente, pero aun así la oí. Yo estaba en el piso de arriba poniéndome rizadores y miré por la ventana y la vi. Pude saber quién era por brillar la luz de la luna en su… en su anormalidad.
»Bueno, no pude mantener la boca cerrada. Se lo conté a la gente en la escuela y se burlaron mucho de ella.
»Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue cuando di un baile de disfraces e invité a Sissy, en parte porque me daba lástima, pero también porque era, no sé cómo decirlo, pero en cierto modo me fascinaba. Y entonces Bill (ahora es mi marido, es químico de la fábrica Philip Morris, debería hablar usted con él), Bill, digo, hizo un par de pulgares inmensos de cartón y alambre y ése fue su disfraz. Él no pretendía ser cruel, pero ya sabe usted como son los chicos. Inconscientes.
Suspiró. Ordeñó otro medio litro de su pelo. Luego, cuando tuvo ante sí el café, se irguió.
—Dios mío, son casi las dos. Tengo que empezar a arreglarme. ¿Me disculpa? El pequeño Willie tiene que ir al médico a las tres. Van a quemarle una verruga.
Se refería al muchacho de diez años que había estado dedicado al saqueo por los bordes de la entrevista, mascando pastas y galletas por docenas y que mostró su pie descalzo (lavado, a Dios gracias, en fechas recientes) y en que había, desde luego, una verruga como un erizo. El entrevistador se preguntó por qué la señora Seward no rociaba sencillamente la verruga hasta que supiese a pasta de chocolate y dejaba que Willie se la comiera.
El entrevistador no le dijo esto a la señora Seward.
Hubo algo más que el entrevistador no dijo a la señora Seward.
No le dijo que la próxima vez que una persona se adornase con falsos pulgares imitando a Sissy Hankshaw, ello constituía un acto de homenaje.
La señora Seward lo habría considerado ridículo, un homenaje de pulgares de corteza de árbol balanceándose impertinente ante la cara del siglo XX como un bosque de diplomas prehistóricos que no esperasen ningún apretón de manos a cambio. En realidad, era un poco ridículo. Pero, por ser ridículo, sabemos que es cierto.