Está tendida en el sofá familiar con un pijama de franela. Hay barro de la ciudad de Kansas en las puntas y tacones de sus botas, botas que aún no han probado auténtico estiércol. Con catorce años, sabe que debería quitarse las botas, pero se niega. En la tele pasan un reestreno de Maverick; está comiendo cecina de buey y de cuando en cuando masca ruidosamente. Sobre su estómago, donde se le ha subido la parte de arriba del pijama, hay una pequeña y profunda cicatriz: Ella explica a todos, incluyendo a la enfermera de la escuela, que se la hizo una bala de plata.
Sea cual sea el origen de este agujero de más que hay en su vientre, hay signos indudables de disparos en el artesonado junto a la puerta del armario. Allí partió ella, a tiros un par de viejos playeros.
«Autodefensa», alegó ante las quejas de sus padres. «Eran unos playeros fuera de la ley».