OH SI. La llevaron también a un especialista de una disciplina diferente.
La práctica comercial del credo quiromántico estaba prohibida por la ley en la ciudad de Richmond, pero en los condados colindantes de Chesterfield y Henrico era totalmente legal. Rodeando los arrabales de la ciudad había pinares y huertas que chocaban con tabernuchas de carretera y urbanizaciones de baja estofa, y había también seis o siete remolques-vivienda y tres o cuatro casas normales dentro de cuyos confines se daba diariamente el testimonio de las manos.
Era fácil reconocer la guarida de un quiromántico. Fuera de su casa o remolque, había un cartel y sobre él, pintada en rojo, la silueta de la mano humana, de la muñeca a las yemas de los dedos, por la palma. Siempre en rojo. Por alguna razón, y el autor piensa que quizá haya aquí una tradición cuyos orígenes se remonten a los gitanos de Caldea, podría haber sido menos sorprendente encontrar medias de malla color carne en el saco de la colada del general Patton que encontrar una mano color carne sobre un cartel quiromántico en los alrededores de Richmond. Todas las manos eran rojas y, directamente debajo de la roja articulación de la muñeca, donde en una mano de verdad habría un reloj de pulsera, el autor del cartel había escrito el título «Madame» seguido de un nombre: Madame Yvonne, Madame Christina, Madame Divina, y otras.
Madame Zoé, por ejemplo. «Madame Zoé» era el nombre escrito bajo la palma roja ante la que pasaba casi semanalmente la mamá de Sissy cuando iba en autobús hasta el final de Hull Street Road a visitar a su amiga Mabel Coffee, mujer de un fontanero. La señora Hankshaw debía haber pasado ante aquel cartel unas doscientas veces. Lo miraba siempre como si fuese un ciervo en un prado, tan real resultaba para ella, y tan esquivo. Pero hasta que a Mabel Coffee le extirparon un quiste de ovario y casi la diña (la misma semana del mismo otoño en que el corazón del presidente Eisenhower se fue al carajo), la señora Hankshaw (impulsada, quizá, por tan dramáticos acontecimientos) no pulsó impulsivamente el botón ni bajó del autobús frente a la casa de Madame Zoé. Quedó concertada una cita para el siguiente sábado.
Cuando se informó al señor Hankshaw de la cita con la quiromántica, éste resopló, soltó un taco y advirtió a su mujer que si tiraba cinco dólares que tanto le había costado a él ganar, dándoselos a una sucia embaucadora, ya podía ir pensando en mudarse con Mabel, su fontanero y su ovario sano. Durante la semana, sin embargo, la mamá de Sissy utilizó la llave de tuercas vaginal para ajustar lenta y suavemente las objeciones de su marido a un mero refunfuño. No lo hubiese hecho mejor el fontanero de Mabel, con su equipo completo de herramientas.
El sábado de Pascua, Sissy fue obligada a vestirse como para ir a la iglesia. La engalanaron con una falda de lana a cuadros, de pliegues tan gastados como los sueños románticos de sus anteriores propietarias; la embutieron luego en un jersey barato de manga larga de una prima (en tiempos blanco como dentadura postiza pero fumando por entonces tres paquetes al día); peinaron su lindo pelo de ondulado natural con agua del grifo y una chispa de colonia de saldo; la boca (tan plena y redonda en comparación con el resto de sus angulosos rasgos faciales que parecía una ciruela en una planta de judías) recibió el leve toque de un lápiz de labios de color rubí. Luego, madre e hija cogieron el autobús camino de la casa de Madame Zoé; Sissy fue todo el trayecto haciendo pucheros porque no se le permitía ir en autoestop.
Cuando posaron sus gastados tacones en la entrada de la casa de la quiromántica, sin embargo, la irritación había dejado paso en la chica a la curiosidad, ¡qué sargento instructor tan inspirador puede ser la curiosidad! Avanzaron en línea recta hacia la puerta del remolque-vivienda y llamaron con un golpe firme. Momentos después se abrió a ellos, liberando su aroma de incienso y coliflor hervida.
Desde el remolino de enfrentados olores (esto caía ya fuera del área del tabaco), Madame Zoé, quimono y peluca, las mandó pasar. «Soy la iluminada Madame Zoé», comenzó, aplastando un cigarrillo en uno de esos pequeños ceniceros de cerámica iluminados que tienen forma de orinal y llevan un letrero que dice: COLILLAS. El remolque estaba abarrotado de cosas, pero ni había miriñaques ni artilugios, ni la cortina de cretona y el sillón de felpilla parecían proceder del Más Allá. La lámpara de pie estaba alimentada por electricidad, no por prana; la guía de teléfonos era de Richmond, no de la Atlántida. Aún más descorazonador fue para la chica la ausencia de cualquier referencia material a Persia, el Tibet o Egipto, esos centros de arcana sabiduría a los que Sissy estaba segura de que llegaría alguna vez en autoestop, aunque es necesario aclarar de inmediato que Sissy jamás soñaba realmente con ir en autostop a algún sitio: era el acto de hacer autoestop lo que constituía la esencia de su vida. Así pues, nada había que tuviese el menor exotismo en aquel remolque-vivienda, salvo el humeante incienso y, aunque en la mortecina atmósfera de los años Eisenhower, en Richmond, Virginia, resultaba el incienso bastante exótico, aquella barrita concreta de jazmín estaba a punto de quedar eclipsada inevitablemente por una olla de coliflor.
—Soy la iluminada Madame Zoé —comenzó, en fin, con una voz monótona e indiferente—. Nada hay en vuestro pasado, presente o futuro que vuestras manos no sepan, y nada hay en vuestras manos que no sepa Madame Zoé. No hay ningún truco. Soy una científica, no una maga. La mano es el instrumento más asombroso de la creación, pero no puede actuar por cuenta propia; es servidora del cerebro. [Nota del autor: Bueno, eso es lo que dice el cerebro, en realidad.] Refleja el cerebro que hay detrás por la forma y la habilidad con que realiza sus tareas. La mano es la reserva externa de nuestras sensaciones más agudas. Sensaciones que, cuando se repiten con frecuencia, tienen la capacidad de moldear y marcar. Yo, Madame Zoé, quiromántica, que he estudiado durante toda mi vida los pliegues y señales de la mano humana; yo, Madame Zoé, a quien se revelan y hacen patentes todas las facetas de vuestro carácter y de vuestro destino, estoy dispuesta a…
Y entonces vio los pulgares.
—¡Jesús, joder, Cristo! —balbució, y esto en una era en que el expresivo verbo sustantivo joder no florecía cual orquídea de patio, cual burbuja de carne, cual chupachup salino, como florece hoy, en los labios de todas las doncellas del país.
Tan sorprendida quedó la señora Hankshaw con el epíteto de la adivinadora como la adivinadora con los dedos de la chica. Las dos mujeres palidecieron, vacilantes y trémulas mientras Sissy advertía con una leve sonrisa que dominaba la situación. Extendió los pulgares hacia aquella señora. Los extendió como podría extender el indígena enfermo sus partes hinchadas al misionero médico. Madame no mostró el menor signo de caridad. Los extendió como una araña caballero podría ofrendar una cosca obsequio a una viuda negra de fatales encantos; pero Madame no mostró el menor apetito. Los extendió como podría extender un valeroso y joven héroe el crucifijo ante el vampiro; y Madame retrocedió imperceptiblemente. Por fin, la mamá de Sissy sacó de su monedero un billete de cinco dólares limpiamente doblado y lo extendió junto a las extremidades de su sonriente hija. La quiromántica recuperó inmediatamente el control. Cogió a Sissy por el codo y la hizo sentarse a una mesa chapada de fórmica de indescriptible diseño.
No sin cierta aprensión, Madame Zoé sostuvo las manos de Sissy al tiempo que, con los ojos cerrados, parecía entrar en trance. En realidad, intentaba desesperadamente recordar todo cuanto sus maestros y libros le habían enseñado sobre los pulgares. De joven, en Brooklyn, había estudiado con seriedad la quiromancia, pero con el paso del tiempo, al igual que esos críticos literarios que se ven obligados a leer tantos libros que empiezan a leer con apresuramiento… superficialmente, y con soterrado resentimiento, fue sintiéndose cada vez más ajena y desligada de su ciencia. Y como esos mismos embrutecidos críticos de libros, estaba resentida con aquella ciencia que no le permitía utilizar seriamente sus valores personales, que se revelaba lentamente o que no lo hacía nunca de modo predecible. Por fortuna para su impaciencia, las manos que le presentaban los rústicos de Richmond tenían fácil lectura: Sus propietarios quedaban satisfechos con las revelaciones más vulgares, y eso recibían. Pero ahora tenía ante sí a una flaca muchacha quinceañera que agitaba ante su rostro dos pulgares que no aceptarían «Tienes una voluntad fuerte» como análisis.
—Tienes una voluntad fuerte —murmuró Madame Zoé. Luego, cayó en «trance».
Y asió los descomunales miembros, con timidez primero, con firmeza después, como si fueran los manillares de una moto de carne en la que hubiese de retroceder por el país de la memoria. Los alzó hacia la luz para examinar sus músculos rechonchos. Se colocó el derecho sobre el corazón para registrar sus vibraciones. Fue entonces cuando Sissy, que no había tocado hasta entonces un pecho de mujer (y las mamas cuarentonas de Madame Zoé eran firmes y estaban bien formadas) perdió el control de la situación. Enrojeció y retrocedió a la torpeza adolescente, permitiendo que la iluminada Madame Zoé, capaz de percibir una tendencia latente con la misma facilidad con que podía identificar una línea de la vida rota, recuperara parte de la gélida compostura tras la cual acostumbraba a escuchar condescendiente a aquellas patéticas palmas proletarias cuyas historias insignificantes ansiaban siempre ser contadas.
Aun así, Madame Zoé estaba sobrecogida por los niños ciegos que sostenían en sus manos, y Sissy, pese al aturdimiento, duplicado por el temor a que su mamá lo advirtiera, habría de abandonar la casa-remolque en una especie de triunfo.
La quiromántica comenzó vacilante:
—Como escribió d’Arpentigny: «El animal superior se revela en la mano, pero el hombre se muestra en el pulgar». No puede llamarse al pulgar dedo, porque es infinitamente más. Es el punto de apoyo sobre el que han de girar los demás dedos, y en proporción a su fuerza o debilidad sustentará o no la fuerza de carácter de su propietario.
La sopa de serpiente de la memoria hervía al fin. Casi podía olerse por sobre coliflor e incienso.
—La fuerza de voluntad y la decisión vienen indicadas por la primera falange —continuó—. La segunda falange indica razón y lógica. Evidentemente, posees ambas en abundancia. ¿Cómo te llamas, querida?
—Sissy.
—Mmmmm. Bien, Sissy; cuando nacemos, no tenemos voluntad; estamos totalmente bajo control ajeno. Durante las primeras semanas de su vida, se pasa el ser humano dormido el noventa por ciento del día. En este período, el pulgar está encerrado en la mano, tapado por los demás dedos. En otras palabras, la voluntad, a la que el pulgar representa, está dormida: No ha comenzado aún a afirmarse. Cuando el ser humano madura, empieza a dormir menos, a tener algunas ideas propias e incluso a mostrar un carácter. Cuando esto sucede, Sissy, el pulgar sale de su lugar oculto en la palma, los dedos ya no se cierran sobre él, la voluntad empieza a ejercitarse, y cuando lo hace, el pulgar, su indicador, aparece. Sin embargo, los idiotas o los paranoicos nunca salen de este estadio de pulgar plegado o vuelven a él en situaciones de tensión. Los epilépticos tapan sus pulgares durante los ataques. Cuando veas que una persona tiene por hábito doblar el pulgar bajo los otros dedos, piensa que ha de estar o muy alterada o muy enferma; la enfermedad o la debilidad han desplazado la voluntad. En cuanto a ti, Sissy, estás sana, sin duda. Y en fin, estoy segura de que incluso de niña…
La tostadora eléctrica, que compartía la mesa con los codos y manos de la quiromántica y de su cliente, y cuyo resplandeciente cromo estaba empolvado con las migajas de las tostadas de la mañana como lo están las catedrales con las migajas de las palomas de la eternidad, la tostadora eléctrica, fabricada en Indiana (pues en aquellos tiempos aún el Japón estaba tendido en su tatami), la tostadora eléctrica, cuya función era hacer al pan lo que está previsto que las instituciones sociales hagan al espíritu humano, la tostadora eléctrica, en fin, reflejaba (como cínica encarnación de la bola de cristal que Sissy pensaba debía estar allí y no estaba) los estremecimientos que recorrían la pequeña escena.
—Ahora, en cuanto a la forma de tu pulgar, lamento decirlo, es bastante primitiva. Su anchura en ambas falanges es prueba de gran decisión, lo cual puede ser bueno. La piel es suave, lo cual demuestra cierta gracia. Y, además, su punta es cónica y la uña brillante y rosada, por lo que diría que posees un carácter inteligente y bondadoso y que tienes ciertas inclinaciones artísticas. Sin embargo, Sissy, sin embargo, la segunda falange, la falange de la lógica, posee características que indican cierta tendencia a la conducta disparatada y cómica, una negativa a aceptar responsabilidades o a tomarse las cosas en serio y la inclinación a no respetar a quienes lo hacen. Tu mamá me dice que eres una chica bastante dócil y tímida, pero yo veo aquí indicios de irracionalidad. ¿De acuerdo?
—¿Qué son indicios de irracionalidad? —preguntó Sissy, bastante racionalmente.
Por causas sólo de ella conocidas, Madame Zoé decidió no ampliar. Se llevó una vez más el pulgar de la muchacha al pecho, respirando con alivio mientras Sissy sudaba y tragaba saliva, incapaz de continuar con sus preguntas. La casa-remolque de la quiromántica no era ni ancha ni alta, pero oh, era rica en aromas aquel día.
—Tus pulgares son sorprendentemente ágiles, flexibles…
—Los ejercito mucho.
—Sí, bueno. El pulgar flexible indica extravagancia y extremismo. Las personas que lo poseen nunca son concienzudas y tenaces sino que logran sus objetivos en brillantes impulsos. Son indiferentes al dinero y siempre están dispuestas a correr riesgos. Tú, sin embargo, tienes un monte de Saturno bastante apreciable y, aquí, déjame ver tu línea de la vida. Mmmmm, sí, no está del todo mal. Una línea de la vida larga y marcada y un Monte de Saturno bien desarrollado (el Monte de Saturno es la pequeña almohadilla de carne que hay en la base del dedo medio). Suelen actuar como influencia moderadora del pulgar flexible. En tu caso, sin embargo, no estoy del todo segura.
«Supongo que el aspecto más importante de tus pulgares es el, ejem, tamaño desmedido. En fin, a qué se debe, cuál es el motivo…».
—No se sabe; no lo saben los médicos —dijo la señora Hankshaw desde el sofá, donde había estado escuchando.
—Cuestión de suerte, supongo —sonrió la chica.
—Sissy, maldita sea, eso es lo que quiere decir Madame Zoé cuando se refiere a lo «irracional».
Madame Zoé parecía ansiosa por seguir.
—Los pulgares grandes indican vigor de carácter y corresponden a personas que actúan con gran decisión y seguridad. Son caudillos naturales. ¿Has estudiado ciencia e historia en el colegio? Galileo, Descartes, Newton, Leibnitz, tenían pulgares muy grandes. Los de Voltaire eran enormes, pero, je je, no eran nada comparados con los tuyos.
—¿Y los de Caballo Loco?
—¿Caballo Loco? ¿Te refieres al indio? Nadie, que yo sepa, se ha molestado nunca en estudiar las zarpas de un salvaje.
«Pero, escucha lo que te digo: tienes cualidades para convertirte en una fuerza realmente poderosa en la sociedad (¡Dios mío, si fueses varón!), pero tienes también un exceso de esas cualidades que… en fin, francamente, podría resultar aterrador. Sobre todo con esa falange de la lógica tan primitiva. Podrías acabar convirtiéndote en un desastre viviente, en una avería humana de proporciones históricas».
¿Qué había dicho? Con cierto esfuerzo (pues parecían sostenerla a ella aunque fuese ella quien los sostenía), Madame Zoé dejó los pulgares de Sissy. Se limpió las palmas en el quimono: Eran rojas como el cartel. Llevaba años sin hacer una lectura tan profunda. Estaba bastante impresionada. La tostadora, por sus razones tostadoriles, seguía asentada con su espalda interminablemente inclinada, su flanco espejeando la peluca de Madame Zoé, ahora un poco torcida.
—El pulgar es un indicador tan exacto de la personalidad —se dirigía ahora a la señora Hankshaw— que los quiromantos hindúes basan en él toda su ciencia, y los chinos tienen un minucioso e intrincado sistema basado únicamente en los capilares de la primera falange. Por lo tanto, lo que le he dicho a su hija equivale a una lectura completa. Si quiere que analice las palmas independientemente, le costará tres dólares y medio más.
La confusión dominaba casi por completo a la señora Hankshaw. No estaba segura de si se había revelado demasiado poco o demasiado mucho. Parecían sus ojos un incendio en un club nocturno mexicano y aunque se creía obligada a sentirse ofendida, deseaba más información.
—¿Cuánto por una pregunta?
—Quiere decir ¿Una pregunta que haya de leerse en la palma?
—Sí.
—Bueno, si es sencilla, sólo un dólar.
—Marido —dijo la señora Hankshaw, sacando un billete de su bolso de piel de rata. (El incendio, que se inició en un jarrón de flores de papel, se extendió rápidamente a los trajes de las bailarinas).
—¿Cómo?
—Marido. ¿Encontrará marido?
(El director de orquesta seguía dirigiendo valerosamente «Allá en el Rancho Grande» pese a que estuviesen aplastando su chiguagua mascota en la estampida).
—Oh, oh, comprendo. —Madame Zoé cogió la mano de Sissy y le dirigió la habitual mirada extraño-lúgubre-distante; pero estaba ya demasiado afectada para poder fingir—. Veo hombres en tu vida, cariño —dijo con franqueza—. Veo también mujeres, muchísimas mujeres.
Alzó los ojos para encontrar los de Sissy, buscando una admisión de la «tendencia», pero no halló indicio alguno.
—Veo claramente un matrimonio. Un marido, no hay la menor duda, aunque a muchos años de distancia. —Y sintiéndose expansiva, añadió, ya sin recato—: Y también niños. Cinco, quizá seis. Pero el marido no es el padre. Heredarán tus características.
Dado que es imposible determinar estas dos últimas cosas por la configuración de las manos, Madame Zoé debió operar sin duda basándose en poderes psíquicos largo tiempo dormidos. Podría haber dicho más, pero la señora Hankshaw ya había oído suficiente.
Sacó la madre a la hija del remolque como si la sacase del Club El Lagarto en llamas.
(En el punto culminante del pavoroso incendio, una hilera de botellas de tequila sobrecalentadas empezaron a estallar entre las llamas).
La hembra Hankshaw de más edad tenía dificultades para hablar.
—Yo cogeré el autobús y seguiré hasta casa de Mabel, querida —dijo, dándole a Sissy un extraño abrazo—. Si quieres, puedes volver a casa en autoestop, pero prométeme, palabra de honor, que no entrarás en un coche con un hombre solo.
Luego, se quedó pensativa y por fin añadió:
—Y tampoco con una señora sola. Sólo matrimonios. ¿Lo prometes? Y no te preocupes en absoluto por las tonterías que dijo esa mujer. Ya hablaremos de eso cuando vuelva a casa.
Sissy no estaba preocupada en absoluto. Confundida, quizá, pero preocupada no. Percibía algo (importante) de un modo obscuro e indirecto. Aunque nada sabía de tales cosas por entonces, se sentía importante en el sentido en que son importantes las máquinas del tiempo. Ellas están muy lejos, en todos los sentidos, de la Casa Blanca, de Fort Knox y del Vaticano, pero los vientos que soplan a través de ellas llevan siempre una sonrisa loca.
Dentro del remolque-vivienda, bajo la palma roja donde una vez más sólo lidiaban por la supremacía olfativa incienso jazmín y coliflor, Madame Zoé acodada en la ventana, miraba su joven cliente hacer autoestop.
(La punta cónica abría ruta, atravesando la atmósfera como el bauprés de un buque, arrastrando tras sí la falange de la lógica ligeramente doblada, seguida de una falange de la voluntad de brillo aceptable y, tembloroso y redondeado al final de la procesión, el siempre voluptuoso Monte de Venus). De pronto, Madame Zoé recordó una frase sarcástica, un dicho, que llevaba años sin oír. Le provocó una áspera risa muy poco jubilosa; se mordió la pintura de labios y meneó la peluca. La frase aludía al primero o más preaxial de los dedos de la mano humana, aunque nada tenía que ver con la quiromancia. Decía así:
«Con sólo un pulgar, podrías regir el mundo».