LA LLEVARON una vez a un especialista. Una vez era todo lo que su familia podía permitirse.
El Dr. Dreyfus era un judío francés que se había establecido en Richmond tras los desagradables incidentes de los años cuarenta. En la puerta de su consultorio se proclamaba que era cirujano plástico y especialista en heridas de las manos. Sissy tenía unos cuantos coches de juguete de plástico: los utilizaba para plantear problemas teóricos de autoestop. A diferencia de muchos otros niños, cuidaba amorosamente sus juguetes. La idea de un cirujano plástico le parecía una total estupidez. La sugerencia de una herida la desconcertaba aún más.
—¿Duelen alguna vez? —preguntó el doctor Dreyfus.
—No —contestó Sissy—. Nunca duelen.
¿Cómo podía explicarle el leve hormigueo de energía que había empezado a percibir en ellos?
—¿Por qué te encojes entonces cuando aprieto? —preguntó el especialista.
—Por eso —dijo Sissy.
De nuevo la colegiala era incapaz de diferenciar la emoción verdadera, pero a lo largo de su vida se negaría a dar la mano a alguien por miedo a dañar aquellos dedos que habían de ser para el autoestop lo que fue la batuta de Toscanini en un plano de actividad más tradicional.
El Dr. Dreyfus midió los pulgares. Circunferencia. Longitud. Aunque la piel no carecía de brillo, ni mucho menos, les aplicó un colirio. Los golpeó con unos martillitos chiquitines, registró (sin asomo de preferencia estética) los diversos tintes y matices de su coloración, los ordeñó con jeringuillas, los pinchó con alfileres. Los colocó uno tras otro sobre las balanzas, cautelosamente, como si fuese el tesorero español y ellos perritos calientes musicales traídos de América por Cristóbal Colón para divertir a la Reina. Con voz sombría, comunicó que constituían el cuatro por ciento del peso total del organismo de la chica… o más o menos el doble que el cerebro.
Luego pasaron por los rayos X.
—La estructura ósea, el origen aparente y la inserción de musculatura y articulación guardan las proporciones adecuadas y son normales en todos los aspectos salvo el tamaño —anotó el doctor con un cabeceo. El pulgar espectral cabeceó también en negativo.
El señor y la señora Hankshaw fueron reclamados de la sala de espera, donde las fantasías del Saturday Evening Post habían nublado su preocupación paternal instintiva lo mismo que las ideas sentimentales de Norman Rockwell nublan la pureza de un lienzo en blanco.
—Están sanos —dijo el Dr. Dreyfus—. No podría hacer nada que no le costase a usted el salario de un año.
Se agradeció al doctor tal consideración con las finanzas de los Hankshaw. («Pero un judío es un judío», explicó el papá de Sissy a los compañeros de trabajo la primera vez que estuvo lo bastante sobrio para ir a trabajar. «Si hubiese creído que teníamos el dinero, habría intentado exprimirnos»). Padres e hija se levantaron para irse. El doctor Dreyfus siguió sentado. Su gruesa estilográfica negra permanecía sobre la mesa. Su diploma de la Sorbona seguía en la pared, y así sucesivamente. Cuando el gobierno francés le preguntó en 1939 cómo había que proyectar uniformes de paracaidistas para invisibilidad máxima, el pintor Pablo Picasso contestó: «Vístanlos de arlequines».
El médico hizo una pausa.
—No creo que esto signifique mucho para ustedes.
El señor Hankshaw miró al especialista y luego a su mujer, luego miró sus zapatones (en los que habían sido repuestos recientemente los cordones robados) y de nuevo al especialista. Rió, medio incómodo, medio irritado.
—Sí, claro que no, doctor.
—Da igual —dijo el doctor Dreyfus; y se levantó entonces—. La chica tiene, por supuesto, una anormalidad congénita. Lo siento pero no conozco la causa. El gigantismo en una extremidad suele deberse por lo general a un nemangioma cavernoso; es decir, un tumor venoso que arrastra cuantías excesivas de sangre hacia la extremidad afectada. Cuantos más nutrientes recibe una extremidad, mayor se hace, naturalmente, lo mismo que si pone usted gallinaza alrededor de un rosal, crecerá más que sin estiércol. ¿Comprende? Pero la chica no tiene ningún tumor. Además, la posibilidad de nemangioma en ambos pulgares es como de uno en billones. La chica, si he de serles franco, es una especie de rareza médica. Como el tamaño de los pulgares disminuye su capacidad y su destreza manual, sus actividades vitales y sus posibilidades profesionales se verán reducidas. Podría ser peor. Tráiganmela si alguna vez tiene dolores. Entretanto, habrá de aprender a vivir con ellos.
—Eso hará —aceptó el señor Hankshaw, que, desde que había sido «salvado» en el Field Billy Graham Rally de Moore, había empezado a mirar con amarga resignación los gnomescos dirigibles anclados en las manos de su hija—. Eso mismo. El Señor los hizo grandes por algún motivo. Dios jamás se cansa de probar a nuestra familia. Es una especie de castigo. No sé exactamente por qué, pero es un castigo, y la chica y nosotros tenemos que soportar ese castigo.
Y entonces, la señora Hankshaw empezó a gimotear.
—Oh doctor, si viniese aquí a verle algún muchacho, si apareciesen un joven por aquí alguna vez con, un joven con dedos feos, ya sabe, algo parecido, un caso similar, doctor, podría, por favor…
A lo que respondió el cirujano plástico:
—Recuerde, mi querida señora, las palabras del pintor Paul Gauguin: «Lo feo puede ser hermoso, lo bonito nunca». Aunque no creo que esto signifique mucho para ustedes.
Ante lo que proclamó el señor Hankshaw:
—Es una prueba. Ella tiene que soportar el castigo.
Y Sissy, como el Cristo del horroroso cuadro que colgaba sobre el televisor de su casa, resplandeció serenamente, como diciendo: «El castigo es su propia recompensa».