RICHMOND SUR era un barrio de nidos de ratón, cortinas de encaje, catálogos de Sears, epidemias de sarampión, bocadillos de pan globo… y hombres que sabían más del carburador que del clítoris.
No se compuso en Richmond Sur la canción «El amor es algo de lo más esplendoroso».
Ha habido latas de comida de perro más esplendorosas que Richmond Sur. Minas terrestres más tiernas.
Poblaba Richmond Sur una raza de flacos psicópatas de cara huesuda, capaces de venderte cualquier cosa que tuvieran, es decir, nada, y matarle por cualquier cosa que no entendieran, es decir casi todo.
Habían llegado, en Ford la mayoría, de Carolina del Norte, a trabajar en los almacenes de tabaco y en las fábricas de cigarrillos. En Richmond Sur, los nidos de ratones, cortinas de encaje, catálogos de Sears, incluso bocadillos de pan globo y epidemias de sarampión, tenían siempre un vago olor a tabaco curado. Nuestra cultura adquirió la palabra tabaco (sin el conocimiento ni el consentimiento de los habitantes de Richmond Sur) de una tribu de indios caribe, la misma que nos dio las palabras hamaca, canoa y barbacoa. Era una pacífica tribu cuyos miembros se pasaban el día tendidos en hamacas chupando tabaco o paseándose en canoa entre barbacoa y barbacoa, por lo que ofrecieron escasa resistencia cuando los promotores de tierras llegaron de Europa en el siglo XVI. La tribu desapareció rápidamente y sin dejar más huella que sus hamacas, sus barbacoas y sus canoas, y, por supuesto, su tabaco, cuyas doradas migajillas perfuman aún las nubes estivales y los hielos invernales de Richmond Sur.
En Richmond Sur, oliendo como olía a tabaco, vicio tabernario y escapes comidos por el óxido, la etiqueta social no solía ser cosa de básica importancia, pero algo en que los ciudadanos de Richmond Sur coincidían era en no considerar lógico, propio ni seguro que anduviese haciendo autoestop una muchachita.
Sissy Hankshaw recorría en autoestop cortas distancias, pero autoestopeaba persistentemente. Esta tarea resultaba excelente para sus pulgares, magnífica para su moral y magnífica también, teóricamente, para su alma… aunque esto fuera a mitad de los años cincuenta, fuese presidente Ike, estuviese de moda la franela gris, fuese popular la canasta y hubiese parecido presuntuoso hablar del «alma».
Los padres, los profesores, los vecinos, el cura de la familia, los hermanos mayores, el policía de turno, todos intentaron hacerla entrar en razones. Aquella niña alta, frágil y solitaria escuchaba cortés sus argumentos y advertencias, pero su pensamiento seguía una lógica propia: si los neumáticos estaban destinados a rodar y los asientos a llevar pasajeros, Sissy Hankshaw no deseaba en modo alguno desviar tan nobles objetos de su destino auténtico.
«Hay degenerados que andan por ahí en coche», le decían. «Tarde o temprano te cogerá un hombre que te quiera hacer cosas sucias».
La verdad es que a Sissy la cogían tales hombres una o dos veces por semana, y esto desde que había empezado a hacer autoestop, a los ocho o nueve años, Hay muchísimos más hombres de ese tipo de los que cree la gente. Suponiendo que muchos de ellos no se sintiesen atraídos por una chica con… con un defecto físico, hay muchísimos hombres así, realmente. Y Sissy sabía muy bien cuántos.
Ella tenía una regla: que siguieran conduciendo. Mientras mantuviesen el vehículo en marcha carretera adelante, los conductores podían hacer con ella lo que quisieran. Algunos se quejaban de que era el viejo truco del buñuelo rodante, que ni siquiera Houdini había logrado dominar, pero se arriesgaban a probarlo. Sissy fue causa de varios accidentes, explotó las bases mismas del ingenio masculino y preservó su virginidad hasta la noche de bodas (ya bien pasados los veinte). Un automovilista, un tipo bronceado y atlético, logró un fugaz lametón francés mientras mantenía su Triumph TR3 en dirección correcta con moderado tráfico. Pero normalmente, las limitaciones impuestas por la firme devoción de Sissy al movimiento vehicular eran superadas con mucha menos destreza.
Sissy ni solicitaba ni desalentaba; aceptaba las atenciones de los conductores con sosegada complacencia… e insistía en que siguieran conduciendo. Comía las hamburguesas de queso y los helados que le compraban mientras pescaban en sus bragas lo que suelen pescar los hombres en ese espacio primitivo. Iban sus preferencias personales por el balanceo suave y rítmico. Y por las transmisiones automáticas. (A ninguna chica le gusta que la moleste un individuo que continuamente ha de cambiar de marcha). El que la molestasen era, en cierto modo, gaje adicional del oficio, placer secundario que se arrastraba como un remolque tras el supremo gozo del autoestop. En el fondo tenía que admitir, además, que era un riesgo divertido.
Como el cerebro es tan proclive a la inflamación, había de cuando en cuando cabezas calientes que no querían o no podían respetar su regla. Con el tiempo, aprendió a reconocerles por sutiles indicios (labios apretados, ojos huidizos y una palidez que nace de sentarse en habitaciones afelpadas a leer la revista Playboy y la Biblia) y rechazaba sus ofertas de viaje.
Antes, sin embargo, Sissy se enfrentó a los presuntos violadores de otro modo. Cuando se veía presionada, colocaba los pulgares entre las piernas. Lo normal era que el individuo renunciase sin más, en vez de intentar apartarlos. Su simple visión allí, guardando la ciudadela, bastaba para enfriar pasiones o, al menos, para confundirles lo suficiente para que pudiera Sissy saltar del coche.
Sissy querida. Tus pulgares. HOLLYWOOD ESPECTACULAR. LAS VEGAS. EL ROSE BOWL. Superiores a los deseos de cualquier hombre.
(Digamos, por otra parte, que la mamá de Sissy jamás advirtió huellas olfativas de las aventuras de su hija. Quizá se debiese a que en Richmond Sur hasta la húmeda excitación de una jovencita adquiría rápidamente la fragancia del tabaco).