LO SORPRENDENTE de Sissy Hankshaw fue que al crecer no se convirtió en un desastre neurótico. Si se es muchachita de un suburbio de bajos ingresos en Richmond, Virginia, como lo era Sissy, los otros chicos se ríen de tus manos, y tus propios hermanos te llaman por el mote del barrio («Pulgarcita») y tu propio papá a veces hace chistes diciendo que eres «todo pulgares», o te endureces o te derrumbas. No te limitas a recubrir con piel de rinoceronte tu linda epidermis, pues eso neutralizaría tanto el placer como el dolor, y no permites que tu ser apeste dentro de una cascara; lo que haces es envolverte en la dureza de los sueños.
Es tu única preocupación. Cuando los demás muchachos juegan, tú te vas sola a un bosque cercano. No hay coches en los bosques, claro, pero no importa. Los hay en tus sueños.
Haces autoestop. Con timidez al principio, sin mover apenas el puño, inclinándolo casi imperceptiblemente en dirección a tu destino imaginario. Corre una ardilla por la rama de un árbol. Haces autoestop a la ardilla. Pasa volando un grajo. Le indicas que baje. No eres entonces la famosa Sissy, sino sólo una tímida niña sureña en el linde de un bosquecillo, observando cómo se mueve hacia delante tu pulgar, estudiando cómo se comportan los pulgares a distintas velocidades y ángulos de giro. Haces señas a abejas, serpientes, nubes, flores.
En la escuela, aprendes que es el pulgar lo que diferencia a los seres humanos de los primates inferiores. El pulgar es un triunfo de la evolución. Por sus pulgares puede el hombre utilizar herramientas. Por poder utilizar herramientas puede ampliar sus sentidos, controlar su medio y crecer en poder y perfección. ¡El pulgar es piedra angular de la civilización! Tú eres una niña ignorante. Crees que la civilización es algo bueno.
Por sus pulgares puede el hombre utilizar herramientas, etc., etc. Pero tú no puedes utilizar herramientas. No bien. Tus pulgares son demasiado inmensos. Los pulgares separan a los humanos de los demás primates. Tus pulgares te separan a ti de los demás humanos. Y empiezas a sentir una presencia alrededor de tus pulgares. Te preguntas si no habrá allí algo mágico.
La primera vez… Nunca lo olvidarás. Es una mañana gélida; llena la nieve fina las grietas del viento. No tienes ánimos para caminar las cinco manzanas que te separan de la escuela. Por encima del hombro ves (¡oh, apenas puedes hablar de ello ahora!) una ranchera Pontiac que se acerca a moderada velocidad. Cuánto sufrimiento te producen esas falsas arrancadas antes de que tu mano tome impulso. La vesícula amenaza con desbordarse. El giro de tu flaco brazo parece durar un minuto. Y aun así el coche pasa de largo. Pero no: ¡Luces de freno! El Pontiac patina levemente sobre la nieve. Corres, sudando realmente, hasta él. Atisbas el interior. Tu rostro, bajo el gorro con orejeras, es como un tomate. Pero el conductor hace señas para que entres…
A partir de entonces, no volverás a pie a la escuela. Ni siquiera con buen tiempo. Vas en autoestop al cine los sábados por la tarde (tu primer encuentro con vaqueras); vas en autoestop al centro de Richmond sólo por practicar. Te asombra la precisión natural, instintiva casi, con que tus pulgares surcan el aire. Te maravilla la gracia de los gordos apéndices. En tu treceavo verano, recorres en autoestop casi 150 kms.: hasta las playas de Virginia, para ver el océano.
Por alguna razón, buscas «pulgar» en el diccionario. Dice: «el dedo corto y grueso, primero o más preaxial de la mano humana, que se diferencia de los demás dedos por tener dos falanges y mayor libertad de movimiento».
Eso te gusta: Mayor libertad de movimiento.