ES UN PULGAR. El pulgar. Los pulgares, ambos. Son sus pulgares lo que recordamos; son sus pulgares lo que la diferencian.
Fueron sus pulgares los que la llevaron a la maquinaria de relojería, la apartaron de allí y la volvieron a llevar. Por supuesto, quizá sea injusto con ella, así como con el Rosa de Goma, por subrayar lo de la maquinaria… pero en este momento esos mecanismos están frescos e inmensos en el pensamiento del autor. La imagen de los artefactos ha seguido al autor a lo largo de estas primeras frases, tirando de él, eludiendo el rechazo. La imagen de las máquinas del tiempo tira actualmente de la manga del autor, muy como el espectro de Duncan Hiñes tira de los manteles de lino de ciertos restaurantes, los pocos en que él puede comer ya: demasiado tiempo sin tortilla de queso.
Aún así, como es bien sabido, los pulgares de nuestro personaje la llevaron a merodear otros lugares además de las máquinas y a conocer otras gentes además del Chink. Por ejemplo, la llevaron a la ciudad de Nueva York y, allí, al caballero Julián. Y Julián, que la miraba a menudo, que la miraba bien, que la miraba desde todo ángulo exterior e interior, desde donde el hombre puede mirar a la mujer, incluso Julián estaba impresionadísimo con aquellos pulgares.
¿Quién la veía desvestirse para ir a la cama y al baño? Julián. ¿Qué ojos recorrieron todos los contornos de su semblante delicado y su flexible cuerpo, yendo invariablemente a descansar a sus pulgares? Los de Julián. Fue Julián, refinado, comprensivo, ajeno a cual¬quier noción de deformidad quien, sin embargo, en último análisis, santuario de los ojos de su propia mente, hubo de considerar sus pulgares como una obstrucción a los trazos exquisitos de una figura por lo demás lozana y grácil: como si Leonardo hubiese dejado colgado un trozo de spaguetti de los labios de la Mona Lisa.