NO ES un corazón: ligero, pesado, bueno o roto; herido, duro, sangrante o transplantado; no es un corazón.
No es un cerebro. El cerebro, esos seiscientos gramos de masa color pollo tan estimada (por el propio cerebro), ese órgano viscoso al que se atribuyen tan intrincados y misteriosos poderes (es el autoidéntico cerebro quien atribuye), el cerebro es tan débil que, sin casco protector en que apoyarse, simplemente se desmorona por su propio peso. Así que no podía ser un cerebro.
No es tampoco una rótula ni un torso. No es tampoco una patilla ni la cuenca de un ojo. No es una lengua.
No es un ombligo. (El ombligo sirve, luego se retira, dejando sólo su huella dactilar donde estuvo: el ombligo, arruga y copa, espiral y cúpula, ceguera y guiño, calvo y penachudo, sudoroso y empolvado, besado y mordido, encerado y velloso, enjoyado e ignorado; reflejando tan gráficamente como los peces, semillas o fetiches la omnipotente fertilidad en que Natura enreda sus turbios pies, el ombligo mira hacia dentro como un ojo de cerradura insertado en el centro de nuestro ser, no hay duda, pero, oh ombligo, aunque saludemos tu maternidad inmóvil y los sueños que han quedado enredados en tus pelusas, sólo eres una cicatriz, después de todo; tú no eres).
No es una caja torácica. No es una espalda. No es uno de esos audaces orificios favorecidos con relleno, ni es ese terco miembro con el que todo orificio rellenable concebible en alguna parte en algún momento ha sido rellenado. No está rodeado por el pelo. ¡Por ver vergüenza!
No es un tobillo, pues los tobillos de ella, aunque huesudos, eran normales, por lo menos.
Ni es una nariz, una barbilla o una frente. Ni un bíceps, un tríceps o un aro de Henle.
Es otra cosa.