I
El doctor Rippleton Holabird y señora habían invitado a cenar solo a Joyce y Martin. Holabird estaba de lo más encantador. Admiró las perlas de Joyce y cuando estuvieron servidos los pichones se volvió a Martin con amistoso entusiasmo:
—Bueno ¿querrán Joyce y usted escuchar con atención lo que he de decirles? Están pasando cosas, Martin, y quiero que usted…, ¡no, es la ciencia la que lo quiere!, participe en ellas como le corresponde. No necesito decir, por otra parte, que se trata de algo absolutamente confidencial. El doctor Tubbs y su Liga de Agencias Culturales están empezando a conseguir maravillas, y el coronel Minnigen ha sido extraordinariamente generoso.
»Han utilizado en la Liga exactamente el mismo tipo de meticulosidad y de parsimonia en las que usted y el querido y buen Gottlieb han insistido siempre. Llevan ya cuatro años elaborando planes. Da la casualidad de que yo sé que el doctor Tubbs y el Consejo de la Liga han celebrado maravillosas reuniones con rectores de universidad y directores de periódicos y señoras destacadas de clubs y dirigentes sindicales (los serios y razonables, por supuesto) y expertos en eficiencia y los eclesiásticos y publicitarios más progresistas, y todas las demás figuras distinguidas de la opinión pública.
»Han elaborado así gráficos clasificando todos los intereses y ocupaciones intelectuales, con los métodos y materiales e instrumentos, y especialmente los objetivos… las finalidades, los ideales, los propósitos morales… que se corresponden con cada uno de ellos. ¡Una cosa verdaderamente admirable! En fin, un músico o un ingeniero, por ejemplo, podría mirar su gráfico correspondiente y decir con exactitud si está progresando con la suficiente rapidez, para su edad, y si no, dónde está su problema y el remedio. Con esta base, la Liga está en condiciones de ponerse a trabajar e impulsar a todos los que trabajan con el cerebro a afiliarse.
»Es indiscutible que el Instituto McGurk debe participar en esta coordinación, que considero uno de los mayores avances del pensamiento que ha conseguido hacer la humanidad. Vamos a lograr al fin que todas las actividades espirituales del país anteriormente caóticas se correspondan realmente con el ideal americano; ¡vamos a hacer que sean tan prácticas e insuperables como la fabricación de las cajas registradoras! Tengo ciertos motivos para suponer que puedo unir a Ross McGurk y a Minnigen, ahora que los intereses madereros de ambos no están ya enfrentados, y si lo consigo, probablemente deje el instituto y ayude a Tubbs a dirigir la Liga de Agencias Culturales. Entonces necesitaré un nuevo director de McGurk que trabajará con nosotros ayudando a sacar a la Ciencia del monasterio para ponerla al servicio de la Humanidad».
Por entonces Martin comprendía ya todo lo relacionado con la Liga salvo qué era lo que la Liga estaba intentando hacer.
Holabird continuó:
—Yo ya sé Martin, que siempre se ha burlado un poco del Espíritu Práctico, ¡pero tengo fe en usted! Creo que ha estado demasiado influido por Wickett, y ahora que él se ha ido y ha visto usted más de la vida y el mundo de Joyce y mío, creo que puedo convencerle para que adopte (¡sin que deje a un lado ni mucho menos el rigor en su trabajo de laboratorio, por supuesto!), un punto de vista más amplio.
«Estoy autorizado para nombrar un director ayudante, y creo que no me equivoco al decir que me sucedería como director titular. Sholtheis quiere el puesto y el doctor Smith y Yeo se lanzarían a por él también, pero ninguno de ellos me parece que sea del todo gente de Nuestro Tipo, y ¡se lo ofrezco a usted! Estoy convencido de que en un año o dos será el director del Instituto McGurk».
Holabird estaba engrandecido, era como alguien que otorgase el favor regio. La señora Holabird estaba seria, como alguien presente en una ocasión histórica y Joyce estaba extasiada antes el honor que se concedía a su Hombre.
—Bu-bueno, tengo que pensarlo. Es una cosa tan inesperada…
Holabird disfrutó tan desbocadamente durante el resto de la velada pintando una era en la que Tubbs y Martin y él regirían, coordinarían, reglamentarían y harían útil todo el mundo de la inteligencia, desde el diseño de pantalones a la poesía, que no llegó a ofenderle el silencio de Martin. Gorjeaba entusiasmado: «Háblelo con Joyce, y comuníqueme su decisión mañana. Por cierto, creo que nos libraremos de Pearl Robbins; aunque ha sido útil, ahora se considera indispensable. Pero eso es un pequeño detalle… ¡Oh, tengo fe en usted, Martin, mi querido muchacho! ¡Ha crecido y se ha tranquilizado y ha ampliado sus intereses tanto este último año!».
Ya en su coche, en aquella habitación encortinada móvil bajo la luz del techo de cristal, Joyce le miraba resplandeciente.
—¡Verdad que es absolutamente maravilloso, Mart! Y estoy convencida de que Rippleton puede conseguirlo. Imagínate de director, de jefe de todo ese gran instituto, ¡cuando solo hace unos cuantos años no eras más que un principiante allí! Pero ¿no he ayudado quizás yo, solo un poco?
Martin sintió de pronto que le resultaba odioso el terciopelo azul y oro del coche, la caja dorada de cigarrillos habilidosamente oculta, toda aquella prisión blanda y suave. Deseó estar fuera de allí, enfrentándose al invierno al lado del chófer invisible (¡Su Propia Clase!). Intentó dar la impresión de que estaba meditando, con una actitud valoradora y sobrecogida, pero solo estaba siendo cobarde, resistiéndose a iniciar la matanza. Lentamente:
—¿Te gustaría de verdad verme de director? —dijo.
—¡Por supuesto! Todo eso… Oh, ya sabes; no significa solo la prominencia y el respeto, sino el poder para conseguir cosas buenas.
—¿Te gustaría verme dictando cartas, concediendo entrevistas, comprando linóleo, comiendo con idiotas distinguidos, aconsejando a otros de cuyo trabajo no sé una palabra?
—¡Oh, no te ensoberbezcas así! Alguien tiene que hacer esas cosas. Y eso es solo una pequeña parte del asunto. ¡Piensa en la oportunidad de estimular a alguien más joven que quiera tener una oportunidad de hacer cosas espléndidas en ciencia!
—¿Y renunciar a mi propia oportunidad?
—¿Por qué necesitas hacerlo? Serás el jefe de tu propio departamento igual que ahora. E incluso si lo dejases… ¡Qué terco eres! Es todo falta de imaginación. Crees que porque has empezado en una pequeña rama de las actividades mentales, no hay nada más en este mundo. ¡Es igual que cuando te convencí de que porque salieras de tu apestoso laboratorio una vez por semana o así, y pusieras realmente a prueba tu poderosa inteligencia jugando al golf, no iba a detenerse inmediatamente el mundo de la ciencia! ¡No tienes ninguna imaginación! ¡Eres exactamente igual que esos hombres de negocios a los que estás constantemente maldiciendo porque no existe para ellos nada en este mundo fuera de sus fábricas de jabón o de sus bancos!
—Y tú aceptarías realmente que dejase mi trabajo…
Vio que ella, pese a toda su decidida complacencia nunca había entendido qué era lo que él buscaba, no había comprendido una palabra sobre el efecto asesino que había tenido en Gottlieb su trabajo como director.
Se quedó callado de nuevo y antes de que llegasen a casa ella solo dijo:
—Sabes que soy la última persona capaz de hablar de dinero, pero la verdad es que tú que tan a menudo sacas a colación lo de que te revienta depender de mí, deberías tener en cuenta que como director ganarías mucho más que… ¡Perdóname!
Huyó y entró antes que él en su palacio, en el ascensor automático.
Él subió lentamente las escaleras, murmurando: «Sí, es la primera oportunidad que he tenido de contribuir realmente a los gastos de aquí. ¡Desde luego! ¡Quieres coger su dinero pero no hacer nada a cambio y luego llamarle “devoción a la ciencia”! Bueno, tengo que decidir de una vez…».
No pasó por el torbellino de decidir; saltó a la decisión sin él. Se dirigió al dormitorio de Joyce, y al entrar le irritó la pretenciosidad de sus colores discretos. La triste impresión que le causó verla sentada allí, cavilosa, en el borde de su diván, le hizo contenerse, pero dijo:
—No voy a aceptarlo, aunque tuviese que dejar el instituto… y Holabird me obligará a irme. No me dejaré enterrar en esa impostura pomposa de dar órdenes y…
—¡Mart! ¡Escucha! ¿No quieres que tu hijo esté orgulloso de ti?
—Hum. Bueno… No, no iba a estar orgulloso de mí por ser un petimetre, un charlatán de feria…
—No seas vulgar, por favor.
—¿Por qué no? En realidad últimamente no he sido lo suficientemente vulgar. Lo que debería hacer es irme a El Descanso de los Pájaros inmediatamente y ponerme a trabajar con Terry.
—Ojalá tuviese algún medio de mostrarte… ¡Oh, sabes que tienes los puntos ciegos más increíbles para ser un «científico»! Ojalá pudiese hacerte ver lo débil y fútil que es todo eso. ¡La naturaleza! ¡La vida sencilla! La vieja discusión. No es más que esa actitud absurda y cobarde de unos pretenciosos cansados que se refugian en alguna colonia esotérica y creen que están acumulando fuerza para enfrentarse a la vida, cuando lo único que hacen es huir de ella.
—No. Terry tiene su casa en el campo solo porque no puede vivir más barato aquí. Si pudiéramos… si él pudiera permitírselo, probablemente estaría aquí, en la ciudad, con garçons y todo lo demás, como en McGurk, pero sin ningún director Holabird, por supuesto… ¡y ningún director Arrowsmith!
—¡Solo con un director Terry Wickett malhablado, maleducado y profundamente egoísta!
—Bueno, vaya por Dios, me dejas que siga…
—¿Necesitas dar énfasis a tus argumentos añadiendo un «por Dios» en cada frase, Martin, o tienes unas cuantas expresiones más en ese vocabulario tuyo tan científico?
—Bueno, tengo vocabulario suficiente para expresar la idea que estoy considerando de irme con Terry.
—Mira una cosa, Mart. Te sientes muy virtuoso con lo de querer irte y vestir una camisa de franela y ser especial y muy, muy puro. Imagínate que todo el mundo pensara de ese modo. Imagínate que todos los padres abandonaran a sus hijos siempre que su pequeña alma bonita les doliese. ¿En qué se convertiría el mundo? Imagínate que fuésemos pobres y tú me abandonases y tuviese que mantener a John trabajando de lavandera…
—¡Probablemente sería bueno para ti pero terrible para la colada! ¡No! Te pido perdón. Eso era una respuesta obvia. Pero… supongo que es precisamente ese argumento el que ha impedido a casi todo el mundo, todos estos siglos, ser otra cosa que una máquina de digestión y propagación y obediencia. La respuesta es que hay muy pocos siempre, sean cuales sean las condiciones, que estén dispuestos a abandonar una cama blanda por una litera en una cabaña con el fin de ser puros, como tú has dicho muy adecuadamente, y esos de nosotros que son pioneros… ¡Oh, este debate podría seguir eternamente! Podríamos demostrar que yo soy un héroe o un idiota o un desertor o cualquier cosa que quieras, ¡pero el hecho es que he visto de pronto que debo irme! Quiero mi libertad para trabajar, y en este preciso momento voy a dejar de quejarme del asunto y a tomarla. Has sido generosa conmigo. Te lo agradezco. Pero nunca has sido mía. Adiós.
—Querido, querido… hablaremos de este asunto por la mañana, cuando no estés tan excitado… ¡Y hace una hora estaba tan orgullosa de ti!
—Está bien. Buenas noches.
Pero antes de la mañana, cogiendo dos maletas y una bolsa con sus ropas menos refinadas, dejando para ella una tierna nota que fue la cosa más difícil que había escrito en su vida, besando a su hijo y murmurando: «Ven a mí cuando crezcas, amigo», se fue a un hotel barato. Cuando se echó en aquella cama de hierro rechinante, se lamentó por su amor. Antes del mediodía había ido al instituto, había dimitido, había recogido algunos de sus aparatos propios y notas y libros y materiales, se había negado a contestar a una llamada telefónica de Joyce y había cogido un tren para Vermont.
Encogido en el asiento de felpa roja del vagón de segunda (él que últimamente había viajado en sedosos automóviles privados), sonreía satisfecho ante la perspectiva de no tener que soportar más cenas sociales.
Subió hasta El Descanso de los Pájaros en un trineo de carga. Terry estaba partiendo leña, en un revoltijo de nieve salpicada de virutas.
—Hola, Terry. Vengo a quedarme.
—Está bien, Slim. Oye, hay un montón de platos en la cabaña que hay que fregar.
II
Martin se había ablandado. Vestirse en la fría cabaña y lavarse con agua helada era un calvario; caminar durante tres horas a través de la nieve blanda le agotaba. Pero el gozo de que se le permitiera trabajar veinticuatro horas al día sin abandonar un experimento en su momento más sustancioso para arrastrarse hasta casa a cenar, de enzarzarse con Terry en discusiones tan crípticas como la teología y tan enfurecidas como la indignación de un borracho, le arrastraban y le hacían sentirse cada vez más fuerte. Meditaba a menudo sobre la posibilidad de ceder ante Joyce hasta el punto de permitirle construir un laboratorio mejor para ellos, y una vivienda más civilizada.
Pero con solo un criado, o dos como máximo, y solo un cuarto de baño decente y sencillo…
Ella había escrito: «Te has portado muy groseramente y cualquier intento de reconciliación, si es que fuese posible ya, que más bien lo dudo, debe venir de ti».
Él contestó, describiendo los resonantes bosques invernales y sin mencionar la palabra mediadora Reconciliación.
III
Martin y Terry querían profundizar en el estudio del mecanismo exacto de la acción de sus derivados de la quinina. Esto resultaba difícil con los ratones que había conseguido poder utilizar Terry en vez de monos, a causa de su tamaño. Martin había llevado consigo cepas de Bacillus lepisepticus, que causa la pleuroneumonía en conejos, y la primera tarea que emprendieron fue investigar si su compuesto original era efectivo contra este bacilo, así como contra el neumococo. Descubrieron profanamente que no lo era; y emprendieron profana y pacientemente una búsqueda de infinita complejidad de un compuesto que lo fuese.
Se ganaban la vida preparando sueros que vendían bastante a regañadientes a médicos de cuya honestidad estaban seguros, negándose en redondo a tratar con los vendedores de medicamentos populares. Recibían así sumas sorprendentemente grandes y entre toda la gente lista se pensaba que eran de una astucia demasiado esquiva para ser sinceros.
A Martin le preocupaba tanto lo que consideraba su traición a Cliff Clawson como su abandono de Joyce y John, pero esta preocupación solo la tenía cuando no podía dormir. Habitualmente, a las tres de la mañana, llevaba a Joyce y al sincero Cliff a El Descanso de los Pájaros; y lo habitual era que a las seis, cuando estaba friendo el beicon, los olvidara.
Terry el bárbaro, una vez libre de las risas disimuladas y la persecución del éxito de Holabird, era un compañero de acampada fácil. Le daba igual la litera de abajo que la de arriba, y hasta que Martin estuvo endurecido para soportar el frío y la fatiga, asumió más de lo que le tocaba cortando leña y haciendo acopio de suministros, y hacía la colada de ambos muy melodiosa y hábilmente.
Tenía el talento suficiente para darse cuenta de que ellos dos solos, allí encerrados juntos una estación tras otra, se pelearían. Planeó con Martin que la estructura del laboratorio debería ampliarse para incluir ocho (¡pero nunca más!) investigadores inconformistas y no domesticados como ellos, que deberían colaborar en los gastos del campamento fabricando suero, pero haciendo por lo demás trabajo propio independiente… ya fuese la estructura del átomo o incluso una refutación de los resultados obtenidos por los doctores Wickett y Arrowsmith. Dos rebeldes, un químico que no estaba atrapado en ninguna empresa farmacéutica y un profesor universitario, se incorporarían el otoño siguiente.
—Es algo así como una vuelta a los monasterios —masculló Terry— salvo que nosotros no intentamos resolver nada para nadie más que para nuestros egos estúpidos. ¡No hay que preocuparse! Cuando este lugar se convierta en un santuario y empiecen a arrastrarse hasta aquí un montón de chiflados, tú y yo nos largaremos, Slim. Nos internaremos más en los bosques, o si nos sentimos demasiado viejos para eso, probaremos a enseñar en una universidad o con Dawson Hunziker o incluso con el reverendo Dr. Holabird.
El trabajo de Martin empezó por primera vez a ir por delante del de Terry.
Sus matemáticas y su fisicoquímica eran ya tan sólidas como las suyas, su indiferencia a la publicidad y a los colgajos floridos igual de grande, su laboriosidad igual de fanática, su ingenio para idear nuevos aparatos comparable como mínimo y su imaginación mucho más ágil. Tenía menos facilidad pero más pasión. Lanzaba hipótesis como chispas. Empezaba a hacerse cargo, incrédulamente, de su libertad. Aún determinaría la naturaleza esencial del fago; y a medida que se hacía más fuerte y más seguro (y sin duda menos humano) veía ante él innumerables investigaciones en quimioterapia e inmunidad; suficientes aventuras para mantenerle ocupado durante décadas.
Le parecía que aquella era la primera primavera que había visto y saboreado en toda su vida. Aprendió a bucear en el lago, aunque la primera zambullida era un calvario de frío feroz. Pescaban antes del desayuno, cenaban en una mesa bajo los robles, podían caminar treinta y tantos kilómetros sin detenerse, tenían por atentos vecinos arrendajos azules y ardillas; y cuando habían estado trabajando toda la noche, salían a contemplar cómo asomaba serena la aurora al otro lado del lago dormido.
Martin se sentía empapado de sol y profundo de pecho y tarareaba sin parar.
Y un día divisó, por debajo de sus gafas nuevas de montura de cuerno ya casi de mediana edad, un gigantesco automóvil que subía arrastrándose por la carretera del bosque. Del automóvil, alegre y competente en ropa de tweed, se bajó Joyce.
Él sintió deseos de huir por la puerta de atrás de la cabaña del laboratorio. Pero fue a recibirla a regañadientes.
—¡Es un sitio muy agradable, de veras! —dijo ella y le besó amistosamente—. Bajemos a pasear a la orilla del lago.
En un lugar tranquilo y silencioso de olas y ramas de abedul, se sintió impulsado a echarle el brazo por los hombros.
—¡Cuánto te he echado de menos, querido! —exclamó ella—. Estás equivocado en muchas cosas, pero en esto tienes toda la razón… debes trabajar y no dejar que te moleste un montón de gente estúpida. ¿Te gustan mis pantalones de tweed? ¿Verdad que van bien con el paisaje? ¡He venido a quedarme, sabes! Construiré una casa cerca de aquí; puede que justo al otro lado del lago. Sí. Ese será un sitio estupendo, allí en aquella especie de pequeña meseta, si puedo conseguir el terreno… probablemente sea propiedad de algún horrible y viejo campesino tacaño. ¿Te lo imaginas? Una casa baja y amplia, con numerosas galerías y toldos rojos…
—¿Y muchos visitantes?
—Imagino que sí. A veces. ¿Por qué?
—Joyce —dijo él desesperadamente—, yo te amo. Deseo muchísimo, en este momento, besarte como se debe hacer. Pero no permitiré que traigas a un montón de gente… y probablemente habría alguna asquerosa lancha motora armando escándalo. Nuestro laboratorio se convertiría en un chiste. Sería un albergue de carretera. La nueva sensación. ¡Bueno, Terry se volvería loco! ¡Tú eres encantadora! Pero quieres un compañero de juegos y yo quiero trabajar. Lo siento, pero no puedes instalarte aquí. No.
—¿Y nuestro hijo va a quedarse sin tu cuidado?
—Él… ¿podría cuidar de él si muriese?… ¡él es un buen chico, también! ¡Ojalá no quiera ser un Hombre Rico!… tal vez dentro de diez años se venga aquí conmigo.
—¿Para vivir así?
—Claro… a menos que yo haya ido a la quiebra. Entonces no vivirá tan bien. ¡Ahora tenemos carne prácticamente todos los días!
—Ya veo. Y supongo que tu Terry Wickett debería casarse con alguna camarera o alguna palurda medio tonta… ¡por lo que me has contado, debe de soñar con un tipo de chicas así!
—Bueno, o él y yo le pegaríamos, juntos, o sería la única cosa que podría desligarme.
—¿No estás quizás un poco loco, Martin?
—¡Oh, sí, del todo! ¡Y cómo disfruto de ello! Aunque tú… ¡Mira una cosa, Joy! ¡Nosotros estamos locos pero no estamos chiflados! Ayer vino aquí un «curador esotérico» porque creía que esta era una colonia libre, y Terry le hizo andar treinta y tantos kilómetros y luego creo que le tiró al lago. No. Jolines. Déjame pensar —se rascó la barbilla—. No creo que estemos locos. Somos granjeros.
—Martin, es demasiado infinitamente divertido descubrir que estás convirtiéndote en un fanático e intentando evitar todo el tiempo ser un fanático. Has abandonado el sentido común. Yo soy el sentido común. ¡Creo en bañarse! ¡Adiós!
—Oye, escucha una cosa. Jolines…
Ella se fue, razonable y triunfante.
Cuando el chófer maniobraba entre los tocones del claro, Joyce volvió la vista hacia allí un momento desde el coche y se miraron uno a otro, a través de las lágrimas. Nunca habían sido tan francos, ni se habían sentido tan destrozados como en aquella única mirada sin coraza que evocaba cada broma, cada ternura, cada crepúsculo que habían conocido juntos. Pero el coche continuó rodando sin detenerse y él recordó que estaba haciendo un experimento…
IV
Cierta noche de mayo, el miembro del Congreso Almus Pickerbaugh estaba cenando con el presidente de los Estados Unidos.
—Cuando termine la campaña, doctor —dijo el presidente—, espero verle a usted como miembro del gabinete… ¡el primer ministro de Sanidad y Eugenesia del país!
Esa noche, el doctor Rippleton Holabird se dirigía a un grupo de célebres pensadores convocados por la Liga de Agencias Culturales. Entre los Hombres de Alegría Medida del estrado estaban el doctor Aarón Sholtheis, nuevo director del Instituto McGurk, y el doctor Angus Duer, jefe de la Clínica Duer y profesor de Cirugía en la Facultad de Medicina de Fort Dearborn.
El trascendental discurso del doctor Holabird estaba siendo transmitido por radio a un millón de amantes de la ciencia que escuchaba fervorosamente.
Esa noche, Bert Tozer de Wheatsylvania, Dakota del Norte, asistía a una reunión de oración de mitad de semana. Su nuevo sedán Buick le esperaba fuera, y escuchaba con satisfacción modesta decir al ministro:
—Los justos, los Hijos de la Luz, recibirán una gran recompensa y sus pies caminarán por un sendero de alegría, dice el Señor de los Ejércitos; pero los que se burlan, los Hijos de Belial, serán muy pronto pasados a cuchillo y arrojados a las tinieblas y a la perdición, y los populosos emporios serán olvidados.
Esa noche, Max Gottlieb estaba sentado solo e inmóvil, en un cuartito oscuro encima de una ruidosa calle urbana. Solo sus ojos estaban vivos.
Esa noche, la cálida brisa languidecía a lo largo de la cresta de la colina de balanceantes palmeras donde las cenizas de Gustaf Sondelius estaban perdidas entre la escoria, y donde una depresión en un jardín señalaba la tumba de Leora.
Esa noche, después de una cena excepcionalmente alegre con Latham Ireland, Joyce admitió: «Sí, me divorciaré de él, debo casarme contigo. ¡Lo sé! ¡Él nunca llegara a ver lo egoísta que es pensar que es el único hombre de este mundo que siempre tiene razón!».
Esa noche, Martin Arrowsmith y Terry Wickett se balanceaban en una tosca barca, una barca extraordinariamente incómoda, en el agua del lago, lejos de la orilla.
—Tengo la sensación de que estuviésemos empezando en realidad a trabajar ahora —decía Martin—. Este nuevo asunto de la quinina puede resultar muy bueno. Si seguimos con él dos o tres años es posible que consigamos algo definitivo… ¡aunque probablemente no lo consigamos!