I
Al marcharse Terry Wickett, Martin volvió al fago. Efectuó un falso comienzo e hizo el peor trabajo de su vida. Había perdido su fiera serenidad. Le afectaba demasiado la dura experiencia de una vida social profesional, y nunca podía llegar a entender del todo aquel fenómeno esotérico de la cena social, de la penosa tarea de entretener a gente que ni le agrada a uno ni le parece interesante.
Mientras había contado con un refugio, el de poder hablar con Terry, no le habían irritado en exceso las nulidades bien vestidas, y durante un tiempo había disfrutado con el juego teatral de conseguir que la Gente Bien le aceptara. Ahora la razón le asediaba.
Cliff Clawson le mostró hasta qué punto se había enredado su vida.
Martin, cuando había llegado por primera vez a Nueva York, había buscado a Cliff, cuya bulliciosa animación había sido su consuelo entre los Angus Duers y los Irving Watters de la Facultad de Medicina. No hubo manera de encontrarle, ni en la agencia de automóviles para la que había trabajado en tiempos ni en ningún otro lugar de Automobile Row[20]. Martin llevaba catorce años sin verle.
Luego le llevaron a su laboratorio de McGurk una tarjeta negra y roja:
CLIFFORD CLAWS
(Cliff)
INVERSIONES PETROLERAS
GARANTIZADAS DE PRIMERA
Higham Block
Butte
—¡Cliff! ¡El bueno de Cliff! ¡El mejor amigo que haya tenido nunca un hombre! ¡Aquella vez que me prestó dinero para ir a ver a Leora! ¡El bueno de Cliff! ¡Jolines, necesito a alguien como él, estando como estoy sin Terry y rodeado de tanta gente fina! —dijo Martin entusiasmado.
Salió a toda prisa de su despacho pero se detuvo bruscamente al ver a un hombre que estaba diciéndole, bastante alto, a la chica de recepción:
—¡Caramba, hermanita, vosotros los pájaros científicos sí que os lo montáis bien! Nunca me he tropezado con una cosa tan rumbosa como esto que tenéis aquí, salvo en las malditas oficinas de las empresas inversoras… y no había visto nunca en ningún sitio una muñequita tan linda como tú. ¿Qué te parece si salimos a cenar una de estas bonitas noches? Espero hablar contigo bastante a menudo ahora… soy un gran amigo del doctor Arrowsmith. De hecho, también yo soy médico… en serio… un auténtico sierrahuesos… fui a la Facultad de Medicina y todo. ¡Ah! ¡Aquí está el muchacho!
Martin no había previsto los cambios de catorce años. Estaba impresionado.
Cliff Clawson, a los cuarenta, estaba gordo. Tenía la cara sudorosa y fofa, la carne pálida; la voz era áspera; vestía una chaqueta deportiva a cuadros con cinturilla atrás, tensa en los hombros hinchados y en las voluminosas caderas.
Gritó, mientras aporreaba la espalda de Martin:
—¡Bien, bien, bien, bien, bien, bien! ¡El amigo Mart! ¡Ay, maldito desgraciado, sinvergüenza! ¡Ay, maldito desgraciado, sinvergüenza! ¡Ay, condenado ladrón de gallinas! ¡Te aseguro pedazo de alfeñique, que no estás ni un día más viejo que cuando te vi por última vez en Zenith!
Martin se daba cuenta de la burlona mirada de reojo de la, en tiempos, humilde recepcionista.
—Bueno, demonios, vaya, qué alegría volver a verte —y se apresuró a conducir a Cliff a la intimidad de su despacho.
—Tienes muy buen aspecto —mintió, cuando estuvieron en un lugar seguro—. ¿Qué ha sido de tu vida? Leora y yo hicimos todo lo posible por localizarte, cuando vinimos a Nueva York. Bueno… ¿estás enterado de, de lo de ella?
—Si, leí lo de su fallecimiento. Qué mala suerte. Y lo de tu magnífico trabajo en las Antillas… ¿en qué sitio fue? Supongo que ahora eres un gran hombre… famoso perseguidor de la peste y todo ese asunto, y un científico de fama mundial. No creo que te acuerdes ya de los viejos amigos.
—¡Oh, no seas tonto! Es… es… es estupendo volver a verte.
—Bueno, me alegro de saber que no has contraído la capitus enlargatus, Mart. Jolines, me dije, si entro allí, me dije, y el amigo Mart me mira por encima del hombro, le diré a la cara las cosas como son, para que se entere, después de todos los cumplidos que le están dedicando las damas de la alta sociedad. Me alegro de que sigas teniendo la cabeza en su sitio. Pensé en escribirte desde Butte… estuve allí vendiendo unas acciones petroleras que no valían nada y tuve que salir pitando para ahorrarles a los inspectores el problema de examinar mis libros. «Bueno», pensé, «me sentaré y le escribiré a ese bribón condenado y le haré sentirse bien explicándole cuánto me alegra que haya hecho ese trabajo tan estupendo». Pero ya sabes cómo son las cosas… el tiempo vuela sin que te des cuenta… ¡Pero bueno, esto es excellentus! Tendremos la oportunidad de vernos mucho ahora. Estoy metido en un asunto de inversión con un tipo aquí, en Nueva York. ¡Un asunto de mucho dinero, amigo mío! Te sacaré y te enseñaré a pedir una buena comida uno de estos días. Bueno, cuéntame lo que has estado haciendo desde que volviste de las Antillas. Supongo que trazando planes para conseguir llegar a ser el jefe o el presidente o como le llamen al asunto en este famoso instituto.
—No… yo, ejem, bueno, no tendría ningún interés en ser director. Prefiero trabajar en mi laboratorio. Yo… Tal vez te gustaría que te hablase de mi trabajo con el fago.
Alegrándose al descubrir algo de lo que podía hablar, Martin trazó un esbozo de sus experimentos.
Cliff se dio una palmada en la frente con una mano gorda y gritó:
—¡Espera! Verás, tengo una idea… y tú entras perfectamente en ella. Tal como yo veo las cosas, el querido y buen Público General está empezando a oír hablar de ese bac… ¿cómo se llama?… bacteriófago, ¿no? ¡Escucha lo que te digo! ¿Te acuerdas de aquel viejo sinvergüenza de Benoni Carr, que yo presenté como un gran farmacólogo en aquel banquete de la facultad? Pues resulta que anoche cené con él. Está dirigiendo un sanatorio en Long Island… una buena idea, también… es prácticamente un contrabandista de licor; recibe a un montón de gente que gasta dinero a lo grande allí y les da todo el material que quieren, ¡con receta, absolutamente legal y seguro! ¡Menudas fiestas montan allí, con señoras y todo! ¡Créeme, el tío Cliff está muy enfermito con toda clase de males y va al Sanatorio Carr a curarse de todos ellos! Pero verás, mira lo que te digo: suponte que él o alguien, el que sea, se monta un nuevo tipo de curación… llamémosle fagoterapia… bueno, ¡le corresponde al tío Cliff inventar los nombres que atraparán los dólares generosos! Los pacientes se sientan en un cuartito con vapor y toman pastillas hechas con fago, ¡con solo un poquito de estricnina añadido para animar los corazones! ¡Menuda innovación! ¡Hay millones ahí! ¿Qué te parece?
Martin se sentía casi impotente.
—No, lo siento, pero es que yo estoy en contra de eso.
—¿Por qué?
—Bueno, yo… Sinceramente, Cliff, si no entiendes, no sé cómo puedo explicarte cuál es la actitud científica. Quiero decir… así es como Gottlieb solía llamarle… actitud científica. Y como yo soy un científico… al menos tengo la esperanza de serlo… no podría… Bueno, colaborar con algo así…
—Pero, pobre piojo, ¿acaso piensas que yo no entiendo lo que es la actitud científica? ¡Jolines, también yo he estado en una sala de disección! ¡Vamos, cangrejo miserable, por supuesto que no había esperado que tú relacionases tu nombre con una cosa así! Tú te mantendrías en segundo plano y nos pasarías toda la droga, y conseguirías un montón de publicidad para el fago en general de manera que la Buena Gente picaría más fácil, y nosotros haríamos todo el trabajo duro.
—Pero… espero que estés hablando en broma, Cliff. Si no estuvieses hablando en broma, te diría que si alguien intentase montar una cosa así, ¡le denunciaría y conseguiría que le metiesen en la cárcel, fuese quien fuese!
—Bueno, jolines, vale, no te pongas así…
Cliff le miraba por encima de las gordas almohadillas de debajo de los ojos. Parecía dubitativo:
—Supongo que tienes derecho a impedir que otros tipos te birlen un material que es tuyo. Vale, está bien, Mart. Cada uno es cada uno. Pero te diré una cosa que podrías hacer, sin embargo, si no hiere también tu tierna conciencia: podrías invitar al bueno de Cliff a tu casa a cenar, para que conociera a la nueva mujercita sobre la que he leído en los ecos de sociedad de las revistas. ¡No sé si te acuerdas ya, viejo pirata, que hubo tiempos en que te alegrabas mucho de que el pobre y gordo y viejo Cliff te proporcionase algo de comer y un sitio para dormir!
—Oh, sí, claro. ¡Por supuesto! Nadie ha sido nunca más decente que tú conmigo; nadie. Mira. ¿Dónde vives? Le preguntaré a mi mujer qué compromisos tenemos y te telefoneo mañana por la mañana.
—Así que dejas que la señora se ocupe del programa de trabajo por ti, ¿eh? Bueno, yo nunca me meto en los asuntos de nadie. Estoy en el Hotel Berrington, habitación 617… recuerda eso, 617… y mira a ver si puedes telefonearme mañana antes de las diez. Oye, menudo bombón ese que tenéis ahí a la puerta. ¿Qué te parece? ¿Qué posibilidades tiene el tío Cliff de sacarla a comer y de ligar con ella?
Martin, tan mojigato como el científico más viejo y más serio del instituto, alegó rápidamente: «Oh, es de muy buena familia. No creo que debas intentarlo. De veras, preferiría que no lo hicieras».
La mirada que le lanzó Cliff era penetrante, pese a toda su gordura.
Con una cordialidad excesiva, con un aplauso excesivo cuando Cliff comentó: «Será mejor que vuelvas a trabajar y pongas un poco de sal en el rabo a unas cuantas bacterias», Martin le guio hasta la sala de recepción, pasando sin problema delante de la recepcionista, y hasta el ascensor.
Luego estuvo sentado en su oficina largo rato absolutamente descorazonado.
Se había imaginado durante años a Cliff Clawson como otro Terry Wickett. Veía que Cliff era tan diferente de Terry como de Rippleton Holabird. Terry era hosco, era agrio, era coloquial, despreciaba muchas cosas estupendas y simpáticas, ofendía a mucha gente estupenda y simpática, pero esas asperezas constituían el cilicio con el que defendía su consagración a una tarea tan sagrada como jamás había conocido ningún monje encapuchado. Pero Cliff…
—¡Haría un servicio al mundo matando a ese hombre! —se decía Martin, preocupado—. ¡Fagoterapia en un sanatorio falso! Le soporto solo porque soy demasiado cobarde para arriesgarme a que vaya diciendo por ahí que «ahora que he triunfado, les doy la espalda a los viejos amigos». (¡Triunfar! ¡Menuda chapuza de trabajo! ¡Cenas! ¡Hablar con mujeres estúpidas! ¡Enfadarse porque no te han invitado a la cena del embajador portugués!). No. Llamaré por teléfono a Cliff y le diré que no podemos invitarle a casa.
Luego recordó la lealtad de Cliff en los viejos tiempos difíciles, y con qué alegría había compartido con él todas sus patéticas ganancias.
—En fin, ¿por qué debería entender él lo que siento por el fago? ¿Acaso su plan es peor que el de muchas empresas farmacéuticas respetables? ¿Hasta qué punto me ofendí yo de una forma hipócrita, y hasta qué punto me ofendí porque no reconoció la elevada posición social del rico doctor Arrowsmith?
Dejó a un lado el asunto, volvió a casa, explicó casi francamente a Joyce qué opinión era probable que se formase sobre Cliff, y propuso que se le invitase a cenar solo con ellos dos.
—Mi querido Mart —dijo Joyce—, ¿por qué me insultas insinuando que soy tan pretenciosa que me ofendería por su jerga grosera y por una ética mercantil muy parecida a la del abuelo de mi querido Roger? ¿Piensas que nunca he salido de los salones? ¡Creía que tú me habías visto fuera de ellos! Es probable que me caiga muy bien ese Clawson tuyo, en realidad.
Al día siguiente de que Martin le hubiese invitado a cenar, Cliff telefoneó a Joyce:
—¿La señora Arrowsmith? Bueno, aquí el amigo Cliff.
—Lo siento pero no le entiendo.
—¡Cliff! ¡El amigo Cliff!
—Lo siento muchísimo pero… quizás sea una mala conexión.
—Vamos a ver, soy el señor Clawson, que voy a ir a cenar ahí…
—Oh, por supuesto. Perdóneme.
—Bueno, vamos a ver, lo que quiero saber es lo siguiente: ¿va a ser simplemente zampar el pan casero o toda una soiree? En otras palabras, bonita, ¿me visto natural o me pongo el traje de pingüino? Porque lo tengo, ¿sabes?… ¡con rabo de golondrina y todo el equipo!
—Yo… quiere decir… Oh. ¿Que si se ha de vestir para la cena? Yo tal vez lo haría.
—¡Vale! Ahí estaré, engalanado como un bar el día de la inauguración. Les mostraré a todos la mejor hilera de botones enjoyados que hayan visto en su vida. Bueno, será un gran placer conocer a la señora de Mart, a lo mejor llegamos a cantar incluso lo de «Hasta que volvamos a vernos» o «Au Reservoir».
Cuando Martin llegó a casa, Joyce le recibió con:
—¡Querido, no me siento capaz! Ese hombre debe de estar loco. De veras, querido, hazte cargo tú de él y déjame irme a la cama. Además: vosotros dos no vais a querer que esté yo allí, querréis hablar de los viejos tiempos y lo único que haré yo será estorbar. Y faltando como faltan solo dos meses para que llegue el bebé, yo debería acostarme temprano.
—Oh, Joy, Cliff se ofenderá muchísimo, y ha sido siempre tan decente conmigo y… Y tú me has preguntado muchas veces sobre mis primeros tiempos. ¿No quieres —quejumbrosamente— oír hablar de ellos?
—Está bien, querido. Intentaré ser un rayito de sol para él, pero te advierto que no voy a tener demasiado éxito.
Acabaron convenciéndose de que Cliff sería escandaloso, bebería demasiado y le daría palmadas en la espalda a Joyce. Pero cuando apareció para cenar se mostró desconcertantemente educado y florido… hasta que se puso un poquito borracho. Cuando Martin dijo «maldita sea», le reprendió con: «Yo por supuesto soy solo un palurdo, pero no creo que a una dama como aquí la princesa le guste que digas esas cosas».
Y: «Bueno, nunca me imaginé que un provinciano como el joven Mart se casase con el verdadero artículo de lujo».
Y: «¡Bueno, no debió de costar poco amueblar este salón, verdad, seguro que no!».
Y: «¿Champán, eh? Bueno, desde luego estáis haciendo sentirse orgulloso al pobre amigo Cliff. Majestad, dígale a su mayordomo que le diga al lacayo que le diga a mi secretaria la dirección de su proveedor de material de contrabando, ¿lo hará, por favor?».
Animado por la bebida, aunque seguía manteniendo rigurosamente su vocabulario elegante y moral, Cliff explicó su pequeña trastada de vender pozos de petróleo desprovistos de él y de escapar antes de que apareciesen los representantes de la ley; habló de la astuta maniobra de incorporarse a iglesias con el propósito de vender acciones a sus miembros; y de la experiencia edificante de ayudar al doctor Benoni Carr a captar a una viuda rica y senil para su sanatorio, prometiendo proporcionar consulta médica procedente del mundo de los espíritus.
Joyce estaba callada todo el rato, y se mostraba tan soberbiamente correcta como para hacer sentirse mal a cualquiera.
Martin se esforzaba por establecer una relación entre ellos, y no era capaz de hacer ningún comentario elevado sobre lo extraño que era que un hombre se ufanase de sus propias ruindades, pero sintió una cólera fría cuando Cliff masculló:
—Dijiste que al viejo Gottlieb no le sonreía ya la suerte.
—Sí, no está muy bien.
—Pobre tipo. Pero supongo que a estas alturas ya te habrás dado cuenta de lo tonto que eras cuando pensabas que no había nadie como él en este mundo. Sinceramente, lady Arrowsmith, este muchacho se creía que Papá Gottlieb era la caraba en bicicleta… y le pido perdón por usar una expresión tan vulgar.
—¿Qué quieres decir? —dijo Martin.
—¡Oh, yo a Gottlieb le tengo muy calado! Por supuesto tú sabes tan bien como yo que era muy amigo de hacerse publicidad, de presumir de que todo el universo mundo estaba al tanto del científico riguroso que era, y no paraba de darse aires y de soltar aquellos chistes de listillo sobre filosofía y sobre los médicos normales, que según él eran unos tipos feroces. Pero hay una cosa que aún es peor que eso… estando en San Diego me tropecé con un tipo que había sido instructor de Botánica en Winnemac, y ese tipo me contó que Gottlieb, con todo aquel asunto suyo del anticuerpo, nunca reconoció el mérito de un tipo… bueno, un ruso que fue el que hizo la mayor parte de ese trabajo y al que Papá Gottlieb le robó todo el material.
El que en aquella acusación contra Gottlieb hubiese una pizca de verdad, el que supiese que el gran dios había sido a veces poco generoso, no hizo más que aumentar la cólera que mantenía el puño de Martin apretado sobre el regazo.
Tres años antes, no habría podido contenerse, pero era ya una persona adaptable. Había asimilado el adiestramiento a que le había sometido Joyce para que fuese desagradable de una forma tranquila en vez de ruidosa; y su único comentario fue: «No, Cliff, creo que estás equivocado. Gottlieb ha llevado la investigación del anticuerpo mucho más allá que todos los demás».
Antes de que hubiesen servido en el salón el café y los licores, Joyce rogó, con sus modales más encantadores: «Señor Clawson, ¿le importaría a usted mucho que yo me fuese a la cama? Me alegra muchísimo haber tenido la oportunidad de conocer a uno de los amigos más antiguos de mi marido, pero no me encuentro muy bien y creo que sería mejor descansar un poco».
—Madame la Princesa, ya he notado que miraba usted de reojo.
—¡Oh! En fin… ¡Buenas noches!
Martin y Cliff se acomodaron en grandes sillones en el salón e intentaron interpretar el papel de viejos amigos felices por haberse encontrado de nuevo. No se miraban.
Después de que Cliff hubo maldecido un poco y contado tres consistentes chistes verdes, para demostrar que no se había echado a perder y que se había mostrado fino y elegante solo para complacer a Joyce, masculló:
—¡Uf! Así que así son las cosas, como suele decirse. En fin, ya vi que tú señora no conectaba conmigo. Estaba tan cordial como un iceberg. Pero qué demonios, no me importa. Va a tener un crío y por supuesto las mujeres, todas ellas, se vuelven un poco locas cuando les pasa eso. Pero…
Eructó, puso cara de listo y trasegó su quinto coñac.
—Pero lo que yo nunca podría imaginarme… no te preocupes, no voy a criticar a la señora. Es tan buena como las mejores que hacen. ¡Pero lo que no puedo entender es cómo después de vivir con Leora, que era como tiene que ser, puedes aguantar a una culilinda como esta Joyce!
Entonces Martin estalló.
La pesadumbre de no ser capaz de trabajar, aquellos meses desde que Terry se había ido, le había corroído.
—Escucha una cosa, Cliff. No voy a aceptar que critiques a mi esposa. Si no te gusta, lo siento mucho, pero me temo que en este asunto concreto…
Cliff se había levantado, sin demasiada seguridad, aunque había firmeza en su voz y en la mirada.
—Está bien. Ya me figuraba que me mirarías por encima del hombro. Por supuesto, yo no tengo una mujer rica que me dé dinero. Soy solo un pobre vagabundo. No pertenezco a un sitio como este. No soy tan fino como para poder hacer de mayordomo. Tú sí. Muy bien. Te deseo suerte. ¡Y por lo demás, puedes irte derecho al infierno, mi joven amigo!
Martin no le siguió hasta el vestíbulo.
Cuando se quedó solo allí sentado masculló: «¡Asunto concluido, gracias al cielo!».
Se dijo que Cliff era un truhán, un idiota y un gordo manirroto; se dijo que Cliff era un cínico que no sabía nada, un borracho sin atractivo, y un filántropo que era generoso solo porque alimentaba así su vanidad. Pero esas verdades admirables no impidieron que el asunto siguiese doliéndole, lo mismo que la extracción del apéndice no le habría resultado menos dolorosa por el hecho de que le hubiesen dicho que se trataba de un apéndice malo, un apéndice sin delicadeza y sin valor.
Él había querido a Cliff… le quería aún y siempre le querría. Pero no volvería a verle más. ¡Nunca!
¡Qué impertinencia la de aquel tunante fofo! ¡Burlarse de Gottlieb! ¡Qué grosería! La vida era demasiado corta para…
—Pero bueno… sí, Cliff es un grosero, pero yo también lo soy. Es un tramposo, pero ¿no fui un tramposo yo al falsear mis cifras de la peste en St. Hubert… y un tramposo aún peor porque recibí alabanzas por ello?
Subió hasta el dormitorio de Joyce. Estaba echada en su inmensa cama de cuatro columnas, leyendo Peter Whiffle[21].
—¡Fue todo bastante horroroso, ¿verdad querido?! —le dijo—. ¿Se ha ido ya?
—Sí… ya se ha ido… He echado al mejor amigo que he tenido… le he echado prácticamente. Dejé que se marchara, le dejé marchar pensando que era un farsante y un fracasado. Habría sido más honrado haberle matado. ¡Oh, por qué no podrías haber sido alegre y natural con él! ¡Fuiste tan terriblemente educada! Se sentía incómodo y encorsetado, y se mostró peor de lo que es en realidad. No es más brutal que… es muchísimo mejor que los financieros que encubren su verdadero carácter con una capa de suavidad… ¡Pobre diablo! Apuesto a que debe de estar ahora pateando la calle bajo la lluvia y diciendo: «El único hombre al que he querido en toda mi vida y por el que he intentado hacer cosas se ha vuelto contra mí, ahora él… ahora él tiene una mujer encantadora. ¿De qué vale ser siempre honrado?». Eso debe de estar diciendo… ¿Por qué no podrías haber sido sencilla y natural y guardarte por una vez tus modales elegantes?
—¡Escucha una cosa! ¡Te desagradaba a ti tanto como a mí, y no voy a tolerar que me eches la culpa! Tú te has elevado por encima de él. Tú que siempre estás hablando de la importancia de los Hechos… ¿no puedes afrontar ese hecho? No es culpa mía, por una vez al menos. Puede que recuerdes, mi rey de los hombres, que tuve el buen sentido de proponer que no debería estar presente esta noche; que no tenía por qué conocerle.
—Oh… bueno… sí… jolines… pero… Bueno, supongo que sí. Bueno, en fin… se acabó, y eso es lo que hay.
—Querido, entiendo cómo te sientes. ¿Pero no es bueno que haya terminado? Dame un beso de buenas noches.
—Pero —se dijo Martin, cuando se sentó sintiéndose desnudo y perdido y sin hogar, envuelto en la bata de libélulas doradas sobre seda negra que ella le había comprado en París—… pero si hubiese sido Leora en vez de Joyce… Leora se habría dado cuenta de que Cliff era un tunante, y lo habría aceptado como un hecho. (¡Hablar de que tú enfrentas los hechos!). Ella no habría insistido en permanecer allí sentada como un juez. Ella no habría dicho: «Esto es diferente de mí, así que es malo». Ella habría dicho: «Esto es diferente de mí, así que es interesante». Leora…
Tuvo una visión precisa y aterradora de ella, tendida allí sin ataúd, bajo el mantillo de un jardín en Penrith Hills.
Salió de ella para gruñir: «¿Qué fue lo que dijo Cliff? “Tú no eres su marido… tú eres su mayordomo… eres demasiado fino”. ¡Tenía razón! Toda la cuestión es: No se me permite ver a quien yo quiero. He sido tan listo que me he convertido en el esclavo de Joyce y del Sagrado Holabird».
Aunque siempre iba a hacerlo, no volvió a ver nunca a Cliff Clawson.
II
Sucedió que los abuelos paternos tanto de Joyce como de Martin se habían llamado Joe, así que le pusieron a su hijo John Arrowsmith. Ellos no lo sabían, pero cierto John Arrowsmith, marinero de Bideford, había muerto en el asunto de la Armada Española, llevándose con él a cinco valerosos dones.
Joyce sufrió horriblemente y renovó así todo el amor que Martin sentía por ella (amó lastimeramente a aquella muchacha esbelta e inteligente).
—¡La muerte es un juego mejor que el bridge… no tienes ningún compañero que te ayude! —dijo ella, cuando la estiraron grotescamente en un asiento de tortura e indignidad; cuando tenía la cara verde por el dolor, antes de que le administraran el anestésico.
John Arrowsmith tenía la espalda recta y también las extremidades (pesó sus buenos cuatro kilos al nacer) y tenía unos ojos alegres cuando dejó de ser una larva cruda y arrugada y se convirtió en un hombre-niño. Joyce le adoraba y Martin le tenía miedo, porque se daba cuenta de que aquel minúsculo aristócrata, aquel niño nacido para la autoaprobación de los ricos, le trataría algún día condescendientemente.
Tres meses después de tener el niño, Joyce estaba más activa que nunca usando y desechando servidores y sombreros y emigrés rusos.
III
Joyce tenía un gran respeto a la ciencia pero no entendía nada de ella. Le pedía a menudo a Martin que le explicase su trabajo, pero cuando él empezaba a hacer esquemas con la uña del pulgar sobre el mantel, con una sonrisa resplandeciente, ella le interrumpía con un gracioso: «Querido… perdona… solo un segundo… Plinder, ¿no hay más jerez?».
Cuando volvía a él, aunque le mirara amablemente, había perdido ya el entusiasmo.
Iba a su laboratorio, le pedía que le enseñase los matraces y los tubos de ensayo y le rogaba que la obligase a entender, pero nunca se sentaba allí a observar durante horas en silencio.
De pronto Martin, en su cenagoso y vacilante trajinar en el laboratorio, tocó tierra firme. Se puso a investigar los efectos del fago sobre la mutación de especies bacterianas (muy bellas, muy delicadas) y después de meses de tanteo durante los que había sido un ciudadano honrado, un marido casi bueno, un jugador de bridge excelente y un trabajador chapucero, conoció de nuevo la felicidad de la locura tensa y excelsa.
Necesitaba trabajar por las noches, todas las noches. Durante sus tanteos torpes y sin inspiración no había habido nada que le retuviese en el instituto después de las cinco, y Joyce se había acostumbrado a que huyese a su lado. Ahora mostraba una desagradable capacidad para ignorar compromisos, para responder con brusquedad a invitados encantadores que le pedían que explicase todo sobre la ciencia, y hasta para olvidarse de ella y del bebé.
—¡Tengo que trabajar por las noches! —decía—. No puedo tener ya un horario regular y normal cuando estoy atrapado en un experimento importante, lo mismo que tú no podías atenerte a un horario regular y normal y ser cortés cuando estabas gestando al bebé.
—Lo sé pero… Querido, te pones tan nervioso cuando estás trabajando de este modo. Cielo santo, me da igual que ofendas tanto a la gente olvidando las citas… en fin, después de todo, ojalá no lo hicieras, pero sé que eso puede ser inevitable. Aún así, dime, ¿ganas tiempo a la larga poniéndote tan nervioso y tan tenso? Pienso solo en tu salud. ¡Oh, ya lo tengo! ¡Espera! ¡Ya verás qué gran científica soy! No, no te lo explicaré… ¡aún no!
Joyce tenía riqueza y energía. Una semana después, ruborosa, esbelta, alegre, amorosa, le dijo después de cenar: «¡Tengo una sorpresa para ti!».
Le condujo a las habitaciones vacías que había encima del garaje, detrás de la casa. Durante esa semana, utilizando a una veintena de trabajadores de la empresa suministradora de equipo científico más refinada e inmaculada del país, había creado para él el mejor laboratorio bacteriológico que Martin había visto en toda su vida: suelo de mosaico blanco y paredes de ladrillo esmaltado, nevera e incubadora, tubos de ensayo y matraces, tinturas, microscopio, una bañera perfecta de temperatura constante… y un técnico, formado en Lister y Rockefeller, que tenía su dormitorio detrás del laboratorio y que comunicó que estaba dispuesto a servir al doctor Arrowsmith durante el día o durante la noche.
—¡Ya está! —gorjeó Joyce—. Ahora, cuando no tengas más remedio que trabajar de noche, no tendrás que bajar hasta Liberty Street. Puedes duplicar tus cultivos o como les llames. Si te aburres en la cena… ¡perfecto! Puedes venir aquí después y trabajar hasta todo lo tarde que quieras. ¿Estás… estás de acuerdo, querido? ¿Lo he hecho bien? Me he esforzado todo lo posible… contraté a la mejor gente que pude…
Martin, mientras la besaba, cavilaba: «¡Haber hecho esto por mí! ¡Y ser tan humilde!… ¡Y ahora, maldita sea, nunca podré escaparme y estar solo y aislado!».
Joyce le pidió tan alegremente que le indicase algún defecto que, para otorgarle el novedoso placer de ser humilde, comentó que la centrifugadora era inadecuada.
—¡Espera, amigo mío! —gorjeó ella.
Dos noches después, a su regreso de la ópera, le condujo a los garajes de suelo de cemento que estaban debajo de su nuevo laboratorio y en un rincón, lista para instalarse, había una centrifugadora de segunda mano pero adecuada, de lo más adecuada, la obra maestra de la gran empresa Berkeley-Saunders… de hecho ni más ni menos que Gladys, cuya expulsión de McGurk por sus sucias maneras había movido a Martin y a Terry a salir a emborracharse magnánimamente.
Fue menos fácil para él esta vez estar agradecido, pero se esforzó por conseguirlo.
IV
Tanto en el sector literario-económico como el sector Rolls Royce de las amistades de Joyce corrió el rumor de que había una nueva diversión en un mundo agotado… acudir al laboratorio de Martin y verle trabajar, siempre muy silenciosos y reverentes, salvo quizás cuando Joyce murmuraba: «¡No es adorable cómo enseña a sus queridas bacterias a decir “Polly bonita”!».
O cuando Latham Ireland les hacía estremecerse explicando que los científicos no tenían sentido del humor, o Sammy de Lembre hacía un comentario en su maravilloso remedo de jazz:
Zeñó Bacilily, no me zonría, eh
porque ez un microbio, y vamoz por usté.
El zeñó doctó Arrowsmith le va a atrapar,
y en la cárcel le va a encerrar,
a que cante allí en su zelda
el blues de la Bazteria.
El primo de Joyce de Georgia burbujeó: «Mart está tan majo con todos esos jarroncitos suyos… ¡Pero por qué será que se pone tan loco cuando le dices que el problema que él tiene es que no va lo suficientemente a menudo a la iglesia!».
Mientras, Martin intentaba concentrarse.
Acudían en rebaño desde la casa a su laboratorio solo una vez por semana, lo que no era ciertamente suficiente para perturbar a un hombre resuelto… solo suficiente para mantenerle constantemente esperando por ellos.
Cuando intentó serenamente explicarle a Joyce estas cosas, ella dijo: «¿Te molestamos esta noche? Pero te admiran tanto…».
Él comentó: «Está bien», y se fue a la cama.
V
R. A. Hopburn, el eminente abogado de patentes, comentó malhumorado a su esposa cuando salían en coche de la mansión Arrowsmith-Lanyon:
—No importa que un anfitrión te dé con la puerta en las narices, si cree que eres un zoquete, pero sí importa que ponga cara de aburrido cuando osas exponer una opinión cualquiera… ¡No te parece un imbécil, fuera de su estúpido laboratorio!… ¿Cómo demonios crees que pudo Joyce llegar a casarse con él?
—No puedo imaginarlo.
—A mí solo se me ocurre una razón. Por supuesto ella podría…
—¡No, por favor, no seas sucio!
—Bueno, de todos modos… ella que podría haber escogido entre un montón de tipos bien educados, agradables, inteligentes… y quiero decir inteligentes, porque ese Arrowsmith puede saber mucho sobre gérmenes, pero no distingue una sinfonía de un platito de rábanos picantes… no creo que yo sea demasiado quisquilloso, pero la verdad es que no entiendo por qué deberíamos ir a una casa cuyo dueño parece disfrutar claramente contradiciéndote… Pobre diablo, la verdad es que lo siento por él; es posible que ni siquiera se dé cuenta de cuándo está siendo grosero.
—No. Quizás. Lo que duele es pensar en el bueno de Roger… tan alegre, tan fuerte, un verdadero calavera[22]… y tener que aguantar que un extraño, un palurdo sin educación se siente en su sillón, sin ser capaz siquiera de apreciar su cuadro de Pol Roger… ¡Qué habrá visto Joyce en él! Aunque tiene los ojos bonitos y unas manos curiosas y fuertes…
VI
La actividad constante de Joyce le sacaba de quicio. Era difícil saber por qué estaba tan ocupada; tenía un ama de llaves excelente, un noble mayordomo y dos niñeras para el bebé. Pero decía a menudo que no le estaba permitida nunca su única ambición: sentarse y leer.
Terry la había llamado en tiempos La Arreglista, y aunque a Martin no le había gustado, cuando oía sonar el teléfono gruñía: «Oh, Señor, ahí está La Arreglista… quiere que vaya a tomar el té con alguna gallina ilustre».
Cuando intentaba explicar que tenía que estar libre de compromisos, ella sugería: «¿Es que eres un hombrecillo tan débil e indeciso que el único medio que tienes de mantenerte concentrado es escapando y escondiéndote? ¿Te dan miedo los grandes hombres que pueden hacer grandes cosas y al mismo tiempo parar y jugar?».
Él tendía a ponerse ofensivo, particularmente ante la definición que ella hacía de los Grandes Hombres, y cuando él se ponía acalorado y grosero, ella se convertía en la gran dama, de manera que él se sentía como un criado impertinente y se volvía más grosero aún.
Entonces le daba miedo de ella. Se imaginaba huyendo junto a Leora, y los dos, gente pequeña y asustada, consolándose mutuamente y ocultándose de Joyce en rincones acogedores.
Pero Joyce era bastante a menudo su compañera, buscando nuevas diversiones como sorpresas para él, y su hijo era un orgullo que les unía. Él se sentaba a observar al pequeño John, regocijándose de su fuerza.
Fue a principios de invierno, después de que ella hubiese llevado regiamente al bebé al Sur a pasar un par de semanas, cuando Martin hizo una escapada de una semana a ver a Terry en El Descanso de los Pájaros.
Encontró a Terry cansado y un poco agrio, después de meses trabajando absolutamente solo. Había construido al lado de la casa una barraca para laboratorio, y un tosco establo para los caballos que utilizaba en la preparación de sueros. No se dedicó a explicar apasionadamente los detalles de su investigación, como habría hecho en otros tiempos, y hasta la noche, en que se pusieron a fumar delante de la tosca chimenea de la cabaña, arrellanados en asientos hechos con barriles mullidos con piel de alce, no pudo Martin arrancarle confidencias.
Se había visto obligado a dedicar mucha parte de su tiempo a las tareas domésticas y a la producción de los sueros con los que cubría sus gastos. «Si hubieses estado tú aquí conmigo, podría haber conseguido algo». Pero su investigación del derivado de la quinina había continuado sólidamente, y no lamentaba haber abandonado McGurk. Le había resultado imposible trabajar con monos; eran demasiado caros y demasiado frágiles para soportar el invierno de Vermont; pero había ideado un método para usar ratones infectados con neumococo y…
—Oh, ¿de qué vale contarte esto a ti, Slim? No te interesa, porque si te interesase estarías aquí trabajando conmigo desde hace meses. Has elegido entre Joyce y yo. Está bien, pero no puedes tenernos a los dos.
—Siento mucho haber venido a interrumpirte, Wickett —gruñó Martin; y salió de la cabaña dando un portazo.
Anduvo dando traspiés por la nieve, tropezando en la oscuridad con tocones de árboles, conociendo el calvario de su última hora, la hora del fracaso.
—He perdido a Terry ahora (¡aunque no aguantaré su impertinencia!). He perdido a todo el mundo, y no he tenido nunca en realidad a Joyce. Estoy completamente solo. ¡Y solo puedo trabajar a medias! ¡Estoy liquidado! ¡No me dejarán nunca volver a trabajar!
De pronto, sin necesidad de formularlo, supo que no iba a ceder.
Volvió con paso firme a la cabaña e irrumpió en ella, gritando:
—¡Escucha, viejo cascarrabias, tenemos que trabajar juntos!
Terry estaba tan conmovido como él; ninguno de ellos andaba lejos de las lágrimas; y gruñeron los dos mientras se daban fuertes palmadas mutuas en los hombros: «¡Vaya par de tontos que estamos hechos, peleándonos solo porque estamos cansados!».
—¡Volveré y trabajaré contigo, sea como sea! —juró Martin—. Conseguiré un permiso de seis meses en el instituto y haré que Joyce se instale en algún hotel cerca de aquí o haga alguna cosa. ¡Sí! Trabajar de verdad otra vez… ¡Trabajar!… Ahora dime: Cuando yo venga aquí, qué es lo que haremos…
Estuvieron hablando hasta el amanecer.