I
El director Rippleton Holabird se había casado también con una mujer rica, y siempre que sus colegas insinuaban que desde su primer trabajo apasionado en fisiología, no había hecho nada más que colocar unas cuantas flores bonitamente seleccionadas en las mesas talladas por otros hombres, era una satisfacción para él observar que aquellos pelagatos llegaban al instituto en metro, mientras él llegaba conduciendo elegantemente su cupé. Pero ahora Arrowsmith, que había sido en tiempos el más pobre de todos ellos, llegaba en una limusina con un chófer que se tocaba el sombrero y a Holabird el azúcar del café le sabía a sal.
Martin era un hombre sencillo, pero no sería exacto decir que no se relamiese los labios cuando Holabird miraba ensoñadoramente al chófer.
Su triunfo sobre él fue menor que el de poder recibir a Angus Duer y a su esposa, venidos de Chicago; presentárselos al director Holabird, a Salamon el rey de los cirujanos y a un baronet médico; y oír decir a Angus: «Mart, ¿te importa que te diga que estamos todos terriblemente orgullosos de ti? Rouncefield me hablaba de ello el otro día. “Puede que sea presuntuoso”, dijo, “pero la verdad es que creo que tal vez la formación que procuramos darle al doctor Arrowsmith aquí en la clínica contribuyese en cierto modo a su espléndido trabajo en las Antillas y en McGurk”. ¡Qué mujer tan maravillosa es tu esposa, amigo! ¿Crees que le importaría decirle a la señora Duer dónde consiguió ese vestido?».
Martin había oído hablar de la superioridad de la pobreza respecto al lujo, pero después de los puestos ambulantes de comida de Mohalis, después de doce años ayudando a Leora con la colada y de preocuparse por el precio de la carne, después de pasarse toda una vida esperando en el barro los tranvías, no tenía nada de desalentador disponer de un criado que produjese camisas automáticamente; ni resultaba en absoluto degradante acudir a comidas que eran siempre interesantes y, en la intimidad de su coche, apoyar una cabeza dolorida en la suavidad de la tapicería y pensar en lo listo que era.
—Mira, tener a otras personas para que hagan por ti las cosas ordinarias, te permite ahorrar mucha energía para las cosas que solo puedes hacer tú —decía Joyce.
Martin se mostró de acuerdo, luego fueron en el coche hasta Westchester para una lección de golf.
Una semana después de que volviesen de Europa, Joyce fue con él a ver a Gottlieb. Martin quiso pensar que Gottlieb salía de su cavilación para sonreírles.
—Después de todo —consideró— al viejo le gustaban las cosas bellas. Si hubiese tenido la oportunidad tal vez podría haberle gustado también disfrutar de una Buena Posición.
Terry, sorprendentemente, se mostró de acuerdo.
—Te diré, Slim… la verdad es que a mí personalmente me fastidiaría mucho tener que vivir con criados. Pero estoy haciéndome viejo y sabio. Supongo que las distintas personas tienen gustos distintos, y la verdad es que son poquísimas entre ellas las que tienen el buen sentido de venir y preguntarme lo que debería gustarles. Pero sinceramente, Slim, no creo que vaya a cenar. He ido y me he comprado un traje… ¡Comprado! Lo tengo en mi habitación… esa condenada casera no hace más que llenarlo de bolas de naftalina… pero no creo que pueda soportar tener que escuchar a Latham Ireland haciéndose el listo.
Era, sin embargo, la actitud de Rippleton Holabird la que más preocupaba a Martin, porque Holabird no le dejaba olvidar que, a menos que quisiese dejar el instituto y ser el marido fantasma de una Mujer Rica, debía procurar no olvidarse de que él era el director.
Holabird, además de los modales encantadores que reservaba para Ross McGurk, había desarrollado el distanciamiento, esa cortesía tranquila e inhumana del Hombre de Negocios, y a la gente que se ufanaba de sus viejos y alegres tiempos de amistad la ponía educadamente en su sitio. Consideró necesario reprimir la insubordinación cuando Arrowsmith apareció en una limusina. Le otorgó una semana después de su regreso para disfrutar de ella, luego fue a verle con mucha suavidad a su laboratorio.
—Martin —le dijo suspirando— creo que nuestro amigo Ross McGurk está insatisfecho con los resultados prácticos que se están obteniendo en el instituto y, para convencerle de lo contrario, me temo que no tengo más remedio que pedirle que ponga menos énfasis en el bacteriófago por el momento y aborde la gripe. El Instituto Rockefeller tiene la idea correcta. Han utilizado a su personal de más talento y no han reparado en gastos, en problemas como la neumonía, la meningitis, el cáncer. Han aliviado ya los terrores de la meningitis, y la neumonía y la fiebre amarilla están a punto de erradicarse por completo gracias al trabajo de Noguchi, y no me cabe duda de que su hospital, con los enormes recursos de los que dispone y las personas de talento que cooperan allí magníficamente, será el primero que encuentre el remedio de la diabetes. En fin, tengo entendido que ahora andan detrás de la causa de la gripe. No están dispuestos a permitir otra gran epidemia de ella. Así que, mi querido amigo, nos corresponde ganarles en el caso de la gripe, y he decidido que nos represente usted en la carrera.
Martin estaba en aquel momento dando vueltas a un método para reproducir fago en bacterias muertas, pero no podía negarse, no podía correr el riesgo de que le despidiera. ¡Era demasiado rico! Martin el estudiante de medicina renegado podía irse y ser un mancebo de botica, pero si el marido de Joyce Lanyon se permitiese semejante locura, le seguirían los periodistas y le fotografiarían despachando en la farmacia. Y era más impensable aún convertirse simplemente en el marido mantenido de ella… un mayordomo de tocador.
Asintió, pues, no muy placenteramente.
Empezó a trabajar en la búsqueda de la causa de la gripe con un semientusiasmo casi majestuoso. En los hospitales consiguió cultivos de casos que podrían ser gripe y podrían ser catarros graves… nadie estaba seguro exactamente de cuáles eran los síntomas de la gripe; no había nada claramente definido. Dejó la mayor parte del trabajo a sus ayudantes, dándoles de vez en cuando instrucciones sardónicas de «poned cien tubos más en el medio A… ¡qué demonios, que sean mil más!». Y cuando descubrió que estaban haciendo lo que les parecía, no se mostró estricto ni les reprendió. Si no retiraba culpablemente la mano del arado era solo porque nunca lo había empuñado. En otros tiempos, su pequeño laboratorio propio había estado tan pulcro y limpio como una cocina de New Hampshire. Ahora, las varias habitaciones que tenía a su cargo eran un desastre, con largas hileras de tubos de ensayo abandonados, muchos medio vacíos y llenos de moho, ninguno adecuadamente etiquetado.
Luego tuvo su idea. Empezó a creer firmemente que los investigadores del Rockefeller habían encontrado la causa de la gripe. Fue a ver a Holabird y se lo dijo. Él, por su parte, iba a volver a su investigación sobre la verdadera naturaleza del fago.
Holabird argumentó que Martin debía de estar equivocado. Si él deseaba que el Instituto McGurk (y el director del Instituto McGurk) se apuntasen el éxito de acabar con la gripe, entonces sencillamente no era posible que Rockefeller se les hubiese adelantado. Dijo también cosas graves y críticas sobre el fago. Su naturaleza esencial, señaló, era una cuestión académica.
Pero Martin dominaba por entonces la dialéctica científica mucho mejor que Holabird, que cedió y se retiró a su cubil (o eso creyó lúgubremente Martin) a idear nuevas formas de fastidiarle. Durante un tiempo Martin gozó de libertad para revolcarse en su trabajo.
Dio con un medio de reproducir fago sobre bacterias muertas mediante un uso muy complicado y muy delicado de tensión parcial de dióxido de carbono/oxígeno, tan exquisito como el tallado de camafeos, tan inverosímil como pesar las estrellas. Su informe agitó el mundo de los laboratorios y aquí y allá (en Tokio, en Ámsterdam, en Winnemac) hubo entusiastas que creyeron que había demostrado que el fago era un organismo vivo; y otros entusiastas decían, en lenguaje esotérico, con fórmulas matemáticas, que era un mentiroso y un necio de siete suelas.
Fue por entonces, cuando podría haberse convertido en un Gran Hombre, cuando descuidó su propio trabajo y algunos de los deberes que le imponía el ser el marido de Joyce para seguir a Terry Wickett, lo que demostraba que carecía de sentido común, porque Terry era aún un ayudante mientras que él era jefe de un departamento.
Terry había descubierto que ciertos derivados de la quinina, cuando se introducían en el cuerpo de un animal, se descomponían lentamente en productos que eran altamente tóxicos para las bacterias, pero solo medianamente tóxicos para el organismo del animal. Parecía adivinarse aquí todo un nuevo mundo de posibilidades terapéuticas. Terry se lo explicó a Martin, y le invitó a colaborar. Entusiasmado por las grandes cosas que conseguían, dejó de lado a Holabird (y a Joyce) y aunque era invierno se fueron a El Descanso de los Pájaros, a las montañas de Vermont. Mientras hacían excursiones por la nieve provistos de raquetas en los pies y mataban conejos, y durante todos los largos atardeceres en que estaban tumbados boca abajo delante del fuego, discurseaban y planeaban.
Martin no había estado tanto tiempo envuelto en seda como para que no pudiese disfrutar engullendo carne de cerdo salada después del viento del Noroeste y de la nieve. No era desagradable verse libre de la tarea de idear nuevos cumplidos para Joyce.
Se daba cuenta de que tenían que responder a una pregunta interesante: «¿Actuaban los derivados de la quinina uniéndose a las bacterias o cambiando los fluidos corporales?». Era una cuestión simple, clara, definida, que solo exigía para poder responderla un conocimiento más profundo de la química y la biología, unos cuantos centenares de animales con los que experimentar y tal vez diez o veinte o un millón de años de pruebas y fracasos.
Decidieron trabajar con el neumococo, y con el animal que con mayor similitud reproducía la neumonía humana. Esto significaba el mono, y asesinar monos es caro y bastante lúgubre. Holabird, como director, podía proporcionárselos, pero si le ponían al tanto del asunto exigiría resultados inmediatos.
—¿Te acuerdas, Slim —caviló Terry— que hubo uno de esos ganadores del Premio Nobel, uno de esos fanáticos absolutos que en vez de ventilarse el dinero del premio se lo gastó todo en chimpancés y en otros simios, y se juntó con otro de aquellos pajarracos bigotudos y se escondieron bien para que no les persiguieran los enemigos de la vivisección y aclararon el problema de la transmisión de la sífilis a los animales inferiores? Pero nosotros no tenemos ningún Premio Nobel, desgraciadamente, y no me parece que…
—¡Terry, yo lo haré, si es necesario! Nunca me he aprovechado del dinero de Joyce, pero ahora lo haré, si la Gallina Sagrada nos corta el suministro.
II
Se enfrentaron a Holabird en su despacho, hosca y bastante infantilmente, y solicitaron el gasto de por lo menos diez mil dólares en monos. Querían poner en marcha una investigación que podría llevar dos años sin resultados visibles… tal vez sin ningún resultado. Terry tenía que ser trasladado al departamento de Martin como codirector y sus sueldos sumados compartirse por igual.
Luego se prepararon para luchar.
Holabird les miró fijamente, reorganizó su bigote, se distanció de su actitud de Director Diligente y dijo:
—Esperen un momento, si no les importa. Tal como yo lo entiendo, me explican que a veces es necesario tomarse cierto tiempo para preparar un experimento. ¡La verdad es que debo decirles que yo fui en tiempos un investigador de un instituto llamado McGurk y aprendí varias de esas cosas por mi cuenta! ¡Demonios, Terry, y usted, Mart, no sean tan egoístas! ¡No son los únicos científicos a los que les gusta trabajar sin que les molesten! ¡Si ustedes, pobrecillos, supiesen cómo anhelo yo dejar todo este asunto de firmar cartas y poner de nuevo los dedos sobre el tambor de un quimógrafo! ¡Aquellas largas y bellas horas investigando la verdad! ¡Y si ustedes supiesen cómo he luchado con los directores del Consejo para conseguir mantenerles a ustedes libres, amigos míos! Muy bien. Tendrán los monos. Arreglen a su conveniencia lo del departamento conjunto. Y empiecen a trabajar como mejor les parezca. ¡Dudo de que haya dos personas en todo el mundo científico en las que se pueda confiar tanto como en ustedes dos, pájaros insaciables!
Holabird se levantó, recto y guapo y cordial, la mano extendida. Ellos la estrecharon bovinamente y salieron cabizbajos de allí, Terry murmurando: «¡Me ha estropeado todo el día! ¡No ha dicho nada que pudiera discutirle! Slim, ¿dónde está la trampa? Puedes apostar que hay una… ¡siempre la hay!».
La trampa no apareció en todo un año de trabajo divino. Tuvieron sus monos, sus laboratorios y sus garçons y su solaz ininterrumpido; iniciaron el trabajo más emocionante que habían abordado en toda su vida, y decididamente el más exasperante. Los monos son animales irracionales; les encanta desarrollar la tuberculosis sin absolutamente ninguna provocación; en cautividad se vuelven aficionados a las epidemias; y montan escenas maldiciendo a sus amos en siete dialectos.
—Son tan brillantes y prometedores —decía Terry suspirando—, que me dan ganas de dejarles en paz y retirarme a El Descanso de los Pájaros a cultivar patatas. ¿Tú crees que tiene sentido asesinar a estos animales llenos de vida para salvar de la neumonía a unos seres humanos mofletudos y barrigudos?
Su primera tarea fue determinar con exactitud la dosis tolerada del derivado de la quinina, y estudiar sus efectos sobre la audición y la visión y sobre los riñones, a partir de interminables análisis del contenido de azúcar y de urea en la sangre. Mientras Martin ponía las inyecciones y observaba el efecto sobre los monos y se perdía en la química, Terry trabajaba (toda la noche, todo el día siguiente, luego un trago y un sueñecito de cualquier manera y toda la noche de nuevo) en novedosos métodos para sintetizar el derivado de la quinina.
Este período fue el más difícil de la vida de Martin. Trabajar tambaleándose de sueño toda la noche, dormitar en una mesa desnuda al amanecer y desayunar en la barra grasienta de un puesto de la calle eran cosas naturales y divertidas, pero explicarle a Joyce por qué se había olvidado de su cena con una dama escultora y un abogado cuyo abuelo había sido un general confederado, eso era imposible. Se ganó una breve tolerancia explicando que había sentido grandes deseos de darle el beso de buenas noches, que agradecía el cestito de emparedados que le había enviado, y que estaba a punto de librar de la neumonía a la especie humana, una afirmación de la que saludablemente él mismo dudaba.
Pero después de que se saltó cuatro cenas seguidas; después de que ella le gritase furiosa: «¿Puedes imaginarte lo horroroso que fue para la señora Thorn que faltase un hombre en el último minuto?», después de que ella le hubiese dicho quejosa: «No me importó tanto tu falta de consideración las otras noches, pero esta, en que yo no tenía nada que hacer y estaba en casa sola y te esperaba»… entonces empezó a sentirse angustiado.
Martin y Terry empezaron a producir neumonía en sus monos y a tratarlos, y tuvieron éxito, lo que les hizo salir a bailar solemnemente al pasillo. Eran capaces de salvar invariablemente de la neumonía a los monos cuando la infección había durado solo un día, y a la mayoría de ellos en el segundo día y el tercero.
Complicó sus resultados el hecho de que un cierto número de monos se recuperaran solos, y reseñaron esto con cifras de aspecto simple pero que costaron días de rigidez y dolor de hombros en la mesa ante los papeles… un hombre desmelenado y sin cuello sentado, mientras el otro paseaba entre hediondas jaulas de monos, chistándoles, llamándoles Bess y Rover y mascullando plácidamente: «¡Oh, me morderías, ¿verdad que sí?, querida!». Y todo el tiempo, amables pero implacables como los dioses, inyectándoles la mortífera neumonía.
Entraron así en una altiplanicie poblada de fallos. Estudiaron en el tubo de ensayo la descomposición de los productos de neumococos… y fracasaron. Elaboraron fluidos corporales artificiales (cuidadosa, laboriosa, inadecuadamente), comprobaron los efectos del derivado en gérmenes de esa sangre artificial… y fracasaron.
Luego Holabird se enteró de su éxito previo, y cayó sobre ellos con laureles y furia.
«Tenía entendido», dijo, «que habían encontrado una cura para la neumonía». ¡Magnífico! El instituto podría atribuirse el mérito de curar aquella enfermedad indeseable y Terry y Martin publicarían enseguida sus hallazgos amablemente (mencionando a McGurk).
—¡No lo haremos! ¡Oiga, Holabird! —replicó Terry—¡Yo creí que iba a dejarnos en paz!
—¡Lo he hecho! ¡Casi un año! Hasta que completasen ustedes la investigación. Y la han completado ya. Es hora de que dejen que el mundo sepa lo que están haciendo.
—¡Si lo hiciese, el mundo no sabría más de lo que yo sé! No hay nada que hacer, jefe. Quizás podamos publicar de aquí a un año.
—Publicarán ahora algo…
—Está bien, Gallina. El bendito momento ha llegado. ¡Me voy! ¡Y soy tan educado que lo hago sin decirle lo que pienso de usted!
Así fue como Terry Wickett abandonó McGurk. Patentó el proceso de sintetización del derivado de la quinina y se retiró a El Descanso de los Pájaros, a construir un laboratorio con sus pequeños ahorros y a iniciar una vida de investigación independiente manteniéndose con una venta limitada de sueros y de su medicina.
Para Terry, sin esposa y sin criados, esto fue bastante fácil, pero para Martin no era sencillo.
III
Martin asumió que dimitiría. Se lo explicó a Joyce. Cómo iba a compaginar una casa en la ciudad y un castillo en Greenwich con la colaboración con Terry en camisa de franela en El Descanso de los Pájaros era algo que no se había planteado aún del todo, pero no iba a ser desleal.
—¡Es increíble! ¡La Gallina Sagrada echa a Terry pero no se atreve a tocarme! Esperé solo porque quería ver a Holabird imaginarse qué haría yo. Y ahora…
Estaba explicándoselo a ella en el coche (el de ella), camino de casa de regreso de una cena en la que él había estado tan alegre y tan encantador con una importante viuda que Joyce había pensado: «¡Qué idiota fue Latham Ireland al decir que no podía llegar a ser una persona refinada!».
—¡Soy libre, demonios, por fin soy libre, porque he preparado el terreno para algo por lo que merece la pena ser libre! —dijo Martin lleno de entusiasmo.
Ella posó su mano delicada en la de él y le rogó:
—¡Espera! Necesito pensar. ¡Por favor! Cállate un momento.
Luego dijo:
—Mart, si fueses a trabajar con el señor Wickett, tendrías que estar dejándome sola constantemente.
—Bueno…
—La verdad es que no creo que estuviese nada bien… y especialmente ahora, porque creo que voy a tener un bebé.
Él emitió un sonido de sorpresa.
—Oh, no voy a hacerme la madre llorona. Y no sé si estoy contenta o furiosa, aunque creo que me gustaría tener un bebé. Pero es algo que complica las cosas, ¿sabes? Y personalmente, lamentaría mucho que dejases el instituto, que te proporciona una posición sólida, para llevar una vida furtiva. Querido, he sido bastante buena contigo, ¿no? ¡Me gustas realmente, sabes! No quiero que me abandones, y lo harías si te fueses a ese sitio horrible de Vermont.
—¿No podríamos buscar una casita cerca y pasar allí parte del año?
—Posiblemente. Pero debemos esperar hasta que concluya este trabajo brutal de tener un Chiquitín, podemos pensarlo luego.
Martin no abandonó el instituto y Joyce no pensó en lo de buscar una casa cerca de El Descanso de los Pájaros hasta el punto de llegar a hacerlo.