I
Martin no vio a Joyce Lanyon en varias semanas tras su regreso a Nueva York. Ella le invitó a cenar en una ocasión, pero él no pudo ir y no volvió a tener noticias suyas.
Su entrega al estudio de las determinaciones de la presión osmótica no le servía de nada cuando estaba sentado en su pulcra habitación de hotel y pasaba de ser el doctor Arrowsmith a ser un hombre que no tenía con quien hablar. Recordaba cómo se habían sentado junto a la laguna en el tibio crepúsculo; un día telefoneó preguntando si podría pasar a tomar el té.
Martin sabía de un modo no formulado que Joyce era rica, pero después de verla con aquel vestido de guinga, trajinando en la cocina del asilo de ancianos de St. Swithin, dejó de considerar su posición social; y se sintió incómodo cuando, con la sensación de estar sucio del laboratorio, llegó a su gran casa y se encontró con que era la señora de voz suave de muchos sirvientes. Su casa era un palacio, y los palacios, sean muy pequeños como el de Joyce, con sus solo dieciocho habitaciones, o Buckingham o el vasto Fontainebleau, son todos iguales; están asfixiados por los superfluos atributos del orgullo, son tan completos que uno no recuerda pequeños atractivos encantadores, son indiferenciables en esa impresión común que causan de magnificencia cortés e incómoda, y son, en consecuencia, absolutamente tediosos.
Pero en medio del esplendor pretencioso que Roger Lanyon había acumulado, Joyce no era tediosa. Cabe sospechar que disfrutaba mostrando a Martin lo que ella era en realidad, exhibiendo lacayos y demasiados tipos de emparedados, y diciendo muy ufana: «Oh, yo nunca sé lo que van a servirme con el té».
Pero le había dado la bienvenida, gritando: «Pareces estar mucho mejor. Me alegro muchísimo. ¿Sigues siendo mi hermano? ¡Fui una buena cocinera en el asilo de ancianos, a que sí!».
Si hubiese sido entonces suave e ingenioso, ella no se habría interesado gran cosa por él. Conocía demasiados hombres que eran ingeniosos y bien educados, de suavidad marfileña y competentes en la tarea de ayudarla a gastar los cuatro o cinco millones de dólares con que estaba cargada. Pero Martin era, al mismo tiempo, un estudioso que hacía las determinaciones de la presión osmótica casi interesantes, un hombre tenso y rápido al que ella podía imaginarse corriendo o haciendo el amor, y un joven solitario que creía ingenuamente que allí, en su blanda seguridad, ella era aún la muchacha que se había sentado con él junto a la laguna, la mujer valiente que había ido a verle a una habitación de borracho en Blackwater.
Joyce Lanyon sabía hacer hablar a los hombres. Gracias más a ella que a su propia elocuencia, Martin consiguió convertir con sus palabras el instituto en una cosa viva, describir a los miembros, sus pleitos, y el drama de rastrear siguiendo la pista de un descubrimiento.
La vida fácil de ella allí parecía insípida después de los peligros de St. Hubert, y en el desprecio de Martin por lo fácil y por las recompensas ella encontró alegría entusiasta.
A partir de entonces iba de vez en cuando a tomar el té, a cenar; pasó a conocer los usos de la casa, a los criados, a las más casi-inteligentes de sus amistades. Algunos le agradaron (y posiblemente él a ellos). Con uno mantenía un estado de guerra no declarado. Se trataba de Latham Ireland, un hombre de una elegancia dolorosa en el vestir, de unos cincuenta años, competente abogado al que le gustaba pararse de pie delante de las chimeneas y ser quedamente listo desde allí. Fascinaba a Joyce diciéndole que ella era sutil, luego diciéndole en qué estaba siendo sutil.
Martin le odiaba.
A mitad de verano fue invitado a pasar un fin de semana en la inmensa casa de campo oculta por las flores que Joyce tenía en Greenwich. Medio se disculpó por su lujo; él se sintió muy mal.
La tensión de considerar la indumentaria; de correr a comprar pantalones blancos, cuando lo que quería era vigilar los tubos de ensayo del baño de temperatura constante, de tener que esforzarse por parecer cómodo en la limusina que le recogió en la estación y de decidir a qué sirvientes dar propina y cuánto y cuándo, era desesperante para un hombre sencillo. Se sintió un patán cuando, después de haber soltado: «Espera un minuto que suba y deshaga la maleta», ella dijo gentilmente: «Oh, eso ya lo habrán hecho por ti».
Descubrió que un criado había sacado para que se pusiera, aquella primera velada, toda la pequeña reserva de ropa interior que había comprado, y que había puesto incluso una cinta de pasta de dientes en su cepillo.
Se sentó en el borde de la cama, gruñendo: «¡Esto es demasiado rico para un hombre como yo!».
Odiaba y temía a aquel criado, que andaba robando la ropa, poniéndola en lugares donde no se podía encontrar, apareciendo luego de pronto amenazadoramente cuando Martin andaba buscándola por aquella enorme habitación.
Pero su principal desdicha era que no había nada que hacer. Él no conocía más deporte que el tenis, en el que era demasiado tosco para jugar con aquella gente charlatana no identificada que llenaba la casa y que trabajaba en el golf y en el bridge, por lo que parecía de una forma absolutamente voluntaria. Él había conocido solo a unos cuantos de los amigos de los que ellos hablaban. Decían: «¿Conoces al amigo R. G.?», y él decía «Oh, sí», pero no tenía ni idea de quién podría ser el amigo R. G.
Joyce se mostraba tan diligente y cordial como cuando tomaban el té los dos solos, y le presentó a una desgarbada jovencita a la moda que jugaba al tenis aún peor que él, pero tenía veinte invitados (cuarenta el domingo para comer) y renunció a ciertas agradables ideas de pasear con ella por frescos prados y, después de decir emocionadamente una cosa y otra, quizás besarla. Tuvo un momento a solas con ella. Cuando se iba, le ordenó: «Ven aquí, Martin», y le llevó aparte.
—No lo has pasado bien, en realidad.
—Bueno, sí, por supuesto, yo…
—¡Por supuesto que no! Y nos desprecias, más bien, y puede que tengas razón en parte. A mí me gusta la gente distinguida y los modales corteses y los deportes y juegos agradables, pero supongo que parecen cosas triviales frente a las noches en el laboratorio.
—No, me gustan también esas cosas. En cierto modo. Me gusta ver mujeres guapas… ¡a ti! Pero… Oh, qué demonios, Joyce, yo no estoy acostumbrado a esto. He sido siempre pobre y he estado siempre ocupadísimo. No he aprendido nunca a jugar a esas cosas vuestras.
—Pero podrías perfectamente, Martin, podrías, con el empeño que tú pones en todo.
—¡Incluso en emborracharme en Blackwater!
—¡Y espero que también en Nueva York! ¡Mi querido Roger se lo pasaba tan bien de una forma inocente emborrachándose en las cenas sociales! Pero hablo en serio: si te esforzases, podrías aprender a jugar bien al bridge y al golf… y podrías conversar… mejor que cualquiera de ellos. ¡Si supieses lo terriblemente nueva que es la mayoría de la clase ducal de este país! Y Martin: ¿no crees que sería bueno para ti? ¿No trabajarías mucho mejor si te apartases de vez en cuando de tus tablas logarítmicas? ¿Y vas a aceptar que haya algo de lo que no seas capaz?
—No, yo…
—¿Vendrás a cenar el martes de la semana que viene, solo nosotros dos, y lo discutiremos?
—Encantado.
Durante una serie de horas, en el tren hasta el lugar donde estaba Terry Wickett de vacaciones en las montañas de Vermont, Martin estuvo convencido de que amaba a Joyce Lanyon y de que iba a aprender el arte de ser distinguido lo mismo que había aprendido fisicoquímica. Ardientemente, y sin la menor ironía, mientras estaba sentado muy tieso en un rancio coche salón Pullman con los pies encima de su maleta, se imaginó luciendo una corbata de club (adquiriendo antes presumiblemente la corbata y el club), jugando al golf ataviado con pantalones de golf y alternando con gran desenvoltura con el amigo R. G. y mostrándose increíblemente ingenioso sobre el envejecido Rolls Royce de Latham Ireland.
Pero olvidó esas aficiones en cuanto llegó a la cabaña de la que era orgulloso propietario Terry, situada junto a un lago entre robles y arces, y escuchó algo tan real como las teorías de Terry sobre la descomposición de los derivados de la quinina.
Terry, pese a ser quizás el menos sentimental de los seres humanos, había llamado a su casa «El Descanso de los Pájaros». Poseía cinco acres de bosque, a poco más de tres kilómetros de una estación ferroviaria. La cabaña era de troncos, de dos habitaciones, con literas por lechos y hule por mantel.
—Este es el plan, Slim —dijo Terry—. Algún día daré con un medio de hacer que un laboratorio aquí rinda, fabricando suero o algo así, y levantaré un par de edificios más en el llano junto al lago, y tendré un sitio absolutamente independiente para la ciencia… dos horas al día en la parte comercial y digamos que seis para dormir y un par para comer y contar chistes verdes. Eso serán… dos y seis y dos hacen diez, si es que tengo alguna autoridad en matemáticas superiores… y quedarán catorce horas al día para investigación (salvo cuando tú tengas algo especial en marcha), sin ningún superior ni ninguno de los patrones de la asociación ni directores a los que tengas que dar satisfacción redactando informes estúpidos. Por supuesto, no habrá cenas científicas con damas en traje de noche, pero imagino que seremos capaces de poder permitirnos carne de cerdo salada en abundancia y pipas de mazorca de maíz y tu cama estará perfectamente hecha… si tú mismo te la haces. ¿Qué te parece? Venga, vamos a darnos un chapuzón.
Martin regresó a Nueva York con los planes no muy compatibles de ser el jugador de golf mejor vestido de Greenwich y de cocinar estofado con Terry en El Descanso de los Pájaros.
Pero la primera de esas dos cosas era la más novedosa para él.
II
Joyce Lanyon estaba disfrutando de una conversión. Sus experiencias de St. Hubert y su carácter variable habían hecho que se sintiese insatisfecha con el círculo de automovilistas rápidos de Roger.
Dejó que las damas mecenas que conocía la sumaran con engaños a varias de sus Causas, y disfrutó como había disfrutado de su trabajo de guerra activo y absolutamente sin propósito en 1917, porque Joyce Lanyon era en cierto grado una Arreglista, que era un epíteto inventado por Terry Wickett para Capitola McGurk.
Y Joyce era no solo una Arreglista sino incluso una Mejoradora, pero no era una Capitola; ni agitaba un abanico de plumas y hablaba espaciosamente ni daba salida a su pasión sexual conversando. Era delicada e incluso primorosa a veces, con un tigre dentro, aunque estaba tan alejada de la pasión de tocador perfumado y ropa interior negra como de la frescura rancia de Capitola. Lo suyo era pura seriedad lisa y blanca y carne dorada.
Detrás de todas sus razones para valorar a Martin estaba el hecho de que la única vez en su vida que se había sentido útil e independiente había sido como cocinera en un asilo de ancianos.
Podría haber continuado a la deriva, en su mundo de gentes que iban a la deriva, si no fuese por la intervención de su admirador Latham Ireland, el abogado-diletante.
—Joy —le comentó—, pareció haber una cantidad asombrosa de ese tal doctor Arrowsmith en este lugar. Como tu benigno tío…
—Latham, querido mío, estoy totalmente de acuerdo en que Martin es demasiado agresivo, absolutamente tosco, muy egoísta, bastante mojigato, absolutamente pedante y que sus camisas son atroces. Y estoy bastante convencida de que me casaré con él. ¡Casi creo que le amo!
—¿No sería el cianuro un medio más limpio de suicidarse? —dijo Latham Ireland.
III
Lo que Martin sentía por Joyce era lo que sentiría cualquier viudo de treinta y ocho por una mujer joven y bonita y elocuente que prestase atención a su sabiduría. En cuanto a su riqueza, no había absolutamente ningún problema. ¡Él no era ningún hombre pobre que se casase por dinero! ¡Estaba ganando diez mil al año, que eran ocho mil más de los que necesitaba para vivir!
De vez en cuando recelaba de la dependencia del lujo que veía en ella. Con una inmensa habilidad le pidió que en lugar de cenar en su monumental salón jacobeano fuese con él a su propio tipo de fiesta. Ella accedió, con entusiasmo. Fueron a abismales restaurantes de Greenwich Village con velas, camareros artísticos y nada decente que comer; o a antros de Chinatown con comida y nada más. Hasta tomaron el metro… aunque después de cenar Martin solía olvidar que estaba siendo espartano y pedir un taxi. Joyce lo aceptó todo sin pestañear ni protestar demasiado.
Ella, por su parte, jugó al tenis con él en la pista de su azotea; le enseñó a jugar al bridge, al que, con su concentración y su memoria, pronto jugó mejor que ella y del que disfrutó asombrosamente; le convenció además de que tenía buenas piernas y que le sentaría bien la ropa de golf.
Un sereno anochecer de otoño llegó a buscarla para ir a cenar. Tenía un taxi esperando.
—¿Por qué no seguimos con el metro? —dijo ella.
Estaban en la entrada de su casa, en una calle vacuamente cara y absolutamente antiromántica que daba a la Quinta Avenida.
—¡Oh, me revienta ese metro asqueroso tanto como a ti! El que me metan los codos en el estómago no me ha ayudado nunca gran cosa a planear experimentos. Espero que cuando nos casemos disfrute en tu limusina.
—¿Es eso una propuesta de matrimonio? Yo no estoy nada segura de que vaya a casarme contigo. ¡En serio, no lo estoy! ¡Tú no tienes el menor sentido del confort!
Se casaron en el enero siguiente, en la iglesia de St. George y Martin sufrió tanto con las flores, el obispo, los parientes de voces agudas y el sombrero de copa que Joyce había exigido, como por el hecho de que Rippleton Holabird le estrecharse la mano con una expresión de: «Por fin, mi querido muchacho, ha salido de la barbarie y se ha convertido en Uno de Nosotros».
Martin había pedido a Terry que fuese su padrino. Terry se había negado, y había dicho que a lo único que podría llegar, con mucho esfuerzo, sería a asistir a la boda. El padrino fue el doctor William Smith, con su barba recortada para la ocasión, y alarmante chaqué y un sombrero de copa que había comprado en Londres once años antes, pero la seguridad de ambos corrió a cargo de un primo de Joyce que estaba garantizado que tendría pañuelos extra y que era capaz de identificar la Marcha Nupcial. Había entendido que Martin había estudiado en Groton y Harvard, y cuando descubrió que lo había hecho en Winnemac y nada más, pasó a mostrarse receloso.
En su camarote del vapor, Joyce murmuró: «¡Querido, fuiste valiente! No sabía lo imbécil que era ese primo mío. ¡Bésame!».
A partir de entonces (salvo por un segundo terrible en que Leora flotó entre ellos, los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho pálido y frío) fueron felices y cada uno de ellos descubrió en el otro aspectos nuevos y azarosos.
IV
Vagabundearon por Europa durante tres meses.
Joyce había dicho el primer día: «Resolvamos de una vez ese asunto brutal del dinero. Yo diría que eres el menos mercenario de los hombres. He puesto diez mil dólares a tu disposición en Londres… oh, sí, y cincuenta mil en Nueva York… y si no te parece mal, cuando tengas que hacer cosas para mí, me gustaría que los utilizases. ¡No! ¡Espera! ¿Es que no te das cuenta de lo normal y decente que quiero que resulte todo? ¿No querrás ofenderme para salvaguardar tu amor propio?».
V
No tuvieron más remedio que aceptar la hospitalidad de la Principessa del Oltraggio (anteriormente señorita Lucy Deemy Bessy de Dayton), madame des Basses Loges (señorita Brown de San Francisco) y la condesa de Marazion (que había sido la señora de Arthur Snaipe de Albany, y varias cosas más antes de eso), pero Joyce fue con él a ver los grandes laboratorios de Londres, París, Copenhague. Tuvo la satisfacción de ver cómo ganadores del Premio Nobel recibían a Su Marido, le conocían, deseaban discutir ardorosamente con él sobre el fago, y le mostraban sus trabajos de años. Algunos de ellos eran precipitados e insípidos, en opinión de Joyce. Su Hombre era más guapo que todos ellos, y solo con que fuese un poco paciente con él, podría convertirle en un maestro del polo y enseñarle a vestir bien y a conversar… pero por supuesto seguiría con la ciencia… era una lástima que no tuviese ningún título, de caballero, por ejemplo, como algunos de los científicos británicos a los que vieron. Pero hasta en los Estados Unidos había títulos honoríficos…
Mientras ella descubría y digería la Ciencia, Martin descubría a las Mujeres.
VI
Conocedor únicamente de Madeline Fox y Orquídea Pickerbaugh, que eran Buenas Chicas Americanas, de damas de la noche rápidamente olvidadas y de Leora, que, en su indolencia, su indiferencia por la decoración y la buena fama, no era ni mujer ni esposa sino solo su propio yo, Martin no sabía absolutamente nada de las mujeres. Había esperado que Leora aguardase su llegada, obedeciese sus deseos, comprendiese sin que él tuviese necesidad de decírselas todas las cosas halagadoras que había pensado decirle. Estaba mimado, y Joyce no tuvo ningún miedo a decírselo.
No era propio de ella permanecer sentada sonriente y muda mientras él y sus colegas de investigación arreglaban el mundo. Martin se dio cuenta, a base de muchos sobresaltos, de que tenía que considerar, incluso fuera del dormitorio, las fluctuaciones y variables de su esposa, como Una Mujer, y a veces como Una Mujer Rica.
Resultaba desconcertante descubrir que mientras Leora había reclamado agriamente lealtad sexual pero no se había preocupado gran cosa de cómo pudiese darle los Buenos Días, a Joyce la dejaba indiferente el número de mujeres con las que él pudiera haberse encariñado (siempre que no la ofendiese haciendo el amor con ellas en su presencia), pero le exigía darle los Buenos Días como si de veras lo sintiese. Resultaba desconcertante descubrir con qué firmeza discriminaba Joyce entre sus caricias cuando estaba absorto en ella y su interés precipitado cuando quería irse a dormir. Le decía que podía matar a un hombre que la considerase simplemente un mueble apropiado, y enfatizaba incómodamente lo de «mataría».
Esperaba de él que recordase su cumpleaños, el vino que le gustaba, las flores que prefería y su aversión a presenciar la operación del afeitado. Quería una habitación propia; le insistía en que llamase antes de entrar; y exigía que admirase sus sombreros.
Cuando estaba tan interesado en el trabajo en el Instituto Pasteur que mandó a un empleado que la telefoneara diciéndole que no podría encontrarse con ella para cenar, Joyce se puso furiosa.
—Oh, tenías que esperar eso —reflexionó él, creyendo que estaba mostrando tacto y paciencia y penetración.
A veces le enojaba que ella nunca estuviese dispuesta a salir de paseo con él inmediatamente. Por muy breve que fuese la salida, Joyce tenía que ir primero a su habitación a por los guantes blancos… permanecer allí plácidamente poniéndoselos… Y en Londres le hizo comprar polainas… e incluso ponérselas.
Joyce no era solo una Arreglista… era una Anglófila. Reverenciaba, como la mayoría de las cosmopolitas estadounidenses, a la aristocracia inglesa, adoptaba todas sus normas y creencias (o lo que ella consideraba sus normas y creencias) y atesoraba sus encuentros con ella. Tres años y medio después de la guerra de 1914-18, aún decía que despreciaba a todos los alemanes y la única pelea auténtica entre ella y Martin se produjo cuando él quiso ir a ver los laboratorios de Berlín y Viena.
Pero pese a todas sus diferencias fue un peregrinaje romántico. Se amaron sin miedo; hicieron excursiones por las montañas y regresaron para disfrutar de vastos cuartos de baño y cenas ingeniosas; se sentaron en las terrazas de los cafés y, salvo cuando él se quedaba callado al recordar cuánto había deseado Leora sentarse en los cafés de Francia, se confesaron mutuamente todos los anhelos de su mente.
Europa, la Europa de ella, la que ella siempre había conocido y amado, se la ofreció a él con mano generosa, y él, que siempre había sido sensible a los colores cálidos y al gesto delicado (cuando no estaba poseído por el frenesí del trabajo) se lo agradeció y mostró un asombro infantil. Se convenció de que estaba aprendiendo a abordar la vida de una forma fácil, desenvuelta y bella; criticó a Terry Wickett (aunque solo consigo mismo) por su provincianismo; y así, en un ocio dorado, regresaron América y a la prohibición y a los políticos decididos a proteger a toda costa al trust siderúrgico de los comunistas, a las conversaciones sobre el bridge y los automóviles y a las determinaciones de la presión osmótica.