Capítulo 36

I

Martin regresó casualmente a Nueva York tal como había salido de allí, en el St. Buryan. El barco estaba poblado por los fantasmas de Leora durmiendo, de Sondelius gritando en el puente.

Y en el St. Buryan estaba la señorita Gwilliam, la del club de campo, que había ofendido tanto a Sondelius.

Había pasado el invierno dedicada a la importante tarea de tomar notas sobre la música nativa en Trinidad y en Caracas; o al menos de planear tomar notas. Vio subir a bordo a Martin en Blackwater y se fijó impertinentemente en los amigos que le despedían: dos ingleses, uno gordo, otro alto y delgado, y un escocés de aspecto seco.

—Sus amigos parecen todos británicos —le ilustró, después de haberle abordado como a un viejo amigo.

—Sí.

—Ha pasado usted el invierno aquí.

—Sí.

—Mala suerte verse atrapado por la cuarentena. ¡Pero ya le dije yo que era una estupidez desembarcar aquí! Debe de haber conseguido ganar mucho dinero ejerciendo como médico. Pero debe de haber sido desagradable, en realidad.

—Sí… sí, supongo que sí.

—¡Ya les dije yo que lo sería! Debería haber venido a Trinidad. ¡Qué isla tan fascinante! Y dígame, ¿cómo está el Maleducado?

—¿Quién?

—Oh, ya sabe… aquel sueco tan divertido que se ponía a bailar y todo lo demás.

—Está muerto.

—Oh, lo siento. Sabe, no importa lo que dijeran los demás, a mí nunca me pareció que fuese tan malo. Estoy segura de que en el fondo era una persona culta y agradable, cuando no andaba haciendo el payaso por ahí. Su esposa no está con usted, ¿verdad?

—No… ella no está conmigo. Tengo que bajar a deshacer la maleta ahora.

La señorita Gwilliam se le quedó mirando mientras se alejaba con una expresión que decía que lo menos que podía hacer la gente era aprender un mínimo de buenos modales.

II

Con el calor y la amenaza de huracanes había pocos pasajeros de primera clase en el St. Buryan, y la mayoría de ellos no contaban porque no eran turistas yanquis joviales y decentes sino solo suramericanos. Como hacen los turistas cuando han ampliado y enriquecido su mente viajando, cuando regresan a Nueva Jersey o Wisconsin con el mérito de haber pasado seis meses enteros en las Antillas y en América del Sur, los miembros del remanente respetable se miraban unos a otros quisquillosos y se fijaban en aquel hombre delgado y pálido que parecía tan inquieto, que andaba todo el día dando vueltas por cubierta, al que después de medianoche se veía solo, apoyado en la barandilla de la borda.

—¡A mí me parece que ese individuo está muy nervioso, mucho! —le dijo el señor S. Sanborn Hibble de Detroit a la encantadora señora Dawson de Memphis, y ella contestó, con aquel ingenio suyo que la hacía tan popular dondequiera que iba:

—Sí, verdad. ¡Creo que debe de estar enamorado!

—¡Oh, yo le conozco! —dijo la señorita Gwilliam—. Su esposa y él iban en el St. Buryan en el viaje de ida. Ella está ahora en Nueva York. Él es una especie de médico… que no creo que sea demasiado importante. Entre nosotros, no me parece que valga gran cosa, ni ella tampoco. Se pasaron todo el viaje sentados con cara de idiotas.

III

Martin estaba deseoso de volver a tener en sus manos los tubos de ensayo. Sabía que, tal como había supuesto una vez, las tareas de administración y los Grandes Asuntos le resultaban odiosos.

Cuando paseaba por cubierta, se le despejaba la cabeza y era él mismo. Se imaginaba furioso ante los críticos que no tardarían en machacar cualquier informe final que pudiese redactar. Durante un tiempo le pareció odiosa la crítica de sus colegas los trabajadores del laboratorio, lo mismo que le había parecido odioso su espíritu de emulación; le parecía odiosa la necesidad de tener que volver la cabeza y mirar por encima del hombro constantemente a los perseguidores. Pero una noche que pasó horas en la barandilla de cubierta, admitió que tenía miedo a sus críticas, y ese miedo se debía a que su experimento estaba lleno de fallos. Arrojó por la borda todos los argumentos con los que se había protegido: «Los que nunca han pasado por la experiencia de intentar, en medio de una epidemia, mantener la calma y atenerse a las condiciones experimentales, no entienden, desde la seguridad de sus laboratorios, a lo que tiene uno que enfrentarse».

La crítica constante era buena, si no se limitaba a ser fruto del resentimiento, los celos y la banalidad…

¡No, podía ser buena aunque fuese fruto de eso! Algunos hombres tenían que ser lo que los trabajadores normales y afables llamaban «resentidos». Para ellos el resentimiento gozoso que experimentaban al aplastar lo que era casi bueno era más natural que la creación. ¿Por qué un gran especialista en demolición de edificios, que podía despejar el suelo ocupado, tenía que verse obligado a poner ladrillos?

—¡De acuerdo! —dijo alborozado—. ¡Que vengan! Tal vez me anticipe a ellos y publique una burla de mi propio trabajo. He conseguido algo, con la prueba de St. Swithin, aunque dejase que se me escaparan un poco las cosas. Llevaré mis datos a un biómetra. Él puede depurarlos. ¡En fin! Lo que quede, lo publicaré.

Se fue a la cama con la sensación de que podría hacer frente a los ojos de Gottlieb y de Terry, y durmió sin terrores por primera vez en varias semanas.

IV

En el muelle de Brooklyn, para asombro y ligera indignación de la señorita Gwilliam, el señor S. Sanborn Hibble y la señora Dawson, Martin fue recibido por periodistas que amable, pero vagamente, deseaban saber qué eran aquellas cosas notables que había estado haciendo con una enfermedad u otra, en una isla o un sitio parecido.

Le libró de su asedio Rippleton Holabird, que se abrió camino entre ellos con los brazos extendidos, gritando: «¡Oh, mi querido colega! Sabemos todo lo que ha pasado. Lo sentimos tanto y nos alegramos tanto de que no le sucediese nada a usted y pudiese volver con nosotros».

Fuese lo que fuese lo que Martin, bajo la sombra de Max Gottlieb, pudiese haber dicho sobre Holabird, en aquel momento se retorció las manos y murmuró: «Es agradable volver a casa».

Holabird (vestía una camisa azul con el cuello azul almidonado, como un actor) no pudo esperar a que el equipaje de Martin hubiese pasado por la aduana. Tuvo que volver a sus tareas como director en funciones del instituto. Solo se demoró para indicar que el Consejo de Directores iba a nombrarle ya director titular, y que, por supuesto, mi querido amigo, se encargaría de que Martin recibiese todo el crédito y la recompensa que merecía.

Después de que se fue Holabird, conduciendo su impecable cupé (explicaba a menudo que su esposa y él no podían permitirse un chófer, que preferían gastarse el dinero en otras cosas), Martin reparó en la presencia de Terry Wickett, apoyado en una carcomida columna de madera del edificio del puerto, como si llevase allí horas.

Terry se acercó y masculló: «Hola, Slim. ¿Todo bien? Venga, pasemos las cosas por aduana. Fue un gran placer ver cómo el director y tú os besabais».

Mientras atravesaban las calles de Brooklyn, Martin preguntó: «¿Qué tal está haciendo las cosas Holabird como director? ¿Y cómo está Gottlieb?».

—Oh, la Gallina Sagrada no es peor que Tubbs; es incluso más educado y más ignorante… ¡Yo, mírame! Uno de estos días voy a escaparme a los bosques… tengo una cabaña en Vermont… ¡me iré a trabajar allí y no tendré que producir resultados para el director! Me han metido en el Departamento de Bioquímica. Y Gottlieb… —la voz de Terry adquirió un tono angustioso—. Supongo que está muy mal… le han asignado una pensión. Pero mira, Slim: he oído que vas a ser un jefe dorado de departamento, y yo nunca seré nada más que un miembro asociado. ¿Vas a seguir conmigo o vas a ser uno de los animalitos de compañía de la Gallina Sagrada… un héroe científico?

—Yo estoy contigo, Terry, viejo gruñón. —Martin abandonó el cinismo que siempre le había parecido adecuado entre él y Terry—. No tengo nada más. Leora y Gustaf se han ido y ahora quizás Gottlieb también. ¡Tú y yo tenemos que mantenernos unidos!

—¡Eso está hecho!

Se dieron la mano, tosieron roncamente y pasaron a hablar de una cosa y otra.

V

Cuando Martin entró en el instituto, sus colegas corrieron todos a darle la mano y a felicitarle, y aunque su alabanza era halagüeña, no hay ningún momento en que uno pueda soportar tanta como cuando vuelve a casa.

Sir Robert Fairlamb había escrito al instituto una carta glorificándole. La carta llegó en el mismo barco que Martin, y Holabird se la entregó a la prensa al día siguiente.

Los periodistas, que solo habían estado ligeramente interesados durante su desembarco, se presentaron para hacer entrevistas y, mientras Martin se mostraba hosco y nervioso, Holabird se hacía cargo de ellos, de manera que los periódicos pudiesen proclamar que Estados Unidos, que estaba siempre salvando al mundo de una cosa u otra, había ido y había vuelto a hacerlo. Se propagó en el medio que el doctor Martin Arrowsmith no solo era un médico brujo poderoso y posiblemente una especie de trabajador de laboratorio, sino también un feroz asesino de ratas, quemador de aldeas, orador ante el Consejo Especial y vencedor de la muerte. Existía por entonces, en ciertos lugares, una duda en cuanto a lo benevolentes que habían sido los Estados Unidos con sus hermanos pequeños (México, Cuba, Haití, Nicaragua) y los directores de periódicos y los políticos estaban agradecidos con Martin por aquella prueba del espíritu de sacrificio y la tierna vigilancia del país.

Recibió cartas del Servicio Público de Sanidad; de una universidad emprendedora del Medio Oeste que deseaba convertirle en doctor en Derecho Civil; de asociaciones y facultades de Medicina que le suplicaban que acudiese a ellas como conferenciante. Aparecieron editoriales sobre su trabajo en las publicaciones médicas y en los periódicos; y el congresista Almus Pickerbaugh le envió un telegrama desde Washington diciendo, en lo que el congresista es muy probable que considerase verso: «Para a los que vienen de Nautilus poder superar, mucho ha de esforzarse uno y de trabajar». Y fue invitado de nuevo a cenar en la casa de los McGurk, no por Capitola sino por Ross McGurk, cuyo nombre nunca había recibido un blanqueado tal.

Rechazó todas las invitaciones a ir a dar conferencias y charlas, y las apresuradas instituciones que le habían invitado respondieron con mansedumbre que comprendían lo terriblemente ocupado que estaba el doctor Arrowsmith y que, si alguna vez pudiese encontrar tiempo, se sentirían sumamente honradas…

Rippleton Holabird fue elegido por fin director titular, sucediendo a Gottlieb, y procuró utilizar a Martin como la joya más preciada del instituto. Llevó a verle a todos los dignatarios de visita, a todos los Hombres de Alegría Medida extranjeros, y ellos parecieron complacidos y se esforzaron por formular preguntas. Luego Martin fue nombrado jefe del nuevo Departamento de Microbiología con el doble de sueldo que antes.

Nunca llegó a saber cuál era la diferencia entre microbiología y bacteriología. Pero no podía oponerse a nada de su glorificación. Aún estaba demasiado desconcertado… y aún más después de haber visto a Max Gottlieb.

VI

A la mañana siguiente de su regreso, Martin había telefoneado a casa de Gottlieb, había hablado con Miriam y había recibido permiso para ir de visita al final de la tarde.

Durante todo el camino hasta la parte alta de la ciudad podía oír a Gottlieb diciendo: «¡Tú eras un hijo! Te di todo lo que sabía de honor y de verdad, y tú me has traicionado. ¡Fuera de mi vista!».

Miriam le recibió en el vestíbulo, preocupada: «No sé si debería haberle dejado venir en realidad, doctor».

—¿Por qué? ¿Tan mal está que no puede recibir visitas?

—No es eso. En realidad no parece que esté mal, solo que está débil, pero es que no conoce a nadie. Los médicos dicen que es demencia senil. Ha perdido la memoria. Y de pronto se le ha olvidado completamente el inglés. Solo puede hablar alemán, y yo no sé alemán, solo un poquito. ¡Ojalá lo hubiese estudiado, en vez de estudiar música! Pero puede que le haga bien verle a usted. Le ha tenido siempre tanto afecto. No sabe cómo hablaba de usted y del espléndido experimento que ha estado haciendo en St. Hubert.

—Bueno, yo… —no se le ocurría nada que decir.

Miriam le condujo a una habitación que tenía las paredes oscurecidas con libros. Allí estaba Gottlieb con una escuálida mano apoyada flácidamente en el brazo del gastado sillón en el que estaba hundido.

—¡Doctor, soy Arrowsmith, acabo de regresar! —murmuró Martin.

Pareció como si el anciano medio entendiera; le miró, luego movió la cabeza y gimió: «Versteh’ nicht». Sus ojos arrogantes estaban nublados con lentas lágrimas incontrolables.

Martin comprendió que nunca podría ser ya castigado y purificado. Gottlieb se había hundido en la oscuridad confiando aún en él.

VII

Cerró su piso (el que había sido de los dos) con una furia rápida y fría, para no correr el riesgo de entregarse a su desdicha al encontrar entre las pertenencias de Leora un millar de fragmentos de ella que la hicieran volver: el vestido que había comprado para la cena de Capitola McGurk, una chocolatina petrificada que había escondido para comer ilegalmente de noche, un recordatorio: «Comprar almendras para Sandy». Alquiló una habitación hoscamente impersonal en un hotel y se sumergió en el trabajo. No había para él nada más que el trabajo y la áspera amistad de Terry Wickett.

Su primera tarea fue comprobar las estadísticas de sus tratamientos de St. Swithin y las nuevas cifras que aún llegaban procedentes de Stokes. Algunas de ellas eran vacilantes, algunas sugerían que el valor del fago había sido confirmado con seguridad, pero no había nada definitivo. Llevó sus cifras a Raymond Pearl, el biómetra, que estimó aún menos su valor que el propio Martin.

Había hecho ya un informe de su trabajo para los directores del instituto, sin más conclusión que «los resultados esperan el análisis estadístico con el que debería contarse antes de que se publicasen». Pero Holabird se había vuelto loco, los periódicos habían hablado de milagros, y Martin se veía asediado por peticiones de que enviase fago; preguntas sobre si no tenía un fago para la tuberculosis, para la sífilis; ofertas para que se hiciese cargo de una epidemia y otra.

Pearl había indicado que sus gratos resultados sobre la primera aplicación de fago a toda la aldea de Caribe debían ponerse en entredicho, porque era posible que cuando él había empezado a administrarlo allí la curva de la enfermedad hubiese superado ya su pico. Con esta y otras complicaciones, enfocando su trabajo apresurado en St. Hubert tan pausadamente como si procediese de alguien a quien no conociese de nada, Martin decidió que no tenía ninguna prueba adecuada y fue a ver al director.

Holabird fue amable y cortés, pero indicó con un suspiro que si se publicaba aquella conclusión, él tendría que volverse atrás de todas las cosas que había dicho sobre la hazaña que, supuestamente, había conseguido, con su inspiración, que realizase su subordinado. Fue amable y cortés, pero firme; debía suprimir (Holabird no dijo «suprimir», dijo «dejarme para una posterior consideración») los resultados estadísticos reales y emitir el informe con un sumario ambiguo.

Martin se puso furioso, Holabird se mostró delicadamente implacable. Martin corrió a hablar con Terry, proclamando que dimitiría… que denunciaría… que pondría al descubierto… ¡Sí! ¡Lo haría! Ya no tenía que mantener a Leora. Trabajaría como dependiente en una botica. Volvería inmediatamente y le diría a la Gallina Sagrada…

—¡Alto! ¡Slim! ¡Espera un momento! ¡Echa el freno al caballo! —dijo Terry—. Síguele la corriente un poco a la Gallina y veremos lo que podemos hacer los dos juntos e independientes. Entretanto dispones de un laboratorio aquí y ¡aún tienes que aprender un poco de fisicoquímica! Y, bueno… Slim, yo no he dicho nada sobre tu asunto de St. Hubert, pero tú sabes y yo sé que lo echaste todo a perder. ¿Puedes comparecer en juicio con las manos limpias si tienes que demandar a la Gallina? Aunque yo estoy de acuerdo en que es un hipócrita asqueroso, un mentiroso, un arribista, un farsante ambicioso de poder, tiene toda la razón. Aguanta. Ya inventaremos algo. En fin, hijo, no hemos hecho más que empezar a aprender ciencia; solo estamos empezando a trabajar.

Luego Holabird publicó oficialmente, bajo el sello del instituto, el informe original de Martin para los directores, con revisiones tan pintorescas como un cambio de «los resultados deberían ser analizados» por «si bien el análisis estadístico parecería deseable, es evidente que este nuevo tratamiento ha conseguido todo lo que se había esperado».

Martin volvió a enfurecerse y Terry le calmó de nuevo; y, con una furia dura diferente al apasionamiento de los tiempos en que había sabido que Leora estaba esperándole, volvió a la fisicoquímica.

Aprendió los misterios ocultos en las determinaciones del punto de congelación, en las de la presión osmótica e intentó aplicar las generalizaciones de Northrop sobre las enzimas al estudio del fago.

Le absorbieron por completo las leyes matemáticas que predecían extrañamente a los fenómenos naturales; su mundo era frío, exacto, de un materialismo austero, amargo para aquellos que apoyaban sus razonamientos lógicos en impresiones. Se burlaba cada día más de los contadores de adoquines, los rebautizadores de especies, los compiladores de datos irrelevantes. Absorto como estaba en aquello, las agradables estaciones pasaban sin ser vistas.

En una ocasión alzó la cabeza asombrado al percibir que era primavera; en otra Terry y él recorrieron caminando más de trescientos kilómetros por las montañas de Pensilvania, por caminos estivales; pero pareció solo un día después cuando llegó Navidad, y Holabird estaba cada vez más jovial y feliz con el instituto.

La ausencia de Gottlieb puede que fuese buena para Martin, porque no acudía ya al Maestro buscando soluciones a los arduos interrogantes. Cuando se enfrentó a problemas de difusión, empezó a proyectar un aparato propio y, ya fuese porque poseía un talento innato o fuese solo por su entrega furiosa al trabajo, resultó tan competente en la tarea que se ganó de Terry una alabanza casi abrumadora: «¡Vaya, eso no está nada mal, Slim!».

La seguridad para la que Max Gottlieb parecía haber nacido le llegó a Martin lentamente, después de muchos tropezones y traspiés, pero le llegó. Deseaba lograr una técnica perfecta en la búsqueda del dato absoluto y probable; deseaba tanto como cualquier Pater[19] «arder con una llama dura como una gema», y no deseaba la fama y la aceptación en la plaza del mercado, sino más bien mantenerse libre de esas necedades, para que no le confundieran y le ablandaran.

Holabird estaba tan desconcertado como lo habría estado Tubbs por las ramificaciones del trabajo de Martin. ¿Qué creía él en realidad que era… un bacteriólogo o un biofísico? Pero le convenció la recepción que brindó el mundo científico al primer artículo importante de Martin, sobre los efectos de los rayos X, los rayos gamma y los rayos beta sobre el fago anti-Shiga. Fue alabado en París y Bruselas y Cambridge tanto como en Nueva York, por su penetración y por «la claridad y tal vez por ser anticientíficamente entusiasta, por el puro encanto y el estilo de su exposición», en palabras del profesor Berkeley Wurtz; algo que puede demostrarse con una cita del primer párrafo del artículo:

En una publicación preliminar, he informado sobre un efecto cualitativo marcado de carácter destructivo de las radiaciones de emanaciones de radio sobre el bacteriófago anti-Shiga. En el presente artículo se muestra que los rayos X, los rayos gamma y los rayos beta producen efectos inactivadores idénticos en este bacteriófago. Queda demostrado además que existe una relación cuantitativa entre esta desactivación y las radiaciones que la producen. Los resultados obtenidos de este estudio cuantitativo permiten afirmar que el porcentaje de inactivación, tal como se mide determinando las unidades de bacteriófago que persisten después de la irradiación con rayos gamma y beta de una suspensión de una virulencia determinada, depende de las dos variables, milicuries y horas. La ecuación siguiente expresa cuantitativamente los resultados experimentales obtenidos:

Cuando el director Holabird vio el artículo (Yeo fue lo suficientemente depravado para llevárselo y preguntarle su opinión) le dijo: «¡Espléndido, oh, desde luego, sencillamente espléndido! Solo he podido leerlo por encima, amigo, pero ya lo leeré cuidadosamente, claro, en cuanto tenga un momento libre».