Capítulo 35

I

La peste solo había empezado a invadir St. Swithin, pero era indudable que llegaba, y Martin, con su autoridad como oficial médico titular de la parroquia, podía hacer planes. Dividió a la población en dos partes iguales. A una de ellas, a la que llevó Twyford, se le inyectó fago de la peste, a la otra mitad no.

El experimento empezó a tener éxito. Martin veía a la remota India, con sus cuatrocientas mil muertes al año por peste, salvada gracias a sus esfuerzos. Oía decir a Max Gottlieb: «Martin, has hecho el experimento. ¡Estoy muy contento!».

La peste atacó a la mitad de la parroquia a la que no se había inyectado fago con mucha más virulencia que a los que habían sido tratados. Aparecieron unos cuantos casos entre aquellos a los que se les había administrado, pero entre los otros hubo diez, luego veinte, luego treinta víctimas diarias. Estos casos desdichados Martin los trató utilizando el fago con pacientes alternados, en el asilo de pobres un tanto desolado de la parroquia, una cabaña encalada, la más humilde frente al fondo abovedado de bananos y árboles del fruto del pan.

No podía comprender a Cecil Twyford. Aunque había considerado a sus peones como esclavos, aunque solo les había proporcionado, en su gran baronía, aquel asilo de ancianos desolado, arriesgaba su vida ahora cuidando de ellos y no solo su vida sino también las vidas de todos sus hijos.

A pesar de que Martin no la hubiese animado a hacerlo, la señora Lanyon acudió a cocinar y demostró ser una cocinera notablemente buena. Hacía también las camas; mostraba más inteligencia que los varones Twyford en la tarea de desinfectarse; y cuando trajinaba por la herrumbrososa cocina, con un vestido de guinga que había pedido prestado a una criada, perturbaba tanto a Martin que se olvidaba de rezongar.

II

Por la noche, cuando volvían en el pequeño automóvil traqueteante de Twyford a Frangipani Court, la señora Lanyon le hablaba a Martin como alguien que hubiese compartido su trabajo, pero una vez bañada y empolvada y vestida, él le hablaba como alguien que tuviese miedo. El vínculo que les unía era su parecido, el de hermano y hermana. Decidieron, casi irritados, que se parecían en todo, salvo en que el pelo de ella era de un negro más charol que el de él y en que ella no tenía las cejas belicosas e impertinentes de él.

Martin regresaba a menudo de noche a sus pacientes, pero unas cuantas veces la señora Lanyon y él huyeron, tanto de la estolidez familiar de los Twyford como del pensamiento de los pacientes abrasados por la fiebre, hasta la orilla de una laguna rocosa formada por una penetración del mar.

Se sentaban en una peña, rodeados del rumor de la marea curadora. Martin con el cerebro agitado por el recuerdo de los gráficos sobre las anchas tablas encaladas del asilo de ancianos, de las grietas de la pared por donde penetraba el sol, de los rostros hinchados y aterrados de los pacientes negros, de cómo uno de los hijos de los Twyford había volcado una ampolla de fago y de lo insoportable que había sido el calor en el pabellón. Pero la brisa de la laguna era refrescante y le serenaba y también era refrescante el murmullo de la marea. Martin percibía que el vestido blanco de la señora Lanyon se agitaba en torno a sus rodillas; se daba cuenta de que también ella estaba tensa y silenciosa. Se giró sombríamente para mirarla y ella exclamó:

—¡Estoy tan asustada y tan sola! Los Twyford son heroicos, pero son de piedra. ¡Me siento tan aislada!

La besó, y ella se quedó con la cabeza apoyada en su hombro. La suavidad de la manga de su vestido hizo temblar la mano de Martin. Pero ella se apartó bruscamente diciendo:

—¡No! En realidad no te importo nada. Solo sientes curiosidad. Tal vez eso sea una buena cosa para mí… esta noche.

Intentó darle seguridad, dársela a sí mismo, de que ella le importaba con una violencia extraña, pero la languidez le abrumaba; entre él y la fragancia de la señora Lanyon estaban los catres del hospital, un gran cansancio y el rostro quieto de Leora. Se quedaron callados, la mano de Martin se deslizó hasta la de ella y estuvieron así un rato sentados allí, serenos, comprendiendo, sin necesidad de hablar de qué harían.

Martin se paró ante la puerta del dormitorio de ella cuando volvieron a la casa e imaginó sus suaves movimientos por la habitación.

«No», se reconvino. «No puedo hacerlo. Joyce, las mujeres como ella son uno de los millones de cosas a las que he renunciado por el trabajo y por Lee. En fin. Eso es todo lo que hay, pues. Pero si estuviese aquí dos semanas… ¡Idiota! ¡Se pondría furiosa si llamases! Pero…».

No podía apartar la vista de la daga de luz que brillaba debajo de la puerta; y cuando más presente la tuvo fue después de darle la espalda y dirigirse con paso vacilante a su habitación.

III

El servicio telefónico de St. Hubert era el rasgo más deficiente de la isla. No había ningún teléfono en Penrith Lodge… el médico del puerto se había acostumbrado alegremente a recibir sus llamadas a través de un vecino. La peste había desbaratado también la centralita y Martin, después de intentar durante dos horas llamar a Leora, renunció.

Pero había triunfado. En tres o cuatro días volvería a Penrith Lodge. Twyford había accedido imperturbable a su propuesta de que invitase a Leora a trasladarse allí, y si ella y Joyce Lanyon llegaban a hacerse tan amigas que Joyce nunca volviese a recurrir a él cuando se sintiese sola, estaba dispuesto, estaba deseoso de que llegara… estaba casi deseoso.

IV

Cuando Martin la dejó en el Lodge, en la frondosa penumbra de lo alto de la colina de Penrith Hills, Leora sintió su ausencia. Se habían separado tan pocas veces desde el día que se habían conocido, cuando ella estaba fregando el suelo en un hospital en Zenith.

La tarde era interminable; cada vez que oía un ruido se levantaba con la esperanza de que fuesen los pasos de él, y se daba cuenta de que él no llegaba, y durante todo el atardecer vacío, durante toda la noche aterradora no estarían allí en alguna parte, ni él ni su voz ni la caricia de su mano.

La cena era lúgubre. Había cenado sola muchas veces cuando Martin estaba en el instituto, pero entonces sabía que volvería su lado en algún momento antes de que amaneciese… probablemente… y habría comido algo cavilando en el rincón de la mesa de la cocina, leyendo las tiras cómicas del periódico vespertino. Esa noche tuvo que animar al mayordomo, que la servía como si fuese una cena de veinte.

Se sentó en el porche, mirando hacia abajo, hacia los tejados en sombras de Blackwater, segura de que sentía subir serpenteando en la caliente oscuridad una «miasma».

Sabía en qué dirección quedaba la parroquia de St. Swithin: más allá de aquel brillo delicado de luces de cabañas de palma que ascendían en espiral por las colinas. Se concentró allí, preguntándose si podría recibir por arte de magia una señal de él, pero no podía captar nada que le indicase que él estuviese mirando hacia ella. Se quedó allí sentada largo rato, quieta… No tenía nada que hacer.

Fue una noche sin sueño. Intentó leer en la cama, instalando una bombilla eléctrica dentro de la pequeña tienda nebulosa de la mosquitera, pero la mosquitera tenía un roto y por él penetraban los mosquitos. Cuando apagó la luz y se quedó echada, tensa, incapaz de entregarse al sueño, incapaz de hundirse en la seguridad, mientras para sus ojos nublados los pliegues que veía a medias de la red mosquitera parecían deslizarse a su alrededor, intentó recordar si aquellos mosquitos podrían estar transmitiendo gérmenes de la peste. Cayó en la cuenta de lo mucho que había dependido de Martin para el conocimiento de cosas como aquella, como de toda filosofía. Recordó cómo se había enfadado él porque ella no era capaz de recordar si el mosquito de la fiebre amarilla era anofeles o estegomía (¿o era aedes?), y de pronto rompió a reír en la noche.

Se acordó de que le había dicho que se pusiese otra inyección de fago.

—Maldita sea, se me olvidó. Bueno, tengo que asegurarme de que me la pongo mañana.

«Hacer eso mañana… hacer eso mañana», se dijo mentalmente, un estribillo irritante e inevitable, mientras colgaba suspendida sobre el sueño, consciente de cuánto deseaba deslizarse entre los brazos de Martin.

A la mañana siguiente (ella no se acordó de ponerse otra inyección) los criados parecían nerviosos, y cuando intentó confortarles le comunicaron la noticia de que Oliver Marchand, el médico del que ellos dependían, había muerto.

Por la tarde, el mayordomo se enteró de que su hermana había sido trasladada al pabellón de aislamiento y bajó a Blackwater para ocuparse de sus sobrinas. No volvió; nadie llegó a saber qué había sido de él.

Hacia el oscurecer, Leora se sentía como si estuviese rodeada de tropas enemigas que se acercasen cada vez más a ella y huyó a refugiarse en el laboratorio de Martin. El laboratorio parecía lleno de la nerviosa y desbordante presencia de él. Se mantuvo alejada de los matraces de gérmenes de peste, pero cogió, porque era de él, un cigarrillo a medio fumar y lo encendió.

Tenía una pequeña grieta en los labios; y aquella mañana una doncella, cuando limpiaba el polvo (allí en el laboratorio, que era como una fortaleza contra la enfermedad) había tirado sin querer un tubo de ensayo, que había volcado su contenido. El cigarrillo parecía bastante seco, pero había en él gérmenes pestíferos suficientes para matar a un regimiento.

Dos noches después, cuando estaba tan desesperadamente sola que pensaba en ir caminando hasta Blackwater, encontrar un automóvil y correr a reunirse con Martin, despertó con fiebre, dolor de cabeza, las extremidades frías. Cuando las doncellas la descubrieron por la mañana, huyeron de la casa. La dejaron, mientras la laxitud fluía a su alrededor, sola en la casa aislada, sin ningún teléfono.

Todo el día, toda la noche, la garganta crepitando de sed, estuvo acostada ansiando que llegase alguien a ayudarla. Se arrastró hasta la cocina una vez a por agua. El suelo del dormitorio era un agitado mar interminable, el pasillo una penumbra serpenteante y junto a la puerta de la cocina cayó y estuvo allí tirada una hora, gimiendo.

—Tengo que… tengo que… no puedo recordar lo que era —la voz seguía apelando al cerebro nublado.

Entre dolores, combatiéndolos, consiguió levantarse con gran esfuerzo, se envolvió en un manto astroso que había abandonado una de las doncellas en fuga, y salió tambaleante en la oscuridad a buscar ayuda. Cuando llegó a la carretera cayó y quedó tendida debajo del seto, inmóvil, como un animal herido. Se arrastró de nuevo hacia el interior de la casa a gatas y al hacerlo, mientras su cerebro se obscurecía, casi se olvidó del dolor en su anhelo de Martin.

Estaba desconcertada; estaba sola; no se atrevía a iniciar su largo viaje sin la mano de él para confortarla. Escuchó esperando oírle… escuchó… tensa en su escucha.

—¡Vendrás! ¡Sé que vendrás y que me ayudarás! Lo sé. ¡Vendrás! ¡Martin! ¡Sandy! ¡Sandy! —gemía.

Luego fue hundiéndose en el benigno coma. Dejó de haber dolor y toda la casa en sombras estaba tranquila y silenciosa salvo por su respiración áspera y trabajosa.

V

Joyce Lanyon intentó, como Sondelius, convencer a Martin para que diese el fago a todo el mundo.

—Tengo que ser bueno y firme, aunque queráis convencerme todos. La consigna de Gottlieb. Nada me obligará a hacerlo, ni aunque intenten lincharme —se ufanaba.

Tuvo que hablarle a Joyce de Leora.

—No sé si vosotras dos os caeréis bien. Eres tan diferente, demonios. Eres muy elocuente y te gusta mucho esa «gente elegante» de la que siempre estás hablando, y a ella en cambio esa gente no le importa nada. Ella se retrae… bueno, nunca se pierde nada, en realidad, pero no habla gran cosa. De todos modos, tiene el mejor instinto para captar la sinceridad que he conocido en mi vida. Tengo la esperanza de que os caigáis bien. Me daba miedo dejarla venir aquí porque no sabía lo que me encontraría… pero voy a acercarme hoy mismo a Penrith y traerla.

Le pidió el coche prestado a Twyford y fue hasta Blackwater y subió luego hasta Penrith con excelente ánimo. Pese a todo el asunto de la peste, podían pasarlo bien al final del día. Había uno de los hijos de Twyford que era menos solemne; él y Joyce, con Martin y Leora, podían bajar hasta la laguna y cenar allí al aire libre; podrían cantar…

Llegó a Penrith Lodge gritando: «¡Lee! ¡Leora! ¡Vamos! ¡Aquí estamos ya!».

Cuando subió corriendo hasta el porche vio que estaba salpicado de hojas y cubierto de polvo, y que la puerta de entrada estaba abierta y batiendo. Su voz resonó en un silencio desesperado. Sintió un desasosiego. Corrió al interior, no había nadie en el salón, ni en la cocina, entonces corrió a su dormitorio.

En la cama, sobre los pliegues de la mosquitera rota, estaba el cuerpo de Leora, muy frágil, completamente inmóvil. Le gritó, la zarandeó, se quedó inmóvil llorando.

Habló con ella, con un leve tono de locura en la voz, intentando hacerle entender que la había amado y que si la había dejado allí había sido solo por su seguridad…

Había ron en la cocina, y fue hasta allí y bebió varios vasos colmados de él. No le hicieron efecto.

Al anochecer salió al jardín, que estaba allí en lo alto, azotado por el viento, mirando al mar, y cavó una fosa profunda. Alzó el cuerpo ligero y rígido de ella, lo besó y lo depositó en la fosa. Anduvo vagando después toda la noche. Cuando volvió a la casa y vio la hilera de pequeños vestidos de ella en los que apreció las líneas de su cuerpo suave, se sintió aterrado.

Luego se desmoronó.

Abandonó Penrith Lodge, abandonó a los Twyford y se trasladó a una habitación situada detrás de la oficina del Inspector General de Sanidad. Al lado de su catre había siempre una botella.

Como la muerte había llegado por primera vez hasta él, decía furioso: «¡Oh, malditos experimentos!». Y, pese a la consternación de Stokes, dio el fago a todo el mundo que lo pidió.

Algún resto de honor le impidió, sin embargo, distribuir universalmente el fago en St. Swithin, dado que su experimento se había iniciado allí con tanto éxito, pero el control del experimento se lo transfirió a Stokes.

Stokes se dio cuenta de que se había vuelto un poco loco, pero solo intentó que se atuviese a su experimento una vez, cuando Martin gruñó: «¿Qué me importa a mí vuestra ciencia?».

El propio Stokes, con Twyford, continuó con el experimento y siguió tomando las notas que debería haber tomado Martin. Al final del día, después de trabajar catorce y quince horas desde el amanecer, Stokes acudía a toda prisa a St. Swithin en motocicleta… No le gustaba nada el traqueteo y la falta de dignidad y le parecía un poco peligroso conducir por las carreteras de montaña con tantas curvas a cien por hora, pero era el método más rápido. Conferenciaba allí hasta medianoche con Twyford, le daba instrucciones para el día siguiente, ordenaba sus torpes anotaciones y se maravillaba de su hosca mansedumbre.

Mientras tanto, durante todo el día, Martin ponía inyecciones a una serie de ciudadanos asustados que hacían cola en la oficina del Inspector General de Sanidad de Blackwater. Stokes le rogó que le encargase la tarea al menos a otro médico y que se tomase todo el interés posible por St. Swithin, pero Martin experimentaba una satisfacción amarga echando por tierra toda su tarea, ayudando a hundir sus propios planes.

Con una enfermera como ayudante, se plantaba allí de pie en la oficina desnuda. Hileras e hileras de individuos, negros, blancos, hindúes, formaban una agitada cola de una manzana de largo, de diez en fondo, esperando enmudecidos, como si esperasen la muerte. Llegaban hasta la enfermera que estaba al lado de Martin y ofrecían azorados sus brazos, que ella frotaba con agua y jabón y untaba con alcohol antes de hacerles pasar a él. Martin les pellizcaba bruscamente en la piel del brazo y clavaba la aguja de la jeringuilla, maldiciéndoles por moverse, sin mirarles nunca a la cara. Cuando le dejaban gorjeaban con gratitud: «¡Oh, que Dios le bendiga, doctor!»… pero él no les oía.

A veces estaba allí Stokes, mirando nervioso, sobre todo cuando en la cola veía peones de la plantación de St. Swithin, que debían permanecer en realidad en su parroquia bajo control estricto, para poder comprobar el valor del fago. A veces bajaba sir Robert Fairlamb para sonreír y charlar y ofrecer su ayuda… Lady Fairlamb había sido la primera persona a la que se había inyectado, y después de ella había ido una criada harapienta de la cocina, desbordante de aleluyas.

Al cabo de una quincena, Martin se cansó por fin de aquel melodrama y mandó que cuatro médicos pusiesen las inyecciones, mientras él fabricaba fago.

Pero de noche se sentaba solo, desmelenado, a beber sin parar, manteniéndose a base de whisky y rabia, liberando su alma y disolviendo su cuerpo con odio, lo mismo que en otros tiempos los ermitaños disolvían el suyo con éxtasis. Su vida era tan irreal como las noches de un viejo borracho. Tenía una ventaja sobre la humanidad normal y caduca, que no le importaba vivir o morir, porque estaba allí sentado con los muertos, hablaba con Leora y Sondelius, con Ira Hinkley y Oliver Marchand, con Inchcape Jones y con una horda sombría de negros que alzaban las manos suplicantes.

Después de la muerte de Leora había vuelto a la casa de los Twyford solo una vez, a recoger el equipaje, y no había visto a Joyce Lanyon. La odiaba. Juraba que no había sido su presencia lo que le había impedido regresar a por Leora antes, pero se daba cuenta de que mientras él había estado charlando con Joyce, Leora estaba muriendo.

—¡Maldita escaladora social lenguaraz! ¡Nunca volveré a verla, gracias a Dios!

Estaba sentado en el borde de su catre, en aquella habitación reducida y sin ventilación, despeinado, los ojos inyectados en sangre, con un gatito callejero extraviado, al que consideraba su único amigo, dormido sobre la almohada. Al oír que llamaban a la puerta, murmuró: «No puedo hablar con Stokes ahora. Que él haga sus propios experimentos. ¡Estoy harto de experimentos!».

Pero dijo, hoscamente: «¡Vale, adelante!».

La puerta se abrió y era Joyce Lanyon, serena, elegante, segura.

—¿Qué quieres? —gruñó él.

Ella le miró fijamente; cerró la puerta; ordenó el caos de comida, papeles e instrumentos de su mesa. Empujó al indignado gatito a una estera, sacudió la almohada y se sentó a su lado en aquel catre que olía a humanidad. Luego:

—¡Por favor! Sé lo que ha pasado. Cecil va a estar una hora en la ciudad y yo quería traer… ¿No te confortará un poco saber lo que te queremos? ¿No me dejarás ofrecerte amistad?

—No quiero amistad de nadie. ¡No tengo ningún amigo!

Y siguió allí sentado, mudo, la mano de ella en la suya, pero cuando ella se fue sintió un estremecimiento de nuevo valor.

No era capaz de abandonar su dependencia del whisky, y no podía ver ningún medio de impedir que se siguiese inyectando fago a todos los que acudían a pedirlo, pero transfirió esa tarea y la manufactura de fago a otros y reanudó con el máximo rigor la observación de su experimento de St. Swithin… desbaratado como estaba ya por los habitantes de la parroquia a los que no se administraba fago en ella, pero que iban a Blackwater a por él.

No veía a Joyce. Vivía en el asilo de ancianos, pero casi siempre estaba sobrio al final del día.

VI

El evangelio del exterminio de ratas se había propagado por la isla; todo el mundo desde el niño de cinco años a la anciana renqueante salía a matar ratas y ardillas de tierra. Fuese por el fago o por la matanza de ratas y ardillas o por obra de la Providencia, el caso es que la epidemia fue reduciéndose y seis meses después de la llegada de Martin, cuando el mayo antillano bullía y la estación de los huracanes amenazaba ya, casi había desaparecido la peste y se levantó la cuarentena.

St. Hubert se sintió segura en sus cocinas y en sus tiendas, y en medio del fragor de la primavera la isla se regocijaba, lo mismo que se regocija un hombre enfermo cuando se libera de sus dolores por el mero hecho de vivir y estar en paz.

El que se regatease escandalosa y abusivamente en el mercado público, el que los enamorados paseasen ciegos a todos salvo a ellos mismos, el que los holgazanes contasen historias y bebiesen prolongadamente en La Casa del Hielo, el que los viejos cacareasen acuclillados a la sombra de los mangos, el que las congregaciones cantasen juntas al Señor… todo eso no era ya para ellos algo ordinario ni estúpido sino la bendición del paraíso.

La salida del primer vapor del puerto la convirtieron en una festividad. Blancos y negros, hindúes y chinos y caribes llenaban el puerto, gritando, agitando pañuelos, intentando no llorar ante el exiguo pitido de flauta de lo que quedaba de la Gran Banda de Música de Blackwater; y cuando el vapor, el St. Ia de la Naviera McGurk, soltó amarras, con su capitán en la barandilla del puente, muy erguido, saludándoles con un floreo pero con los ojos tan empañados por las lágrimas que no podía ver el puerto, sintieron que no eran ya leprosos encarcelados sino una parte del mundo libre.

En el vapor zarpó Joyce Lanyon. Martin le dijo adiós en el puerto.

Estrechándole la mano con fuerza, casi tan alta como él, le miró sin el menor embarazo, y dijo alegremente:

—Lo has superado. Yo también. Hemos estado los dos locos, por sentirnos atrapados aquí. No creo que te ayudase, pero lo intenté. Nunca había practicado como enfermera, ¿sabes? Me enseñaste tú. Adiós.

—¿No podría ir a verte en Nueva York?

—Si de verdad te apeteciese hacerlo…

Y aunque se fue, no había estado nunca tanto con él como a lo largo de aquella hora tediosa en que el vapor se fue alejando hasta perderse en el horizonte, una línea bordeada de un hilo de plata. Pero esa noche Martin huyó aterrado hasta Penrith Lodge y enterró su mejilla en el suelo húmedo encima de Leora, con la que nunca había tenido que enfrentarse ni marcar límites y a la que nunca había tenido que explicar, a la que nunca había tenido necesidad de decir: «¿No podría ir a verte?».

Pero Leora, fría en su último lecho, seria, no le contestó ni le confortó.

VII

Martin, antes de irse, tuvo que reunir las notas de su experimento con el fago; que añadir las observaciones de Stokes y Twyford a sus propias primeras cifras precisas.

Siendo como era la persona que había dado el fago a unos cuantos miles de asustados isleños, se había convertido en un personaje. En el primer número del Guardian de Blackwater después de la cuarentena se le llamaba «el salvador de todas nuestras vidas». Era el héroe universal. Si Sondelius había ayudado a librarles de la peste, ¿acaso no había sido Sondelius lugarteniente suyo? Si había sido la intervención del Señor, como insistía el vehemente y viejo negro que sucedió a Ira Hinkley en las capillas de la Hermandad de la Santificación, ¿no era indudable que el Señor le había enviado a él?

Nadie prestaba atención a un seco médico escocés, diligente pero poco teatral durante la epidemia, que insinuaba que era cosa sabida que la peste se había debilitado y había cesado en muchos casos sin la ayuda del fago.

Cuando Martin estaba terminando de completar sus notas, recibió una carta del Instituto McGurk, firmada por Rippleton Holabird.

Holabird escribía que Gottlieb se encontraba «en mal estado», que había dimitido como director, suspendido sus experimentos y se encontraba ahora en casa descansando. El propio Holabird había sido nombrado director en funciones del instituto y como tal proclamaba:

Los informes sobre su trabajo en las cartas de los agentes del señor McGurk, que las autoridades de la cuarentena han permitido que llegasen hasta nosotros, nos informan mucho más de lo que ya lo hace su propio modesto informe sobre el éxito sensacional que ha conseguido. Ha hecho lo que pocos hombres vivos podrían hacer, demostrando al mismo tiempo el valor del bacteriófago en la peste con experimentos a gran escala y salvando a la mayor parte de la desdichada población. El Consejo de Directores y yo apreciamos como corresponde la gloria que ha aportado usted, y que seguirá aportando cuando se publique su informe, al nombre del Instituto McGurk, y estamos pensando, ahora que no podemos tener durante algunos meses a su jefe titular, el doctor Gottlieb, trabajando con nosotros, crear un departamento independiente, con usted como jefe.

«Demostrando el valor… ¡un cuerno! Solo he hecho los experimentos a medias» suspiró Martin, y: «¡Departamento! He dado demasiadas órdenes aquí. Estoy harto de autoridad. Quiero volver a mi laboratorio y empezar de nuevo otra vez».

Le asaltó el pensamiento de que ahora probablemente ganaría diez mil dólares al año… Leora habría disfrutado con locas cenitas lujosas.

Aunque se había dado cuenta del deterioro de Gottlieb, fue una conmoción la noticia de que pudiese estar tan mal como para abandonar su trabajo, incluso por unos cuantos meses.

Se olvidó de sí mismo cuando cayó en la cuenta de que al renunciar a su experimento haciendo de salvador había traicionado a Gottlieb y a todo lo que Gottlieb representaba. Cuando regresase a Nueva York tendría que visitar al anciano y confesar ante él, ante aquellos ojos hundidos implacables, que no había completado la prueba del valor del fago.

Si pudiese haber corrido a Leora con lo de los diez mil al año…

VIII

Abandonó St. Hubert tres semanas después de Joyce Lanyon.

La noche antes de su marcha, se celebró una cena, presidida por sir Robert Fairlamb, en honor de él y de Stokes. Mientras sir Robert soltaba felicitaciones toscamente y Kellett intentaba explicar cosas, y todos brindaban por él, puestos de pie, después del brindis en honor del rey, Martin sentado ya, se sentía solo, al pensar que al día siguiente dejaría atrás aquellos ojos cordiales y tendría que enfrentarse a las ásperas demandas de Gottlieb, de Terry Wickett.

Cuanto más proclamaban su gloria, más pensaba él en lo que dirían científicos desconocidos y de mentalidad estricta en lejanos laboratorios de un hombre que había tenido su oportunidad y la había desperdiciado. Cuanto más le calificaban de salvador de vidas, más desgraciado y traidor se sentía él y cuando miraba a Stokes veía en su mirada una compasión peor que una condena.