Capítulo 34

I

Convencer a los miembros de la aristocracia almacenera de St. Hubert de que debían someterse a una prueba en la que la mitad de ellos podrían morir, para que se pudiese acabar (quizás) para siempre con la peste, era una empresa imposible. Martin lo discutió con Inchcape Jones, con Sondelius, pero sin resultado, y empezó a pensar en una campaña política lo mismo que habría pensado en un experimento.

Había visto los sufrimientos que causaba la peste y (aunque se resistiese aún) se había sentido tentado a olvidar el experimento, a abandonar la posible salvación de millones por la salvación inmediata de miles. Inchcape Jones, un poco tranquilizado gracias a la intimidación mesurada a la que Sondelius le sometía, y capaz ya de atenerse a una sana rutina, condujo a Martin hasta la aldea de Caribe, que, debido a su plaga de ardillas de tierra infectadas, estaba proporcionalmente más castigada que Blackwater.

Salieron de la capital velozmente por carreteras de blancura de concha torturantes para los ojos envenenados de sol; dejaron atrás las barracas polvorientas de los arrabales y se adentraron en un territorio fresco con bosques de bambú y palmitos, lleno de cañaverales. Descendieron desde la cima de un cerro por una carretera curvada hasta una playa donde atronaba el oleaje en cuevas de piedra caliza. Parecía imposible que aquella costa gozosa pudiese estar amenazada por la peste, la criatura babosa de los callejones oscuros.

El automóvil cortó a través de un viento alisio cantarín que hablaba de velas limpias y hombres desdeñosos. Pasaron luego bordeando las espumosas olas que batían al pie de Punta Caribe, donde, alrededor de esa solitaria palmera real que hay en el extremo, tarareaba alegre el viento. Se deslizaron después en un valle caliente y llegaron a la aldea de Caribe y al horror espeluznante.

La peste había sido en Blackwater descorazonadora; en Caribe era el final de todas las cosas. Las pulgas de las ratas habían encontrado gordos hogares en las ardillas de tierra que tenían madrigueras en todos los huertos de la aldea. En Blackwater había habido desde el principio un aislamiento de los enfermos, pero en Caribe la muerte estaba en todas las casas, y la aldea estaba rodeada por policías militares, con bayonetas, que solo dejaban entrar y salir a los médicos.

Martin fue conducido por la fétida calle de casitas de techo de palma y paredes de tablillas de bambú cubiertas de excremento de vaca, casitas compartidas por las gallinas y las cabras. Oía gritar a hombres en pleno delirio; vio una docena de veces ese rostro de terror (ojos inyectados en sangre y hundidos, rostro demacrado, boca abierta) que indica la presencia de la Muerte Negra; y contempló en una ocasión a una niña de belleza exquisita al borde de la muerte, la lengua negra y a su alrededor el olor de la tumba.

Huyeron de allí, hasta Punta Caribe y el viento alisio, y cuando Inchcape Jones preguntó: «¿Puede usted hablar realmente de experimentar después de eso?», Martin movió la cabeza, mientras intentaba recordar la visión de Gottlieb y todos sus pequeños planes: «La mitad deben recibir el fago, a la otra mitad debe privárseles rigurosamente de él».

Le vino al pensamiento que Gottlieb, en su aislada inocencia, no se había dado cuenta de lo que significaba obtener permiso para experimentar en medio de la histeria de una epidemia.

Fue a La Casa del Hielo; echó un trago allí con un aterrado oficinista de Derbyshire; recuperó la imagen de los ojos hundidos y suplicantes de Gottlieb; y juró que no cedería a una compasión que al final haría fútil toda compasión.

Dado que Inchcape Jones no era capaz de entender que era necesario efectuar el experimento, visitaría al gobernador, al coronel sir Robert Fairlamb.

II

Aunque la Casa del Gobierno era oficialmente la residencia principal de St. Hubert, no era más que un bungalow con techo de paja un poco mayor que el que tenía Martin, Penrith Lodge. Cuando lo vio, Martin se sintió más tranquilo, y subió hasta las amplias escaleras, aunque eran las nueve de la noche, como si se hubiese acercado a visitar a un vecino en Wheatsylvania.

Le paró un sirviente jamaicano de sobrecogedora cortesía.

Él explicó que era el doctor Arrowsmith, jefe de la Comisión McGurk, y que lo sentía mucho pero que debía ver inmediatamente a sir Robert.

El sirviente le estaba sugiriendo, con sus modales más suaves y más irritantes, que en realidad el doctor, ejem, haría mejor en ir a ver al Inspector General de Sanidad, cuando un rostro amplio y rojizo y una voz amplia y rojiza se proyectaron sobre la barandilla de la galería, con un retumbante: «¡Dile que suba, Jackson, no seas imbécil!».

Sir Robert y lady Fairlamb estaban terminando de cenar en la galería, en una mesita redonda llena de café y licores y estrellada de velas. Ella era una insignificancia nerviosa y frágil; él era más bien gordo, muy colorado, valeroso sin la menor duda, y estaba absolutamente aterrado; y en un período en el que ninguna lavandera se atrevía a ir a ninguna parte, su camisa vespertina era de un blanco luminoso.

Martin llevaba su ahora amado traje de lino, con una camisa floja y arrugada que Leora había estado proponiéndose lavar.

Explicó lo que quería hacer… lo que debía hacer, si el mundo quería librarse de una vez del absurdo de tener que padecer la peste.

Sir Robert escuchó tan afablemente que Martin pensó que entendía, pero al final bramó:

—Joven, si yo estuviese mandando una división en el frente, con una operación muy importante, una operación terrible, en marcha, y un empleado del Ministerio de Guerra me pidiese que pusiera en peligro todo el asunto para que pudiese ensayar alguna preciosa y pequeña invención suya, ¿puede usted imaginarse lo que le contestaría? No hay mucho que yo pueda hacer ya… esos medicuchos se han hecho cargo de todo… pero en la medida de lo posible me aseguraré de impedir que ustedes viviseccionistas yanquis vengan aquí a utilizarnos como un montón de sangrientos… perdona, Evelyn… sangrientos cadáveres. ¡Buenas noches, señor!

III

Gracias a la habilidosa presión de Sondelius, Martin pudo presentar su plan a un Consejo Especial compuesto por el gobernador, el Consejo de Sanidad temporalmente en suspenso, Inchcape Jones, varios amables miembros de la Cámara de la Asamblea y el propio Sondelius, asistiendo en la condición extraoficial que le había resultado tan útil en todo el mundo para enmascarar una alegre tiranía. Sondelius llevó incluso al médico negro, Oliver Marchand, no sobre la base de que fuese la persona más inteligente de la isla (que daba la casualidad que era la razón de que Sondelius le llevase) sino porque «representaba a los peones de las plantaciones».

El propio Sondelius era tan opuesto a los fríos experimentos de Martin como Fairlamb; creía que todos los experimentos deberían realizarse, con instrumentos no del todo claros para él, en el laboratorio, sin perturbar el manejo de las atractivas epidemias, pero era incapaz de perderse un drama como la inocente reunión del Consejo Especial.

Se convocó la reunión con una semana de antelación… con decenas y decenas muriendo cada día. Martin, mientras esperaba por ella, fabricaba más fago y ayudaba a Sondelius a matar ratas, y Leora escuchaba hasta la medianoche sus debates e intentaba hacerles reconocer que había sido una sabia medida dejarla ir a ella. Inchcape Jones ofreció a Martin el cargo de bacteriólogo del Gobierno, pero él se negó porque eso podía desviarle de su objetivo.

El Consejo Especial se reunió en la Casa del Parlamento, y todos los asistentes se esforzaron por ocultar su yo simple y doméstico de siempre, procurando todos ellos parecer jueces. Acudieron también además todos los médicos de la isla que pudieron encontrar tiempo para hacerlo.

Mientras Leora escuchaba desde el fondo del local, Martin se dirigió a ellos, sin que se le pasara por alto el espectáculo del pequeño Mart Arrowsmith de Elk Mills tomado en serio por los regidores de una isla tropical encabezados por un sir Algo. Junto a él estaba Max Gottlieb, y como apoderado de él intentaba reverentemente explicar que la humanidad siempre ha renunciado a la posible grandeza debido a que alguna crisis, alguna guerra o unas elecciones o la fidelidad a un mesías que en el momento parecía imponente, impiden la búsqueda paciente de la verdad. Intentó explicar que él podría (quizás) salvar a la mitad de un distrito determinado, pero que para que quedara demostrado de forma definitiva el valor del fago, la otra mitad debía quedarse sin él… aunque, les explicó habilidosamente que, de todos modos, la mitad desafortunada recibiría los mismos cuidados que se le habían estado prestando hasta el momento.

La mayoría del Consejo había oído que él poseía una cura mágica para la peste que, por razones desconocidas y probablemente deshonrosas, no quería utilizar, y no estaban dispuestos a aceptarlo. Hubo mucha discusión bastante desconectada de lo que él había dicho, y de ella resultó solo el hecho de que todo el mundo salvo Stokes y Oliver Marchand estaban en contra suya; Kellett estaba furioso con aquel americano, sir Robert Fairlamb desaprobaba la propuesta vigorosamente, y Sondelius admitió que aunque Martin era un joven muy decente, era un fanático.

Irrumpió en su discusión una furia en la persona de Ira Hinkley, misionero de la Hermandad de la Santificación.

Martin no le había visto desde la primera mañana en Blackwater. Se quedó boquiabierto cuando le oyó decir:

—Caballeros, sé que casi todos ustedes son de la Iglesia Anglicana, pero les ruego que me escuchen, no como ministro sino como doctor en Medicina cualificado. Oh, la cólera de Dios está sobre vosotros… Pero quiero decir una cosa: fui condiscípulo de Arrowsmith en los Estados Unidos. ¡Le conozco muy bien! Era un desastre tal que fue expulsado de la Facultad de Medicina. ¡Un científico! ¡Y su jefe, ese tal Gottlieb, fue expulsado de la Universidad de Winnemac por incompetencia! ¡Les conozco! ¡Mentirosos y necios! ¡Que hacen escarnio de la rectitud! ¿Les ha dicho alguien salvo el propio Arrowsmith que es un científico cualificado?

El rostro de Sondelius pasó de la curiosidad a la estólida cólera escandinava. Se levantó y gritó:

—¡Sir Robert, este hombre está loco! ¡El doctor Gottlieb es uno de los siete científicos vivos más distinguidos, y el doctor Arrowsmith es su representante! Me declaro de acuerdo con él, completamente. Como habrán podido ver por mi trabajo, soy totalmente independiente de él y solo estoy al servicio de ustedes, pero conozco su valía y le sigo, con toda humildad.

El Consejo Especial expulsó a Ira Hinkley, por la más indigna de las razones (en St. Hubert los blancos no estiman gran cosa los éxtasis santos de los negros de las capillas de la Hermandad de la Santificación), pero solo aprobaron por votación «considerar el asunto», mientras aún seguían muriendo decenas y decenas cada día, y tanto en Manchuria como en St. Hubert rezaban por verse aliviados del antiguo dolor torturante.

Fuera, cuando el Consejo Especial se fue, Sondelius vociferó dirigiéndose a Martin y a la indignada Leora: «¡Qué combate tan magnífico!».

—Gustaf, te has unido a mí ya —contestó Martin—. Lo primero que vas a hacer ahora es venir a que te ponga una inyección de fago.

—No. Dije que no me pondría tu fago hasta que se lo dieses a todo el mundo, Slim. Y no lo haré, a pesar de que haya engañado a tu Consejo.

Cuando estaban delante de la Casa del Parlamento, un pequeño automóvil provisto de todo salvo confort y potencia se paró a su lado y se bajó de él un hombre enjuto como Gottlieb e inglés como Inchcape Jones.

—¿Es usted el doctor Arrowsmith? Me llamo Twyford, Cecil Twyford, de la parroquia de St. Swithin. Intenté venir aquí para la reunión del Consejo Especial, pero el animal de mi capataz tuvo que tomarse la tarde libre y morir de la peste. Stokes me ha explicado sus planes. Me parece muy bien. Es un disparate seguir teniendo peste. ¿El Consejo se negó? Lo siento. Tal vez podamos hacer algo en St. Swithin. Buenos días.

Martin y Sondelius estuvieron mucho tiempo hablando a última hora del día. Martin se fue a la cama añorando la regularidad de trabajar toda la noche y forrajear en busca de cigarrillos al amanecer. No podía dormir, porque un Ira Hinkley imaginario no hacía más que lanzarse sobre él.

Cuatro días después se enteró de que Ira había muerto.

Hasta que se había hundido en el coma, Ira había cuidado y bendecido a su gente, la humilde congregación de color en la caliente capilla de lata, que se había convertido ahora en una casa de la peste. Iba de catre en catre, tambaleante, bajo los textos evangélicos que había escrito en la pared encalada, luego lanzó un solo grito, muy fuerte, y se desplomó junto al púlpito de pino en el que tanto había disfrutado predicando.

IV

Martin tuvo una oportunidad. En Caribe, donde uno de cada tres hombres estaba contrayendo la peste y solo había un médico para atenderlos a todos, decidió dar fago a la aldea entera; una larga sucesión de inyecciones, no mejorada por el conocimiento de que una simpática pulga de cualquier paciente podría transmitirle la peste.

El tedio del terror quedó olvidado cuando empezó a detectar una disminución de la epidemia y a tomar notas precisas de ella. Se estaba produciendo únicamente allí, en Caribe.

Llegó a casa y empezó a explicarle entusiasmado a Leora:

—¡Van a ver! Ahora me dejarán hacer la prueba en condiciones experimentales, y luego, cuando desaparezca la epidemia, nos largaremos a casa. ¡Será una delicia volver a tener frío! Me pregunto si Holabird y Sholtheis se habrán hecho ahora más amigos… será muy agradable volver a ver nuestro pisito, ¿eh?

—¡Sí, verdad! —dijo Leora—. Ojalá se me hubiese ocurrido mandar que pintaran la cocina mientras estábamos fuera… Creo que pondré aquella butaca azul en el dormitorio.

Sondelius estaba preocupado aunque hubiese un descenso de la peste en Caribe, porque era el peor centro de ardillas de tierra infestadas de toda la isla. Tomó decisiones rápidamente. Una noche explicó ciertas cosas a Inchcape Jones y Martin, desechó sus dudas y proclamó:

—El único modo de desinfectar ese lugar es quemarlo… quemarlo todo. Habría que hacerlo por la mañana, antes de que alguien pueda pararnos.

Con Martin como lugarteniente, reunió a su tropa de cazadores de ratas, rufianes todos ellos, con botas altas, mangas de la chaqueta atadas y negras caras de piratas. Robaron alimentos en los comercios, tiendas de campaña y mantas y hornillos de campaña del almacén militar del Gobierno, y amontonaron su botín en camiones. La hilera de camiones bajó atronando hacia Caribe, los cazadores de ratas sentados encima, cantando himnos piadosos.

Irrumpieron en la aldea, sacaron fuera a los que estaban sanos, transportaron a los enfermos en literas, les instalaron a todos en tiendas de campaña en un prado que había en lo alto del valle y después de medianoche quemaron la aldea.

Los soldados corrían entre las cabañas, prendiéndoles fuego con fantásticas antorchas. Los tejados de palmas lanzaban hacia arriba humo espeso, blanco, perezoso y muerto con corrientes de negro espectral a través de las cuales estallaban súbitas llamas. Los palmitos se perfilaban contra su resplandor. Las cabañas de sólida apariencia se convertían instantáneamente en frágiles estructuras de bambú, delgadas líneas de cristales negros, con el techo cayendo en chispas. Las llamas iluminaron todo el valle, despertaron a las aves que chillaban aterradas y convirtieron el oleaje en Punta Caribe en espuma sangrienta.

Las tropas de Sondelius, con los nativos que tenían fuerza y sentido suficientes, formaron un círculo alrededor de la aldea en llamas, gritando enloquecidos mientras mataban a bastonazos las ratas y las ardillas de tierra que huían. En el resplandor de la devastación, Sondelius era un diablo, aplastando a las desconcertadas ratas con un bastón, disparándoles cuando escapaban, y cantando para sí todo el rato las cantinelas obscenas de Bill el Marinero. Pero al amanecer estaba cuidando a los enfermos en la flamante aldea de lona, mostrando a las madres cómo utilizar los hornillos de campaña y discutiendo en un tono benevolente métodos para envenenar a las ardillas de tierra en sus madrigueras.

Sondelius regresó a Blackwater, pero Martin se quedó en la aldea de tiendas de campaña dos días más, administrando el fago, tomando notas, dirigiendo a las enfermeras improvisadas. Regresó a Blackwater a media tarde y se dirigió a la oficina del Inspector General de Sanidad, o lo que había sido la oficina del Inspector General de Sanidad hasta que había llegado Sondelius y se la había quitado.

Allí estaba Sondelius, en el escritorio de Inchcape Jones, pero por una vez no estaba ocupado. Estaba hundido en su asiento, los ojos inyectados en sangre.

—¡Ay! Lo pasamos muy bien con la ratas en Caribe, ¿verdad? ¿Qué tal está mi nueva aldea de tiendas de campaña? —gorjeó, pero su voz era débil, y se tambaleó al levantarse.

—¿Qué pasa? ¿Qué te pasa?

—Yo creo… que me ha cogido. Me saltó alguna pulga. Sí —dijo en un tono entrecortado pero extremadamente serio—, estaba pensando que me pondré yo mismo en cuarentena. Tengo fiebre desde luego, y adenitis. Mi fuerza… ¡Uf! Tengo casi sesenta años, pero de todos modos puedo levantar pesos que no puede levantar ningún marinero… ¡Y podría aguantar cinco asaltos! ¡Oh, Dios mío, Martin, estoy tan débil! ¡No estoy asustado! ¡No!

Pero se habría desplomado si no hubiese sido por los brazos de Martin.

Se negó a volver a Penrith Lodge y a los cuidados de Leora.

—Yo he aislado a tantos… me llegó el turno —dijo.

Martin e Inchcape Jones encontraron una cabaña pequeña y limpia… la familia había muerto allí, todos ellos, pero había sido fumigada. Le proporcionaron una enfermera y el propio Martin atendió al enfermo, esforzándose por recordar que en otros tiempos había sido médico, un médico que entendía de bolsas de hielo y de consuelos. Había una cosa que faltaba… una red mosquitera… y solo de eso se quejaba Sondelius.

Martin se inclinó sobre él, torturado al ver cómo le ardía la piel, lo hinchada que tenía la cara y la lengua, lo débil que era la voz cuando murmuraba:

—Gottlieb tiene razón en lo de esas bromas de Dios. ¡Uf! Las mejores son las que gastan en los trópicos. Dios los planeó tan bellos, flores y mar y montañas. Hizo que crecieran los frutos tan bien que los hombres no necesitasen trabajar… y luego se echó a reír y metió volcanes y serpientes y el calor húmedo y senilidad prematura y la peste y la malaria. Pero la broma más siniestra que le gastó al hombre fue inventar la pulga.

Sus labios hinchados se ensancharon, de su garganta caliente brotó un débil graznido y Martin comprendió que estaba intentando reírse.

Cayó en el delirio, pero entre espasmos murmuraba, con infinito dolor, con lágrimas en los ojos ante su propia debilidad:

—¡Quiero que veas cómo es capaz de morir un agnóstico!

«No tengo miedo, pero me gustaría ver solo una vez más Estocolmo y la Quinta Avenida el día que cae la primera nieve y la Semana Santa de Sevilla. ¡Y echar un buen trago de despedida! Me siento completamente en paz, Slim. Duele un poco, pero la vida fue un buen juego. Y… soy un agnóstico piadoso. ¡Oh, Martin, dale fago a la gente! Sálvales a todos… ¡Dios mío, no creí que pudiese dolerme así!».

Le había fallado el corazón. Se había quedado inmóvil en su catre bajo.

V

Martin sentía un orgullo desdichado por el hecho de que, pese a todo lo que quería a Gustaf Sondelius, podía aún mantener la cabeza firme, podía resistirse aún a la exigencia de Inchcape Jones de que administrarse el fago a todo el mundo, podía aún hacer lo que le habían enviado a hacer.

—¡No soy un sentimental, soy un científico! —se ufanaba.

Le hacían reproches en las calles; los niños pequeños le insultaban y le tiraban piedras. Habían oído decir que estaba impidiendo voluntariamente su salvación. Los ciudadanos acudían en comités a suplicarle que curase a sus hijos, y esto le afectaba tanto que tenía que mantener constantemente ante sí la visión de Gottlieb.

El pánico aumentaba. Los que se habían mantenido serenos al principio no podían soportar la tensión de despertar de noche y ver en sus ventanas el resplandor del montón de troncos que ardían en Admirral Knob, el crematorio de emergencia donde Gustaf Sondelius y su cabellera canosa y rizada habían sido arrojados al fuego junto con un chico negro inválido y un mendigo hindú.

Sir Robert Fairlamb era un héroe torpe que exasperaba a los enfermos cuando intentaba curarlos; Stokes seguía siendo la Roca Eterna… solo dormía tres horas durante la noche, pero nunca dejaba de hacer sus quince minutos habituales de ejercicio cuando despertaba; y Leora estaba ocupada en Penrith Lodge, ayudando a Martin a preparar fago.

Fue el Inspector General de Sanidad el que se desmoronó.

Privado de su dependencia del despreciado Sondelius, hundido de nuevo en una loca falta de planes, Inchcape Jones chillaba cuando creía estar hablando bajo, y el cigarrillo que había siempre en su delgada mano temblaba de tal modo que el humo ascendía titubeante en temblorosas espirales.

Haciendo su ronda, llegó de noche a una chalupa en la que una docena de Pata Rojas se estaban escapando a Barbados, y de pronto estaba entre ellos, sobornándoles para que le dejaran ir también.

Cuando la chalupa salió del puerto de Blackwater, él extendió los brazos hacia sus hermanas y hacia la paz de las colinas de Surrey, pero cuando se perdieron de vista las asustadas luces de la población, comprendió que era un cobarde y salió de su locura, alzando su cabeza enjuta.

Exigió que diesen vuelta a la chalupa y le llevasen de nuevo a tierra. Ellos se negaron, chillándole, y le encerraron en el camarote. Entraron luego en una calma chicha; tardaron dos días en llegar a Barbados, y por entonces el mundo sabía que él había desertado.

Inchcape Jones, completamente inexpresivo, se dirigió con paso inseguro desde la chalupa hasta un hotel de la orilla del mar en Barbados y se instaló para un largo período en una habitación mugrienta que olía a cubos de agua sucia. Nunca vería a sus hermanas ni las frescas colinas. Se suicidó con el revólver que había llevado para hacer volver a los aterrados pacientes a los pabellones de aislamiento, con el revólver que había llevado en Arras.

VI

Martin consiguió así su objetico. Stokes fue nombrado Inspector General de Sanidad, como sucesor de Inchcape Jones, y asignó ilegalmente a Martin a la parroquia de St. Swithin, como oficial médico, con poder absoluto. Esto y la ayuda de Cecil Twyford hicieron posible su experimento.

Fue invitado a instalarse en la casa de Twyford. Su único problema era la seguridad de Leora. No sabía lo que iba a encontrarse en St. Swithin, mientras que Penrith Lodge era tan seguro como cualquier otro lugar de la isla. Cuando Leora insistió en que, durante su experimento, aquella cosa fría que había silenciado la risa de Sondelius podría afectarle a él y él podría necesitarla a ella, Martin intentó tranquilizarla prometiendo que si había un lugar para ella en St. Swithin, mandaría a buscarla.

Naturalmente, estaba mintiendo.

—Ha sido ya bastante duro ver irse a Gustaf. ¡No voy a permitir que ella corra ningún riesgo! —prometió.

La dejó, protegida por las doncellas y el mayordomo soldado, y el doctor Oliver Marchand para pasarse por allí a echar un vistazo cuando pudiese.

VII

En la parroquia de St. Swithin el cacao y los bosquecillos de bambú y las empinadas colinas del sur de St. Hubert dejan paso a campos de caña de azúcar ininterrumpidos. Allí Cecil Twyford, aquel hombre brusco y enjuto, gobernaba cada metro cuadrado e interpretaba todas las leyes.

Su casa, Frangipani Court, era un refugio frente al calor hediondo del llano. Era una casa baja y antigua, de piedra gruesa y paredes enyesadas; las habitaciones de paneles estaban cubiertas de porcelana, de los retratos y las espadas de trescientos años de Twyfords; y entre las dos alas había un jardín emparedado deslumbrante de hibisco.

Twyford condujo a Martin a través de un vestíbulo fresco y bajo, y le presentó a cinco corpulentos hijos y a su madre que, desde la muerte de su esposa, diez años atrás, había sido el ama de la casa.

—¿Tomamos el té? —dijo Twyford—. Nuestra invitada americana bajará en un momento.

No se le habría ocurrido decirlo, pero había jurado que, puesto que generaciones de Twyfords habían tomado té allí a una hora apropiada, ningún pánico debería impedir que siguieran tomándolo a aquella hora.

Cuando Martin entró en el jardín, cuando vio la vieja plata en la mesa de mimbre y oyó las voces tranquilas, la peste pareció vencida y comprendió que, siete mil kilómetros al suroeste del Lizard, estaba en Inglaterra.

Allí estaban sentados, grata pero no demasiado cómodamente, cuando bajó la invitada americana y se quedó mirando fijo a Martin desde la puerta de un modo tan extraño como él la miró a ella.

Martin contemplaba a una mujer que tenía que ser hermana suya. Debía de tener unos treinta años frente a los treinta y siete de él, por su delgadez, su palidez, sus cejas negras y su cabello oscuro, era su gemela; era su yo encantado.

Pudo oír su propia voz croando: «¡Pero tú eres hermana mía!», y ella entreabrió los labios, pero ninguno de los dos dijo nada al inclinarse en la presentación. Cuando ella se sentó, Martin nunca había sido tan consciente de la presencia de una mujer.

Se enteró, antes del final del día, de que ella era Joyce Lanyon, viuda de Roger Lanyon, de Nueva York. Había ido a St. Hubert a ver sus plantaciones y había quedado atrapada por la cuarentena. Martin había oído también mencionar a su difunto marido como un joven rico y de buena familia; creyó recordar haber visto una foto de los Lanyons en Palm Beach en Vanity Fair.

Ella solo hablaba del tiempo, de las flores, pero mostraba una alegría creciente que animaba hasta al taciturno Cecil Twyford. En medio de los joviales insultos que ella le dirigía al más inmenso de los inmensos hijos, Martin se giró, la miró y le dijo:

—¡Tú eres mi hermana!

—Evidentemente. Bueno, dado que eres un científico… ¿eres un buen científico?

—Bastante bueno.

—He conocido a su señora McGurk. Y al doctor Rippleton Holabird. Les conocí en Hessian Hook. Lo conoces, ¿no?

—No, yo… bueno, he oído hablar de él.

—Ya sabes. Es esa parte vieja renovada de Brooklyn donde escritores y economistas y toda esa gente, algunos de ellos casi tan buenos como los mejores, se relacionan con gente que es casi tan lista como los más listos. Ya sabes. Donde se visten para cenar pero todos ellos han oído hablar de James Joyce. El doctor Holabird es terriblemente encantador, ¿no te parece?

—Bueno…

—Cuéntame. En serio. Cecil ha estado explicando el experimento que planeas hacer. ¿Podría ayudarte yo, como enfermera o cocinando o algo, o solo te estorbaría?

—Todavía no sé. ¡Si puedo utilizarte, te aseguro que no tendré ningún escrúpulo!

—¡Oh, no seas tan serio como Cecil y como el doctor Stokes! No tienen ningún sentido del juego. ¿A ti te agrada ese Stokes? Cecil le adora, y supongo que está sencillamente infestado de virtudes, pero a mí me parece tan seco y tan flaco y tan insípido. ¿No crees que podría ser un poco más alegre?

Martin renunció a toda posibilidad de conocerla cuando le espetó:

—¡Mira una cosa! Has dicho que Holabird te pareció «encantador». Me fastidia que te tragues sus bobadas científicas y no sepas valorar a Stokes. Stokes es duro… ¡gracias a Dios!… y probablemente rudo. ¿Por qué no? Esta combatiendo un mundo lleno de falso encanto. Ningún científico puede centrarse en su pesado trabajo y no volverse más o menos rudo. Te aseguro que Stokes es un investigador nato. Ojalá le tuviéramos en McGurk. ¿Rudo? ¡No verás que lo sea conmigo!

Twyford parecía dudoso, su madre parecía delicadamente sorprendida y los cinco vigorosos hijos no parecían nada en absoluto, mientras Martin seguía hablando, intentando transmitir su visión del bárbaro, el ascético, el despectivo acólito de la ciencia. Pero los ojos encantadores de Joyce Lanyon eran amables, y cuando habló había perdido un poco sus modales demasiado cosmopolitas de alguien que acostumbra a cenar fuera de casa:

—Sí. Supongo que es lo que me diferencia a mí, jugando a dirigir una plantación, de Cecil.

Después de cenar paseó con ella por el jardín e intentó defenderse de no sabía exactamente qué, hasta que ella insinuó:

—¡Mi querido amigo, se disculpa usted tanto de no disculparse nunca! Si quiere usted ser de verdad mi hermano gemelo, hágame el honor de decirme que me vaya al diablo siempre que quiera hacerlo. No me importa. Y respecto a su Gottlieb, que parece ser casi una obsesión para usted…

—¡Obsesión! ¡Jolines! Él…

Se separaron una hora después.

Lo que menos deseaba Martin era volver al desasosiego furtivo, pueril e irritante que había compartido con Orquídea Pickerbaugh, pero cuando se fue a dormir a una habitación con viejas láminas y una cama de cuatro columnas, resultaba inquietante saber que en algún lugar próximo a él estaba Joyce Lanyon.

Se incorporó en la cama, sobrecogido por la verdad. ¿Iba a enamorarse él de aquella mujer joven, deseable y completamente inútil? (¡Qué encantadores sus hombros, sobre el raso negro en la cena! Tenía un talento de carne radiante; hacía que la mayoría de las mujeres, incluida la frágil Leora, pareciesen toscas y gruesas. Había tras él un brillo rosado, como de una luz interior).

¿Quería realmente que Leora estuviese allí, con Joyce Lanyon en aquella casa? (¡Su querida Leora, que era la fuente de la vida! ¿Estaría ahora, allá lejos en Penrith Lodge, echándole de menos, en la cama despierta pensando en él?).

¿Cómo podía, incluso en la crisis de una epidemia, invitar a los formalistas Twyford a invitar a Leora? (¿Hasta qué punto era sincero? Aquella tarde había aceptado el rígido aunque amable código de etiqueta de los Twyford, pero ¿no podía acaso prescindir de él y ser francamente un Extraño?).

De pronto se había bajado de la cama, y estaba arrodillado, rezando a Leora.