I
Vieron brumosas montañas y, en sus flancos, las fortificaciones coronadas de palmeras construidas en los viejos tiempos contra los piratas. En Martinica eran casas de rostro blanco como la Francia provinciana, y un bullicioso mercado lleno de mujeres de color con pañuelos escarlata y azul ultramar. Pasaron la caliente St. Lucía y Saba, que es toda ella un volcán solitario. Devoraron papayas y frutos del árbol del pan y aguacates, comprados a nativos color café que llegaban hasta el costado del barco en nerviosos y pequeños botes; sintieron la languidez de las islas y el agobio asfixiante del calor antes de aproximarse a Barbados.
Justo más allá estaba St. Hubert.
Ninguno de los turistas había sabido lo de la cuarentena. Estaban furiosos porque consideraban que la empresa iba a ponerles en peligro. Sentían la peste en el viento tibio.
El capitán les tranquilizó, en un discurso oficial. Sí, pararían en Blackwater, el puerto de St. Hubert, pero anclarían lejos del puerto; y si bien a los pasajeros que se dirigían allí se les permitiría desembarcar, en la lancha del médico del puerto, no se permitiría a nadie de St. Hubert abandonar la isla… nada de aquel pozo de peste tocaría el vapor salvo el correo oficial, que desinfectaría el médico del barco.
(El médico del barco estaba preguntándose, mientras tanto, cómo desinfectar el correo… veamos… azufre ardiendo en presencia de humedad, ¿era eso?).
El capitán se había adiestrado en el arte de la oratoria través de sus discusiones con patrones de puertos, y los turistas se tranquilizaron. Pero Martin comentó en un murmullo a su Comisión: «Yo no había pensado en eso. Una vez que lleguemos a tierra, seremos prácticamente prisioneros hasta que cese la epidemia… si es que cesa alguna vez… prisioneros con la peste a nuestro alrededor».
—¡Claro, por supuesto! —dijo Sondelius.
II
Dejaron Bridgetown, el agradable puerto de Barbados, por la tarde. Cuando llegaron a Blackwater era de noche, tarde, y la mayoría de los pasajeros estaban dormidos. Martin salió a la cubierta vacía y húmeda y le pareció irreal, áspera y hostil, y del inminente campo de batalla no vio más que unas cuantas luces de costa más allá de unas aguas inquietas.
Había algo timorato e ilícito en su llegada. El médico del barco corría arriba y abajo, parecía perturbado; se podía oír al capitán gruñendo en el puente; el primer oficial subió rápidamente a conferenciar con él y desapareció de nuevo abajo; y no había nadie para recibirlos. El vapor esperaba, balanceándose en el oleaje, mientras la costa parecía eructar una miasma caliente.
—¡Y aquí es donde vamos a desembarcar y a quedarnos! —masculló Martin a Leora, mientras estaban allí parados junto a sus maletas, sus cajas de fago, en el puente balanceante de un negro luminoso, junto al extremo de la escala de portalón.
Salieron pasajeros de bata, charlando: «Sí, este debe de ser el lugar, esas luces de allá. Debe de ser terrible. ¿Qué? ¿Va a desembarcar alguien? Ah, claro, esos dos médicos. Son muy valientes, desde luego. ¡La verdad es que no les envidio!».
Martin oía.
Desde la costa se dirigió hacia el barco una luz cabeceante, rodeó la proa y se deslizó hasta el extremo de la escala de portalón. A la luz de una linterna que sostenía un camarero al pie de las escaleras, Martin pudo ver una pequeña lancha cubierta, tripulada por marineros oscuros con uniforme naval y sombreros de paja negros barnizados y con cintas, al mando de un hombre que parecía escocés con una especie de gorro de uniforme picudo, pero con una chaqueta de civil.
El capitán descendió por las balanceantes escaleras del costado del barco. Mientras la lancha se bamboleaba, su húmedo techo de lona relumbrando, celebró una larga y quejosa conferencia con el comandante de ella y recibió una bolsa de correo, la única cosa que subiría a bordo.
El médico del barco la recibió con aversión del capitán, gruñendo: «¿Dónde puedo encontrar ahora un barril para desinfectar estas malditas cartas?».
Martin y Leora y Sondelius esperaban, sin otra opción.
Se les había unido una mujer delgada vestida de negro a la que no habían visto en toda la travesía… uno de esos pasajeros misteriosos cuya existencia no adviertes hasta que salen a cubierta para desembarcar. Al parecer iba a la costa. Estaba pálida, le temblaban las manos.
El capitán les gritó: «¡Está bien… está bien… está bien! Pueden irse ya. Deprisa, por favor. Tengo que continuar… Maldito engorro».
El St. Buryan no había parecido grande y lujoso, pero era un castillo, firme frente a las tormentas, su costado una muralla inmensa; cuando Martin bajó por la escala balanceante, pensó de pronto: «Ahora llegan los problemas; es como ir al patíbulo… te llevan… no hay posibilidad de resistirse», y: «Estás dejando que se desboque la imaginación; ¡basta ya!» y: «¿Es demasiado tarde para hacer quedarse atrás a Lee, en el vapor?». Y un angustiado: «Oh, Señor, ¿estarán manejando con cuidado los camareros el fago?». Luego estaba en la pequeña plataforma cuadrada del final de la escalera de portalón, el costado del barco elevándose sobre él, iluminado por los redondos ojos de buey de los camarotes, y alguien le ayudaba a subir a la lancha.
Cuando subió a bordo la mujer desconocida de negro, Martin vio a la luz de la linterna cómo apretaba los labios una vez, luego todo su rostro palideció, como el de alguien que esperase sin esperanza.
Leora le apretó la mano, fuerte, cuando la ayudó a subir.
Él murmuró, mientras sonaba la sirena del vapor: «¡Rápido! ¡Aún puedes volver atrás! ¡Debes!».
—¿Y dejar esta bonita lancha? ¡Vamos, Sandy! ¡Mira qué motor más elegante tiene!… Jolines, ¡estoy muerta de miedo!
Mientras la lancha petardeaba, giraba en redondo y se dirigía hacia la criba de luces de la costa, mientras balanceaba su proa y bailoteaba en el oleaje, el oficial de cabello rubio le preguntó a Martin:
—¿Son ustedes la Comisión McGurk?
—Sí.
—Bien —parecía complacido pero frío, una voz ocupada y sin humor.
—¿Es usted el médico del puerto? —preguntó Sondelius.
—No, no exactamente. Yo soy el doctor Stokes, de la parroquia de St. Swithin. Actualmente todos nosotros somos todo. El médico del puerto… en realidad murió hace un par de días.
Martin soltó un gruñido. Pero su imaginación había dejado de agitarle.
—Supongo que es usted el doctor Sondelius. Conozco su trabajo en África, en el África oriental alemana… también yo estuve allí. ¿Y usted es el doctor Arrowsmith? Leí su artículo sobre el fago de la peste. Me impresionó mucho. Ahora tengo precisamente la oportunidad de decir antes de que desembarquemos… Tendrán que contar con oposición. Inchcape Jones, el Inspector General de Sanidad, ha perdido la cabeza. Anda dando vueltas sin dirección, sajando bubas… le da miedo quemar Caribe, donde está la mayor parte de la infección. Arrowsmith, tengo una idea de lo que querrá usted quizás hacer experimentalmente. Si Inchcape protesta, venga a mi parroquia… si aún sigo vivo. Stokes, así es como me llamo… maldita sea, hombre, ¿qué estás haciendo? ¿Es que quieres ir a Venezuela?… Inchcape y Su Excelencia tienen tanto miedo que ni siquiera quieren quemar los cadáveres… hay cierto prejuicio religioso entre los negros… cosas de magia y brujería o algo así.
—Comprendo —dijo Martin.
—¿Cuántos casos de peste tenemos ya? —preguntó Sondelius.
—Dios sabe. Tal vez un millar. Y diez millones de ratas… ¡tengo tanto sueño!… en fin, bienvenidos caballeros… —agitó los brazos en una histeria seca—. ¡Bienvenidos a la Isla de las Hespérides!
Blackwater salió balanceándose de la oscuridad hacia ellos, frágiles cabañas bajas en una llanura baja y cenagosa que olía a lodo pegajoso. La mayor parte de la población estaba a oscuras, a oscuras y malévolamente silenciosa. No se veía un solo rostro en el puerto en penumbra… almacenes, la estación de tranvías, hoteles míseros… y vararon contra el atracadero, desembarcaron, sin que los oficiales de aduanas les prestasen atención. No había ningún vehículo y los empleados de los hoteles que en otros tiempos habían atosigado a los turistas que desembarcaban del St. Buryan, fuese cual fuese la hora, estaban muertos o escondidos.
La delgada y misteriosa pasajera se esfumó, alejándose tambaleante con su maleta… no había dicho una palabra y nunca volvieron a verla. La Comisión, con Stokes y el policía del puerto que había pilotado la lancha, transportó el equipaje (Martin haciendo eses detrás con una caja de fago) por las calles de balcones llenas de baches hasta el Hotel San Marino.
Uno o dos rostros, cosas desencarnadas de labios aterrados, les miraron desde las entradas de las callejas; y cuando llegaron al hotel, cuando se pararon delante de él, una cansina caravana cargada de maletas y cajas, la directora de ojos saltones les examinó desde una ventana antes de admitirlos.
Cuando entraban, Martin vio bajo una farola la primera muestra de vida: una mujer llorando y un niño desconcertado siguiendo a un carro abierto en el que había amontonada una docena de cuerpos rígidos.
—Y yo podría haberlos salvado a todos, con el fago —se dijo en un susurro.
Tenía la frente fría, aunque grasienta de sudor, mientras hablaba con la directora de habitaciones y comidas, al tiempo que rezaba porque Leora no hubiese visto las Cosas que había en aquel lento y rechinante carro.
«La habría estrangulado antes de dejarla venir, si hubiese sabido», pensaba temblando.
La mujer se disculpó: «Debo pedirles, caballeros, que suban ustedes mismos sus cosas a las habitaciones. Nuestros empleados… No están aquí ya».
Martin nunca supo qué había sido del bastón que con tan oronda vanidad había comprado en Nueva York. Estaba demasiado ocupado vigilando las cajas de fago y lamentándose: «Este material tal vez hubiese salvado a todo el mundo».
Stokes de St. Swithin era un hombre reticente y duro, pero después de que hubiesen subido la última maleta, apoyó la cabeza en la puerta, dijo: «Dios mío, Arrowsmith, estoy tan contento de que estén aquí», y se alejó de ellos corriendo… Uno de los policías del puerto, negro, inexpresivo dijo, en un inglés de las Antillas con un poco del acento de Picadilly: «Señor, ¿tiene usted algún otro orden para yo? Con su permiso, nosotros nos iremos ya a casa. Señor, en la mesa está el whisky que el doctor Stokes ha dicho que mi trajera».
Martin le miró fijamente. Fue Sondelius el que habló.
—Muchísimas gracias, muchachos. Aquí hay una libra para que os la repartáis. Ahora a dormir un poco.
Se despidieron, pero no se fueron a dormir.
Sondelius divirtió a los principiantes cuanto pudo durante media hora.
Martin y Leora despertaron a una mañana ardiente, esplendorosa, verde y carmesí, pero fantasmalmente silenciosa; despertaron y se dieron cuenta de que a su alrededor había una tierra extraña, que aún no habían visto, y ante ellos el trabajo que en la lejana Nueva York había parecido dramático y gozoso y que apestaba ahora a osario.
III
Les llevó una especie de desayuno una negra que les echó un vistazo temeroso desde la puerta antes de entrar.
Sondelius acudió desde su habitación, ataviado con una bata de seda apasionada. Si en algunos momentos, con gafas y encorvado, había parecido viejo, ahora era joven y bullicioso.
—Bueno, Slim, ¡creo que vamos a tener un poco de trabajo aquí! ¡A mí que me dejen las ratas! Ese Inchcape… ¡intentar controlarlas con estricnina! ¡Un noble melón! Leora, cuando te divorcies de Martin, cásate conmigo, ¿eh? Dame la sal. ¡Dormí bien, vaya que sí!
La noche antes Martin apenas se había fijado en la habitación. Ahora le chocaba lo que consideró su exotismo: las paredes altas de madera pintada de un azul acuoso, los amplios espacios sin muebles, la buganvilla de la ventana, y el calor implacable en el patio, y el tintineo metálico de las hojas de los palmitos.
Más allá de las paredes del patio estaban las plantas superiores de una tienda china con galería y la claraboya de violento colorido de El Bazar Azul.
Sentía lo que debería ser un clamor de aquel mundo exótico, pero era solo un silencio recriminatorio, y hasta Sondelius se quedó callado, aunque se puso en marcha. Regresó a su habitación, se vistió con ropa de seda de Surat, que había usado por última vez en la costa oriental de África, y regresó con un salacot que había comprado en secreto para Martin.
Martin, con chaqueta de lino y casco fungiforme, pertenecía más a los trópicos que a sus propios rudos prados norteños.
Pero su satisfacción al parecer extranjero se vio interrumpida por la aparición del Inspector General de Sanidad, doctor R. E. Inchcape Jones, delgado pero con mejillas de manzana, preocupado y apresurado.
—Por supuesto ustedes, amigos, son bienvenidos, pero en realidad, con todo lo que tenemos que hacer me temo que no podremos dedicarles la atención que sin duda esperan —dijo indignantemente.
Martin buscó la respuesta adecuada. Fue Sondelius quien habló de un primo inexistente que era un especialista de Harley Street[18], y quien explicó que lo único que necesitaban era un laboratorio para Martin y una oportunidad de matar ratas para él. ¡Cuántas veces, en cuántos países, había halagado Gustaf Sondelius a procónsules y persuadido a los paganos para que se dejaran salvar!
En sus manos el Inspector General de Sanidad se hizo prácticamente humano; miraba como si pensara de verdad que Leora era bonita; prometió que tal vez pudiese dejar a Sondelius encargarse de sus ratas. Volvería aquella tarde y les conduciría a la casa que se había dispuesto para ellos, Penrith Lodge, en las aisladas y seguras montañas que había detrás de Blackwater. Y (se inclinó galantemente) creía que a la señora Arrowsmith le parecería aquel alojamiento un bungalow estupendo, con tres criados bastante aceptables. El mayordomo, aunque un tipo de color, había sido en tiempos sargento de mesa.
Muy poco después de irse Inchcape Jones llamaron a la puerta, que se abrió para dejar pasar a un condiscípulo de Martin en Winnemac, el doctor reverendo Ira Hinkley.
Martin se había olvidado de Ira, aquel fornido cristiano que había intentado salvarle durante las horas, por lo demás melifluas, de disección. Le recordó confusamente. Ira entró, grande y desmañado. Sus ojos miraban fija y enloquecidamente, y su voz era seca:
—Hola, Mart. Ya ves, aquí está el viejo Ira. Tengo a mi cargo todas las capillas de la Hermandad de la Santificación de aquí. ¡Ay, Mart, si supieras lo perversos que son los nativos, y lo mentirosos, y cantan canciones indecentes y cometen toda clase de vilezas! ¡Y la Iglesia Anglicana les deja revolcarse en sus pecados! Solo estamos nosotros para salvarles. Me enteré de que veníais. He estado trabajando mucho, Mart. He aleccionado a los pobres diablos azotados por la plaga, y les he dicho cómo el fuego del infierno ruge a su alrededor. ¡Oh, Mart, si supieras como sangra mi corazón al ver que estos ignorantes no se arrepienten y se encaminan a la tortura eterna! Sé que no puedes tomarte ya las cosas a broma después de todos estos años. Acudo a ti con los brazos abiertos, a pedirte que no solo confortes a los que sufren sino que salves sus almas de los lagos ardientes de azufre a los que ha condenado el señor de los ejércitos, en su misericordia eterna, a los que blasfeman contra su Evangelio, otorgado por su gracia…
Fue de nuevo Sondelius quien se llevó fuera a Ira Hinkley, no demasiado descontento, mientras Martin solo podía rezongar: «Bueno, ¿cómo es posible que ese maníaco haya llegado aquí? ¡Esto va a ser horroroso!».
Antes de que volviese Inchcape Jones, la Comisión se aventuró a su primer recorrido por la población… Eran una Comisión Científica, pero fueron todo el tiempo solo el bullicioso Gustaf y el dubitativo Martin y la despreocupada Leora.
A los ciudadanos se les había dicho que en la peste bubónica, a diferencia de en la neumónica, no hay ningún peligro de contacto directo con gente que esté desarrollando la enfermedad, mientras se evite el contacto directo con los gérmenes, pero ellos no lo creían. Se tenían miedo unos a otros y les tenían aún más miedo a los forasteros. La Comisión se encontró con una calle que se moría de miedo. Los postigos estaban cerrados, calientes parches entablillados al sol; y el único tráfico era un tranvía vacío con un conductor asustado que aceleró la marcha al verles para que no subiesen. Tiendas de ultramarinos y bares y droguerías estaban abiertos, pero los empleados miraban hacia fuera tímidamente desde sus profundidades en penumbra, y cuando la Comisión se acercó a un puesto de pescado, el único cliente huyó, alejándose de ellos.
En una ocasión, una mujer, nunca explicada, una mujer con el cabello suelto y desmelenado, corrió a su lado gritando: «Mi hijito…».
Llegaron al mercado, un centenar de puestos bajo un largo tejado de chapa ondulada, con columnas de piedra que portaban los fatuos nombres de los comisionados que lo habían construido… votando la asignación para que se construyera. Debería de haberse oído allí la algarabía de joviales compradores y vendedores, pero en todas aquellas casetas pintorescas solo había una negra con una hilera de escobas de varitas, un hindú con harapos grises acuclillado ante una docena de hortalizas, toda su riqueza. El resto era vacío y patatas podridas desperdigadas y papeles tirados.
Al fondo de una lúgubre calle de carbonerías, encontraron una plaza pública y había allí una quietud que no era la del sueño, sino de muerte antigua.
La plaza estaba rodeada de mangos que la bañaban de oscuridad y que bloqueaban una tímida brisa y retenían el calor… un calor rancio y sin vida tan agobiante que hacía que aquel silencio lascivo resultase con él aún más desalentador. A través de un hueco en los mangos malignos vieron una casa encalada de la que colgaba un crespón negro.
—Hace demasiado calor para andar caminando. Tal vez fuese mejor volver al hotel —dijo Leora.
IV
Por la tarde apareció Inchcape Jones con un Ford, cuyo carácter familiar resultaba aún más grotesco en aquel mundo espeluznante, y les llevó a Penrith Lodge, las frescas colinas que había detrás de Blackwater.
Atravesaron un apiñado sector nativo de chozas de bambú y tiendas que eran solo cabañas sin pintar negras y maltrechas, sin puertas, sin ventanas, desde cuyos recovecos les miraban con resentimiento rostros oscuros. Pasaron, a la máxima velocidad corcoveante de su chófer de color, por delante de un edificio nuevo de ladrillo frente al cual desfilaban, armados con rifles gallardos, policías negros de guantes blancos, salacots blancos y guerreras escarlata.
Inchcape Jones suspiró.
—La escuela. Convertida en la casa de la peste. Hay cientos de casos ahí. Y muertos cada hora. Tiene que haber una guardia… los pacientes caen en delirios e intentan escapar.
Les siguió cuando se alejaban un olor a podredumbre.
Martin no se sentía por encima de la humanidad.
V
El bungalow de Penrith Lodge, con amplios porches y techo bajo, entre brillantes acacias rojas y alegres palmeras sagúes, se alzaba en lo alto de una cumbre, mirando por encima de la fea llanura de la población hacia el oleaje del mar. En sus ventanas, las celosías de caña cuchicheaban y tintineaban y las altas habitaciones desnudas estaban animadas con presuntos pañuelos caribes… Había pertenecido al médico del puerto, muerto tres días atrás.
Inchcape Jones aseguró a la dubitativa Leora que no estaría tan segura en ningún otro sitio; era una casa a prueba de ratas y el médico había contraído la peste en el muelle, había muerto sin regresar siquiera a aquel bungalow que tanto amaba y en el que, siendo como era un soltero profesional, había celebrado las fiestas más escandalosas de St. Hubert.
Martin tenía consigo equipo suficiente para un pequeño laboratorio, y lo instaló en un dormitorio con gas y agua corriente. Al lado estaba el dormitorio suyo y de Leora, luego un apartamento que Sondelius convirtió en hogareño inmediatamente desperdigando por él sus ropas y las cenizas de su pipa.
Había dos doncellas de color y un mayordomo exsoldado, que les recibieron y deshicieron sus maletas como si la peste no existiese.
Martin se sentía perplejo con su primer visitante. Era un joven negro singularmente apuesto, de movimientos rápidos, de ojos inteligentes. Él, como la mayoría de los estadounidenses blancos, había hablado mucho sobre la inferioridad de los negros y no había aprendido absolutamente nada sobre ellos. Le miró interrogante cuando el joven explicó:
—Me llamo Oliver Marchand.
—¿Y?
—Doctor Marchand… he obtenido mi título en Howard.
—Oh.
—¿Me permite que le dé la bienvenida, doctor? Y puedo preguntarle antes de irme rápidamente… tengo tres casos de familias de funcionarios aisladas al fondo de la colina… ¡Oh, sí, en esta crisis permiten que un médico negro practique incluso entre los blancos! Pero… el doctor Stokes insiste en que D’ Herelle y usted tienen razón al llamar a un organismo bacteriófago. Pero ¿qué me dice de lo que afirma Bordet de que se trata de una enzima?
Luego, durante media hora, el doctor Arrowsmith y el doctor Marchand se olvidaron de la peste, olvidaron incluso la peste más cruel del miedo racial, dibujaron gráficos.
—Debo irme, doctor —dijo Marchand con un suspiro—. ¿Puedo ayudarle de algún modo? Es un gran privilegio conocerle.
Saludó quedamente y se fue, un animal bello y joven.
—Nunca pensé que pudiera haber un médico negro… ¡Ojalá la gente no deje de mostrarme lo mucho que no sé! —dijo Martin.
VI
Mientras Martin preparaba su laboratorio, Sondelius estaba trabajando alegremente, investigando los fallos de la administración de Inchcape Jones, que resultaron ser casi todos los que eran posibles.
Una epidemia de peste hoy, en un país civilizado, no es ya un asunto de gente muriendo en las calles y de conductores gritando: «Retirad a vuestros muertos». La lucha contra ella se desarrolla como la guerra moderna, con teléfonos en vez de caballos de guerra espumeantes. El antiguo horror adopta un rostro de eficiencia. Hay oficinas, ficheros, exámenes bacteriológicos de pacientes y ratas. Hay, o debería haber, un solo director con poderes extraordinarios. Hay cuantiosos fondos, se informa al público mediante carteles, folletos y prensa, hay brigadas de matadores de ratas, una brigada de técnicos de desinfección, aislamiento de pacientes para que los parásitos que portan los gérmenes no se los transmitan a otros.
En la mayoría de estos aspectos, Inchcape Jones había fallado. Para aceptar la existencia de la peste, en primer lugar, había tenido que luchar con los comerciantes que controlaban la Cámara de la Asamblea, que habían clamado que una cuarentena les arruinaría, y que se negaban ahora a otorgarle poder absoluto e intentaban manejar la epidemia con un Consejo de Sanidad, que era algo peor que pilotar un barco durante un tifón por medio de un comité.
Inchcape Jones era bastante valeroso, pero no sabía convencer a la gente con halagos. Los periódicos le llamaban tirano, no le ayudaban a ganarse al público para que tomase precauciones contra las ratas y las ardillas de tierra. Había intentado fumigar unos cuantos almacenes con dióxido de azufre, pero los propietarios se quejaron de que los humos manchaban las telas y la pintura; y el Consejo de Sanidad le ordenó esperar… esperar un poquito… esperar y ver. Había intentado que se examinase a las ratas, para determinar dónde estaban los centros de infección, pero los únicos bacteriólogos de los que disponía eran Stokes, que estaba agobiado de trabajo, y Oliver Marchand; e Inchcape Jones había explicado a menudo, en agradables cenas, que no confiaba en la inteligencia de los negros.
Estaba al borde de la locura; trabajaba veinte horas al día; se decía a sí mismo que no tenía miedo; se recordaba que poseía una medalla de servicios distinguidos honestamente ganada; anhelaba tener a alguien aparte de un consejo de comerciantes Pata Roja que le diese órdenes; y en la confusión de su cerebro sin sueño veía constantemente las colinas de Surrey, a sus hermanas en la rosaleda y los sillones de mimbre y la mesa de té al lado de la pista de tenis de su padre.
Luego Sondelius, aquel cabildero vil y a menudo mentiroso, aquel soldado inmoral del Señor, irrumpió allí y se convirtió en dictador.
Aterrorizó al Consejo de Sanidad. Citó sus propias experiencias en Mongolia y en la India. Les aseguró que si no dejaban de hacer política, la peste podría quedarse para siempre en St. Hubert, de manera que no podrían contar ya con los cariñosos dólares de los turistas y los placeres del contrabando.
Amenazó y halagó, y contó una historia que ellos nunca habían oído, ni siquiera en La Casa del Hielo; y consiguió que se nombrase a Inchcape Jones dictador de St. Hubert.
Gustaf Sondelius se situó luego detrás del dictador, extremadamente cerca de él.
E inmediatamente empezó la matanza de ratas. En virtud de una orden firmada por Inchcape Jones, detuvo al propietario de un almacén que había declarado que no iba a permitir que se destruyeran sus reservas de cacao. Se dirigió al almacén con sus policías, corpulentos negros instruidos en la Gran Guerra, los puso de guardia y bombeó dentro gas de ácido cianhídrico.
La multitud se agolpó tras el cordón policial, preguntándose, dudando. No podían creer que estuviese pasando algo allí dentro porque todas las fisuras y grietas de las paredes del almacén habían sido adecuadamente rellenadas y no se apreciaba ningún olor a gas. Pero en el tejado si había grietas y agujeros. El gas ascendió a través de él, incoloro, diabólico, y de pronto un buitre que volaba en círculo por encima se inclinó hacia adelante, se precipitó de costado y fue a caer muerto entre los espectadores.
Un hombre lo alzó del suelo, asombrado.
—Muerto, no hay duda —murmuró todo el mundo. Miraban a Sondelius, que se movía entre los soldados, con respeto.
Su equipo de cazadores de ratas inspeccionaba los almacenes antes de bombear gas dentro de ellos, pero en el tercero se había quedado dentro un vagabundo, que estaba allí durmiendo y al que no vieron, y cuando se abrieron ansiosamente las puertas después de la fumigación, no solo había miles de ratas muertas sino también un vagabundo muerto y muy tieso.
—Pobre tipo… enterradle —dijo Sondelius.
No hubo ninguna investigación.
En La Casa del Hielo, con un cóctel de ron delante, Sondelius reflexionó: «Me pregunto, Martin, cuántos hombres he asesinado así. Cuando estaba desinfectando barcos en Antofagasta, siempre encontrábamos después dos o tres polizones. Se escondían demasiado bien. Pobres tipos».
Sondelius sacaba a rastras de su trabajo a contables y mozos de cordel para perseguir las ratas con veneno, trampas y gas, o para matarlas de hambre cerrando con pantallas y hormigón establos y almacenes. Trazó un mapa de las ratas de la ciudad en verde y rojo violentos. Quebrantó todas las leyes de la propiedad efectuando incursiones en las tiendas para proveerse de suministros. Asustó y halagó alternativamente a los dirigentes de la Cámara de la Asamblea. Visitó a Kellett, les contó cuentos a sus hijos y casi lloró explicando el buen luterano que era… y habitualmente (aunque no en casa de Kellett) bebía demasiado.
La Casa del Hielo, el más pacífico y oscuro de todos los bares, con sus frescas mesas de mármol, sus paredes blancas con un toque dorado, no se había cerrado, aunque solo los borrachos más viejos y los rufianes más jóvenes, recién llegados de Casa y que añoraban angustiosamente Peckham o Walthamstow, Peel Park o la calle Mayor de Cirencester, estaban lo suficientemente desesperados para ir allí, y de los empleados del local solo quedaba un corpulento camarero de Jamaica. Era casualmente el mezclador más divino de todos ellos del ponche del patrón, el combinado espumoso de Nueva Orleans y el cóctel de ron. Sondelius aclamó sus obras maestras, el único tranquilo entre los asustados clientes que acudían ahora no a soñar sino a trasegar y huir. Después de pasarse el día matando ratas y desinfectando casas, se sentaba con Martin, con Martin y Leora, o con cualquiera al que pudiese convencer para que se quedase.
Para Gustaf Sondelius, un duque era igual de importante que un zapatero, y Martin se sentía a veces celoso cuando le veía volverse a un empleado de un comisionista de cacao con la misma sonrisa que le dedicaba a él. Sondelius hablaba horas y horas, de Shanghai y de epistemología y de la pintura de Nevinson; cantaba horas y horas la letra grosera de las canciones de los negros de las plantaciones, y atronaba: «¡Uf, cuántas ratas he matado hoy en el muelle de Kellett! No creo que un pequeño cóctel vaya destrozar demasiadas celulillas en los riñones de un hombre honrado».
Era alegre, pero nunca con la alegría reprobatoria e indignante de un Ira Hinkley. Se burlaba de sí mismo y de Martin y de Leora y de su trabajo. Comiendo en casa nunca se fijaba en lo que comía (aunque sí en lo que bebía), lo que en Penrith Lodge era deseable, en vista de los intentos de Leora de combinar los puntos de vista de Wheatsylvania con las normas de los criados antillanos y la ausencia de entregas diarias. Gritaba y cantaba… y tomaba precauciones para su trabajo entre ratas y entre sus frágiles pulgas: botas altas, muñecas con abrazaderas y la banda de caucho en el cuello que él mismo había inventado y que se conoce en toda tienda de suministros tropicales hoy como el Protector de Cuello Antiparásitos Sondelius.
Sucedió que fue él, sin que Martin ni Gottlieb se dieran cuenta siquiera, el combatiente más brillante contra la epidemia, así como menos pomposo y por tanto menos apreciado, que ha conocido el mundo.
Eso pasaba con Sondelius; en cuanto a Martin, solo tenía por el momento una embarazosa sensación de futilidad y de miedo al miedo.