Capítulo 32

I

Es posible que en el ensombrecido corazón de Max Gottlieb hubiese una insensibilidad diabólica a la piedad divina, al sufrimiento de la humanidad; es posible que hubiese solo resentimiento hacia los médicos que no consideraban su ciencia valiosa más que cuando resultaba útil para publicitar su propio negocio de curación; es posible que figurase en el asunto la oscura y apasionada exigencia sin escrúpulos de la intimidad del genio. Ciertamente él, que había vivido para estudiar los métodos para inmunizar a la humanidad contra la enfermedad, tenía poco interés por la utilización concreta de esos métodos. Era como un pintor fabuloso, que menospreciarse tanto el gusto popular que después de toda una vida de creación destruyese toda su obra, para que no la estropeasen ni se burlasen de ella los torpes ojos de la multitud.

La carta del doctor Stokes no fue la única noticia que recibió de que la peste estaba invadiendo St. Hubert, que mañana podría saltar a Barbados, a las Islas Vírgenes… a Nueva York. Ross McGurk era un emperador de la nueva era, mejor servido que cualquier sátrapa enclaustrado del pasado. Los capitanes de sus barcos hacían escala en un centenar de puertos; sus ferrocarriles atravesaban selvas; sus corresponsales le cuchicheaban las noticias de las próximas elecciones de Colombia, de la cosecha de caña de azúcar de Cuba, de lo que sir Robert Fairlamb le había dicho al doctor R. Inchcape Jones en el porche de su bungalow. Ross McGurk, y después de él Max Gottlieb, sabían mejor que los lotófagos de La Casa del Hielo cuánta peste había en St. Hubert.

Sin embargo, Gottlieb no se movió, siguió cavilando sobre la estructura química desconocida de los anticuerpos, interrumpido por preguntas del estilo de si Pearl Robbins tenía suficientes lapiceros, si estaría bien que el doctor Holabird recibiese a la misión científica letona aquella tarde, para que el doctor Sholtheis pudiese asistir a la conferencia anglicana sobre la «Preservación de la Hostia».

Se veía asediado por investigadores: funcionarios de sanidad, un tal doctor Almus Pickerbaugh, un congresista que se decía que era popular en Washington, Gustaf Sondelius y un Martin Arrowsmith que no podía (ya fuese por ser demasiado grande o demasiado pequeño) traspasar del todo la indiferencia concentrada de Gottlieb.

Se rumoreaba que Arrowsmith de McGurk tenía algo que podría erradicar la peste. Llegaban cartas que exigían a Gottlieb: «¿Es posible que usted, con el instrumento de salvación en sus manos, esté viendo cómo mueren en St. Hubert miles de personas desdichadas sin hacer nada? Y más aún, ¿va usted a permitir que la temible peste consiga establecer un punto de apoyo en el hemisferio occidental? ¡Mi querido amigo, este es un momento en el que debe salir de su ensueño científico y actuar!».

Luego Ross McGurk, mientras comía un espléndido bistec, insinuó, sin demasiado comedimiento, que aquella era la oportunidad para que el instituto adquiriese fama mundial.

Fuese la presión de McGurk o fuesen las exigencias del espíritu cívico, o fuese que la propia imaginación de Gottlieb se avivase lo suficiente para visualizar la remota desdicha de los negros de los cañaverales, el caso es que convocó a Martin y le dijo:

—Me llega la noticia de que hay peste neumónica en Manchuria y bubónica en St. Hubert, en las Antillas. Si pudiese confiar en que tú, Martin, utilizases el fago con solo la mitad de tus pacientes y mantuvieses a los otros como controles, en condiciones higiénicas normales pero sin el fago, para poder determinar rigurosamente su eficacia con la misma precisión que se hizo con la transmisión de la fiebre amarilla a través del mosquito, te enviaría a St. Hubert. ¿Qué me dices?

Martin juró por Jacques Loeb[17] que respetaría las condiciones de la prueba; determinaría definitivamente el valor del fago comparando entre pacientes tratados y no tratados, y tal vez se acabase así para siempre con la peste; endurecería su corazón y mantendría la vista clara.

—Conseguiremos que vaya también Sondelius —dijo Gottlieb—. Él se encargará de armar escándalo y de atribuirnos el mérito en la prensa, que es algo que se me ha dicho que debe conseguir un director.

Sondelius no solo aceptó… insistió.

Martin nunca había estado en el extranjero… no podía considerar que Canadá, donde había pasado unas vacaciones como camarero de un hotel, fuese el extranjero para él. No era capaz de convencerse de que iba a ir realmente a un país de palmeras y rostros morenos y Nochebuenas lánguidas. Tenía que trabajar haciendo fagos contra la peste a gran escala, mientras Sondelius estaba fuera encargando trajes de lino y buscando un salacot nuevo adecuado. Se sentía como el Martin normal, pero convenciones y poderes estaban considerándole.

Hubo una reunión del Consejo de Directores para asesorarles a Sondelius y a él sobre los métodos que debían utilizar. El rector de la Universidad de Wilmington renunció a una prometedora entrevista con un antiguo alumno millonario para asistir a esa reunión, Ross McGurk renunció a una partida de golf y uno de los tres científicos universitarios llegó en avión. Sacado del laboratorio para que asistiese, Martin, un científico demasiado joven con cuello blando de camisa arrugado, con los datos de los matraces de Erlenmeyer, la tierra de infusorios y los filtros estériles dándole vueltas aún en la cabeza, se vio enfrentado a los Hombres de Alegría Medida y descubrió que no estaba oculto ya en la invisibilidad de la insignificancia, sino que se le miraba como a un personaje del que se esperaba no solo que hiciese milagros sino que explicase anticipadamente lo importante y maduro y milagroso que era.

Se sentía tímido ante la gravedad anteojuda de los cinco directores que ocupaban, como un Tribunal Supremo, la mesa del estrado del Salón Bonanza… Gottlieb, un poco retirado, intentaba también parecer grave y supremo. Pero Sondelius irrumpió, entusiasta y tremendo, y de pronto Martin no era ya tímido ni respetuoso con su, en otros tiempos, maestro de sanidad pública.

Sondelius quería exterminar a todos los roedores de St. Hubert, imponer una cuarentena, aplicar el suero de Yersin y la profilaxis de Haffkine y administrar el fago de Martin a todo el mundo en St. Hubert, todo inmediatamente, todo a todo el mundo.

Martin protestó. Por un momento podría haber sido Gottlieb hablando.

Él sabía, les lanzó, que el sentimiento humanitario haría imposible utilizar a aquellos pobres diablos que padecían la enfermedad como meros objetos de experimentación, pero que debía tener al menos unos cuantos casos de prueba reales, y no estaba dispuesto, ni siquiera lo estaba ante los directores, a echar a perder su experimento con un tratamiento múltiple tras el cual nunca podría saber si las curaciones se debían a Yersin o a Haffkine o al fago o a ninguno de ellos.

Los directores adoptaron su plan. Después de todo, aunque deseasen salvar a la humanidad, ¿no era mejor salvarla a través de un representante de McGurk que a través de Yersin o de Haffkine o del extravagante Sondelius?

Se acordó que si Martin podía encontrar en St. Hubert un distrito que estuviese relativamente libre de peste, debería establecer allí los casos de prueba, inyectando a la mitad con fago y no inyectando nada a la otra mitad. En las zonas muy afectadas por la peste, podría administrar el fago a todo el mundo, y si la enfermedad disminuía excepcionalmente, ese hecho constituiría una segunda prueba.

Los directores no sabían si el Gobierno de St. Hubert concedería poder a Martin para experimentar y a Sondelius autoridad policial, dado que no habían solicitado ayuda. El Inspector General de Sanidad, un tipo llamado Inchcape Jones, había contestado a sus cables: «Ninguna epidemia real, no hace falta ayuda». Pero McGurk prometió que haría uso de sus numerosas influencias para conseguir que la Comisión McGurk (presidente, Martin Arrowsmith, doctor en Medicina) contase con la bienvenida de las autoridades.

Sondelius aún insistía en que la mera experimentación era cruel en una crisis como aquella, pero escuchó el furioso arrebato razonado de Martin con el entusiasmo que aquel eterno niño de cuello de toro sentía por cualquier cosa que pareciese nueva y preferiblemente cierta. No consideraba, como Almus Pickerbaugh, una diferencia de opinión científica como un ataque a su persona.

Hablaba de ir por su cuenta, aparte de Martin y de McGurk, pero cambió de idea cuando los directores murmuraron que aunque realmente deseaban que el buen hombre no interfiriese con lo del suero, le proporcionarían todo el equipo necesario para matar todas las ratas que quisiera.

Entonces Sondelius se sintió feliz:

—¡Miren, mírenme! ¡Soy el capitán general de los matadores de ratas! ¡No tengo más que entrar en un almacén para que las ratas digan: «Ahí está ese condenado del viejo tío Gustaf… ya no hay nada que hacer», y se pongan patas arriba y se mueran! Me alegro mucho de que me respalden ustedes, porque estoy arruinado… resulta que compré unas acciones petroleras y no salieron buenas… y voy a necesitar un montón de gas de ácido cianhídrico. ¡Oh, esas ratas! ¡Ya verán! Voy a tener que poner un telegrama para explicar que no puedo dar una conferencia para la que estaba comprometido la semana que viene… ¡hum! Yo dando una conferencia en un colegio de mujeres, ¡yo que puedo hablar el lenguaje de las ratas y conozco siete maravillosos tipos de ratoneras mortíferas!

II

Martin nunca había conocido un peligro mayor que nadar en una riada cuando era interno en el hospital. Desde que despertaba hasta la medianoche estaba demasiado ocupado haciendo fago y recibiendo consejo no solicitado de todo el personal del instituto para pensar en los peligros de una epidemia de peste, pero cuando se iba a la cama, cuando su cerebro aún estaba dando vueltas a planes, se imaginaba demasiado bien la posibilidad de morir, desagradablemente.

Cuando Leora recibió la idea de que él se iba a ir a una isla asediada por la muerte, a un lugar de costumbres extrañas y árboles y rostros extraños (un lugar, donde probablemente, hablaban idiomas raros y no había películas ni pasta de dientes), se hizo cargo de dicha idea secretamente para considerarla y examinarla, del mismo modo que hacía a menudo cuando robaba cosas pequeñas de comer de la mesa y las escondía y se las comía cavilosamente a horas intempestivas de la noche, con la expresión satisfecha de una niña mala. Martin estaba contento de que ella no aumentase su desasosiego preocupándose. Luego, al cabo de tres días, habló:

—Voy a ir contigo.

—¡Ni hablar!

—Bueno… ¡voy a ir!

—No es seguro.

—¡Tonterías! Por supuesto que lo es. Puedes inyectarme tu bonito y buen fago, y entonces no tendré absolutamente ningún problema. ¡Porque tengo un marido que cura cosas!, ¿verdad que sí? Voy a gastar un montón de dinero comprando vestidos de verano, aunque apuesto a que en St. Hubert no hace más calor del que puede hacer en Dakota en agosto.

—¡Escucha! ¡Lee, querida! ¡Escucha! No creo que el fago inmunice contra la peste… ¡si fuese así me lo inyectaría yo mismo!… pero no sé, y aunque fuese prácticamente perfecto, siempre habría algunas personas a las que no protegería. Simplemente no puedes ir, querida. Y ahora déjame, que tengo mucho sueño…

Leora le cogió por las solapas, tan cómicamente feroz como un gatito boxeando, pero su mirada no tenía nada de cómica, ni su voz quejosa; era la queja secular de las mujeres de los soldados:

—Sandy, ¿es que no sabes que yo ya no puedo vivir sin ti? Podría haber vivido tiempo atrás sin ti pero, sinceramente, he dejado muy contenta que me absorbieras. Soy una mujercilla inútil, ignorante, salvo quizás para procurar que tú te sientas cómodo. Si tú no estuvieses aquí, no sabría seguro si estás bien, o si murieses y se ocupase otra persona de un cuerpo que yo he amado tanto… ¿no es cierto que lo he amado, querido?… me volvería loca. Te lo digo en serio… ¿es que no ves que hablo en serio?… ¡me volvería loca!… Mira, sabes, yo soy tú, y tengo que estar contigo. ¡Y te ayudaré! Te haré caldos de cultivo y todo. Sabes que te he ayudado muchas veces. Oh, no sirvo de gran cosa en McGurk, con todos esos aparatos tan complicados, pero en Nautilus te ayudaba… te ayudaba, ¿no?… y tal vez pueda hacerlo en St. Hubert —su voz era la voz de las mujeres con el terror de medianoche—, tal vez no encuentres a nadie que pueda ayudarte ni siquiera un poquito y yo haré la comida y todo…

—Querida, no me pongas las cosas más difíciles. Ya será bastante duro de todos modos…

—¡Maldito seas, Sandy Arrowsmith, no te atrevas a utilizar esas viejas expresiones condescendientes que han estado babeando los maridos a sus mujeres desde siempre! No soy más una esposa de lo que tú eres un marido. ¡Y un marido asqueroso! Me tienes completamente olvidada. Solo piensas que yo pinto algo cuando se te cae algún botón o se te afloja… y la de veces que eso pasa cuando una persona ha pasado por ellos y los ha cosido todos una y otra vez… y luego me chillas. Pero me da igual. Prefiero tenerte a ti que a cualquier marido decente… además. Iré.

Gottlieb se opuso, Sondelius se puso a gritar cuando se enteró, Martin estaba preocupado por ello, pero Leora fue allí y Gottlieb (su único acto de favoritismo y trapacería como director del instituto) la nombró «Secretaria y Ayudante Técnica de la Comisión McGurk de la Peste y el Bacteriófago para las Pequeñas Antillas», y le asignó zalameramente un sueldo.

III

El día antes de que la Comisión zarpase, Martin insistió en que Sondelius recibiese su primera inyección de fago. Él se negó.

—No, no lo tocaré hasta que te conviertas a la humanidad, Martin, y se lo des a todo el mundo en St. Hubert. ¡Y lo harás! Espera hasta que les veas sufriendo a miles. Tú no has visto una cosa como esa. Entonces olvidarás la ciencia e intentarás salvar a todo el mundo. No me inyectarás hasta que no inyectes también a todos mis amigos negros de allá abajo.

Aquella tarde, Gottlieb fue a ver a Martin. Habló sin vacilación:

—Sales para Blackwater mañana.

—Sí, señor.

—Hum. Vas a estar fuera algún tiempo. Yo… Martin, eres el mejor amigo que tengo en Nueva York, tú y la buena de Miriam. Dime: al principio tú y Terry pensasteis que yo no debería haber aceptado el puesto de director. ¿No crees que hice bien?

Martin le miró fijamente, luego mintió a toda prisa y dijo lo confortante y esperado.

—Me alegro de que pienses eso. Tú has sabido desde hace mucho tiempo lo que yo he intentado hacer. Tengo defectos, pero creo que empiezo a ver que hay por fin en el instituto un auténtico tono científico, después de la caza de popularidad de Tubbs y Holabird… me pregunto cómo puedo deshacerme de Holabird, ese zangolotino de la ciencia. Ojalá no conociese a Capitola como la conoce… ¡socialmente, como dicen ellos! Pero de todos modos…

»Algunos decían que Max Gottlieb no podía hacer el trabajo infantil de dirigir una institución. ¡Uf! ¡Comprar cuadernos! ¡Contratar a mujeres para barrer! Pero no… los suelos los barren mujeres contratadas por el conserje del edificio, nicht wahr? Pero de todos modos…

»Yo no me enfadé cuando Terry y tú dudasteis. Soy muy capaz de permitir que todo el mundo tenga su opinión. Pero me agrada… os estimo mucho a vosotros dos, muchachos… sois los únicos hijos de verdad que tengo… —Gottlieb posó su mano sarmentosa en el brazo de Martin—. Me complace que veas ahora que estoy empezando a hacer un verdadero instituto científico. Aunque tengo enemigos, Martin, supongo que pensarás que bromeo, si te dijese que hay una conjura contra mí…

»Hasta Yeo. Yo creí que era amigo mío. Creí que era un auténtico biólogo. Pero hoy, precisamente, viene a verme y me dice que no puede conseguir erizos de mar suficientes para sus experimentos. ¡Como si yo pudiese extraer erizos de mar del aire! Dijo que le escatimaba todos los materiales. ¡Yo! Que siempre he defendido… No me importa lo que les paguen a los científicos, pero he defendido siempre, frente a aquel idiota de Silva y a todos los demás, a todos mis enemigos…

»¡Tú no sabes cuántos enemigos tengo, Martin! No se atreven a dar la cara. Me sonríen, pero murmuran… Ya le enseñaré a Holabird… anda siempre conspirando contra mí e intenta ganarse a Pearl Robbins, pero ella es una buena chica, ella sabe lo que estoy haciendo, aunque»…

Parecía perplejo; miraba a Martin como si no le reconociese del todo, y suplicó:

—Martin, me hago viejo… no en años… es una mentira lo de que tengo más de setenta… pero tengo mis preocupaciones. ¿Te importa si te doy consejo como he hecho tantas veces, tantos años? Aunque no seas ya un estudiante de Queen City… no, de Winnemac. Eres un hombre y eres un auténtico trabajador. Pero…

»Asegúrate de que no dejas que nada, ni siquiera tu propio buen corazón, estropee tu experimento en St. Hubert. Yo no me burlo del humanitarismo como solía hacer; ahora pienso a veces que la especie humana, vulgar y agresiva como es, puede tener de todos modos tanta gracia y tan buen gusto como los gatos. Pero para que suceda esto, tiene que haber conocimiento. Hay tantos hombres, Martin, que son buenos y solidarios; y hay tan pocos que hayan aumentado el conocimiento. ¡Tú tienes la oportunidad! Tú tienes que ser el hombre que acabe con la peste, y tal vez el viejo Max Gottlieb te ayude, también, eh, ¿no te parece?

»No debes ser solo un buen médico en St. Hubert. Debes compadecer tanto, sí, a generaciones y generaciones futuras que puedas resistir el impulso de dejarte arrastrar por la compasión hacia los hombres que verás morir.

»Morir… será paz.

»No dejes que nada, ni la hermosa compasión ni el miedo a tu propia muerte, te impidan completar este experimento con la peste. Y como amigo mío… si haces esto, habrá servido para algo mi tarea como director. Aunque no fuese más que una sola cosa buena, para justificarme…».

Cuando Martin entró sollozando en su laboratorio, encontró a Terry Wickett esperándole allí.

—Escucha, Slim —le dijo—, solo quería comentarte que mantengas completas y al día tus notas, y que las escribas a tinta ¡aunque solo sea por la salud de san Gottlieb!

—Terry, me da la impresión de que piensas que es muy posible que no pueda volver yo mismo con las notas.

—¡Vamos, qué dices, qué mosca te ha picado! —protestó Terry débilmente.

IV

La epidemia de St. Hubert debió de aumentar, porque un día antes de que zarpase la Comisión McGurk, el doctor Inchcape Jones proclamó la cuarentena en la isla. La gente podía ir allí pero nadie podía salir de allí. Hizo esto a pesar de la indignación del gobernador, sir Robert Fairlamb, y las protestas de los hoteleros que vivían de los turistas, de los excazadores de ratas que les llevaban en coche, de Kellett el Pata Roja que les vendía billetes y de todos los demás representantes del mundo de los negocios de St. Hubert.

V

Además de sus ampollas de fago y de sus jeringuillas Luer para las inyecciones, Martin hizo preparativos personales para los trópicos. Compró, en diecisiete minutos, un traje Palm Beach, dos camisas nuevas y, como St. Hubert era una posesión británica y como había oído que todos los británicos llevaban bastón, se compró uno que el tendero le garantizó que era tan bueno como un roten auténtico.

VI

Martin, Leora y Gustaf Sondelius zarparon una mañana de invierno en un vapor de seis mil toneladas, el St. Buryan, de la Naviera McGurk, que llevaba maquinaria y harina, bacalao y automóviles a las Pequeñas Antillas y volvía de allí con melaza, cacao, aguacates, asfalto de Trinidad. Hacían el viaje de ida y vuelta una veintena de turistas de invierno, pero solo una veintena, y hubo poco agitar de pañuelos.

La naviera McGurk tenía su muelle en Brooklyn Sur, en un distrito de anónimas casas pardas. El cielo era incoloro por encima de la nieve sucia. Sondelius parecía muy contento. Cuando llegaron a un muelle lleno de pieles y cajas y desconsolados pasajeros de tercera, miró desde su atestado taxi y proclamó que la proa del St. Buryan (todos ellos podían verla) le recordaba la del vapor español que había tomado en las islas de Cabo Verde. Pero para Martin y Leora, que habían leído sobre el drama de la despedida, sobre camareros corriendo con montones de flores, duques y divorciadas a los que se entrevistaba, y orquestas tocando el himno nacional, el St. Buryan no tenía nada de romántico y su despreocupación tipo transbordador les pareció decepcionante.

Solo Terry acudió a despedirles, con una caja de dulces para Leora.

Martin no había subido nunca a una embarcación mayor que una lancha motora. Miró desde el muelle el muro negro del costado del vapor. Al subir por la pasarela tenía clara conciencia de que estaba separándose de la tierra segura y familiar, y le azoraba la indiferencia de pasajeros más experimentados, que miraban abajo desde la barandilla. A bordo ya, tuvo la sensación de que la cubierta de proa parecía el patio de atrás del local de un chatarrero, que el St. Buryan se inclinaba demasiado hacia un lado, y que se balanceaba indeseablemente incluso allí, en el puerto.

Bramó despectiva la sirena; se soltaron amarras. Terry permaneció en el muelle hasta que el vapor, con Martin y Leora y Sondelius arriba, los estómagos apretados contra la barandilla de la borda, le dejaron atrás; luego bruscamente se alejó con paso firme.

Martin comprendió que partía hacia el peligroso mar y la peligrosa peste; que no podría ya abandonar el barco hasta que llegasen a una isla lejana. Aquella estrecha cubierta, con sus líneas de alquitrán entre las tablas, era su único hogar. Además, en la brisa que soplaba en el amplio puerto, sentía un frío brutal y pensó: ¡Que Dios me ayude!

Cuando el St. Buryan era remolcado hacia el río, cuando Martin estaba sugiriendo a su Comisión: «¿Qué tal si bajamos y vemos si podemos conseguir un trago?». Se oyó el rumor de un taxi que llegaba apresurado al muelle, y se bajó de él un hombre alto y flaco que echó a correr… pero tan débil, tan vacilantemente… y comprendieron que era Max Gottlieb, que les buscaba, alzando dudoso un delgado brazo a modo de saludo, y que al no verles en la barandilla de la borda, se volvía y se alejaba tristemente.

VII

Como representantes de Ross McGurk y sus diversas obras, malas y benévolas, disponían de dos suites de lujo en la cubierta del barco.

Martin pasó frío en Sandy Hook, se mareó en cabo Hatteras y se cansó y se relajó entre una cosa y otra; Leora pasó frío con él y se mareó de una forma muy propia de una dama, pero no estaba nada más que cansada. Insistió en transmitir información de la guía de las Antillas que había comprado diligentemente.

Sondelius estaba notoriamente presente en todo el barco. Tomaba té con el capitán, hablaba el dialecto de Liverpool con la tripulación y celebraba conferencias intelectuales con el misionero negro del entrepuente. Se le oía… siempre se le oía: cantando en la cubierta de paseo, defendiendo el bolchevismo frente al contramaestre, discutiendo sobre la combustión de petróleo con el primer oficial, y explicando al camarero del bar cómo había que hacer un gin-tonic. Organizó una fiesta para los niños del entrepuente y le pidió prestado al primer oficial un volumen de navegación para estudiar entre fiesta y fiesta.

Aportó cierto encanto a la cauta y vulgar travesía del St. Buryan, pero cometió un error. Fue cortés con la señorita Gwilliam; intentó alegrarla en una aventura aparentemente solitaria.

La señorita Gwilliam procedía de una de las mejores familias de su zona de Nueva Jersey; su padre era abogado y coadjutor, su abuelo había sido un sólido granjero. El que no se hubiese casado, a los treinta y tres, se debía exclusivamente a la preferencia de los jóvenes modernos por las chicas alocadas que bailaban jazz; y era no solo una joven dama delicada y reservada sino también cantante; de hecho, iba a las Antillas para preservar para la posteridad reverente las maravillas del arte primitivo en las baladas nativas que recogería y cantaría para un público embelesado… sin más condición previa que la de que aprendiese a cantar.

La señorita Gwilliam estudió a Gustaf Sondelius. Era una persona estúpida, que no se parecía nada a los caballerosos agentes de seguros y jefes de oficina a los que ella solía tratar en el club de campo, y lo que era aún peor, no le pedía su opinión sobre el arte y las buenas formas. Sus historias sobre generales y gente de esa clase podían desecharse como mentiras, porque ¿no se relacionaba acaso con sucios maquinistas? Necesitaba por todo ello alguna que otra suave pero alegre reprimenda.

Cuando estaban los dos en la barandilla de la borda y él declaró con su ridículo sonsonete sueco balanceante que hacía una noche magnífica, ella comentó: «Bueno, señor Maleducado, ¿ha hecho usted alguna nueva gracia de las suyas hoy? ¿O le ha dado usted a otro una oportunidad de hablar, por una vez?».

Se quedó plácidamente atónita cuando él se alejó de allí con paso firme, sin muestra alguna de la reverencia obediente que cualquier ejemplo de feminidad americana cultivada tiene derecho a esperar de todos los varones, los extranjeros incluidos.

Sondelius acudió a Martin lamentándose: «Slim… si puedo llamarte así, como Terry… creo que tú y tu Gottlieb tenéis razón. No merece la pena salvar a los idiotas. Es un gran error ser natural. Debería ser siempre uno pomposo y conservador, ineficaz, como el amigo Tubbs. Así le respetarían a uno hasta las solteronas de Nueva Jersey con tendencias artísticas… ¡Qué extraña es la vanidad! Yo que he sido maldecido y golpeado por tantos Grandes, que me sacaron una vez de una prisión turca para fusilarme, nunca me sentí tan enojado con ellos como con esta muchacha presumida. ¡Ay, la presunción! ¡Ese es el enemigo!».

Pareció recuperarse de esa experiencia con la señorita Gwilliam. Se le vio discutiendo con el médico del barco sobre suturas en cráneos de negros, e inventó un juego de cricket de cubierta. Pero una noche que estaba sentado leyendo en el «salón social», inclinado, con unas gafas traidoras y la boca encogida, Martin pasó caminando junto a la ventanilla y vio incrédulo que Sondelius estaba haciéndose viejo.

VIII

Martin, sentado junto a Leora en una silla de cubierta, la estudiaba, contemplaba detenidamente su pálido perfil, después de años en que ella había sido algo que se daba por supuesto. Cavilaba sobre ella al mismo tiempo que lo hacía sobre el fago; decidió con gravedad que no le había hecho el caso debido, y decidió con gravedad empezar a ser a partir de entonces un buen marido.

—Bueno, ahora que tengo una posibilidad de ser humano, Lee, me doy cuenta de lo sola que debes de haberte sentido en Nueva York.

—Pues no me he sentido.

—¡No seas tonta! ¡Por supuesto que has estado sola! Bueno, cuando volvamos, me tomaré un poco de tiempo todos los días y saldremos… saldremos de paseo e iremos al cine y todo. Y te mandaré flores, todas las mañanas. ¿Verdad que es un alivio estar simplemente sentados aquí? Pero me pongo a pensar y me doy cuenta de que puede que te haya tenido olvidada… Dime, cariño, ¿ha sido horriblemente aburrido, verdad?

—Claro. Cómo no.

—No, cuéntame.

—No hay nada que contar.

—Vamos, suéltalo, Leora, estamos los dos aquí y yo tengo la primera posibilidad en once mil años de pensar en ti, y voy y te hablo con franqueza y confieso lo descuidado que he sido y lo poco que me he ocupado de ti… y que pienso enviarte flores…

—¡Mira, Sandy Arrowsmith! ¡Haz el favor de no fastidiarme! Quieres darte el lujo de torturarte pensando que soy una pobre esposa de cuento, castigada y desdichada. Estás haciendo todo lo posible por sentirte mal… sería terrible que cuando volviésemos a Nueva York siguieses en el trabajo y te dedicases a procurar que yo lo pasara bien. Te lanzarías a ello como un toro. Yo tendría que sentirme agradecidísima por las flores todos los días… ¡los días que no te olvidases!… y me imagino cómo me obligarías a salir al cine cuando yo quisiese estar en casa y dormir…

—Bueno, demonios, de todo lo…

—¡No, por favor! Eres bueno y te quiero mucho, pero eres tan mandón que siempre tengo que estar haciendo lo que tú quieres, aunque sea sentirme abandonada. Pero… Tal vez yo sea perezosa. Tal vez prefiera solo andar holgazaneando a tomarme el trabajo de vestirme bien y caer simpática a la gente y todas esas cosas. Me gusta estar en casa… demonios, ojalá hubiese mandado que pintasen la cocina mientras estamos fuera, es una cocinita muy mona… y hago como que leo mis libros franceses, y salgo a dar una vuelta, y miro los escaparates, y me tomo una gaseosa con helado, y así se pasa el día. Sandy, te quiero muchísimo; me esforzaría por hacerme la terriblemente maltratada si pudiese, para que tú pudieses disfrutar con ello, pero no se me da bien contar mentiras educadas, solo se me dan bien las pequeñas, como la que te conté la semana pasada… Te dije que no había comido ningún dulce y que no tenía dolor de estómago, y me había comido medio kilo y estaba tan mala como un cachorrillo… Qué demonios, soy una buena esposa, ¡y tanto que lo soy!

Pasaron de mares grises a otros violeta y plata. Al oscurecer se plantaban en la barandilla de la borda y él sentía la vastedad del mar, de la vida. Siempre había vivido en su imaginación. Cuando andaba a ciegas entre la multitud, un joven marido anónimo corriendo a comprar carne asada fría para cenar, su bóveda craneana había sido tan amplia como la bóveda del cielo. No veía las calles, veía microorganismos grandes como monstruos de la selva, miles de matraces nublados con bacterias, él mismo dando órdenes a su garçon, Max Gottlieb felicitándole impresionantemente. Sus sueños se habían aferrado siempre a su trabajo. Ahora, con no menos pasión, despertaba en el barco, en el mar misterioso, en presencia de Leora, y le gritaba, en la cálida oscuridad del invierno del trópico:

—¡Querida, este es solo el primero de nuestros grandes viajes! Muy pronto, si triunfo en St. Hubert, empezaré a contar como científico, e iremos al extranjero, ¡a tu Francia y a Inglaterra y a Italia y a todas partes!

—¿De veras, tú crees? ¡Oh, Sandy! ¡Ir a sitios!

IX

Él nunca lo supo pero durante una hora, en su camarote medio iluminado por las lámparas del salón de más allá, ella le observó dormido.

Martin no era guapo; era grotesco como un cachorrillo durmiendo en una tarde de calor. Tenía el pelo revuelto, la cara hundida en la almohada arrugada que había rodeado con ambos brazos. Ella le miraba, sonriendo, las comisuras de los labios estiradas como pequeñas flechas disparadas.

«¡Me encanta así, cuando huele a humanidad! ¡No te das cuenta, Sandy, que tenía razón viniendo! Estás muy cansado. Esto podría acabar contigo, y solo yo podría cuidarte. Nadie conoce todas tus manías… el asco que te dan las ciruelas y otras cosas más. Te cuidaré noche y día… al menor susurro tuyo, despertaré. Y si necesitases bolsas de hielo y lo que sea… Conseguiré hielo también, ¡aunque tenga que colarme en la casa de algún millonario y birlárselo del whisky! ¡Amado mío!».

Movió el ventilador eléctrico para enfocarlo mejor hacia él, y caminando de puntillas pasó al insulso salón. No contenía mucho más que una mesa redonda, unas cuantas sillas y un vaso sibarítico y un aparador de caoba cuyo propósito nunca se descubrió.

«Es tan… ¡Oh! Tan soso. Supongo que debería arreglarlo un poco de alguna manera».

Pero no tenía ningún talento para la ordenación de sillas y cuadros que aporta humanidad a una habitación muerta. Nunca en su vida había dedicado tres minutos a colocar flores. Miró dubitativa, sonrió y apagó la luz y volvió con él.

Se echó sobre la colcha de su litera, en la languidez del trópico, una figura menuda en un camisón frívolo. Pensó: «Prefiero un dormitorio pequeño, porque Sandy está más cerca y no me siento tan asustada por cosas. ¡Qué hombre tan mandón es! Algún día me voy a hartar y le voy a decir: “¡Vete al diablo!”. Lo haré ¡y tanto que lo haré! Querido, nos iremos a Francia juntos, tú y yo solos, ¿verdad que sí?».

Y se quedó dormida, sonriendo, una figurilla tan pequeña…