I
Desde Yunnan, en China, desde los luminosos y ruidosos bazares, reptaba algo invisible al sol y vigilante en la oscuridad, se arrastraba, siniestro, incesante; se arrastraba a través de la cordillera del Himalaya, bajaba hasta los mercados amurallados, cruzaba el desierto, seguía por ríos cálidos y amarillos, penetraba en un complejo misionero estadounidense… se arrastraba, silencioso, seguro; y aquí y allá en su camino quedaba un hombre negro inmovilizado por la peste.
En Bombay, un nuevo guardia del puerto, ignorante de las cosas, habló animadamente, mientras comía su arroz con la familia, de una extraña y novedosa costumbre de las ratas.
Aquellas princesas de la cloaca, rápidas como flechas para salir a robar y para esconderse de nuevo, se habían vuelto locas. Salían por el suelo del almacén, sin que les importase la presencia del guardia, se ponían a saltar como si intentasen volar (decía jovial el guardia), y se caían directamente muertas. Las había pinchado con un palo, pero no se movían.
Tres días después, aquel guardia del puerto murió de la peste.
Antes de que muriese, zarpó del puerto en que trabajaba rumbo a Marsella un barco con una carga de trigo. No se puso nadie enfermo en él en toda la travesía; no había ningún motivo por el que no pudiese atracar en Marsella al lado de un vapor de servicio irregular, ni por el que el vapor, que zarpó hacia Montevideo con nada más sensacional que una discusión entre el sobrecargo y el segundo oficial por la cuestión de un quinto as, no pudiese atracar cerca del vapor Pendown Castle, que se dirigía a la isla de St. Hubert para añadir cacao a la carga de madera que llevaba.
En la travesía hasta St. Hubert, murió un negro de Goa y, después de él, el camarero del comedor del Pendown Castle de lo que el capitán llamó gripe. Un problema más grave fue el número de ratas que, insatisfechas con la madera como dieta, se lanzaron sobre las reservas de víveres, y luego penetraron en el castillo de proa y sin ningún motivo visible salieron a morir a las cubiertas. Antes de morir bailaban cómicamente y se amontonaban en los imbornales, lúgubres y enredadas.
Y el Pendown Castle llegó así a Blackwater, la capital y el puerto de St. Hubert.
St. Hubert es una isla pequeña del sur de las Antillas, pero viven en ella unas cien mil personas: dueños de plantaciones ingleses y sus empleados, peones hindúes, cortadores de caña negros, comerciantes chinos. Hay historia a lo largo de sus arenas y sus picos. Los bucaneros carenaban allí sus barcos; cuando el marqués de Wimsbury se volvió loco allí dio en reparar relojes y ordenar a sus esclavos que quemaran toda la caña de azúcar.
Fue allí a donde el beau campesino Gastón Lopo llevó a madame Merlemont, y vivió en la elegancia hasta que los esclavos, a los que había disfrutado a menudo azotando, cayeron sobre él cuando estaba afeitándose e inmediatamente la espuma del jabón se manchó fantásticamente de sangre.
Hoy, St. Hubert es toda caña de azúcar y automóviles Ford, naranjas y plátanos y las vainas rojas y amarillas del cacao, bananeros y gomeros y selvas de bambú, iglesias anglicanas y capillas de lata, afanosas lavanderas de color en los huecos de las raíces de las ceibas lanudas, calor vaporoso y palmas reales y la siempreviva que cubre los valles de un color carmesí; hoy es toda esplendor e insustancialidad turística y cotizaciones del precio del azúcar cablegrafiadas bajo un pródigo sol.
Blackwater, una población llana y asfixiante de casas enyesadas con tejado de lata y caminos blanco hueso incandescentes, hibiscos color rojo salmón y tiendas con galería, cuyas profundidades oscuras se abren sin barreras a calles sofocantes, tiene el puerto a un lado y un pantano al otro. Pero tras ella están los montes Penrith, en cuyas alturas sanas y suavizadas por las palmeras está la casa del Gobierno, que mira hacia las velas parpadeantes.
Sir Robert Fairlamb era un tipo excelente, un narrador de historias de sobremesa, alguien que en un día pagano no fumaba nunca hasta que el oporto hubiese hecho siete rondas; pero era un gobernador execrable y un gobernador preocupado. El individuo cuyo rango social se aproximaba al suyo, el honorable Cecil Eric George Twyford, era un déspota delgado, diligente, engreído, que poseía y conocía palmo a palmo unos diez mil acres de caña en la parroquia de St. Swithin. Twyford decía que Su Excelencia era un «imbécil chiflado y roncador», y versiones de esa opinión no tardaron en llegar a Fairlamb. Luego, para destruirle por completo, la Cámara de la Asamblea, que es el órgano legislativo de St. Hubert, pasó a dividirse por el enfrentamiento entre Kellett el Pata Roja y George William Vertigan.
Los Pata Roja eran una tribu de blancos pobres escoto-irlandeses que habían llegado a St. Hubert como siervos escriturados doscientos años antes. La mayoría de ellos eran aún pescadores y capataces de plantación, pero uno, Kellett, un hombre de boca pequeña, iracundo e industrioso, había conseguido ascender de recadero de oficina a propietario de la empresa naviera, y mientras su padre aún extendía sus redes en la playa en Punta Caribe, Kellett era el azote de la Cámara de la Asamblea y un sabueso para la economía… en especial cualquier economía que irritase a su colega de legislatura George William Vertigan.
George William, al que se conocía a veces como «Viejo Jeo Win» y a veces como «El Rey de La Casa del Hielo» (ese atractivo y ruidoso bar), había nacido en un lugar llamado Little Bethel, en Lancashire. Poseía El Bazar Azul, las tiendas más grandes de St. Hubert; era él quien controlaba el contrabando de tabaco a Venezuela; estaba tan lleno de ron y canciones y despreocupación como el mismo Kellett el Pata Roja de cifras, decencia y envidia.
Entre ellos dos se dividía la Cámara de la Asamblea. Ninguna persona respetable podía poner en entredicho sus méritos: Kellett, el hombre justo y esforzado, buen padre de familia, cuyo ascenso era una inspiración para la juventud; George William, el jugador, el borracho, el contrabandista, el mentiroso, el vendedor de telas de algodón de pacotilla, una persona que solo destacaba por su buen fondo chapucero.
El primer triunfo de Kellett en economía fue la aprobación de una ordenanza que eliminaba al cazador de ratas oficial de St. Hubert, un melancólico londinense de barrio bajo que tocaba el oboe.
George William Vertigan insistió en el debate, y después en privado ante sir Robert Fairlamb, en que las ratas destruían alimentos y podían propagar enfermedades, y por tanto Su Excelencia debería vetar la propuesta. Sir Robert estaba atribulado. Llamó al Inspector General de Sanidad, el doctor R. E. Inchcape Jones (aunque él prefería que le llamasen señor, en vez de doctor).
El doctor Inchcape Jones era un hombre joven, delgado, alto, nervioso, sin entrañas. Había llegado de Inglaterra solo dos años atrás, y quería volver a Casa, a aquella zona particular de Casa representada por los tés con tenis de Surrey. Indicó con firmeza a sir Robert que las ratas y sus pulgas, siempre fieles a ellas, transmitían enfermedades (la peste y la ictericia infecciosa y la fiebre de mordedura de rata y posiblemente la lepra), pero esas enfermedades no existían y no podían por tanto existir en St. Hubert, a excepción de la lepra, que era un castigo natural de las razas nativas exóticas. De hecho, indicó Inchcape Jones, en St. Hubert lo único que existía era la malaria, el dengue y un embotamiento bestial generalizado, y si los Pata Roja como Kellett querían morir de peste y de fiebre de mordedura de rata, ¿por qué habrían de poner objeciones a ello las personas decentes?
Así que por el poder soberano de la Cámara de la Asamblea de St. Hubert y de Su Excelencia el Gobernador, el londinense barriobajero cazador de ratas y el zascandil de su joven ayudante de color recibieron la orden de dejar de existir. El cazador de ratas se convirtió en chófer. Conducía a turistas canadienses y estadounidenses, que se detenían en St. Hubert un día o dos entre Barbados y Trinidad, por los caminos de montaña a los que consideraba más fácil llegar con un automóvil de segunda mano, y les facilitaba informaciones falsas sobre las flores. El ayudante del cazador de ratas se convirtió en respetable contrabandista y director de un coro metodista. Y en cuanto a las ratas propiamente dichas, florecieron, se sintieron más contentas en aquellas tierras, produciendo cada hembra de diez a doscientos vástagos por año.
No se las solía ver durante el día. «No está aumentando el número de ratas; las matan los gatos», decía Kellett el Pata Roja. Pero en la oscuridad retozaban por los almacenes y entraban y salían de las goletas en el muelle. Se aventuraban por el campo y prestaban sus pulgas a una especie de ardilla de tierra que era muy abundante en la aldea de Caribe.
Un año y medio después de que se eliminase al cazador de ratas, cuando llegó de Montevideo el Pendown Castle y atracó en el muelle de Councillor, lo contemplaron diez mil ojillos relucientes que brillaban entre las mercancías amontonadas.
Como una cuestión de rutina, no desde luego como algo relacionado con las muertes por lo que el capitán había llamado gripe, la tripulación del Pendown Castle colocó escudos antirratas en las amarras del puerto, pero no retiraron de noche la pasarela y, de cuando en cuando, una rata se deslizaba a tierra para buscar entre sus parientas de Blackwater alimentos más sustanciosos que la dura madera. El Pendown zarpó amigablemente hacia casa y desde Avonmouth llegó un cable dirigido al Inspector General de Sanidad Inchcape Jones comunicando que el barco estaba retenido, que habían muerto más miembros de la tripulación… y que habían muerto de peste.
En el breve cablegrama la palabra parecía escrita con un fuego que quemaba los huesos.
Dos días antes de que llegase el cable, un alijador de Blackwater había sido víctima de una enfermedad desconocida, muy desagradable, con delirio y bubas. Inchcape Jones dijo que no podía ser peste, porque nunca había peste en St. Hubert. Su colega, Stokes replicó que tal vez no pudiese ser peste, pero que no había duda alguna de que lo era.
El doctor Stokes era un hombre nervudo y sin humor, médico oficial de la parroquia de St. Swithin. No se quedaba en los rústicos límites de St. Swithin, que eran los que le correspondían, sino que curioseaba por toda la isla, irritando a Inchcape Jones. Se había licenciado en Medicina en Edimburgo; había servido en África, en el campo; había tenido la fiebre de la orina negra y el cólera y la mayoría de las otras aflicciones razonables; y había ido a St. Hubert solo para recuperar sus glóbulos rojos y para fastidiar al desdichado Inchcape Jones. No era un hombre afable; había derrotado a Inchcape Jones al tenis, con un saque desagradable y nada deportivo… el tipo de saque que podría esperarse de un americano.
Y este Stokes, más bien un palurdo, un pelma insufrible, ¡presumía de ser bacteriólogo aficionado! Resultaba bastante fastidioso que anduviera arrastrándose por los muelles, cazando ratas, haciendo cultivos de los vientres de sus pulgas e irrumpiendo sin solicitar cita previa con su cabeza pelirroja y su cara rojiza, flaco y desagradable, para insistir en que había peste en la isla.
—Mi querido amigo, siempre hay algún Bacillus pestis entre las ratas —decía Inchcape Jones en un tono amable pero vacuo.
Cuando murió el alijador, Stokes exigió irritantemente que se hiciese público de una vez que la peste había llegado a St. Hubert.
—Aunque fuese la peste, cosa que no es segura —dijo Inchcape Jones—, no hay ninguna razón para armar un lío y asustar a todo mundo. Fue un caso esporádico. No habrá ninguno más.
Hubo más, inmediatamente. En una semana, otros tres trabajadores del puerto y un pescador de Punta Caribe cayeron víctimas de algo que hasta Inchcape Jones reconoció que se parecía incómodamente a la descripción de la peste de Enfermedades Tropicales de Manson: «Una etapa prodromal caracterizada por depresión, anorexia, dolores en las extremidades», luego la fiebre, el vértigo, los rasgos demacrados, los ojos inyectados en sangre y hundidos, bubas en las ingles. No era una enfermedad bonita. Inchcape Jones empezó a hablar menos y a tener menos ánimos para las meriendas campestres y pasó a parecer casi tan serio y hosco como Stokes. Pero públicamente aún acariciaba la esperanza y negaba, y St. Hubert no sabía… no sabía.
II
Para los bebedores y los vagabundos, el lugar más agradable en la ciudad más bien aburrida de tejados de lata de Blackwater es el bar del restaurante llamado La Casa del Hielo.
Está en el piso de arriba de la Agencia Naviera Kellett y la tienda donde el chino presuntamente graduado en Oxford vende caparazones tallados de tortuga y cocos que se parecen horriblemente a una cabeza reducida de los cazadores de cabezas. Salvo por la galería, donde uno come y puede ver abajo acuclillados mendigos hindúes con sus calzones cortos y niños ingleses de una palidez opalina ultraterrena jugando en la sabana, toda La Casa del Hielo es una penumbra grande y somnolienta en la que solo eres medio consciente de parrillas morunas, un toque de dorado sobre paredes pintadas de blanco, una barra maciza y asombrosamente larga de caoba, máquinas tragaperras y otras mesas con plancha de mármol además de la tuya.
Allí, a la hora del cóctel, están, exangües bajo los salacots, todos los mandamases blancos de St. Hubert que no tienen la casta suficiente para pertenecer al Club Devonshire: los oficinistas de las navieras, los comerciantes sin abuelos, los secretarios de los Inchcape Jones, los italianos y portugueses que llevan contrabando a Venezuela.
Apaciguados por los cócteles de ron, esos agrios e imperativos aperitivos que alcanzan su mortífera perfección solo en virtud de las varillas de cóctel giratorias de los morenitos de la barra de La Casa del Hielo, los exiliados se serenan y toman otro cóctel, y vuelven a sentirse seguros (pues durante veinticuatro horas, desde la última hora del cóctel, no se habían sentido) de que el año que viene se irán a Casa. Sí, adelgazarán, harán ejercicio en el fresco del amanecer, dejarán de beber, se harán fuertes y triunfarán, y se irán a Casa… los lotófagos tienen lágrimas en los ojos cuando en la penumbra de La Casa del Hielo piensan en Picadilly o en las alturas de Quebec, de Indiana o de Cataluña o en los zuecos de Lancashire… Nunca se van a Casa. Pero siempre tienen nuevas horas de cóctel que les aseguran lo contrario en La Casa del Hielo, hasta que mueren, y los otros hombres perdidos acuden a sus funerales y se cuchichean unos a otros que ellos sí se irán a Casa.
El monarca indiscutible de La Casa del Hielo era George William Vertigan, propietario de El Bazar Azul. Era un hombre tosco y colorado, el tipo de inglés que uno ve en las Midlands, y que es o muy inconformista o muy alcohólico, y George William no era inconformista. Todos los días de cinco a siete estaba allí apoyado en la barra, nunca borracho, nunca del todo sobrio, siempre lleno de melodía y amabilidad; el único hombre que no añoraba irse a Casa, porque fuera de La Casa del Hielo no recordaba ninguna casa.
Cuando se murmuró que había muerto un hombre de algo que podría ser peste, George William comunicó a su corte que, si fuese verdad, le estaría muy bien a Kellett el Pata Roja. Pero todo el mundo sabía que en el clima de las Antillas no podía haber peste.
El grupo, que estaba temblando al borde del pánico, se tranquilizó.
Fue dos noches después cuando corrió el rumor en La Casa del Hielo de que George William Vertigan había muerto.
III
Nadie se atrevía a hablar de ello, ni en el Club Devonshire ni en La Casa del Hielo ni en el parque azotado por la brisa y lavado por el mar donde se reunían los negros después de las horas de trabajo, pero todos oyeron, casi sin oír, lo de aquella muerte… y luego de la otra… y la otra. A nadie le gustaba dar la mano ni siquiera a su más viejo amigo; todo el mundo huía de todo el mundo, aunque las ratas seguían fieles allí con ellos; y por toda la isla galopaba el Pánico, que es más asesino que su hermana, la Peste.
Aún no había ninguna cuarentena, ninguna admisión oficial. Inchcape Jones vomitaba débiles proclamas de que no eran muy aconsejables las reuniones públicas demasiado numerosas, y escribió a Londres para preguntar sobre la profilaxis de Haffkine, pero ante sir Robert Fairlamb protestó: «Sinceramente, solo ha habido unas cuantas muertes y yo creo que ya ha pasado todo. En cuanto a esas sugerencias de Stokes de que quememos la aldea de Caribe, solo porque ha habido varios casos… ¡bueno, es una barbaridad! Y se me ha comunicado que si estableciésemos una cuarentena, los comerciantes tomarían las medidas más enérgicas contra la administración. Arruinaría el negocio turístico y de exportación».
Pero Stokes de St. Swithin escribió en secreto al doctor Max Gottlieb, director del Instituto McGurk, comunicándole que la peste estaba a punto de invadir y devastar todas las Antillas, y ¿haría el doctor Gottlieb algo al respecto?