Capítulo 30

I

Durante un año, interrumpido solo por el regreso de Terry Wickett después del Armisticio, y por las burlas de su revoltosa inteligencia, Martin siguió una rutina de trabajo pesado. Trajinaba afanoso semana tras semana efectuando complicados experimentos con fagos. Mostraba más destreza y experiencia en su trabajo (en sus manos, en su técnica) y más orden, menos agitación en su vida.

Volvió a sus noches de estudio. Pasó de las matemáticas a la fisicoquímica; empezó a entender la ley de acción de masas; se hizo tan sarcástico como Terry respecto a lo que llamaba el «tratamiento de médico de cabecera» de Tubbs y Holabird; leía mucho francés y alemán; los domingos por la tarde iba a pasear en canoa por el Hudson; y celebró una fiesta irreverente y escandalosa con Leora y Terry para conmemorar el día en que el instituto fue purificado con la venta del orgullo de Holabird, Gladys la Centrifugadora.

Martin sospechaba que el doctor Tubbs, majestuoso ya con la cinta de la Legión de Honor, le había retenido en el instituto solo por la intervención de Gottlieb. Pero es posible que Tubbs y Holabird tuviesen la esperanza de que volviese a tropezar con milagros que atrajesen la publicidad, porque eran amables con él en las comidas… le trataban cortésmente y le hacían también melancólicos reproches, y comentarios muy sustanciosos sobre la necesidad de publicar los propios descubrimientos rápidamente en vez de demorarlo.

Fue más de un año después de que D’Herelle se adelantase a Martin cuando apareció Tubbs en su laboratorio con sugerencias:

—He estado pensando, Arrowsmith —dijo.

Él le miró.

—El descubrimiento de D’Herelle no ha despertado el interés popular que yo creí que despertaría. Si hubiese estado aquí con nosotros, yo habría procurado que recibiese la atención adecuada. No ha habido casi ningún comentario. Tal vez podamos hacer algo aún. Tal como yo lo entiendo, usted ha estado siguiendo las directrices de lo que el doctor Gottlieb llamaría «investigación básica». Yo creo que ya debería ir siendo hora de que se utilizase fago en la curación práctica. Quiero que experimente usted con fago en neumonía, peste, tal vez tifus, y cuando sus experimentos estén en marcha, que haga algunas pruebas prácticas en colaboración con los hospitales. Ya basta de tanta pérdida de tiempo y tanta vanidad. ¡Empecemos realmente a curar a alguien!

Martin aún tenía miedo a que le despidieran si se negaba a obedecer. Y le conmovió el que Tubbs continuara diciendo:

—Arrowsmith, yo sospecho que a veces cree usted que carezco del sentido de la precisión científica cuando insisto en resultados prácticos. Yo… Lo cierto es que no veo que salgan de este instituto los resultados verdaderamente nobles y transformadores que deberíamos conseguir, con los medios que tenemos a nuestra disposición. Me gustaría hacer algo grande, hijo mío, algo magnífico para la pobre humanidad, antes de dejar este mundo. ¿No puede usted dármelo? ¡Cure la peste!

Por una vez Tubbs fue una sonrisa cansada y no una vehemencia bigotuda.

Ese día, ocultándole a Gottlieb su abandono de la búsqueda de la naturaleza básica del fago, Martin se dispuso a combatir la neumonía, antes de atacar a la Muerte Negra. Y cuando Gottlieb se enteró de ello, estaba absorbido por ciertos problemas propios.

Martin curó conejos de pleuroneumonía mediante la inyección de fago, e impidió que la neumonía se extendiese alimentándolos con él. Descubrió que la inmunidad producida por el fago podía ser tan infecciosa como una enfermedad.

Estaba satisfecho de sí mismo, y esperaba que Tubbs se mostrase satisfecho también, pero pasaban las semanas sin que le hiciera caso. Estaba entregado a un nuevo entusiasmo, el más virulento de toda su vida: la organización de la Liga de Agencias Culturales.

Iba a reglamentar y coordinar todas las actividades mentales del país, mediante la creación de una oficina que dirigiría y reprendería y daría palmaditas y estimularía en general la química y la técnica del batik, la poesía y la exploración del Ártico, la ganadería y el estudio de la Biblia, los espirituales negros y la enseñanza de la correspondencia comercial. Se encontraba de pronto reunido con directores de orquestas sinfónicas, directores de escuelas de arte, propietarios de escuelas de verano, gobernadores liberales, exclérigos que escribían sabrosa filosofía para sindicatos de prensa; en realidad todos los propietarios de la intelectualidad del país… incluyendo particularmente a un millonario llamado Minnigen, que había estado hacía poco elevando el nivel artístico de las producciones cinematográficas modernas.

Tubbs recorría el instituto invitando a los investigadores a unirse a él en la Liga de Agencias Culturales con sus fascinantes reuniones de comité y sus cenas. La mayoría de ellos mascullaban: «Otra vez está el Viejo en erupción», y se olvidaban de él, pero un excomandante salía todas las noches a conferenciar con damas serias que vestían trajes distinguidos y se lamentaban de «la pérdida de potencial espiritual e intelectual a causa de la falta de coordinación», y se iban luego a casa en limusina.

Corrían rumores. El doctor Billy Smith cuchicheó que había ido a ver a Tubbs y había oído a McGurk chillándole: «¡Su trabajo es dirigir este establecimiento y no trabajar para Pete Minnigen, ese ladrón de tierras, pretencioso hijo del diablo que se dedica a hacer películas!».

A la mañana siguiente, cuando Martin entraba en su laboratorio, descubrió un jaleo, un cuchicheo, un estremecimiento en los pasillos, y oyó incrédulo:

—¡Tubbs ha dimitido!

—¡No!

—Dicen que se ha ido a su Liga de Agencias Culturales. ¡Ese tal Minnigen le ha dado a la liga un montón de dinero y Tubbs va a ganar el doble del sueldo que tenía aquí!

II

Todos los investigadores del instituto, salvo los fanáticos como Gottlieb, Terry, Martin y el ayudante de biofísica, paralizaron inmediatamente sus trabajos de investigación. Hubo un aflorar de facciones, un ronroneo benevolente y cautivador de científicos que deseaban ser el nuevo Director del Instituto.

Rippleton Holabird, Yeo, el biólogo que parecía un carpintero, Gillingham, el bromista jefe de biofísica, Aaron Sholtheis, el pulido judío ruso episcopaliano de la Iglesia Alta, mostraban todos ellos expresiones de modesta buena disposición. Eran afectuosos con todos los que se encontraban en los pasillos, por muy violentas que fuesen las discusiones privadas. Se añadían a ellos no pocos de fuera, profesores e investigadores de otros institutos, que consideraban necesario acudir a consultar a Ross McGurk sobre cuestiones bastante indefinidas.

Terry le comentó a Martin: «Es probable que Pearl Robbins y tu garçon estén disputándose el puesto de dirección. Mi garçon no… la única razón de que no lo haga es, sin embargo, que acabo de asesinarle. En realidad yo creo que Pearl sería la mejor elección. Ha sido secretaria de Tubbs tanto tiempo que ha asimilado toda la ignorancia de él sobre la técnica científica».

Rippleton Holabird era el más empalagoso de todos los que pretendían conseguir el cargo, y el más ávido. Terminada la guerra, echaba de menos su uniforme y su autoridad.

—Ya sabe usted —le instó a Martin— que siempre he creído en su talento, Martin, y que sé que el amigo Gottlieb le tiene en mucha estima. Si consiguiera usted que Gottlieb me respaldara, que hablara con McGurk… Por supuesto, hacerme cargo de la dirección sería para mí un sacrificio, porque tendría que abandonar mi investigación, pero estaría dispuesto porque creo, de verdad, que debería asumir el control alguien con una Tradición. Tubbs me respalda, y si lo hiciese Gottlieb… procuraría que fuese en provecho suyo. ¡Le daría mucho más espacio en la planta!

En el instituto se sabía vagamente que Capitola abogaba por la elección de Holabird como «el único científico que hay aquí que es también un caballero». Se la veía navegar por los pasillos, una fragata, con Holabird en su estela como una chalupa.

Pero mientras Holabird resplandecía de gozo, Nicholas Yeo parecía reservado y satisfecho.

Todo el instituto se agitó la tarde en que se reunió el Consejo en el Salón, para elegir al nuevo director. Habían pasado de ser investigadores a convertirse en unas alumnas de internado. El Consejo debatió, o hizo algo enojoso, durante horas interminables.

A las cuatro, Terry Wickett corrió al despacho de Martin con: «Escucha, Slim, he tenido un soplo directo de que han elegido a Silva, decano de la Facultad de Medicina de Winnemac. Tú estudiaste allí, ¿no? ¿Cómo es ese Silva?».

—Es un viejo magnífico… ¡No! Él y Gottlieb se odian. ¡Dios mío! Gottlieb dimitirá, y yo tendré que largarme. ¡Justo cuando mi trabajo estaba yendo tan bien!

A las cinco, pasando ante puertas provistas de ojos atentos, el Consejo se dirigió al laboratorio de Max Gottlieb.

Se oyó decir valerosamente a Holabird: «Yo, por supuesto, no habría dejado mi investigación por ninguna tarea administrativa». Y Pearl Robbins informó a Terry: «Sí, es verdad… me lo dijo el propio señor McGurk… el Consejo ha elegido al doctor Gottlieb nuevo director».

—Entonces son tontos —dijo Terry—. Lo rechazará, con violencia. «¡Se atrevieron a pedirme que fuese a perder el tiempo en las reuniones del Comité!». ¡No hay nada que hacer!

Cuando se fue el Consejo, Martin y Terry entraron en el laboratorio de Gottlieb y encontraron al viejo de pie junto a su banco de trabajo, más erguido de lo que le habían visto en años.

—¿Es cierto… quieren que sea usted director? —balbució Martin.

—Sí, me lo han pedido.

—¿Pero usted lo rechazará? ¡No les dejará que le estorben en su trabajo!

—Bueno… dije que mi verdadero trabajo debía continuar. Aceptan que nombre un director auxiliar para que se ocupe de los detalles. En fin… Por supuesto nada debe interferir con mi inmunología, pero esto me da la oportunidad de hacer cosas grandes y crear un instituto científico libre para todos vosotros, muchachos. Y aquellos idiotas de Winnemac que se reían de mi idea de una Facultad de Medicina auténtica, puede que ahora vean… ¿sabéis quién era mi rival para el cargo… sabes quién era, Martin? ¡Era aquel tal Silva! ¡Ja ja!

Requiescat in pace —gruñó Terry en el pasillo.

III

A la cena en honor de Gottlieb (la única cena que llegó a darse en honor de Gottlieb) acudieron no solo los hombres de asuntos fáciles pero espectaculares, que asistían a todas las cenas de honor, sino los pocos científicos a los que Gottlieb admiraba.

Él apareció tarde, bastante nervioso, escoltado por Martin. Cuando llegó a la mesa de los oradores, los invitados se levantaron, gritando. Él les miró tímidamente, intentó hablar, estiró sus largos brazos como para abarcarles a todos y se sentó sollozando.

Hubo cables de Europa; cartas ardorosas de Tubbs y del decano Silva lamentando no poder estar presentes; telegramas de rectores de universidades; y todo se leyó para el aplauso admirado.

Pero Capitola murmuró: «De todos modos, echaremos de menos a nuestro querido doctor Tubbs. Era tan progresista. No juegues con el tenedor, Ross».

Así que Max Gottlieb se hizo cargo del Instituto de Biología McGurk y en un mes aquel instituto se convirtió en un caos.

IV

Gottlieb planeaba dedicar solo una hora al día al trabajo administrativo. Como director ayudante nombró al doctor Aarón Sholtheis, el criador de dalias y piadoso epidemiólogo de Yonkers. Gottlieb le explicó a Martin que, aunque por supuesto Sholtheis era un necio, era sin embargo el único hombre disponible que combinaba al menos un poco de habilidad científica con una disposición para soportar la rutina y la pomposidad y los compromisos del trabajo ejecutivo.

Era evidente que Gottlieb pensaba que seguir burlándose como siempre de todos los bulliciosos directivos le excusaba de haberse convertido también él en un directivo.

No podía limitar su trabajo oficial a una hora al día. Había demasiadas reuniones, demasiadas llamadas de personajes distinguidos, demasiados documentos que necesitaban su firma. Se veía arrastrado a cenas; y las largas e insulsas comidas de incesante parloteo a las que un director tenía que ir, y el telefonear para concertar las citas para aquellas torturas, ocupaban horas de nervios. Sus deberes ejecutivos iban convirtiéndose cada día en dos o tres o cuatro horas, y eso le enfurecía, se veía empantanado en complicaciones de personal y economía, era aún más autocrático, más irascible; y los amables colegas del instituto, a los que Tubbs había mantenido en una paz superficial mediante la suavidad o la amenaza, se peleaban ahora abiertamente.

Gottlieb hubiera debido irradiar benevolencia, en teoría, desde el despacho que había ocupado hasta hacía poco el doctor A. DeWitt Tubbs, pero, en vez de eso, se aferraba a su laboratorio y a su exiguo despacho, lo mismo que se aferra un gato a su cojín debajo de la mesa. Intentó una o dos veces sentarse allí, en el despacho del director, y ofrecer una imagen que impusiese, pero acabó huyendo de aquella vacuidad limpia y grande y de la traqueteante máquina de escribir de la señorita Robbins a su propio cubil, que no olía a virtud progresista, sino solo a cigarrillos y papeles viejos.

A McGurk, como a toda institución científica, acudían centenares de campesinos y enfermeras sin título y carniceros de los suburbios que habían pagado mucho dinero por el billete desde Oklahoma u Oregón para conseguir que se reconociesen las curas indiscutibles que habían descubierto: aceite de siluro del Mississippi que curaba todos los casos de tuberculosis, ungüentos de arsénico que curaban todos los cánceres. Llegaban con cartas y fotografías en medio de la ropa blanca limpia y raída de sus mugrientos portatrajes y a la menor oportunidad se inclinaban sobre sus maletas y sacaban esperanzados testimonios de sus pastores; suplicaban que se les diese una oportunidad de curar al género humano, y para ellos solo pedían lo suficiente para poder mandar a La Chica al Conservatorio de Música. Estaban tan seguros, imploraban tan insensatamente, que era imposible adiestrar a los empleados de recepción para que los mantuvieran a raya.

Gottlieb se encontraba con que conseguían llegar hasta su despacho. Le daban lástima. Le robaban sus horas de trabajo, mellaban su creencia de que era duro de corazón, pero le imploraban con una desdicha timorata tal que no podía librarse de ellos sin hacer promesas y confesar después que haber sido más cruel habría sido menos cruel.

Era con la Gente Importante con la que Gottlieb era duro.

Las tareas de dirección devoraban tiempo y paz suficientes para impedir a Gottlieb seguir con los problemas, cada vez más abstrusos, de su investigación sobre la naturaleza de la especificidad; y su investigación le impedía dedicar atención suficiente al instituto para impedir que se hiciera pedazos. Se apoyaba en Sholtheis, le trasladaba las decisiones a él, pero Sholtheis, teniendo en cuenta que en cualquier caso Gottlieb se llevaría todo el mérito por el éxito en las tareas de dirección, se entregaba a su propio trabajo científico y trasladaba las decisiones a la señorita Pearl Robbins, de manera que el verdadero director era la guapa y celosa Pearl.

No había director más astuto ni más tramposo en todo el mundo habitable. Pearl disfrutaba con aquello. Confirmaba con tanta calidez y modestia ante Ross McGurk los méritos de Gottlieb y su propia timorata devoción hacia él, ronroneaba tan gratamente ante las adulaciones de Rippleton Holabird, respondía con tanta suavidad a la tosca hostilidad de Terry Wickett impidiéndole conseguir materiales para su trabajo, que en el instituto florecían las intrigas.

Yeo no se hablaba con Sholtheis. Terry amenazó a Holabird con «atizarle». Gottlieb le pedía consejo a Martin constantemente, y después nunca lo seguía. Joust, el vulgar pero competente biofísico, que carecía del afecto que impedía a Martin y a Terry hacer reproches a Gottlieb, le dijo que era un «director asqueroso y que debería dimitir», y fue inmediatamente despedido y sustituido por alguien más complaciente.

Max Gottlieb siempre había discurseado a Martin sobre «las bromas de los dioses». Entre estas bromas, Martin nunca había visto una tan punzante como esta de que la pretenciosidad y la irritante falta de imaginación que tan detestables le habían parecido en Tubbs le hubiesen convertido en un buen directivo, mientras que a Gottlieb su talento le convertía en un débil tirano; la broma de que una cosa peor que una institución demasiado dirigida y reglamentada tuviese que ser una que no estuviese en absoluto dirigida y reglamentada. Lo habría rechazado en otros tiempos con violencia, pero ahora rezaba por las noches para que Tubbs volviese.

Aunque no complicase más el funcionamiento del instituto, no cabe duda de que perturbó aún más su placidez la aparición de Gustaf Sondelius, que acababa de regresar de hacer un estudio de la enfermedad del sueño en África y que ocupó ruidosamente uno de los laboratorios de invitados.

Gustaf Sondelius, el soldado de la medicina preventiva cuya conferencia había hecho trasladarse a Martin de Wheatsylvania a Nautilus, se había mantenido en la galería de héroes de este como poseedor de una pequeña parte de la percepción de Gottlieb, algo de la firme bondad de Papá Silva, un poco de la tozuda honestidad de Terry aunque nada de su afán de burlarse de las cosas gratas, y con aquella exuberancia jovial y desbordante totalmente suya. Es verdad que Sondelius no recordaba a Martin. Desde aquella velada que habían pasado en Minneapolis, había bebido y debatido y viajado extravagantemente a oscuros pero vinosos destinos con demasiada gente. Pero se le hizo recordar, y al cabo de una semana podía verse a Sondelius y Terry y Martin paseando y cenando, o cargados de temas de discusión y de ginebra en casa de este último.

El revuelto pelo rubio de Sondelius era casi gris, pero tenía los mismos hombros anchos, la misma frente amplia y el mismo huracán de planes para hacer el mundo aséptico, sin menospreciar el goce de unas cuantas cosas sépticas antes de que desaparecieran.

Se proponía fundar una escuela de medicina tropical en Nueva York, después de terminar su informe sobre la enfermedad del sueño.

Asedió a McGurk y al opulento señor Minnigen, que era el nuevo patrón de Tubbs, y en los momentos adecuados y en los inadecuados asedió a Gottlieb.

Sondelius adoraba a Gottlieb y lo manifestaba ostentosamente. Gottlieb admiraba el coraje de Sondelius y su odio al mercantilismo, pero no podía soportar su presencia. Le aturdían su hilaridad, sus alabanzas, su optimismo saltarín, su desatino, su jactancia, su grandeza aplastante. Es posible que a Gottlieb le molestase el hecho de que aunque Sondelius fuese solo once años más joven que él (cincuenta y ocho frente a los sesenta y nueve de Gottlieb) pareciese treinta años más joven y medio siglo más alegre.

Cuando Sondelius percibía ese resentimiento, procuraba superarlo siendo más ruidoso y obsequioso y entusiasta que nunca. En el cumpleaños de Gottlieb le regaló un impresionante batín corto de terciopelo cereza y malva, y cuando visitaba el piso de Gottlieb, cosa que hacía a menudo, este tenía que ponerse aquella prenda fantasmal y sentarse tarareando mientras Sondelius le atacaba con ruidosas condenas de la sopa mediocre y los mediocres músicos… Gottlieb nunca supo que Sondelius renunciaba a cenas sociales sorprendentemente decorativas para hacer aquellas visitas.

Martin recurría a Sondelius buscando valor lo mismo que recurría a Terry buscando concentración. Valor y concentración eran cosas necesarias, en aquel período de un instituto que se había vuelto loco, si quería uno hacer su trabajo.

Y Martin estaba haciéndolo.

V

Tras consultar con Gottlieb y tras una charla preocupada con Leora sobre el peligro del manejo de gérmenes, se había centrado en la peste bubónica, en las posibilidades de prevenirla y curarla con fago.

Oyéndole preguntar a Sondelius sobre su experiencia con epidemias de peste, podría uno pensar que a Martin la Muerte Negra le parecía deliciosa. Viéndole infestar a flacas y serpentinas ratas con el horror, o cacareando para ellas todo el tiempo y llamándolas con nombres cariñosos, se habría convencido uno de que estaba loco.

Descubrió que las ratas alimentadas con fago no contraían la peste; que después de aplicarles fago, el Bacillus pestis desaparecía de las ratas portadoras que, sin que las hubiese matado a ellas hasta entonces, albergaban y propagaban la peste crónica; y, por último, que podría curar la enfermedad. Estaba tan absorto y tan feliz y tan nervioso como los primeros días del Principio X. Trabajaba toda la noche… En el microscopio, bajo una luz solitaria, pescando con una pipeta de cristal fina como un cabello un solo bacilo de la peste.

Para protegerse de la infección que podían transmitirle las pulgas de las ratas llevaba, cuando trabajaba con los animales, guantes de goma, botas altas de cuero, abrazaderas en las mangas. Estas precauciones le emocionaban, y para los otros miembros del personal de McGurk tenían algo de la magia esotérica de los alquimistas. Se convirtió un poco en un héroe y un mucho en blanco de burlas. Los investigadores no están más libres que los cordiales hombres de negocios de las oficinas o los viejos quisquillosos de las aldeas del tedioso vicio del comentario jovial. Los químicos y los biólogos le llamaban «La Peste», se negaban a entrar en su despacho y fingían evitarle en los pasillos.

Mientras continuaba sin interrupción de experimento en experimento, mientras se entregaba a la dramática obsesión de la ciencia, pensaba muy bien de sí mismo y se encontraba con que los demás le tomaban en serio. Publicó un cauteloso artículo sobre el fago en la peste, que se mencionó en numerosas revistas científicas. Hasta el asediado Gottlieb lo elogió, aunque pudiese prestarle poca atención y ninguna ayuda. Pero Terry Wickett mostró bastante frialdad. Solo manifestó por aquel trabajo bastante brillante de Martin suficiente entusiasmo para comentar que no estaba celoso; pasó luego a preguntar si, con su nuevo experimento, Martin continuaba su investigación de la naturaleza fundamental de todo fago, y su estudio de la fisicoquímica.

Luego Martin tuvo un ayudante verdaderamente excepcional, y ese ayudante fue Gustaf Sondelius.

Sondelius estaba desanimado con el asunto de su escuela de medicina tropical. Andaba buscando nuevos problemas. Había investigado varias epidemias y enfocaba la peste con un odio afectuoso. Cuando se enteró del trabajo de Martin se entusiasmó: «¡Oh, Dios mío! ¡Puede que consigas una cosa que sea mejor que lo de Yersin o Haffkine, que lo de todos! Es posible que cures toda la peste del mundo… esos pobres diablos de la India… millones de ellos. ¡Déjame participar!».

Se convirtió en colaborador de Martin; sin sueldo, incansable, no muy habilidoso, valioso por su ánimo siempre optimista. Amaba como Martin la irregularidad; nunca hacía por principio sus comidas a la misma hora dos días seguidos, y trabajaba por elección toda la noche y escribía poesía, poesía bastante mala, al amanecer.

Martin había sido siempre el merodeador solitario. Es posible que la cosa que más le gustase de Leora fuese su singular habilidad para ser alegremente inexistente, incluso cuando estaba presente. Al principio, la presencia perturbadora de Sondelius le enojaba, por muy interesantes que le pareciesen sus fervores respecto a las ratas portadoras de peste (a las que Sondelius no odiaba en absoluto pero que había sacrificado, con amoroso celo, por millones, con romántico ensimismamiento, mediante trampas y gas venenoso). Pero el Sondelius que era bronco en la conversación podía ser casi silencioso en el trabajo. Sabía exactamente cómo sujetar a los animales mientras Martin les administraba inyecciones intrapleurales; preparaba cultivos de Bacillus pestis; cuando el técnico de Martin se había ido a casa solo un poquito después de medianoche (al garçon le agradaba Martin y pensaba lo suficientemente bien de la ciencia, pero tenía un prejuicio en favor de lo de dormir seis horas al día y ver alguna vez a su mujer y a sus hijos en Harlem), Sondelius esterilizaba alegremente recipientes y agujas y subía hasta el zoológico de arriba para bajar víctimas.

El cambio por el que Sondelius pasó de ser maestro de Martin a ser su esclavo fue tan inconsciente, y Sondelius, pese a todo su amor al sensacionalismo pickerbaughiano, se preocupaba tan poco por lo del magisterio o lo del crédito, que ninguno de ellos consideró que hubiese habido un cambio. Se prestaban mutuamente cigarrillos; salían a las horas más inverosímiles a tomar tortitas de avena y café a un restaurante de los abiertos toda la noche; y miraban juntos al trasluz tubos de ensayo cargados de muerte.