Cuando el trabajo sobre el Principio X llevaba ya prolongándose seis semanas seguidas, el personal del instituto empezó a sospechar que estaba pasando algo, y a ofrecer ayuda a Martin. Él les eludió. No deseaba que le atraparan en ninguna de las facciones de ayuda mutua, aunque se sintiese a veces solo pensando en Terry Wickett, que aún seguía en Francia, y en su compulsiva y descortés entrega a la sinceridad.
No se sabe cómo se enteró el director de que Martin estaba encontrando oro.
Al doctor Tubbs ya no le hacía ilusión ser un coronel (había demasiados generales en Nueva York) y llevaba dos semanas sin tener una Idea que revolucionase ni una pequeña parte del mundo siquiera. Una mañana irrumpió en el laboratorio de Martin, con los pelos del bigote encrespados y le reprochó:
—¿Qué misterioso descubrimiento es ese que está haciendo usted, Arrowsmith? Le he preguntado al doctor Gottlieb, pero me elude; dice que quiere usted estar seguro primero. ¡Debo saber de qué se trata, no solo porque me tomo un interés muy amistoso por su trabajo sino porque soy, después de todo, su Director!
Martin tuvo la sensación de que estaban arrebatándole su única ovejita, pero no veía medio de evitarlo. Sacó sus cuadernos de notas y las placas de agar con sus manchas disueltas de bacilos. Tubbs se quedó boquiabierto, se atacó los bigotes y, tras un instante de teatral consideración, clamó:
—¿Quiere usted decir que cree que ha descubierto una enfermedad infecciosa de las bacterias, y que no me ha hablado a mí de ello? Mi querido muchacho, no creo que se dé usted cuenta del todo de que puede haber dado con el medio supremo de matar bacterias patógenas… ¡Y no me lo contó!
—Bueno, señor, quería asegurarme…
—Admiro su precaución, pero debe usted comprender, Martin, que el objetivo básico de esta institución es la derrota de la enfermedad, ¡no redactar bonitas notas científicas! Debe de haber dado usted con uno de los descubrimientos de una generación; precisamente lo que el señor McGurk y yo estamos buscando… Si sus resultados se confirman… le preguntaré su opinión al doctor Gottlieb.
Tras decir esto, estrechó la mano de Martin cinco o seis veces y salió precipitadamente de allí. Al día siguiente, llamó a Martin a su despacho, le estrechó la mano un poco más, le dijo a Pearl Robbins que era un honor conocerle, y después le condujo a la cima de una montaña y le mostró todos los reinos de este mundo:
—Martin, tengo algunos planes para usted. Ha estado trabajando brillantemente, pero sin una visión completa y más amplia de la humanidad. El instituto, sabe usted, está organizado siguiendo las directrices más flexibles. No hay departamentos definidos, sino solo unidades formadas alrededor de hombres excepcionales como nuestro querido amigo Gottlieb. Si cualquier hombre nuevo tiene realmente lo que hay que tener, le proporcionaremos todos los medios, en vez de dejarle trabajar agotadoramente en una tarea individual. He dedicado una consideración muy detenida a los resultados que ha obtenido usted, Martin; he hablado de ellos con el doctor Gottlieb… aunque he de decir que él no comparte del todo mi entusiasmo respecto a los resultados prácticos inmediatos. Y he decidido someter al Consejo de Directores un plan para un Departamento de Patología Microbiana, ¡con usted como jefe! Tendrá un ayudante (un doctor con auténtica formación) y más espacio y técnicos, y me informará directamente a mí, comentará las cosas conmigo a diario, en vez de con Gottlieb. Será dispensado de todo el trabajo de guerra, por orden mía… aunque puede conservar usted el uniforme y todo lo demás. Y su sueldo pasará a ser, creo yo, si el señor McGurk y los demás directores me lo confirman, de diez mil al año en vez de cinco.
»Sí, la mejor habitación para usted sería esa grande de la planta de arriba, a la derecha de los ascensores. Ahora está vacía. Y su despacho estará al otro lado del vestíbulo.
»Y toda la ayuda que necesite. Sí, hijo mío, no tendrá ninguna necesidad de pasarse las noches despierto utilizando sus manos de ese modo inútil, podrá dedicarse solo a pensar las cosas y ocuparse de posibles ampliaciones que cubran todos los campos. ¡Extenderemos esto a todo! Dispondremos de montones de médicos en hospitales ayudándonos y confirmando nuestros resultados y complementando nuestros esfuerzos… Podemos tener una reunión semanal con todos esos médicos y ayudantes, presidida conjuntamente por usted y por mí… Si hombres como Koch y Pasteur hubiesen tenido el respaldo de un sistema así, ¡cuánto mayor alcance podría haber tenido su obra! Cooperación universal eficiente… esa es la clave de la ciencia hoy… ya ha quedado atrás la época de esa investigación individual estúpida, celosa y chapucera.
»Hijo mío, es posible que hayamos encontrado la verdadera solución… ¡otro Salvarsán! ¡Publicaremos juntos! ¡El mundo entero hablará de ello! ¡Ay, he estado despierto toda la noche pensando en nuestra magnífica oportunidad! ¡En unos cuantos meses podemos estar curando no solo infecciones de estafilos sino el tifus, la disentería! Martin, como colega suyo, no deseo ni por un momento restarle el gran mérito que le corresponde, pero debo decir que si hubiese estado usted más estrechamente aliado Conmigo habría ampliado su trabajo a pruebas y resultados prácticos mucho antes».
Martin volvió con paso inseguro a su despacho, mareado con la visión de un departamento propio, ayudantes, los vítores del mundo… y diez mil al año. Pero tenía la sensación de que le habían arrebatado su trabajo, de que le habían arrebatado su propio yo; no iba a ser ya Martin, y discípulo de Gottlieb, sino un Hombre de Alegría Medida, el doctor Arrowsmith, Jefe del Departamento de Patología Microbiana, que llevaría varios cuellos y daría charlas y no maldeciría jamás.
Las dudas le debilitaron. Tal vez el Principio X no se desarrollase más que en el tubo de ensayo; tal vez no tuviese gran valor para la curación humana. Él quería saber… saber.
Luego cayó sobre él Rippleton Holabird:
—Martin, mi querido muchacho, el director acaba de contarme lo de su descubrimiento y lo de los espléndidos planes que tiene para usted. Quiero felicitarle de todo corazón, y darle la bienvenida como un jefe de departamento y colega más… y es tan joven… solo treinta y cuatro, ¿no? ¡Qué magnífico futuro! Piense Martin —el comandante Holabird se sentó a horcajadas en una silla desdeñando su dignidad—, ¡piense en todo lo que le aguarda! Con cuántos honores le premiarán si este trabajo sale bien. ¡Es usted un cachorrillo afortunado! ¡Le aclamarán las asociaciones científicas, podría ser profesor donde quisiera, recibir premios, los grandes hombres empezarán a consultarle, ocupará un puesto espléndido en la sociedad!
»Ahora escuche usted, muchacho: Quizás sepa lo próximo que estoy al doctor Tubbs, y no veo ninguna razón por la que no debiera usted unirse a nosotros, y dirigir las cosas aquí los tres y a nuestro gusto. ¡Qué detalle el del director, el que se mostrase tan dispuesto a reconocer el descubrimiento y el que se ofreciese enseguida a ayudarle de todos los modos posibles! Es tan cordial… y está tan deseoso de ayudar. Ahora puede usted hacerse cargo ya de verdad de las cosas. Y los tres… Podríamos lograr algún día erigir una superestructura de ciencia cooperativa que controlase no solo McGurk sino todos los institutos y todos los departamentos científicos de las universidades del país, y conseguir poner en marcha realmente una investigación eficiente. Cuando el doctor Tubbs se retire, tengo (le digo esto de modo absolutamente confidencial), tengo ciertas razones para suponer que el Consejo de Directores me considerará su sucesor. Entonces, muchacho, si este trabajo sale bien, ¡usted y yo podremos hacer cosas juntos!
»Para ser franco en todo, hay muy pocos hombres en nuestro mundo (¡piense en el pobre infeliz de Yeo!), que puedan mostrar al mismo tiempo una personalidad presentable y triunfos de primera categoría, y si usted prescindiese de algunas de sus brusquedades y de su resistencia a apreciar a los grandes ejecutivos y a las mujeres encantadoras (porque, gracias a Dios, sabe usted vestir bien… ¡cuando se toma la molestia!)… En fin, ¡usted y yo podemos convertirnos en los dictadores de la ciencia en todo el país!».
Martin no pensó en una respuesta hasta que Holabird ya se había ido.
Percibía el horror de esa cosa grosera y estridente que se llama Éxito, con su exigencia de abandonar el trabajo tranquilo y salir en procesión para que todos los ciegos devotos le manoseasen y los ciegos enemigos le cubriesen de cieno.
Huyó en busca de Gottlieb, del padre sabio y tierno, y le suplicó que le librase del Éxito y de los Holabirds y los A. DeWitt Tubbs y sus hordas de científicos que daban charlas y discurseaban, de autores cazadores de títulos, de oradores de púlpito, de cirujanos populares, de periodistas serviles, de príncipes del comercio sentimentales, de políticos literarios, de deportistas con título nobiliario, de generales estadistas, de senadores entrevistados, de obispos sentenciosos.
Gottlieb estaba preocupado:
—Me di cuenta de que Tubbs se proponía algo idealista y sucio cuando vino hoy ronroneando a verme, pero no pensé que intentaría convertirte en un megáfono tan rápido, ¡en un día! ¡Me ceñiré los lomos y saldré a luchar contra las fuerzas de la publicidad!
Fue derrotado.
—Le he dejado a usted en paz, doctor Gottlieb —dijo Tubbs— pero, qué demonios, ¡soy el Director! Y debo decir que, quizás debido a mi notoria estupidez, ¡no consigo ver que sea tan horroroso permitir que Arrowsmith cure a miles de personas que sufren y se convierta en un hombre importante y estimado!
Gottlieb llevó el asunto a Ross McGurk.
—Max, te quiero como a un hermano, pero Tubbs es el director, y si cree que necesita a ese Arrowsmith (¿es ese jovencito delgado que veo por tu laboratorio, verdad?), no tengo ningún derecho a impedírselo. Tengo que respaldarle lo mismo que haría con el capitán de uno de mis barcos —dijo McGurk.
Martin no sería jefe de departamento hasta que el Consejo de Directores, que estaba formado por el propio McGurk, el rector de la Universidad de Wilmington y tres profesores de ciencias de diversas universidades, se reuniese y diese su aprobación. Mientras tanto Tubbs pidió:
—Mire, Martin, tiene que darse prisa y publicar sus resultados. Aplíquese a ello inmediatamente. Debería haberlo hecho ya en realidad. Reúna todo su material lo más rápido posible y envíe una nota a la Asociación de Medicina y Biología Experimental para que la publique en sus próximas actas.
—¡Pero aún no estoy en condiciones de publicar! ¡Quiero tener cubiertos todos los resquicios antes de comunicar nada!
—¡Tonterías! Eso es una actitud anticuada. Ya no estamos en la época del provincianismo sino en la de la competencia, en el arte y la ciencia lo mismo que en el comercio… ¡Cooperación con tu grupo, pero con los de fuera de él, competencia hasta la muerte! Cubra todos los huecos más tarde, no podemos exponernos a que se nos adelante otro. Recuerde que tiene que hacerse un nombre. La manera de conseguirlo es trabajando conmigo… para el mayor bien del mayor número.
Cuando Martin empezó su artículo, pensando en dimitir pero renunciando a hacerlo porque Tubbs le parecía al menos mejor que los Pickerbaughs, tenía la visión de un mundo de pequeños científicos, trabajando cada uno de ellos en una celda sin techo. Colgado de una nube, observándoles, estaba el divino Tubbs, una gloria de bigote, listo para fulminar a cualquiera de los hombrecillos que dejasen de esforzarse y perdiesen el tiempo especulando sobre algo que no les hubiese asignado él. Detrás de su confusión de jaulas, sin que le viese el Tubbs tutelar, se perfilaba sardónica sobre un horizonte tormentoso la figura delgada y gigante de Gottlieb.
A Martin no le resultaba fácil expresarse literariamente. Se demoraba con su artículo, lo que irritaba a Tubbs, que no paraba de fustigarle. Los experimentos habían cesado; había sufrimiento y rascar de pluma y mucha rotura de papel manuscrito en la celda sin techo particular de Martin.
Por una vez no contaba con el refugio de Leora.
—¿Por qué no? Lo de diez mil al año sería espléndido, Sandy. ¡Y tanto que sí! Hemos sido siempre tan pobres, y a ti te gustan las cosas bonitas y los pisos bonitos. Y ser el jefe de un departamento tuyo… Y podrías consultar al doctor Gottlieb exactamente igual. Él es también un jefe de departamento, ¿no? Y sin embargo se mantiene independiente del doctor Tubbs. ¡Oh, a mí me parece estupendo!
Y lentamente, abrumado por el considerable aumento de respeto que se le otorgaba en las comidas del instituto, el propio Martin pasó a pensar también que era «estupendo».
«Podríamos coger uno de esos nuevos apartamentos de Park Avenue. No creo que cuesten más de tres mil al año», cavilaba. «No estaría mal poder recibir gente allí. No es que vaya a dejar que eso interfiera en mi trabajo… Pero estaría muy bien».
Estaba aún mejor, aunque fuese angustioso al principio, el reconocimiento social.
Capitola McGurk, que hasta entonces no se había fijado en él, salvo como un objeto menos interesante que Gladys la Centrifugadora, telefoneó: «… el doctor Tubbs está muy entusiasmado y Ross y yo estamos muy satisfechos. Me encantaría que la señora Arrowsmith y usted pudiesen cenar con nosotros el jueves a las ocho y media».
Martin aceptó la real orden.
Estaba convencido de que tras vislumbrar el mundo de Angus Duer y de Rippleton Holabird había visto lujo, y había comprendido lo que eran las cenas elegantes. Leora y él fueron sin demasiado nerviosismo hasta la casa de Ross McGurk, en la Setenta Este, junto a la Quinta Avenida. Desde la calle, la casa parecía tener una cantidad insólita de gárgolas de piedra gris y de dinteles tallados y enrejados de bronce, pero no parecía grande.
Dentro, el vestíbulo de piedra abovedado se abría hacia arriba como una catedral. Se sintieron azorados ante los lacayos, sobrecogidos con el ascensor automático, oprimidos por un pasillo lleno de infolios de vitela y cofres italianos y un salón lleno de acuarelas y reducidos a la condición rústica por el regio raso blanco y las perlas de Capitola.
Había ocho o diez Personas de Importancia, de ambos sexos, que parecían insignificantes pero que tenían nombres tan familiares como Ivory Soap[15].
¿Le daba uno el brazo a alguna dama desconocida y la «introducía»?, se preguntó Martin. Se alegró al descubrir que se entraba sin más en el comedor bajo el control de la amistosa voz de bajo de McGurk.
El comedor era bellísimo y bastante terrible, en piel estampada e histerias doradas, con colecciones de criados vigilando cómo utilizabas los tenedores de los espárragos. Martin estaba sentado (es dudoso que se hubiese enterado de que era el invitado de honor) entre Capitola McGurk y una mujer de la que solo pudo llegar a saber que era la hermana de una condesa.
Capitola se inclinó hacia él en su gran esplendor blanco.
—Dígame, doctor Arrowsmith, ¿qué es exactamente eso que está usted descubriendo?
—Bueno, es… ejem… estoy intentando determinar…
—El doctor Tubbs nos cuenta que han encontrado ustedes nuevos medios maravillosos de controlar las enfermedades —sus eles eran una melodía de ríos estivales, sus erres trino de pájaros en la enramada—. Oh, qué… ¡Qué podría ser más bello que aliviar a este triste y viejo mundo de su carga de enfermedades! Pero ¿qué es exactamente lo que esta usted haciendo?
—Bueno, es aún demasiado pronto para poder estar seguro pero… En fin, es más o menos así. Coges ciertos bichos, como por ejemplo estafilos…
—¡Ay, qué interesante es la ciencia, pero qué terriblemente difícil de entender para gente simple como yo! Pero somos todos muy humildes. Solo estamos esperando a que científicos como usted hagan el mundo más seguro para la amistad…
Luego Capitola otorgó toda su atención a su otro hombre. Martin se dedicó a mirar al frente y a comer y a sufrir. La hermana de la condesa, una mujer cetrina y flacucha, le miraba sonriente. Se giró hacia ella con triste mansedumbre (fijándose en que ella tenía un tenedor más que él, y preguntándose dónde lo habría perdido).
—Es usted un científico, según me han dicho —vociferó ella.
—Síí.
—El problema de los científicos es que no entienden la belleza. Son tan fríos.
Rippleton Holabird habría hecho mucha broma, pero Martin solo pudo tartamudear: «No, no creo que eso sea verdad», y consideró si se atrevería o no a beber otra copa de champán.
Cuando les condujeron de nuevo en rebaño al salón, después del ceremonial exclusivamente masculino, pero dolorosamente complejo, de brindar con oporto, Capitola cayó sobre él con blancas alas devoradoras.
—Querido doctor Arrowsmith, la verdad es que no he tenido la oportunidad en la cena de preguntarle qué es exactamente lo que está usted haciendo… ¡Oh! ¿Ha visto usted a mis queridos niñitos del establecimiento de Charles Street? Estoy segura de que muchos de ellos se convertirán en los científicos más fascinantes. Tiene usted que venir a darles una charla.
Esa noche le dijo furioso a Leora: «Va a ser difícil aguantar todo este parloteo. Pero supongo que tendré que aprender a disfrutarlo. En fin, bueno, piensa lo agradable que será que nosotros demos algunas cenas, con gente de verdad, Gottlieb y demás, cuando yo sea jefe de departamento».
A la mañana siguiente Gottlieb acudió pausadamente al despacho de Martin. Se quedó parado junto a la ventana; parecía evitar su mirada.
—Ha sucedido algo un poco malo —dijo con un suspiro—… quizá no del todo malo…
—¿De qué se trata, señor? ¿Puedo yo hacer algo?
—No se refiere a mí. A ti.
Martin pensó irritado: «¿Va a empezar otra vez con todo eso del peligro del éxito rápido? ¡Me estoy hartando ya!».
Gottlieb se acercó a él.
—Es una lástima, Martin, pero tú no eres el descubridor del Principio X.
—Que…
—Hay otro que lo ha descubierto.
—¡No es posible! He investigado toda la literatura científica y salvo Twort, nadie se ha aproximado siquiera a prever… Pero bueno, Dios Santo, doctor Gottlieb, eso significaría que todo lo que he hecho, todas estas semanas, ha sido una pérdida de tiempo y nada más, y que soy un imbécil…
—Bueno. En fin. D’Herelle, del Instituto Pasteur, acaba de publicar en las Comtes Rendues, Academie des Sciences, un informe… es tu Principio X, no hay duda. Solo que él le llama «bacteriófago». Así que…
—Entonces yo…
Martin continuó la frase mentalmente: «Entonces yo no seré jefe de departamento ni famoso ni nada parecido. Vuelvo otra vez al arroyo». Y perdió toda la fuerza y todo el propósito, y la luz de la creación pasó a adquirir una tonalidad grisácea.
—Tú podrías —dijo Gottlieb—, claro está, reclamar la condición de codescubridor y pasarte el resto de tu vida luchando por conseguir el reconocimiento. O podrías olvidarlo y escribir una bonita carta de felicitación a D’Herelle y volver al trabajo.
—Oh —se lamentó Martin— volveré al trabajo. No puedo hacer otra cosa. Supongo que ahora Tubbs descartará la idea del nuevo departamento. Tendré tiempo para terminar de verdad mi investigación… quizás yo haya caído en cosas en las que no haya caído D’Herelle… y lo publicaré para corroborarle… ¡Maldito sea!… ¿Dónde está su informe?… Supongo que se alegrará usted de que me haya librado de ser un Holabird.
—Debería alegrarme. Es un pecado contra mi religión el que no lo haga. Pero me estoy haciendo viejo. Y eres amigo mío. Lamento que no vayas a disfrutar del gozo de la presunción y el éxito… por un tiempo… Martin, estaría muy bien que corroborases a D’Herelle. Eso es ciencia: trabajar y no preocuparte… demasiado… si el mérito se lo lleva otro… ¿Le dirás a Tubbs lo de la prioridad de D’Herelle, o lo hago yo?
Gottlieb se fue, mirando hacia atrás con cierta tristeza.
Tubbs acudió a quejarse: «¡Si lo hubiese publicado usted antes, como yo le dije, doctor Arrowsmith! La verdad es que me ha puesto usted en una situación muy embarazosa ante el Consejo de Directores. Por supuesto no puede plantearse siquiera ya lo de un nuevo departamento».
—Sí —dijo Martin en un tono distante.
Archivó cuidadosamente los inicios de su artículo y volvió a su banco de trabajo. Se quedó mirando fijamente un matraz resplandeciente hasta que le fascinó como una bola de cristal. Cavilaba:
«No habría sido tan malo el asunto si Tubbs me hubiese dejado en paz. Malditos sean estos viejos, malditos sean estos Hombres de Alegría Medida, estos Hombres Importantes que vienen y te ofrecen honores. Dinero. Condecoraciones. Títulos. Quieren que te vanaglories sintiéndote con autoridad. ¡Honores! Si los consigues te haces pomposo, y luego, cuando te has acostumbrado a ellos, si los pierdes te sientes un imbécil.
»Así que no me haré rico. Leora, pobrecilla, no tendrá sus vestidos nuevos y su piso y todo lo demás. Nosotros… No va a ser tan divertido ahora vivir en el viejo pisito. ¡Oh, deja de llorar!
»Ojalá Terry estuviese aquí.
»Quiero mucho a ese hombre, Gottlieb. Podría haberse alegrado de esto…
»Bacteriófago, le llama el francés. Demasiado largo. Mejor llamarle solo fago. ¡Hasta consiguió ponerle el nombre, a mi Principio X! Bueno, me divertí mucho, trabajando todas estas noches. Trabajando…».
Estaba saliendo ya de su trance. Imaginó el matraz lleno de caldo nublado de estafilos. Fue hasta el despacho de Gottlieb a por la revista donde figuraba el artículo de D’Herelle y lo leyó minuciosa, entusiásticamente.
—¡He aquí un hombre, un científico! —dijo riendo entre dientes.
Y en el camino de vuelta a casa fue planeando experimentar aplicando el fago (a partir de entonces pasó a llamar así al Principio X) al bacilo de la disentería de Shiga[16], planeando lanzar preguntas y críticas a D’Herelle, con la esperanza de que Tubbs tardase un tiempo en despedirle, y sintiendo un gran alivio al pensar que no tendría que hacer su absurdo artículo prematuro sobre el fago, que podría ser disoluto y simple y llevar cuellos blandos en vez de juicioso y serio y estar siempre espiado.
—Jolines —se dijo sonriendo— ¡menuda decepción se ha debido de llevar Tubbs! Se veía ya firmando todos mis artículos conmigo y recibiendo el mérito. Pero con este experimento de Shiga… Pobre Lee, tendrá que acostumbrarse a mis noches de trabajo, me imagino.
Leora se guardó para ella lo que pensaba sobre el asunto… o al menos la mayor parte de lo que pensaba.