Capítulo 28

I

El capitán Martin Arrowsmith, MRC[14], llegó a casa y se quejó a su buena esposa Leora: «Estoy absolutamente cansado, y me siento además desanimado. No he conseguido ni una maldita cosa en todo este año en McGurk. Estéril. Nada. Y que me cuelguen si voy a estudiar cálculo esta noche. Vamos al cine. Ni siquiera me pondré ropa humana normal. Estoy demasiado cansado».

—Muy bien, querido —dijo Leora—. Pero cenemos aquí. He comprado un pescado maravilloso esta tarde.

Durante la película, Martin manifestó su opinión, como capitán y como médico, de que parecía improbable que una madre no conociese a su hija después de una ausencia de diez años. Estaba inquieto y racional, que no es un estado de ánimo apropiado para ver cine. Cuando salieron parpadeando de aquella oscuridad iluminada solo por las sombras de la pantalla, exclamó: «Voy a volver al laboratorio. Te pondré en un taxi».

—Oh, qué barbaridad, déjalo por una noche.

—¡No puedes decir eso! ¡Llevo ya tres o cuatro noches que no me quedo trabajando hasta tarde!

—Entonces llévame contigo.

—Ca. Tengo la sensación de que voy a tener que estar trabajando toda la noche.

Liberty Street, mientras él corría por ella, estaba durmiendo bajo sus torres. Era orden de McGurk que el ascensor del instituto funcionase durante toda la noche y, de hecho, tres o cuatro de los veinte miembros del personal lo utilizaban a veces después de las horas respetables.

Esa mañana Martin había aislado una nueva cepa de bacterias de estafilococo procedentes del ántrax del glúteo de un paciente del Hospital del Bajo Manhattan; un ántrax que estaba curándose con insólita rapidez. Había puesto un poco de pus en caldo y lo había incubado. En ocho horas había aparecido un buen crecimiento de bacterias. Antes de irse cansinamente a casa había vuelto a poner el matraz en la incubadora.

No estaba particularmente interesado en él, y entonces, cuando llegó a su laboratorio, se quitó la guerrera, miró abajo, las luces del río negro azulado, fumó un poco, pensó en lo miserable que había sido su comportamiento con Leora y maldijo a Bert Tozer y a Pickerbaugh y a Tubbs y a cualquier otro que tuviese a mano en su memoria y se dirigió luego con aire ausente a la incubadora y se encontró con que el matraz, en el que debería haber un crecimiento nebuloso perceptible, no tenía ya el menor rastro de bacterias… de estafilococos.

—¡Pero qué demonios es esto! —exclamó—. ¡El caldo está tan claro como cuando lo sembré! Pero que… ¡Que me suceda este accidente estúpido justo cuando estaba a punto de iniciar algo nuevo!

Regresó apresuradamente a su laboratorio de la incubadora, que estaba en un cuartito del pasillo, y, poniendo el matraz bajo una luz fuerte, se aseguró de que no se había equivocado, que había visto bien. Preparó impaciente una placa del contenido del matraz y la examinó al microscopio. Solo descubrió sombras de lo que habían sido bacterias: delgados perfiles, la forma aún allí pero la sustancia celular desaparecida; minúsculos esqueletos sobre un campo de batalla infinitesimal.

Alzó la cabeza del microscopio, se frotó los ojos cansados, se frotó el cuello reflexivamente… se quitó la guerrera, dejó caer al suelo el cuello duro, se desabrochó el botón de arriba de la camisa. Reflexionó:

—Aquí hay algo raro. Este cultivo estaba creciendo perfectamente, y luego se ha suicidado. Nunca oí que los bichos hicieran eso. ¡He dado con algo! ¿Qué ha causado esto? ¿Algún cambio químico? ¿Algo orgánico?

En Martin Arrowsmith no había heroísmos decorativos, no había talento para los amoríos, no había ningún ingenio exótico, ni desdichas edificantemente soportadas. No mostraba ni la elegancia pintoresca ni un mensaje moral. Estaba lleno de faltas precipitadas y de sinceridad perversa; era un joven a menudo poco amable, a menudo grosero. Pero tenía un don: una curiosidad en virtud de la cual nada le parecía ordinario. Si hubiese sido un héroe aceptable, como el comandante Rippleton Holabird, habría vertido el contenido del matraz en el fregadero, habría admitido con bonita modestia: «¡Qué imbécil! ¡He cometido algún error!», y habría seguido con sus cosas. Pero Martin, al ser Martin, se puso a pasear prosaicamente arriba y abajo por el laboratorio, rezongando. «Esto tiene que tener una causa, y voy a descubrir cuál es».

Tuvo de pronto una idea romántica: llamaría por teléfono a Leora y le explicaría la maravilla que estaba sucediendo, y ella no se preocuparía ya por él. Recorrió el pasillo, encendiendo cerillas, intentando encontrar interruptores eléctricos.

De noche, todos los pasillos están embrujados. Hasta en un sitio tan risueñamente nuevo como el edificio de McGurk había habido un contable que se había suicidado. Martin, mientras andaba a tientas, temblaba consciente de suaves pisadas tras él, de formas que atisbaban desde las entradas de las puertas y se esfumaban insolentemente, de antiguos horrores incorpóreos, y cuando encontró el interruptor se congratuló de la bendición y la seguridad de la luz súbita que recreaba el mundo.

En la centralita de teléfonos del instituto conectó todo lo que pareció razonable. Pensó en una ocasión que estaba hablando con Leora, pero resultó que se trataba de una voz asexuada e intolerante, que decía: «Númerooo, por favor» con una atención tensa imposible en alguien tan indolente como Leora. Luego, otra vez, una voz babeó: «¿Sarah?». Después, «¡No te quiero! ¡Cuelga, por favor!». Luego una chica suplicó: «Sinceramente, Billy, iba a ir allí, pero el jefe vino a las cinco y dijo…».

En cuanto al resto, era solo un borrón; las voces de siete millones de personas ansiosas por dormir o ansiosas de amor o de dinero.

—Bueno, ya está bien —comentó—, supongo que Lee se habrá ido a la cama.

Y regresó al laboratorio.

Como un detective a la caza del asesino de bacterias, se paró allí con la cabeza hacia atrás, rascándose la barbilla, rascándose la memoria en busca de casos parecidos de microorganismos que se suicidasen o que fuesen eliminados sin causa visible. Corrió escaleras arriba hasta la biblioteca, consultó a las autoridades inglesas y norteamericanas y, laboriosamente, las francesas y las alemanas. No encontró nada.

Le preocupaba la posibilidad de que pudiese no haber habido, por alguna razón, ningún estafilococo vivo en el pus con el que había sembrado el caldo… que no hubiese habido allí nada que pudiese morir. En una carrera frenética, sin detenerse a encender luces, chocando en las esquinas y resbalando en aquel suelo de baldosas demasiado perfecto, se deslizó escaleras abajo y galopó por los pasillos hasta su habitación. Encontró los restos del pus original, vertió una parte en una placa de cristal y la tiñó con violeta de genciana, depositando nerviosamente sobre ella una gota del espléndido tinte. Corrió al microscopio. Cuando se inclinó sobre el tubo de metal y centró el objetivo, en el campo de visión circular gris-lavanda afloraron a la existencia como uvas las agrupaciones de gérmenes de estafilococo, manchas púrpura contra el plano en blanco.

—¡Hay estafilos, perfecto! —gritó.

Y se olvidó ya de Leora, de la guerra, de la noche, del cansancio, del éxito, de todo, y se lanzó a disponer lo necesario para un experimento, su primer gran experimento. Estaba frenético, bastante mareado. Procuró calmarse sentándose a una mesa, entre anillos y espirales de humo de cigarrillo, a enumerar en hojitas de papel todas las causas posibles de suicidio de las bacterias… todas las cuestiones que tenía que aclarar y los experimentos que deberían aclararlas.

Podría ser que un álcali de un matraz insuficientemente limpio hubiese sido la causa de la eliminación del cultivo. Podría ser alguna sustancia antiestafilo que contuviese el pus, o algo liberado por los propios estafilos. Podría ser alguna peculiaridad de aquel caldo concreto.

Tenía que comprobar cada una de estas cosas.

Consiguió abrir la puerta de la habitación donde se almacenaban tubos y recipientes, forzando el manubrio. Cogió matraces nuevos, los limpió, los tapó con algodón y los colocó en el horno de aire caliente para esterilizarlos. Buscó otras partidas de caldo de cultivo… en realidad las robó, del suministro particular y sumamente sagrado que tenía Gottlieb en la nevera. Filtró parte del cultivo clarificado a través de un filtro de porcelana estéril y lo añadió a sus cepas habituales de estafilococo.

Y, tal vez lo más importante de todo, descubrió que no tenía cigarrillos.

Incrédulo, palpó en todos los bolsillos y después de recorrerlos uno a uno volvió a palparlos otra vez. Buscó en la guerrera militar que se había quitado; tuvo una idea animadora de haber visto cigarrillos en un cajón; no los encontró; y se dirigió desvergonzadamente a la habitación en la que estaban colgadas las batas y chaquetas de los técnicos. Registró furibundo bolsillos hasta que encontró una docena de hermosos cigarrillos en una cajetilla arrugada y aplastada.

Para comprobar cada una de las cuatro posibles causas de la desaparición de los cultivos, preparó y sembró con bacterias una serie de matraces en condiciones diversas, y los colocó en la incubadora a la temperatura del cuerpo. Hasta que dejó allí el último matraz, su mano estaba firme, su cansado rostro sereno. Estaba por encima de todo nerviosismo, libre de toda inseguridad, era un profesional haciendo su trabajo.

Eran por entonces las seis de una amplia y magnífica mañana de agosto, y cuando cesó la aceleración del trabajo, cuando los nervios tensos se relajaron, miró por la alta ventana y cobró conciencia del mundo de abajo: techos brillantes, torres jubilosas y un vapor de alta cubierta del canal que subía contoneándose por el resplandeciente río arriba.

Estaba agotado; era como un cirujano después de una batalla, como un reportero durante un terremoto, tal vez estuviese un poco enloquecido; pero no tenía sueño. Maldecía la espera inevitable a que se multiplicase la bacteria, sin la que no podía descubrir los efectos de los diversos tipos de caldos y cepas bacteriales, pero contenía su impaciencia.

Subió la ruidosa escalera de baldosas hasta el elevado mundo de la azotea. Escuchó en la puerta del zoológico del instituto. Los conejillos de Indias, despiertos y mordisqueando, hacían un ruido como el de un paño húmedo al frotar el cristal cuando se limpia una ventana. Pisó con fuerza en el suelo asustándolos, y empezaron a emitir su extraño sonido de miedo, que era como un arrullo de palomas.

Paseó furiosamente arriba y abajo, refrescado por el alto cielo, hasta que se calmó y empezó a sentir hambre. Se lanzó de nuevo al pillaje. Encontró chocolate perteneciente a un inocente técnico; invadió incluso el despacho del director y en el escritorio de la dianesca Pearl Robbins descubrió té y una tetera (así como lápiz de labios y una carta de amor que empezaba «Mi pequeño Ickles»). Se preparó él mismo una taza de té espantosa, luego, arrastrando el peso del cuerpo, volvió a su mesa para anotar en un mugriento cuaderno casi lleno cada uno de los pasos de su experimento.

Después de las siete, consiguió descifrar el funcionamiento de la centralita telefónica y llamó al Hospital del Bajo Manhattan. ¿Podría disponer el doctor Arrowsmith de un poco más de pus del mismo ántrax? ¿Qué? ¿Está curado? ¡Por supuesto que sí! No queda más material de ese.

Se planteó si esperar o no a que llegara Gottlieb para contarle el descubrimiento, pero decidió guardar silencio hasta que hubiese determinado si se trataba o no de un accidente. Con los ojos muy abiertos, demasiado nervioso para dormir en el metro, huyó a la parte alta de la ciudad a contárselo a Leora. ¡Tenía que contárselo a alguien! Le recorrían de nuevo oleadas de miedo, duda, seguridad; le zumbaban los oídos y le temblaban las manos.

Subió corriendo al piso; gritó: «¡Lee! ¡Lee!», antes de abrir la puerta. Y ella se había ido.

Se quedó boquiabierto. El piso respiraba vaciedad. Buscó de nuevo. Había dormido allí, había tomado una taza de café, pero se había esfumado.

Empezó inmediatamente a preocuparse por la posibilidad de que hubiese tenido un accidente, y a enfurecerse porque no estuviese allí en la gran hora. Se preparó el desayuno hoscamente… Es extraño que químicos y bacteriólogos excelentes preparen unos huevos revueltos tan acuosos, que hagan un café tan amargo y que sean tan despreocupados respecto a las cucharas sucias… Cuando terminó por fin de desayunar, estaba dispuesto a creer que Leora le había abandonado para siempre. «La he tenido muy olvidada», se lamentaba. Torpemente, un anciano ya, se dirigió al instituto, y en la entrada del metro se encontró con ella.

—¡Estaba tan preocupada! —se quejó—. No podía localizarte por teléfono. Fui hasta el instituto a ver qué había pasado.

La besó, muy competentemente, y exclamó entusiasmado: «¡Dios Santo, mujer, lo he conseguido! ¡Una cosa grande! He encontrado algo, no una sustancia química que introduzcas, quiero decir, que se coma a los bichos… los disuelve… los mata. Puede ser un gran paso nuevo en terapéutica. Oh, no, jolines, no creo en realidad que lo sea. Probablemente sea otra de mis bobadas».

Ella intentó tranquilizarle, pero él no espero. Se lanzó por las escaleras del metro, prometiendo telefonearla. A las diez estaba atisbando en la incubadora.

Había una apariencia nebulosa de bacterias en todos los matraces salvo aquellos en los que había utilizado caldo del matraz original perturbador. En estos, el misterioso asesino de gérmenes había impedido el crecimiento de las nuevas bacterias que él había introducido.

—Magnífico —dijo.

Volvió a meter los matraces en la incubadora, anotó sus observaciones, fue de nuevo a la biblioteca e investigó en manuales, actas encuadernadas de asociaciones, publicaciones periódicas en tres idiomas. Había adquirido un alemán y un francés científicos razonables. Es dudoso que pudiese haber pedido una copa en un bar o preguntado cómo se iba hasta el Kursaal en cualquiera de los dos idiomas, pero entendía la jerga científica helenística universal, y recorría los gruesos volúmenes, frotándose los ojos, que estaban llenos de fuego salino.

Recordó que era un oficial del ejército y que tenía que hacer aquella mañana lipovacunas. Se puso a trabajar, pero estaba tan nervioso que estropeó la partida, llamó imbécil a su paciente garçon y después de esa injusticia le envió a por una pinta de whisky.

Necesitaba un confidente. Telefoneó a Leora, comió con ella lujosamente y aseguró: «Aún sigue pareciendo como si hubiese algo en el asunto». Por la tarde volvía al instituto cada hora y examinaba los matraces, pero entre una vez y otra recorría las calles, rechinando de cansancio, bebiendo demasiado café.

Y cada cinco minutos volvía a pensar, como si se tratase de una idea completamente nueva y arrebatadora: «¿Por qué no voy a dormir un poco?». Luego se acordaba, y gruñía: «No, tengo que seguir yendo allí y observar cada paso. No puedo dejarlo, porque si no tendré que empezar todo de nuevo otra vez. ¡Pero tengo tanto sueño! ¿Por qué no voy a dormir un poco?».

Accedió, antes de las seis, a una capa nueva de fuerza, y a las seis su inspección demostró que los matraces que contenían el caldo original aún no tenían ningún crecimiento de bacterias, y los que había sembrado con el pus original, lo mismo que el primer excéntrico matraz, después de empezar a mostrar un buen crecimiento de bacterias, se habían aclarado de nuevo ante el ataque lento y progresivo del asesino desconocido.

Se sentó, relajándose aliviado. ¡Lo tenía! En las conclusiones de sus primeras notas escribió:

«He observado en pus de una infección de estafilococos un principio, le llamaré provisionalmente el Principio X, que impide el crecimiento de varias cepas de estafilococos y que disuelve los estafilococos del pus en cuestión».

Cuando terminó, a las siete, apoyó la cabeza en el cuaderno y se quedó dormido.

Despertó a las diez, se fue a casa, comió como un salvaje, durmió de nuevo, y estaba ya en el laboratorio antes de amanecer. Su descanso siguiente fue una hora aquella tarde, despanzurrado en la mesa de su laboratorio, con el garçon de guardia; el siguiente, un día y medio más tarde, fueron ocho horas en la cama, desde el amanecer hasta el mediodía.

Pero en sueños estaba constantemente volcando una hilera de tubos de ensayo o rompiendo matraces. Descubrió un Principio X que disolvía sillas, mesas, seres humanos. Y se dedicó a aplicárselo a Bert Tozer y al doctor Bissex y a observar diabólicamente cómo se esfumaban, pero dejó caer unas gotas por accidente en Leora y vio que desaparecía, y despertó chillando para encontrarse con los brazos de la Leora real rodeándole, mientras él gemía: «¡Oh, no podría hacer nada sin ti! Te amo tanto, aunque este maldito trabajo me tenga atado. ¡No te separes de mí!».

Ella se quedó sentada a su lado en la cama, que olía a humanidad, contenta con su vida, y él se quedó dormido otra vez para despertar tres horas más tarde dispuesto a salir para el instituto, los ojos inyectados en sangre y alerta. Ella estaba preparada para él con café fuerte, esperándole en silencio, y le miraba orgullosa mientras él agitaba los brazos, explicando:

—¡Será mejor que Gottlieb no hable más de la importancia de nuevas observaciones! El Principio X puede que no se aplique solo a los estafilos. Es posible que se pueda azuzar contra cualquier bicho… que se pueda curar con él cualquier enfermedad causada por un germen. ¡Un bicho que vive de comerse bichos! O a lo mejor es un principio químico o una enzima. En fin, no sé. ¡Pero lo sabré!

Mientras se dirigía apresurado al instituto se sentía completamente seguro de que después de años de tropiezos había llegado. Tenía visiones de su nombre en revistas y libros de texto; de reuniones científicas en las que le aclamaban. Había sido un desconocido entre los expertos del instituto, y ahora le daban pena todos ellos. Pero cuando volvió a su banco de trabajo, las aspiraciones grandiosas se esfumaron y volvió a ser el sabueso que olisquea y olfatea, el trabajador impersonal. Ante él, suprema alegría del investigador, se abrían nuevos pasos de montaña de trabajo, y sentía en su interior un poder nuevo.

II

Durante una semana, la vida de Martin tuvo toda la regularidad de la de un soldado fugitivo en país enemigo, con la misma agitación y el mismo deseo de salir a merodear en la noche. Andaba continuamente esterilizando matraces, preparando medios de cultivo de diversas concentraciones de ion hidrógeno, copiando sus viejas notas en un cuaderno nuevo amorosamente etiquetado «Principio X, Estafilo», y añadiendo en él nuevas observaciones. Intentó, minuciosamente, con muchos matraces y muchas siembras repetidas, determinar si el Principio X se perpetuaba indefinidamente, si cuando se trasladaba de un tubo de bacterias a otro reaparecía, si, creciendo automáticamente por división celular, era un verdadero germen, un subgermen que infectase gérmenes.

Durante la semana, Gottlieb atisbó varias veces por encima del hombro de Martin, pero Martin no estaba dispuesto a informar del asunto hasta que tuviese pruebas, y hasta después de una buena noche de sueño y tal vez hasta un afeitado.

Una vez seguro de que el Principio X se reproducía indefinidamente, de manera que se multiplicaba en el décimo tubo con los mismos efectos que en el primero, llamó ya solemnemente a Gottlieb y le puso delante los resultados, así como de sus planes de posterior investigación.

El viejo tictaqueó con sus dedos finos en el informe, lo leyó atentamente, alzó la vista y, sin perder el tiempo en felicitaciones, vomitó preguntas:

«¿Has hecho esto? ¿Por qué no has hecho eso? ¿A qué temperatura se da la máxima actividad del principio? ¿Es activo en un medio solidificado con agar?».

—Este es el nuevo programa de trabajo que tengo previsto. Creo que verá que incluye la mayoría de sus sugerencias.

—¡Hum! —Gottlieb lo recorrió y rezongó—: ¿Por qué no has previsto propagarlo en estafilo muerto? Eso es lo más importante de todo.

—¿Por qué?

Gottlieb voló instantáneamente hasta el corazón de la selva en la que Martin había estado debatiéndose muchos días:

—Porque eso mostrará si estás tratando con un virus vivo.

Martin se sintió humillado, pero Gottlieb resplandecía:

—Tienes una cosa grande. Ahora no dejes que el director se entere de esto y se entusiasme demasiado pronto. ¡Estoy contento, Martin!

Había algo en su voz que envió a Martin pavoneándose pasillo adelante, de vuelta al trabajo… y a no dormir.

No podía determinar lo que era el Principio X (sustancia química o germen), pero era indudable que funcionaba. Se podía transmitir indefinidamente; Martin determinó cuál era la mejor temperatura para él y descubrió que no se propagaba en estafilococos muertos. Cuando añadió una gota que contenía el principio a un crecimiento de estafilococos que era una película gris sobre la superficie sólida de agar, la gota quedó enseguida bellamente perfilada por manchas desnudas, al iniciar su ataque al enemigo, de manera que la placa de agar pasó a parecer cera de abeja comida de polillas. Pero al cabo de dos semanas, apareció uno de los problemas que Gottlieb le había advertido que aparecerían.

Temeroso de los centenares de bacteriólogos que se lanzarían a asesinarle en cuanto apareciese su artículo, procuró asegurarse de que se pudiesen confirmar sus resultados. Obtuvo en el hospital pus de muchos diviesos, de los brazos, de las piernas, de la espalda; intentó reproducir sus resultados… y fracasó, completamente. No aparecía ningún Principio X en los nuevos diviesos, y Martin acudió abatido a Gottlieb.

El viejo meditó, hizo una pregunta o dos, se sentó inclinado en su silla encojinada, e indagó:

—¿Qué clase de ántrax era el original?

—Glúteo.

—Ah, entonces el Principio X puede que esté presente en los contenidos intestinales. Búscalo, en gente con diviesos y sin ellos.

Martin se puso a trabajar. En una semana había obtenido el Principio de contenidos intestinales y de otros diviesos glúteos, encontrando una cantidad especial de diviesos que estaban «curándose ellos mismos»; y trasplantó su nuevo Principio, sintiéndose elevado a la gloria, admirando más que nunca a Gottlieb. Amplió su investigación al grupo intestinal de organismos y descubrió un Principio X contra el bacilo del colon. Al mismo tiempo, dio parte del principio original a un médico en el Hospital del Bajo Manhattan para el tratamiento de diviesos, y recibió de él emocionados informes de curaciones y preguntas aún más emocionadas sobre cuál podría ser aquel misterio.

Con estas nuevas victorias fue a ver a Gottlieb, y de pronto se encontró con que Gottlieb le echaba una bronca:

—¡Oh! ¡Qué bonito! ¡Qué bien! Has dejado que lo probara un médico antes de acabar tu investigación… ¿Quieres que lleguen informes falsos de curaciones a la prensa, que te telegrafíen de un sitio y de otro, y que todas las personas de este mundo que tengan un grano vengan aquí a que las cures, de manera que nunca puedas trabajar? ¿Quieres ser un hombre milagroso, y no un científico? ¿Quieres completar las cosas o no? Te dedicas a dar saltitos y a juguetear con el bacilo del colon antes de haber terminado con el estafilo… antes de haber iniciado en realidad tu trabajo… antes de que hayas descubierto cuál es la naturaleza del Principio X. ¡Sal inmediatamente de mi despacho! ¡Eres un… un… un rector de universidad! ¡No tardará en llegarme la noticia de que estás cenando con Tubbs y que aparece tu foto en los periódicos como un vendedor de remedios listo!

Martin salió de allí arrastrándose y cuando se cruzó con Billy Smith en el pasillo y el pequeño químico cotorreó: «¿Detrás de algo grande? No se te ve el pelo últimamente», Martin contestó en el tono del ayudante del doctor Vickerson de Elk Mills:

—Oh… no… bueno… solo estoy tanteando, me imagino.

III

Con la misma atención y exactamente del mismo modo impersonal que habría observado cómo un conejillo de Indias infectado desarrollaba progresivamente la enfermedad, Martin se observaba a sí mismo, en la locura del exceso de trabajo, encaminándose hacia la neurastenia. Investigó con considerable interés los síntomas de este mal, viendo que se daban en él uno tras otro, y continuó sin cambiar de conducta, asumiendo el riesgo despreocupadamente.

De una irritabilidad que le convertía en una persona con la que era completamente imposible convivir, pasó a un nerviosismo enfermizo en el que se equivocaba cuando quería coger las cosas, derramaba los tubos de ensayo, jadeaba temeroso al oír tras él pisadas súbitas. El graznido de la voz del doctor Yeo se convirtió para él en una fiebre, un insulto, y esperaba con todo su cuerpo tenso, murmurando: «¡Cállate… cállate… oh, cállate!», cuando Yeo se paraba a hablar con alguien en el pasillo junto a su puerta.

Luego empezó a obsesionarle el deseo de leer al revés todas las palabras que veía en los carteles.

Los examinaba inmovilizado, con el hombro apoyado en una correa en el metro, en busca de palabras nuevas que pudiese leer al revés. Algunas de ellas eran sumamente agradables: «No fumar» se convirtió en un garboso y agradable «Ramuf on» y «Broadway» resultaba tolerable como «Yawdaorb», pero no le agradaron sus intentos con «Ponche», «Salud», «Aproximado»; mientras que «Fuerza» convertido en «Azreuf» era abominable.

Cuando tuvo que regresar a su laboratorio tres veces para poder convencerse de que había cerrado la ventana, se sentó, fríamente, se informó a sí mismo de que estaba al borde del precipicio, y consideró con toda la seriedad posible si debía atreverse a seguir. No fue una consideración muy positiva: estaba tan ensoberbecido por su obra en marcha que no podía tomar demasiado en serio a su yo.

Finalmente, el miedo se abatió sobre él.

Empezó con terror infantil a la oscuridad. Se quedaba despierto en la cama aterrado por los ladrones; el rumor apagado de pisadas en el vestíbulo era un asesino sigiloso; un roce no explicable en la escalera de incendios era un asesino que empuñaba una automática. Lo veía tan claramente que tuvo que levantarse de un salto de la cama y mirar afuera amedrentado, y cuando vio realmente abajo en la calle a un hombre parado, se quedó helado de pánico.

Cualquier brillo en el cielo era un incendio. Le iba a atrapar en la cama, se asfixiaría, moriría retorciéndose.

Sabía perfectamente que sus miedos eran absurdos, y ese conocimiento no impedía en absoluto que le dominasen.

Le daba vergüenza al principio reconocer su aparente cobardía ante Leora. ¿Admitir que estaba encogido como un niño? Pero cuando yacía rígido, casi chillando, sintiendo el cordón de un asesino apretándole el cuello, hasta la seguridad del amanecer, la vuelta a un mundo fiable, y murmuraba «insomnio» y tras ello, noche tras noche, se deslizaba en los brazos de ella y ella le escudaba de los horrores, le protegía de los estranguladores, le apartaba del fuego.

Hizo una lista comprobatoria de los temores neurasténicos favoritos: agorafobia, claustrofobia, pirofobia, antropofobia, y el resto, terminando con lo que aseguraba que era «el término hechiceril más estúpido y pretencioso de todos», es decir, siderodromofobia, el miedo a un viaje en ferrocarril. La primera noche, consiguió controlar la pirofobia, ya que estando en el vodevil con Leora, cuando en el escenario una bailarina encendió un brasero, se quedó esperando a que el teatro se incendiara. Miró cautamente a lo largo de la hilera de asientos (furioso consigo mismo al tiempo que lo hacía), calculó sus posibilidades de llegar a una salida, y solo se tranquilizó después de escapar a la calle.

Fue cuando se asentó la antropofobia, cuando se sintió incómodo por la gente que caminaba demasiado cerca de él, cuando, examinando prudentemente su lista y viendo cuántas fobias estaban ya comprobadas, se permitió un descanso.

Huyó a las montañas de Vermont para una excursión de cuatro días… solo, porque así sería más rápido. Se fue de noche, en coche cama, y pudo hacer unas observaciones interesantísimas sobre la siderodromofobia.

Iba tendido en una litera baja, la pequeña almohada doblada en un bulto. Le molestaba el balanceo de su ropa que colgaba a su lado de la percha, en la abertura de las cortinas verdes. La persiana estaba levantada unos quince centímetros; dejaba una mancha lechosa a través de la cual golpeaban luces amarillas, enfáticas en la ruidosa oscuridad de su pequeña celda. Temblaba de angustia. Siempre que intentaba relajarse se veía aplastado de nuevo por el temor. Cuando el tren se detuvo entre estaciones y llegó de la locomotora un silbido malhumorado e interrogante, tuvo la absoluta seguridad de que había algún problema… se había hundido un puente, había un tren delante de ellos; tal vez estuviese llegando otro en aquel momento por detrás, a punto de aplastarle a cien kilómetros por hora…

Se imaginaba un accidente catastrófico y padecía más que si se produjese de verdad, ya que imaginaba no uno sino media docena, con desdichas diversas… La rueda averiada justo debajo de él… no tenía por qué resonar de aquel modo… ¿por qué no se había dado cuenta de ello en la última estación grande aquel maldito individuo del martillo?… la rueda averiada traqueteando; el vagón precipitándose, cayendo, arrastrado de costado… Una colisión, un choque, el vagón convertido instantáneamente en un montón horrible de chatarra, aplastado, él mismo atrapado en la litera encogida, cazado entre asiento y asiento. Alaridos, gemidos agónicos, las llamas que avanzaban… el vagón girando, precipitándose de costado en un río; o él intentando salir arrastrándose por una ventanilla con el agua corriendo alrededor de su cuerpo… él de pie junto al vagón destrozado, vacilando entre mantenerse alejado y proteger su tarea sagrada o volver a rescatar a la gente y perecer.

Tan reales eran las visiones que no podía soportar estar allí tumbado, esperando. Buscó la luz de la litera y no podía encontrar el interruptor. Sacó nervioso una caja de cerillas del bolsillo de la chaqueta, encendió una, accionó el interruptor. Se vio, bajo las sábanas, reflejado en el techo de madera barnizada de su litera como un cadáver en un ataúd. Salió de allí precipitadamente, con pantalones y chaqueta sobre la ropa interior (le había dado miedo, en realidad, confiar demasiado en el tren poniéndose el pijama), y con reacios pies descalzos caminó hasta el compartimento de fumadores. El maletero estaba acuclillado en un taburete, limpiando un tremendo montón de zapatos.

Martin anheló su estimulante compañía y aventuró: «Hace calor esta noche».

—Uf…ejem —dijo el maletero.

Martin se acurrucó en el frío asiento de cuero del compartimento, y se concentró en efectuar un minucioso examen de un lavabo de metal. Se daba cuenta de que su presencia no agradaba al mozo, pero tuvo el consuelo de calcular que aquel hombre debía de hacer aquel viaje tres veces por semana, decenas de miles de kilómetros al año, sin resultar muerto al parecer, y que podría haber una posibilidad de que sobreviviesen hasta la mañana.

Fumó hasta que tuvo la lengua en carne viva y hasta que, fortificado por la tranquilidad del mozo, se rio de las catástrofes imaginarias. Acabó volviendo soñoliento a la litera.

Se puso tenso allí de nuevo en cuanto se acostó, y permaneció despierto hasta el amanecer.

Vagó por las montañas cuatro días, se bañó en fríos riachuelos, durmió bajo los árboles o en pajares, y regresó (aunque de día) con reserva suficiente de energía para aguantar hasta que su experimento hubiese pasado de ser gloria sobrecogedora a ser una rutina sana y entretenida.