I
Su trabajo empezó chapuceramente. Había días en que, pese al gozo que le causaba, temía que entrase de pronto Tubbs y gritase: «¿Qué está haciendo aquí? ¡Usted no es el verdadero Arrowsmith! ¡Fuera!».
Había aislado veinte cepas de gérmenes de estafilococo y estaba trabajando con ellas para determinar cuál producía de modo más activo un hemolítico, una toxina desintegradora de la sangre, para poder conseguir una antitoxina.
Había momentos pintorescos en los que, después de centrifugar, los organismos yacían en masas nebulosas enrolladas al fondo de los tubos de ensayo; o en que los hematíes estaban completamente disueltos y el líquido opaco rojo ladrillo adquiría el color del clarete. Pero la mayoría de los procesos eran incomparablemente tediosos: extraer muestras del cultivo cada seis horas, hacer suspensiones salinas de glóbulos rojos en pequeños tubos, registrar los resultados.
Él nunca se daba cuenta de que eran tediosos.
Tubbs aparecía por allí de vez en cuando, veía que estaba ocupado, le daba una palmadita en el hombro, decía algo que sonaba a francés y hasta podría haber sido francés, y aportaba un vago estímulo; mientras que Gottlieb le decía imperturbablemente que siguiese adelante, y de vez en cuando le enardecía mostrándole sus propios cuadernos de notas (estaba llenos de cifras y abreviaturas, que parecían tan bobas como albaranes de percal) o hablando de su propio trabajo, en un vocabulario tan pagano como la magia tibetana:
—Arrhenius y Madsen han hecho una aportación en la producción de reacciones de inmunidad según la ley de acción de masas, pero yo tengo la esperanza de demostrar que las combinaciones antígeno-anticuerpo se producen en proporciones estequiométricas si se mantienen constantes determinadas variables.
—Oh sí, ya entiendo —decía Martin; y pensaba: «¡Bueno, la verdad es que no entiendo ni una cuarta parte de eso! ¡Oh, señor, ojalá me den un poco de tiempo y no me manden de vuelta a clavar carteles de la difteria!».
Cuando obtenía una toxina satisfactoria, Martin se esforzaba por hallar una antitoxina. Hizo grandes experimentos sin ningún resultado. A veces estaba seguro de que tenía algo, pero cuando comprobaba de nuevo estaba sombríamente seguro de que no era así. En una ocasión corrió al laboratorio de Gottlieb a comunicarle la obtención de una antitoxina, pero Gottlieb, con afecto y varias preguntas incómodas y el obsequio de una caja de auténticos cigarrillos egipcios, le mostró que no había tenido en cuenta ciertas disoluciones.
Martin, con todos sus tanteos de novicio, tenía una característica sin la cual no puede haber ciencia alguna: una curiosidad amplia, indagadora, impertinente, sin exageraciones ni dramatismos, y esa curiosidad seguía guiándole.
II
El Instituto McGurk, mientras recorría su intrascendente camino a lo largo de los primeros años de la Gran Guerra Europea, tenía por debajo de su plácida superficie una vida animada.
Martin puede que no descubriese mucho sobre el asunto de los anticuerpos, pero descubrió el secreto del instituto, y vio que detrás de su tranquila laboriosidad estaba Capitola McGurk, la Gran Inspiradora Blanca.
Capitola, la señora de Ross McGurk, se había opuesto al sufragio femenino (hasta que se enteró de que era seguro que las mujeres consiguiesen el voto), pero era una controladora total de asuntos virtuosos.
Ross McGurk había comprado el instituto no solo para glorificarse sino para distraer a Capitola y mantener sus inquietos dedos fuera de sus intereses navieros y mineros y madereros, que no habrían soportado demasiado bien las investigaciones de una Gran Inspiradora Blanca.
Ross McGurk era por entonces un hombre de cincuenta años, segunda generación de ferroviarios de California; graduado en Yale; grande, suave, digno, alegre, sin escrúpulos. Incluso en 1908, cuando había fundado el instituto, tenía ya demasiadas casas, demasiados criados, demasiada comida y ningún hijo, porque Capitola consideraba «ese tipo de cosas perjudiciales para las mujeres con grandes responsabilidades». El Instituto McGurk le proporcionaba cada año más satisfacción, más excusa para haber vivido.
Cuando llegó Gottlieb, McGurk subió a verle. McGurk había regañado de vez en cuando al doctor Tubbs; este se veía obligado a correr a su despacho cuando le llamaba como si fuese un botones; sin embargo, cuando vio los ojos saturninos de Gottlieb, McGurk se mostró interesado; y los dos hombres, el americano corpulento, atento al atuendo, poderoso, reticente y el europeo cínico, sencillo y que despreciaba el poder, se hicieron amigos. McGurk se escapaba de una reunión que trataba del comercio de una isla del Caribe entera para sentarse en un taburete alto, en silencio, y ver trabajar a Gottlieb.
«Algún día, cuando deje todo el ajetreo y espabile, me convertiré en tu garçon, Max», le decía, y Gottlieb contestaba: «No sé… tienes imaginación, Ross, pero yo creo que es demasiado tarde para que te pueda enseñar lo que es la realidad. Aunque, si no te importa comer en Childs’, evitaremos ese Salón Regio tuyo tan reprobatorio, y te invitaré a comer».
Pero Capitola no participaba en esa comunión.
Gottlieb había recuperado su arrogancia y la necesitaba con Capitola. Ella tenía problemitas muy interesantes para que los resolvieran los pensionados de su marido. En una ocasión, visitó emocionada el laboratorio de Gottlieb para explicarle que había muchísimas personas que morían de cáncer, y que él debía dejar aquella cosa «anti lo que fuese» que estaba haciendo y buscar una cura para él, porque eso sería muy positivo para todos.
Pero cuando se sintió verdaderamente agraviada fue cuando, después de que Rippleton Holabird hubiese accedido a dar una cena de medianoche en la azotea del instituto para una de sus recepciones más intelectuales, telefoneó a Gottlieb, preguntándole simplemente: «¿Sería mucha molestia para usted bajar y abrir su laboratorio, para que podamos echarle un vistazo?». Y él contestó: «¡Lo sería! ¡Buenas noches!».
Capitola protestó a su marido. Él la escuchó (al menos pareció hacerlo) y comentó:
—Cap, no importa que juegues con los peones. Ellos tienen que aguantarlo. Pero si empiezas a fastidiar a Max, simplemente cerraré todo el instituto, y luego no tendrás nada de qué hablar en el Club Colony. Y desde luego es el colmo que un hombre que vale treinta millones de dólares (al menos un tipo que ha conseguido todo eso) no pueda encontrar un pijama limpio. ¡No, no quiero un ayuda de cámara! ¡Oh, por favor, Capitola, por favor, deja de ser tan arrogante, quieres, y déjame dormir!
Pero Capitola era incontrolable, sobre todo con el asunto de las cenas mensuales que daba en el instituto.
III
La primera de las Cenas Científicas que presenciaron Martin y Leora fue una particularmente importante y explicativa, porque el invitado de honor era el teniente general sir Isaac Mallard, el cirujano de Londres, que estaba en los Estados Unidos con una Delegación Militar Británica. Había dejado ya lindamente que le exhibiesen por el instituto; había sido sir isaaqueado por el doctor Tubbs y por todos los investigadores, salvo Terry Wickett; recordó haber conocido a Rippleton Holabird en Londres, o dijo que lo recordaba; y admiró a Gladys, la Centrifugadora.
La cena empezó con el hecho desdichado de que Terry Wickett, que hasta entonces se podía confiar en que se mantuviese decentemente ausente, hizo acto de presencia, comentando a la esposa de un exembajador: «La verdad es que no podía perderme esta comilona, con el bueno de sir Isaac aquí además. Por cierto que si yo no se lo dijese, difícilmente pensaría que mi traje era alquilado, ¿verdad que sí…? ¿Se ha dado cuenta usted de que sir Isaac está procurando no rasgar la alfombra con las espuelas? Me pregunto si aún seguirá matando a todos sus pacientes de mastoides…».
Había música abundante, y comida más abundante aún; había científicos incómodos explicando a doradas damas arrulladoras, en unas cuantas palabras, en qué era exactamente en lo que estaban trabajando y qué esperaban conseguir en los próximos veinte años; estaban las propias damas arrulladoras, comentando en tonos de lindo reproche: «Pero me temo que aún no lo ha aclarado todo lo que podría». Estaban los maridos de las damas arrulladoras (graduados universitarios, manipuladores de acciones petroleras o de la legislación de sociedades), dispuestos a explicar a cualquiera que lo desease su opinión de que aunque las antitoxinas pudieran ser interesantes, lo que realmente necesitábamos era un buen sustituto del caucho.
Estaba Rippleton Holabird, siendo encantador.
Y en la pausa de la música, estaba de pronto Terry Wickett, diciéndole a una mujer muy importante, una de las amigas más útiles de Capitola: «Sí, su nombre se deletrea G-o-t-t-l-i-e-b pero se pronunciara Gottdamn[12]».
Pero estos marginados como Wickett y pasajeros silenciosos como Martin y Leora y miembros totalmente ausentes como Max Gottlieb eran pocos, y la cena se convirtió majestuosamente en un ágape cuando el doctor Tubbs y sir Isaac Mallard intercambiaron cumplidos y felicitaciones mutuas y a Capitola, al sagrado suelo de Francia, a la pequeña y valerosa Bélgica, a la hospitalidad estadounidense, al amor británico a la intimidad, y a las cosas extremadamente interesantes que un joven con un sentido de la cooperación podría hacer en la ciencia moderna.
Se llevó a los invitados a conocer el instituto. Inspeccionaron el acuario de biología marina, el museo patológico y el parque de los animales, a la vista del cual una alegre dama pidió a Wickett: «¡Ay, las pobrecitas cobayas y esos lindos conejillos! De veras, doctor, ¿no cree que sería muchísimo más bonito que les dejasen ustedes libres y trabajasen solo con los tubos de ensayo?».
Un popular médico, que practicaba la medicina con las mujeres ricas, ninguna de ellas del oeste de la Quinta Avenida, le dijo a la graciosa dama: «Creo que tiene usted toda la razón. ¡Y yo nunca he tenido que matar a ninguno de esos pobres animalitos para llegar a saber lo que sé!».
Wickett cogió el sombrero con increíble brusquedad y se fue.
La alegre dama dijo: «Se da cuenta, no se atrevió a responder a un argumento serio. Oh, doctor Arrowsmith, ya sé, por supuesto, lo maravillosos que Ross McGurk y el doctor Tubbs y todos ustedes son, pero tengo que decir que estoy desilusionada con sus laboratorios. Yo esperaba que hubiese en ellos muchas retortas extrañas y hornos eléctricos y demás pero, la verdad, no veo ni una sola cosa que sea interesante, y creo que todos ustedes, la gente inteligente, deberían hacer algo para nosotros, después de habernos convencido para que viniéramos hasta aquí. ¿No puede usted o algún otro crear vida de huevos de tortuga o una cosa así? ¡Oh, por favor háganlo! ¡Se lo suplico! O al menos, pónganse una de esas chaquetas elegantes de dentista que suelen llevar».
Entonces Martin se fue también rápidamente, acompañado por una furiosa Leora, que en el taxi manifestó que se había quedado con ganas de probar la copa de champán que había visto en el bufet, y que su marido era poco menos que un idiota.
IV
Así, aunque satisfecho de su trabajo, Martin empezó a poner en duda la perfección de su santuario; a preguntarse por qué Gottlieb se mostraba tan ofensivo en la comida con el pulcro doctor Sholtheis, el industrioso jefe del Departamento de Epidemiología, y por qué el doctor Sholtheis tenía que aguantar los insultos; a preguntarse por qué el doctor Tubbs tenía que soltar cuando entraba en el laboratorio de uno: «La única cosa que ha de tener usted presente en todo su trabajo es el ideal de cooperación»; a preguntarse por qué un fisiólogo tan ferviente como Rippleton Holabird tenía que estar todo el día conferenciando con Tubbs en vez de trabajar de firme en su laboratorio.
Holabird había hecho, cinco años antes, un poco de investigación que había difundido su nombre en revistas científicas de todo el mundo: había estudiado los efectos de la extirpación de los lóbulos anteriores del cerebro de un perro en su capacidad para encontrar su camino a través del laboratorio. Martin había leído sobre aquella investigación antes de que hubiese pensado en ir a McGurk; a su llegada se emocionó cuando le explicó la investigación el propio maestro; pero después de oírle explicarla una docena de veces empezó a sentirse considerablemente menos emocionado, y a pensar si Holabird no seguiría siendo toda su vida «el hombre… recuerdas… el tipo aquel que consiguió tanto éxito con un experimento, no recuerdo bien lo que era, sobre la locomoción de los perros o algo así».
Martin pasó a cavilar aún más cuando se dio cuenta de que todos sus colegas estaban secretamente agrupados en facciones.
Tubbs, Holabird y quizás la secretaria de Tubbs, Pearl Robbins, eran la casta dominante. Se murmuraba que Holabird albergaba la esperanza de que le nombrasen algún día director ayudante, un puesto que debería crearse para él. Gottlieb, Terry Wickett y el doctor Nicholas Yeo, aquel biólogo rústico de largo bigote al que Martin había tomado al principio por un carpintero, formaban una facción independiente propia y, por mucho que le desagradase el escandaloso Wickett, Martin se vio arrastrado a ella.
El doctor William Smith, con su barbita y una concepción de los hongos formada en París, se mantenía solo. El doctor Sholtheis, que había nacido en una sinagoga de Rusia pero que era por entonces el episcopaliano «Iglesia Alta» más celoso de Yonkers, estaba intentando constantemente, a su modo humilde y cortés, que Gottlieb elogiase su trabajo científico. En el Departamento de Biofísica, el afable jefe era denigrado y envidiado por su propio ayudante. Y no había en todo el instituto un solo hombre que afirmase, hubiese bebido lo que hubiese bebido, que la obra de cualquier otro científico de cualquier otro lugar fuese completamente fiable y sólida, o que hubiese uno solo de sus rivales que no le hubiese robado a él alguna idea. Ninguna camarilla de mecedora de porche de hotel de verano, ningún conciliábulo de actores formularon nunca críticas más escandalosas ni hablaron con más pasión de la estupidez absoluta de sus colegas de lo que lo hacían aquellos ensalzados científicos.
Pero esos descubrimientos Martin podía bloquearlos cerrando la puerta de su laboratorio, y tenía que recurrir a eso ahora para hacer oídos sordos a los murmullos de la intriga.
V
Gottlieb no se desplazó por una vez hasta el laboratorio de Martin, sino que le convocó escuetamente. En un rincón de su despacho, un cuarto que daba a su laboratorio, estaba Terry Wickett, liando un cigarrillo y con una expresión sardónica.
—Martin —comentó Gottlieb—, me he tomado la libertad de hablar de ti con Terry, y hemos llegado a la conclusión de que llevas ya bastante tiempo aquí y que va siendo hora de que dejes de perder el tiempo y te pongas a trabajar.
—¡Creí que estaba trabajando ya, señor!
Toda la vasta placidez de sus días felices había desaparecido; se veía arrastrado de nuevo al pickerbaughismo.
—No, no lo estás —intervino Wickett—. Solo has estado demostrando que eres un chico inteligente que podría trabajar si supiese algo.
Mientras Martin se volvía a Wickett con una expresión de: «¿Quién demonios eres tú para…?», Gottlieb continuó:
—El hecho es, Martin, que no puedes hacer nada hasta que no sepas un poco de matemáticas. Si quieres ser algo más que un bacteriólogo de libro de cocina, como son la mayoría de ellos, tienes que ser capaz de manejar algunos de los elementos fundamentales de la ciencia. Todas las cosas vivas son máquinas fisicoquímicas. Así que, ¿cómo vas a poder avanzar si no sabes fisicoquímica, y cómo vas a saber físicoquímica sin saber suficientes matemáticas?
—Sí —dijo Wickett—, estás segando el césped y cogiendo margaritas, no cavando.
Martin les miró.
—Pero demonios, Wickett, uno no puede saberlo todo. Yo soy un bacteriólogo, no un físico. Yo creo que uno tiene que utilizar su intuición, no solo una caja de herramientas, para hacer descubrimientos. Un buen marino podría encontrar su ruta en el mar aunque no tuviese instrumentos, y un Lusitania[13] entero de chatarra no convertiría a un novato en un buen marinero. La gente tiene que desarrollar el cerebro, y no depender solo de las herramientas.
—¡Sí, claro, pero si no hubiese cartas de navegación y cuadrantes, un marinero que navegase sin ellos sería un zoquete!
Martin se defendió durante media hora, no demasiado cortésmente, frente al diamantino Gottlieb y el granítico Wickett. Convencido todo el tiempo de que era un asqueroso ignorante.
Dejaron de hacerle caso. Gottlieb pasó a mirar sus cuadernos y Wickett se dispuso a volver a su trabajo. Martin miró furioso a Gottlieb. Aquel hombre significaba tanto que Martin podía estar tan furioso con él como podría estarlo con Leora, o consigo mismo.
—Lamento que piense que no sé nada —gruñó y salió de allí con la máxima violencia teatral. Dio un portazo en su propio laboratorio, se sintió liberado, luego hundido. Sin voluntad, como un borracho, irrumpió en el laboratorio de Wickett, protestando:
—Supongo que tienes razón. Mi fisicoquímica es nula y mis matemáticas horribles. ¿Qué voy a hacer… qué voy a hacer?
—Bueno —gruñó el azorado bárbaro—. Bueno, qué demonios, Slim, no hay problema. El viejo y yo estábamos solo pinchándote. El hecho es que él está la mar de contento con el modo cuidadoso con que has empezado. Respecto a las matemáticas… probablemente sepas más de las que saben la Gallina Sagrada y Tubbs en este momento; has olvidado todas las que sabías, y nunca supiste muchas. ¡Y qué, jolines! Ciencia se supone que significa Conocimiento (del griego, un idioma maravilloso que hablaban los viejos y buenos helenos, amigos de empinar el codo) y considerando lo mucho que a la mayoría de los tipos que se dedican a la ciencia les fastidia tener que dejar de escribir pequeños artículos enjoyados o de dar tés para conseguir algo de conocimiento, resulta que yo, comparado con ellos, soy una especie de gran promotor del progreso de la especie humana. Tampoco yo sé demasiadas matemáticas, Slim, pero si no te importa que me acerque hasta tu casa por las noches y te dé clase… ¡Gratis, me refiero!
Así se inició la amistad entre Martin y Terry Wickett; así se inició un cambio en la vida de Martin por el que renunció a tres o cuatro horas de saludable sueño cada noche, para estudiar cosas que todo el mundo supone que sabe y casi todo el mundo no sabe.
Empezó por el álgebra; descubrió que había olvidado la mayor parte de ella; maldijo el enfrentamiento entre la infatigable a y la indolente b que camina de la y a la z; contrató a un profesor de Columbia; y terminó la materia, con un acceso de algo parecido a interés por las ecuaciones de segundo grado, en seis semanas… mientras Leora escuchaba, observaba, esperaba, hacía emparedados y se reía con los chistes del profesor.
Al final de los primeros nueve meses en McGurk, Martin había repasado la trigonometría y la geometría analítica y estaba pareciéndole romántico el cálculo diferencial. Pero cometió el error de decirle a Terry Wickett lo mucho que sabía.
—No confíes demasiado en las matemáticas, hijo —graznó Terry. Y le desconcertó tanto con alusiones a la derivación termodinámica de la ley de acción de masas, y al potencial de reducción de oxidación, que volvió a precipitarse en una humildad furibunda, viéndose otra vez como un impostor y un don nadie.
Leyó a los clásicos de la ciencia física: Copérnico y Galileo, Lavoisier, Newton, Laplace, Descartes, Faraday. Se empantanó del todo en las «fluxiones» de Newton; habló de Newton a Tubbs y descubrió que el ilustre director no sabía nada de él. Mencionó esto alegremente a Terry y se vio contundentemente maldecido por su petulancia como un «nouveau culto», como un «típico converso fanático», tras lo cual volvió al trabajo cuyo fin es satisfactorio porque nunca se acaba.
Su vida no parecía nada edificante ni divertida. Cuando Tubbs se asomaba a su laboratorio, encontraba a un joven sin humor trajinando con sus pruebas de toxinas hemolíticas que no mostraba ningún don visible para la Auténtica Cosa Grande en Ciencia, que era la cooperación y el ser eficiente. Tubbs procuraba encauzarle con: «¿Está usted completamente seguro de estar siguiendo en su trabajo una trayectoria regular establecida?».
Era Leora la que soportaba el verdadero tedio.
Se quedaba sentada en silencio (una niña frágil, que solo te llegaba al hombro, ni siquiera nueve minutos más vieja que cuando se había casado, nueve años antes), o dormitaba inofensivamente, en el alargado salón de su piso, mientras él trabajaba con sus libros infectados de temibles dígitos hasta la una, hasta las dos, y despertaba cortésmente para dejarle preocuparse por ella: «Pero mira, sabes, tengo que mantener al mismo tiempo mi investigación. ¡Dios mío, qué cansado estoy!».
Ella consiguió arrastrarle fuera de la ciudad para una excursión ilegal de cinco días a cabo Cod, en marzo. Martin, sentado entre las Twin Lights, los dos faros gemelos de Chatham, comentó furioso: «Voy a volver y a decirles a Terry y a Gottlieb que pueden irse al cuerno con su famosa fisicoquímica. Ya estoy harto, ya he acabado con las matemáticas», y ella comentó: «Sí, yo lo haría, desde luego… aunque, ¿verdad que es curioso que el doctor Gottlieb siempre parezca tener razón?».
Tan absorto estaba Martin en la estafilolisina y en el cálculo que no se daba cuenta de que el mundo estaba a punto de hacerse más seguro para la democracia. Se quedó un poco desconcertado cuando Estados Unidos entró en la guerra.
VI
El doctor Tubbs acudió rápidamente a Washington para ofrecer los servicios del instituto al Ministerio de Guerra.
Todo el personal, salvo Gottlieb y dos más que declinaron tal honor, fueron nombrados oficiales y se les comunicó que debían comprar bonitos uniformes.
Tubbs se convirtió en coronel, Rippleton Holabird en comandante, Martin y Wickett y Billy Smith en capitanes. Pero los garçons no tenían ningún grado militar, ni más deberes castrenses que limpiar las botas de montar marrones y las polainas de cuero, que los diversos guerreros usaban según sus fantasías o sus piernas. Y a la más beligerante de todos, la señorita Pearl Robbins, que en el té mataba heroicamente no solo varones alemanes sino a todas sus mujeres e hijos viperinos, no se le reconoció perversamente su mérito y tuvo que hacerse ella misma un uniforme.
El único de ellos que llegó a aproximarse más al frente que Liberty Street fue Terry Wickett, que de pronto pidió permiso, fue transferido a la artillería y zarpó hacia Francia.
Se disculpó con Martin: «Estoy avergonzado por dejar mi trabajo de este modo, y desde luego no quiero matar alemanes… quiero decir, no más de lo que quiero matar a la mayoría de la gente… pero nunca pude resistir la tentación de participar en un gran espectáculo. Mira, Slim, no pierdas de vista a Papá Gottlieb, ¿eh? Esto le ha afectado mucho. Tiene un montón de sobrinos además en el ejército alemán, y los patriotas como Pie Grande Pearl harán una exhibición de idealismo persiguiéndole. Adiós, Slim, cuídate».
Martin había protestado vagamente por el hecho de que le metiesen en el ejército. La guerra era para él más que nada otra interrupción de su trabajo, como el pickerbaughismo, como ganarse la vida en Wheatsylvania. Pero cuando empezó a pavonearse de uniforme resultó tan gustoso que durante varias semanas se convirtió en un patriota modelo. Nunca había tenido tan buen aspecto, tieso y erguido, como de caqui. Era muy agradable que le saludasen los soldados, tan agradable como devolver el saludo con el esplendor digno, paternalista, de «todos camaradas unidos» que Martin compartía con los otros doctores, profesores, abogados, corredores de bolsa, autores y antiguos intelectuales socialistas que eran también oficiales como él.
Pero, al cabo de un mes, los placeres de ser un héroe se convirtieron en algo mecánico y Martin empezó a añorar las camisas blancas, los zapatos cómodos y prendas con bolsillos razonables. Era una molestia llevar polainas y un infierno ponérselas; el cuello le pinchaba y le tiraba de la barbilla; y era agotador para un hombre que estaba levantado hasta las tres, cumpliendo el peligroso deber de estudiar cálculo, ser rápido respondiendo a cada saludo.
Bajo la mirada disciplinaria del coronel director doctor A. DeWitt Tubbs, tenía que llevar el uniforme, o al menos partes identificables de él, en el instituto, pero al final del día se deslizaba en el hábito de volver furtivamente a la ropa civil, y cuando salía con Leora al cine tenía una agradable sensación de Ausente sin Permiso, de arriesgarse en cada esquina de la calle a detención por la policía militar y ejecución al amanecer.
Desgraciadamente, ningún policía militar se fijó nunca en él. Pero una noche que estaba mirando, de una forma loable e inocente, los restos de un pistolero al que acababa de matar otro pistolero, se dio cuenta de que estaba a su lado, mirándole furioso, el comandante Rippleton Holabird. Por una vez, el comandante fue desagradable:
—Capitán, ¿le parece que esto es cumplir con su deber, ir de paisano? Nosotros, desgraciadamente, con nuestro trabajo científico, no tenemos el privilegio de unirnos a los muchachos que están luchando de verdad, pero tenemos que cumplir las órdenes lo mismo que si estuviésemos en las trincheras… ¡En las que a algunos de nosotros nos gustaría mucho volver a estar! Capitán, espero no volver a verle nunca incumpliendo la orden de ir de uniforme, o… hum…
Martin le dijo más tarde a Leora:
—Estoy harto de oírle contar que le hirieron. No veo nada que pueda impedirle volver a las trincheras. Está perfectamente de la herida. Yo quiero ser patriota, pero mi patriotismo es cazar antitoxinas, hacer mi trabajo, no llevar un tipo determinado de pantalones o adoptar una serie concreta de ideas sobre los alemanes. Soy antialemán, claro, por supuesto… creo que probablemente sean tan malos como nosotros. En fin, volvamos y hagamos algo más de cálculo… Querida, mis noches de trabajo te aburren demasiado, ¿eh?
Leora era astuta. Cuando no podía ser entusiasta, era capaz de mantener un silencio que no incomodaba.
Martin percibía en el instituto que no era el único defensor de su país que no se sentía cómodo con el atuendo de los héroes. El más lúgubre de los miembros del personal era el doctor Nicholas Yeo, el yanqui de bigote rubio jefe del Departamento de Biología.
Yeo se había puesto el uniforme de comandante, pero no se sentía identificado con él. (Sabía que era un comandante, porque el coronel doctor Tubbs le había dicho que lo era, y sabía que aquel era un uniforme de comandante porque así se lo había dicho el que se lo había vendido). Salía del Edificio McGurk con un aire melancólico y despectivo, una de las polainas sobresaliendo por encima de las botas de montar; y aunque lo intentase con toda devoción, nunca se acordaba de abrocharse la guerrera por encima de las camisas de violetas que confesaba a menudo que se podían comprar muy baratas en la Octava Avenida.
Pero el comandante doctor Yeo contaba con un triunfo militar. Le explicó ásperamente a Martin, cuando se dirigían hacia el comedor, completamente militarizado:
—Oye, Arrowsmith, ¿tú te has hecho alguna vez un lío con ese asunto del saludo? Maldita sea, yo no consigo adivinar lo que significan todas esas insignias. Una vez tomé a un teniente del Ejército de Salvación por un general de la Asociación de Jóvenes Cristianos, o tal vez fuese un portugués. ¡Pero ya tengo la solución! —Yeo posó un dedo junto a su gran nariz y emitió sabiduría—: Siempre que veo a un tipo de uniforme que parece más viejo que yo, le saludo… mi sobrino, Ted, me ha entrenado, así que saludo ya bastante bien… y si no responde al saludo, pues nada, qué le vamos a hacer, yo solo pienso en mi trabajo y no me preocupo. ¡En realidad, esta vida militar no es tan dura, si enfocas el asunto científicamente!
VII
Max Gottlieb siempre había considerado Estados Unidos, en París o en Bonn, un país que, al estar libre de la tradición monárquica, por su contacto con las realidades de los maizales, las ventiscas y las asambleas vecinales, desaprobaba con vehemencia el orgullo pueril de la guerra. Creía que había dejado ya de ser un alemán y se había convertido en un compatriota de Lincoln.
La Guerra Europea era la única cosa, aparte de su expulsión de Winnemac, que había llegado a quebrar en toda su vida su serenidad sardónica. Recordaba con placer sus meses de trabajo y de buena charla en Francia, en Inglaterra, en Italia; quería a sus amigos franceses e ingleses e italianos lo mismo que a sus antiguos Korpsbruder y, por supuesto, por detrás de sus burlas, quería a los alemanes con los que había trabajado duramente y bebido.
Los hijos de su hermana (los había visto en vacaciones llenas de nostalgia, cuando eran bebés, cuando eran niños, en la combativa juventud) se habían incorporado a las tropas del káiser en 1914; uno de ellos se convirtió en Oberst, fue muy condecorado, otro sobrevivió sin destacar por nada, y otro estaba muerto y apestaba a los diez días. Esto lo soportó con tristeza, como soportaría más tarde el que su hijo Robert se fuese a luchar contra sus primos como teniente estadounidense. Lo que abatía a este hombre, para el que abstracciones y leyes científicas eran más que la carne amable, era el arrebato de odio que se había apoderado de aquel país antimilitarista al que había emigrado precisamente por su aversión a la Junkerdom.
Comprobó con incredulidad que había mujeres que afirmaban que todos los alemanes eran asesinos de bebés, universidades que prohibían el idioma de Heine, orquestas que prescindían de la música de Beethoven, profesores de uniforme chillando a empleados y los empleados sin atreverse a protestar.
No está del todo claro si lo que en realidad se resentía era su amor a Estados Unidos o su egoísmo personal, el que se hubiese equivocado tan grotescamente en sus suposiciones; es curioso que él, que había arremetido tan vigorosamente contra la educación hecha a máquina del país, tuviese que sorprenderse al ver cómo el país se entregaba alegremente a las viejas, viejísimas burlas maquinales de la guerra.
Cuando el instituto santificó la guerra, se encontró con que pasaba a ser no el gran inmunólogo impersonal sino un judío alemán sospechoso.
Ciertamente, el Terry que se fue a la artillería no le miraba hoscamente, pero el comandante Rippleton Holabird se ponía tieso y rígido siempre que se cruzaban en el pasillo. Cuando Gottlieb le insistió a Tubbs en la comida: «Estoy dispuesto a admitir todas las virtudes de los franceses… siento mucho afecto por ese pueblo tan individualista… pero basándome en la teoría de las probabilidades, sugiero que tiene que haber también algunos alemanes buenos entre todos los sesenta millones que son», el coronel director Tubbs le ordenó: «¡En estos tiempos trágicos para el mundo, no me parece demasiado apropiado pretender ser frívolo, doctor Gottlieb!».
En las tiendas y en el ferrocarril elevado, gentecilla sudorosa de rostro enrojecido le miraba furiosa al oír su acento y gruñía: «¡Ese es uno de ellos, uno de esos malditos bárbaros hunos que envenenan los pozos!». Y por muy despectivo que pudiese ser, por mucho que procurase afirmar una actitud de orgullo imperturbable, la hostilidad de la gente le corroía e iba convirtiendo al científico arrogante en un anciano inseguro, encogido, con los nervios a flor de piel.
Y en una ocasión una anfitriona, que antiguamente había estado orgullosa de conocerle, una anfitriona cuyo apellido de soltera era Straufnabel y se había casado con un miembro de la famosa y vieja familia anglicana Rosemont, cuando Gottlieb la saludó con «Auf Windersehen» le gritó: «¡Doctor Gottlieb, lo siento mucho, pero el uso de ese idioma repulsivo no está permitido en esta casa!».
Casi se había recuperado de las angustias de Winnemac y de la fábrica Hunziker; había empezado a abrirse, a recibir gente… científicos, músicos, conversadores. Ahora volvía a verse encerrado en sí mismo. Con Terry ausente, solo confiaba en Miriam y en Martin y en Ross McGurk; y sus ojos hundidos de párpados arrugados miraban siempre con tristeza.
Pero aún podía ser mordaz. Sugirió que Capitola debería poner en la ventana de su casa una bandera con una estrella por cada persona del instituto que se había puesto un informe.
Ella lo tomó en serio y lo hizo.
VIII
Los deberes militares del personal de McGurk no consistían únicamente en llevar uniformes, recibir saludos y escuchar las lecciones de sobremesa del coronel doctor Tubbs sobre «el papel que Estados Unidos tendrá inevitablemente en la reconstrucción de una Europa democrática».
Preparaban sueros; el ayudante del Departamento de Biofísica estaba inventando alambradas electrificadas; el doctor Billy Smith, que seis meses antes había estado cantando Studentenlieder en Luchow’s, estaba trabajando en gas venenoso que debía utilizarse contra todos los cantores de Lieder; y a Martin se le asignó la fabricación de lipovacuna, una suspensión de organismos tifoideos y paratifoideos finamente molidos en aceite. Era un trabajo sucio y aburrido. Pero Martin asumió con bastante seriedad la tarea, dedicándole casi todas las mañanas, aunque blasfemaba más de lo habitual y daba la bienvenida impíamente a artículos de revistas científicas en los que se condenaban las lipovacunas como algo de tan poco valor como las soluciones salinas ordinarias.
Se daba cuenta del sufrimiento de Gottlieb e intentaba confortarle.
El fallo más lamentable de Martin era que no se le daba demasiado bien la gente tímida ni la gente solitaria ni la gente vieja y estúpida; no era cruel con ellos, simplemente no se fijaba en ellos o le impacientaban tanto sus torpezas que les evitaba. Siempre que Leora le acusaba de eso él gruñía:
—Bueno, pero… estoy demasiado absorbido por el trabajo, o resolviendo cosas, para perder el tiempo con idiotas. Y es una buena cosa. La mayoría de la gente por encima del nivel cero se dedica demasiado a practicar un montón de vaga filantropía y, debido a eso, no son capaces de hacer nada… y la mayoría de esa condenada gente tímida tuya acaba pauperizada espiritualmente. Es la mar de fácil ser bueno y cariñoso y alabarse a uno mismo y ser, en general un inepto insustancial, en vez de aplicarse a avanzar sea como sea y a mantenerse rigurosamente centrado en el trabajo, en un trabajo que sirva para algo. Muy poca gente tiene el valor de ser honradamente egoísta… no contestar a las cartas… y reclamar su derecho a trabajar. Si esos sentimentales se hubiesen salido con la suya, no habría habido un Newton… sí, ¡ni probablemente un Cristo!… habrían tenido que renunciar a todo lo que hicieron por el mundo para dedicarse a soltar discursos y a oír los problemas de viejas chifladas. No hay nada que exija tanto valor como mantenerse firme y con las ideas claras.
Y él no tenía siquiera ese valor.
Cuando Leora se había quejado, había sido forzadamente amable con toda clase de alarmados mendigos un día o dos y luego había vuelto a su ensimismamiento. Solo había dos personas cuya tristeza siempre podía calar en él: Leora y Gottlieb.
Aunque estaba más ocupado de lo que hubiese podido imaginar en toda su vida que podría alguien estar, con lipovacunas por la mañana, fisicoquímica a última hora del día y, en toda clase de intensas horas intermedias, con la continuación de su investigación de la estafilolisina, dedicaba el tiempo que podía a ir a buscar a Gottlieb y estimular su vanidad escuchándole reverentemente.
Luego, su investigación barrió todo lo demás, haciéndole olvidar a Gottlieb y a Leora y toda su animación con el estudio, haciéndole derivar todo su trabajo de guerra hacia los demás y confundiendo noche y día en un llameante y desquiciado manchón, al darse cuenta de que tenía algo no indigno de un Gottlieb, algo relacionado con la misteriosa fuente de la vida.