I
El edificio McGurk. Una pared escarpada e impecable, treinta pisos de cristal y piedra caliza, al fondo del apretado triángulo desde el que Nueva York gobierna una cuarta parte del mundo.
Martin no se sintió sobrecogido por su primera visión de Nueva York; tras un año en el Loop[9] de Chicago, Manhattan parecía un lugar tranquilo. Pero cuando contempló desde el ferrocarril elevado la torre Woolworth, se sintió entusiasmado. Para él nunca había existido la arquitectura; los edificios eran moles más grandes o más pequeñas que contenían más o menos objetos interesantes. Su comentario arquitectónico más apasionado había sido: «Es un chalet bonito; debe de ser un sitio agradable para vivir». Pero en esta ocasión comentó: «Va a ser estupendo poder ver esa torre todos los días, con nubes y tormentas y demás por detrás de ella… tiene que resultar muy agradable».
Llegó allí por Cedar Street, entre camiones atronadores que transportaban mercancías procedentes de todo el mundo; llegó a las puertas de bronce del Edificio McGurk y a un pasillo de terracota excesivamente coloreada, con murales de indios andinos, piratas a toda vela por el Caribe, cargamentos de oro protegidos y las sólidas murallas de Cartagena. Al final del pasillo de Cedar Street, una calle privada de una manzana de longitud, estaba el Banco de los Andes y las Antillas (presidente del Consejo de Administración, Ross McGurk), en cuya santidad de costra dorada pelirrojos exportadores yanquis libraban giros sobre Quito, y los empleados se dirigían en jadeante español a voluminosas mujeres. En el extremo de Liberty Street un cartel indicaba: «Oficinas de pasajeros, Empresa Naviera McGurk, viajes semanales al Caribe y a América del Sur».
Martin, que había nacido en la pradera, que nunca se había alejado mucho de un paisaje de maizales, se veía transportado a tierras resplandecientes y a empresas portentosas.
En la hilera de ascensores de enrejado de bronce había uno etiquetado «Directo a Instituto McGurk». Entró en él orgulloso, sintiéndose ya una parte de aquella institución divina. Se elevaron rápidamente, y solo tuvo vislumbres de medio segundo de puertas de cristal esmerilado con carteles de empresas mineras, madereras, de ferrocarriles centroamericanos.
El Instituto McGurk puede que sea la única organización de investigación científica del mundo que tenga su sede en un edificio de oficinas. Dispone de las plantas 29 y 30 del Edificio McGurk y la azotea está dedicada a su colección de animales y a senderos de baldosas, a lo largo de los cuales (por encima del mundo de taquígrafas y contables y afanosos caballeros que desean vender elegantes prendas de vestir a los opulentos patricios argentinos) pasean absortos científicos que sueñan con la ósmosis en la espirogira.
Martin se daría cuenta más tarde de que la sala de recepción del instituto era más pequeña, pero de un refinamiento más imponente, con sus paneles blancos y sus sillas Chippendale, que el vestíbulo de la Clínica Rouncefield. En ese momento, sin embargo, no se fijó siquiera en ella, ni reparó tampoco en la voz entrecortada de la chica que le atendió, porque en lo único que pensaba era en que estaba a punto de ver a Max Gottlieb, al que hacía cinco años que no veía.
Cuando llegó a la puerta del laboratorio, miró ávidamente.
Gottlieb seguía teniendo las mejillas chupadas como siempre, la misma piel oscura, la nariz aguileña y huesuda, unos ojos fieros e imperativos, pero el cabello había encanecido, se le hundía la carne en las comisuras de los labios, y a Martin le dieron ganas de llorar al ver la poca agilidad con que se levantaba. El viejo le miró fijamente, posándole una mano en el hombro, pero solo dijo:
—¡Ah! Qué bien… tu laboratorio está tres puertas más allá por el pasillo… Pero tengo una cosa que objetar al excelente artículo que me mandaste. Dices en él: «La regularidad del índice de desaparición de la estreptolisina parece indicar que debe buscarse una ecuación…».
—¡Pero es posible, señor!
—¿Entonces, por qué no estableciste la ecuación?
—Bueno… no sé. No tenía los conocimientos matemáticos suficientes.
—¡Pues no deberías haberlo publicado hasta que los tuvieses!
—Yo… Mire, doctor Gottlieb, ¿de verdad cree usted que sé lo suficiente para trabajar aquí? Tengo un gran deseo de triunfar.
—¿Triunfar? He oído esa palabra. ¿Es inglés? Oh, sí, es una palabra que utilizan los estudiantillos de la Universidad de Winnemac. Significa aprobar los exámenes. Pero aquí no hay ningún examen que aprobar… Martin, hablemos claro. Tú sabes un poco de técnica de laboratorio; has oído hablar de esos bacilos; no eres un buen químico y tus matemáticas… ¡puf!… ¡son algo horrible! Pero tienes curiosidad y eres obstinado. No aceptas reglas. Así que creo que podrás ser un científico muy bueno o muy malo, y si eres lo suficientemente bueno, serás popular con las señoras ricas que gobiernan esta ciudad, Nueva York, y podrás dar conferencias para ganarte la vida o incluso convertirte, si consigues ser lo suficientemente convincente, en rector de una universidad. Así que, de cualquier modo, será interesante.
Media hora después estaban discutiendo ferozmente: Martin aseguraba que el mundo entero debía dejar de guerrear y comerciar y escribir e ir directamente a los laboratorios a observar nuevos fenómenos; Gottlieb, por su parte insistía en que había ya demasiados científicos complacientes, que la única cosa necesaria era el análisis matemático (y con frecuencia la destrucción) de fenómenos ya observados.
El tono era belicoso, y Martin se sentía feliz todo el tiempo porque estaba seguro de haber llegado a casa.
El laboratorio en el que hablaban (Gottlieb paseando, sus largos brazos fantásticamente anudados tras la delgada espalda; Martin subiendo y bajando de altos taburetes) no era nada notable: un fregadero, un banco de trabajo con hileras de tubos de ensayo numerados, el microscopio, unos cuantos cuadernos y gráficos de iones de hidrógeno, una grotesca serie de matraces conectados con tubos de cristal y goma en una mesa de cocina ordinaria al fondo… Sin embargo de vez en cuando, en medio de sus diatribas, Martin miraba a su alrededor reverentemente.
Gottlieb interrumpió el debate:
—¿Qué trabajo quieres hacer aquí?
—Bueno, señor, me gustaría ayudarle, si puedo. Supongo que está usted aclarando algunas cosas sobre la síntesis de anticuerpos.
—Sí, creo que puedo provocar reacciones de inmunidad de acuerdo con la ley de acción de masas. Pero tú no vas ayudarme. Tienes que trabajar por tu cuenta. ¿Qué quieres hacer? Esto no es una clínica; ¡con pacientes desfilando limpiamente en hilera!
—Quiero encontrar una hemolisina para la que haya un anticuerpo. Para la estreptolisina no hay ninguno. Me gustaría trabajar con la estafilolisina. ¿Le importaría que hiciese eso?
—A mí me da igual lo que hagas… siempre que no me robes los cultivos de estafilos de la nevera ni te dediques a andar por ahí con aire misterioso y que el doctor Tubbs, nuestro director, piense que andas detrás de algo grande. ¡En fin! Solo una sugerencia: cuando te atasques en un problema, tengo una magnífica colección de novelas policíacas en mi oficina. Pero no. Debería ser serio… al menos hoy, que acabas de llegar…
»Tal vez sea un chiflado, Martin. Hay muchos que me odian. Hay complots contra mí… ¡oh, tú crees que son cosas que yo me imagino, pero ya verás! Cometí muchos errores. Pero hay una cosa en la que siempre me mantengo puro: la religión del científico.
»Ser un científico… No es solo un trabajo distinto, de manera que un hombre podría elegir entre ser un científico o ser explorador o vendedor de acciones o médico, rey, o labrador. Es una mezcla de emociones muy oscuras, como el misticismo, o querer escribir poesía; hace a su víctima completamente distinta del buen hombre normal. El hombre normal no se preocupa mucho de lo que hace, solo de que debe comer y dormir y hacer el amor. Pero el científico es profundamente religioso… es tan religioso que no aceptará cuartos de verdad, porque son un agravio para su fe.
»Para él todo debería estar sometido a leyes inexorables. Se opone por igual a los capitalistas que piensan que su estúpido acaparamiento de dinero es un sistema y a los liberales que piensan que el hombre no es un animal de pelea; considera al promotor empresarial estadounidense y al aristócrata europeo y desdeña toda su palabrería. ¡La desdeña! ¡Toda ella! ¡Odia a los predicadores que explican sus fábulas, pero no es demasiado amable con los antropólogos y los historiadores que solo pueden hacer conjeturas, y sin embargo tienen el descaro de llamarse científicos! ¡Oh, sí, es un hombre al que toda la gente afable y de buen corazón debería naturalmente odiar!
»Se opone por igual a los ridículos quiroprácticos y curadores por la fe que a los médicos que nos quieren arrebatar nuestra ciencia antes de que pase por las pruebas que ha de pasar y corren de aquí para allá, convencidos de que curan a la gente y desbaratan todas las claves con sus pisadas; y más aún que a los hombres que son como cerdos, más aún que a los idiotas que ni siquiera han oído hablar de la ciencia, odia a los pseudocientíficos, a los presuntos científicos, como esos psicoanalistas; y aún más que a esos cómicos científicos del sueño odia a esos hombres tan populares a los que se les da acceso a un reino limpio como la biología y que lo único que conocen es un manual y cómo discursear ante bobalicones. Él es el único revolucionario auténtico, el científico auténtico, porque solo él sabe lo poco que sabe.
»No debe tener corazón. Debe vivir iluminado por una luz clara y fría. Sin embargo, hay una cosa curiosa: en realidad, en privado, no es frío y sin corazón… es muchísimo menos frío que los Optimistas Profesionales. El mundo ha estado gobernado siempre por los Filántropos: por los médicos que quieren utilizar métodos terapéuticos que no comprenden, por los militares que quieren algo de lo que defender a su país, por los predicadores que quieren hacer que todo mundo les escuche, por los buenos fabricantes que aman a sus trabajadores, por los estadistas elocuentes y los escritores de tierno corazón… ¡y fíjate en qué bonito embrollo infernal han convertido el mundo! ¡Es posible que esta sea precisamente la época del científico, que trabaja e investiga y nunca anda por ahí gritando lo mucho que quiere a todo mundo!
»Pero recuerda siempre que no todos los hombres que trabajan en ciencia son científicos. ¡Lo son muy pocos! Los demás son… ¡secretarios, agentes de prensa, simpatizantes! Ser un científico es como ser un Goethe: es algo que nace contigo. A veces creo que tú tienes un poco de ello que nació contigo. Si lo tienes, solo hay una cosa… no, hay dos cosas que debes hacer: trabajar el doble de lo que puedas y no dejar que la gente te utilice. Procuraré protegerte del Éxito. Es todo lo que puedo hacer. En fin… debería desear, Martin, que seas muy feliz aquí. ¡Que Koch te bendiga!».
II
Martin pasó cinco minutos de éxtasis en el laboratorio que iba a ser suyo: pequeñito pero eficiente, el banco de trabajo exactamente de la altura adecuada, un fregadero apropiado con grifos de pedal. Cuando cerró la puerta y dejó su espíritu volar y llenar aquel minúsculo espacio con su propia esencia, se sintió seguro.
Ningún Pickerbaugh, ningún Rouncefield podrían irrumpir allí y sacarle a rastras para ser explicativo y plausible y público; estaría libre, no le llamarían para envolver paquetes ni para dictar cartas apresuradas, para esas cosas que los hombres llaman trabajo.
Miró fuera por la ancha ventana que había encima del banco y vio que tenía allí la codiciada Torre Woolworth, para seguir contemplándola y disfrutando. Encerrado en la alegría de la precisión, no estaría sin embargo aislado del fluir de la vida. Tenía, hacia el Norte, no solo la Torre Woolworth sino el Edificio Singer, la majestuosa arrogancia del Edificio de la City Investing. Hacia el Oeste, navegaban altos barcos, trajinaban remolcadores, pasaba el mundo entero. Al fondo de su acantilado, las calles bullían enfebrecidas. De pronto, amó a la humanidad lo mismo que amaba a las limpias y decentes hileras de tubos de ensayo, y rezó la oración del científico:
—Dame Dios mío una visión clara y líbrame de la precipitación. Dame Dios mío una aversión serena e implacable a toda presunción y a todo el trabajo pretencioso y a todo el trabajo hecho descuidadamente y dejado inconcluso. Dame Dios mío una inquietud por la que no pueda ni dormir ni aceptar la alabanza hasta que los resultados que haya observado se correspondan con los resultados que haya calculado o que descubra con piadosa alegría mi error y arremeta con él. ¡Dame Dios mío la fuerza necesaria para no confiar en Dios!
III
Subió andando hasta su insignificante hotel situado en la Treinta, y a lo largo de todo el trayecto las multitudes se fijaban en él… Aquel joven sonriente, delgado, pálido, de ojos negros que avanzaba entre ellos, medio corriendo, sin ver nada pero viéndolo todo en un borrón: gallardos edificios, calles sucias, tráfico incesante, soldados de fortuna, idiotas, mujeres guapas, tiendas frívolas, cielo batido por el viento. Sus pies corrían al ritmo de la melodía de: «¡He encontrado mi trabajo, he encontrado mi trabajo, he encontrado mi trabajo!».
Leora estaba esperándole… Leora, cuyo destino era siempre esperar por él en crujientes merecedoras de habitaciones baratas. Cuando entró a toda prisa ella sonrió, y se le iluminó el cuerpo entero, dulce y esbelto. Antes de que él hablase le gritó:
—¡Oh, Sandy, qué contenta estoy!
Luego interrumpió los panegíricos que Martin dedicó a Max Gottlieb, al Instituto McGurk, a Nueva York, a los encantos de la estafilolisina, con un humilde: «Querido, ¿cuánto te van a pagar?».
Él se detuvo bruscamente.
—¡Jolines! ¡Me olvidé de preguntarlo!
—¡Oh!
—¡Pero bueno, escucha! ¡Esto no es una Clínica Rouncefield! No puedo soportar a esos buitres que lo único que piensan es en ganar dinero…
—Lo sé, Sandy. Me da igual, de verdad. Solo me preguntaba qué clase de piso podremos permitirnos, para poder empezar a buscar. Sigue. El doctor Gottlieb dijo…
Hasta tres horas después, a las ocho, no salieron a cenar.
IV
La ciudad de la magia habría de convertirse para Martin no en una ciudad ni en ningún tipo de cosa mágica sino solo en un trayecto: su piso, el metro, el instituto, un restaurante barato favorito, unas cuantas calles de lavanderías y charcuterías y cines. Pero esa noche fue una nebulosa maravilla. Cenaron en el Brevoort, del que le había hablado Gustaf Sondelius. Esto era en 1916, antes de que el país hubiese pasado a ser sano y estéril, y el Brevoort era un tumulto de uniformes franceses, caviar, Louis, corbatas balanceantes, Nuits St. Georges, ilustradores, Grand Marnier, agentes del servicio secreto británico, corredores de bolsa, conversación y Martell, V.O.
—¡Qué magnífica pandilla de locos! —exclamó Martin—. ¿Te das cuenta de que ahora podemos dejar de ser respetables? ¡No nos están vigilando ni Irving Watters ni Angus! ¿Sería demasiada locura que tomáramos una botella de champán?
Martin despertó al día siguiente pensando que tenía que haber alguna trampa en alguna parte, lo mismo que había sucedido en Nautilus y en Chicago. Pero cuando se puso a trabajar, era como si estuviera en un mundo perfecto. El instituto proporcionaba eficientemente todo el material y los servicios que él podía desear (animales, incubadoras, recipientes de cristal, cultivos, caldos) y contaba con un técnico bien formado; un «garçon», le llamaban en el instituto. Le dejaban realmente solo; le impulsaban realmente a hacer trabajo individual; se relacionaba realmente con hombres que no pensaban en carteles poéticos o en operaciones de dos mil dólares sino en coloides y esporulación y electrones y las leyes y energías que los gobiernan.
En ese primer día pasó a saludarle el jefe del Departamento de Fisiología, el doctor Rippleton Holabird.
Holabird, aunque Martin había encontrado su nombre destacado en revistas de fisiología, parecía demasiado joven y demasiado guapo para ser el jefe de un departamento: alto, delgado, desenvuelto, de fino bigote recortado. Martin había sido educado en la escuela de Cliff Clawson; no había comprendido, hasta que oyó el rápido saludo de bienvenida del doctor Holabird, que la voz de un hombre puede ser encantadora sin afeminamiento.
Holabird le condujo a través de los dos pisos del instituto, y Martin contempló todas las maravillas con las que siempre había soñado. Aunque no fuese muy grande, McGurk podía compararse en equipamiento con Rockefeller, Pasteur, McCormick, Lister. Martin vio habitaciones para esterilizar recipientes y preparar caldos de cultivo, para el soplado de vidrio, para el polariscopio y el espectroscopio y una cámara de combustión con paredes de acero y cemento. Vio un museo de patología y bacteriología al que deseó ardientemente poder aportar algo. Había un Departamento de Publicaciones, en el que se publicaban los informes del instituto y la Revista Americana de Patología Geográfica, a cargo del director, el doctor Tubbs; había un cuarto para fotografía, una biblioteca espléndida, un acuario para el Departamento de Biología Marina y (una idea del propio doctor Tubbs) una hilera de laboratorios que se invitaba a los científicos extranjeros de visita a utilizar como propios. En aquel momento estaban ocupando laboratorios allí un biólogo belga y un bioquímico portugués, y en una ocasión, se enteró Martin emocionado, había estado allí Gustaf Sondelius.
Luego Martin vio la centrifugadora Berkeley-Saunders.
El principio de la centrifugadora es el mismo de la desnatadora. Recoge como sedimento los sólidos esparcidos por un líquido, como, por ejemplo, bacterias en una disolución. La mayoría de las centrifugadora, son aparatos manuales o hidropropulsados del tamaño de una coctelera grande, pero este noble artefacto tenía metro veinte de altura, funcionaba con electricidad, el cuenco central estaba encerrado en una plancha de blindaje asegurada con palancas como la escotilla de un submarino; todo ello instalado sobre una columna de cemento.
—Solo existen tres de estas —explicó Holabird—. Están hechas por Berkeley-Saunders en Inglaterra. La velocidad normal de una centrifugadora, como sabes, incluso de una buena, es de unas cuatro mil revoluciones por minuto. Esta hace veinte mil por minuto… es la más rápida del mundo. ¿Qué le parece?
—¡Cielos, y te dan este material para trabajar! —exclamó Martin. (Lo hizo realmente, bajo la distinguida influencia de Holabird, dijo «cielos», en vez de «jolines»).
—Sí, McGurk y Tubbs son los hombres más generosos del mundo científico. Creo que le resultará muy agradable estar aquí, doctor.
—Sé que sí… me gustará. Y, cielos, es muy amable por su parte enseñármelo todo así.
—¿Es que no se da cuenta de lo que estoy disfrutando con esta oportunidad de demostrar mis conocimientos? No hay ninguna forma de egoísmo tan agradable y tan segura como ser un cicerone. Pero aún tenemos que ver la auténtica maravilla del instituto, doctor. Venga por aquí.
La auténtica maravilla del instituto no tenía nada visible que ver con la ciencia. Era el Salón, donde comía el personal y en el que se celebraban de vez en cuando cenas científicas, con la señora McGurk como anfitriona. Martin se quedó boquiabierto y echó la cabeza hacia atrás mientras su mirada hacía un recorrido desde el suelo resplandeciente hasta el techo negro y oro. El salón se elevaba toda la altura de las dos plantas del instituto. Adosada a la elevada pared, por encima del estrado en el que comían el director y los siete jefes de departamento, había una galería tallada para los músicos. En los paneles de roble de las paredes había retratos de los pontífices de la ciencia, con túnicas carmesí, amén de un mural enorme de Maxfield Parrish[10], y encima de todo ello una araña de lámparas eléctricas de un centenar de bombillas.
—Jolines… ¡Cielos! —dijo Martin—. ¡Nunca imaginé que pudiese haber una habitación como esta!
Holabird fue generoso. No sonrió.
—Bueno, tal vez sea demasiado espléndido. Es la obra favorita de Capitola… Capitola es la señora de Ross McGurk, la esposa del fundador; es una mujer magnífica sin duda alguna, pero le encantan los movimientos y las asociaciones. Terry Wickett, uno de los químicos de aquí, llama a esto el «Salón Bonanza». Pero te inspira cuando vienes a comer cansado y sucio. Ahora vamos a ver al director. Me dijo que le llevase a verle.
Después del esplendor babilónico del Salón, Martin esperaba que el despacho del doctor A. DeWitt Tubbs fuese una especie de baño romano, pero era, salvo por un banco de laboratorio que había al fondo, lo más estrictamente práctico que había visto en su vida.
El doctor Tubbs era un hombre entusiasta, bigotudo como un terrier, muy culto, y tal vez el exponente americano más poderoso de la cooperación en ciencia, pero era también un hombre de mundo, muy remilgado en cuanto a botas y chalecos. Se había graduado en Harvard, había estudiado en el Continente, había sido profesor de Patología en la Universidad de Minnesota, rector de la Universidad Hartford, representante oficial del Gobierno en Venezuela, director del Weekly Statesman y presidente de la Liga Sanitaria y, por último, director de McGurk.
Era miembro de la Academia Americana de las Artes y las Letras y de la Academia de Ciencias. Obispos, generales, rabinos liberales y banqueros melómanos cenaban con él. Era uno de los Hombres Distinguidos a los que los periódicos recurrían para opiniones magistrales sobre todos los temas.
Te dabas cuenta antes de que se hubiese dirigido a ti y que hubiese hablado diez minutos de que estabas ante uno de los pocos dirigentes de la humanidad que podían discursear sobre cualquier rama del conocimiento, pero que eran capaces al mismo tiempo de controlar asuntos prácticos y conducir a la tambaleante humanidad hacia ideales sanos y razonables. Aunque un Max Gottlieb pudiese demostrar en sus investigaciones un cierto talento, su estrechez de miras, su humor agrio y carnavalesco le impedían desplegar la visión amplia de la educación, la política, el comercio y todas las demás nobles materias que caracterizaba al doctor A. DeWitt Tubbs.
Pero el director fue tan cordial con el insignificante Martin Arrowsmith como si Martin fuese un senador de visita. Le estrechó la mano cordialmente; se levantó con una sonrisa; su voz de barítono era melosa.
—Doctor Arrowsmith, confío en que seamos capaces de hacer algo más que limitarnos a decirle que es usted bienvenido aquí; ¡confío en que le demostremos hasta qué punto es usted bienvenido! El doctor Gottlieb me cuenta que tiene usted una aptitud natural para la investigación enclaustrada, pero que ha estado trabajando en los campos de la práctica médica y de la salud pública antes de centrarse en el laboratorio. No hace falta que le diga que me parece muy acertado que haya hecho usted ese amplio recorrido preliminar. Hay demasiados presuntos científicos que carecen de la visión experimentada que proporciona la coordinación de todos los campos intelectuales.
Martin se quedó asombrado al descubrir que había estado haciendo un amplio recorrido.
—Supongo que querrá usted, sin duda, tomarse un cierto tiempo, tal vez un año o más, para ponerse en marcha, doctor Arrowsmith. No le pediré ningún informe. Mientras el doctor Gottlieb considere que está usted mismo satisfecho con sus progresos, yo estaré contento. Solo si hubiese algo en lo que pudiese aconsejarle, desde una trayectoria tal vez algo más prolongada en la ciencia, sepa usted, por favor, que será para mí una satisfacción poder ayudar, y estoy seguro del todo de poder decir lo mismo del doctor Holabird, aquí presente, aunque él en realidad debería estar celoso, porque es uno de nuestros trabajadores más jóvenes (de hecho yo le llamo mi enfant terrible) pero usted, creo, solo tiene treinta y tres años, ¡así que le deja muy atrás!
—Oh, no, doctor —sugirió Holabird alegremente—, hace mucho tiempo que me han dejado atrás. Olvida usted a Terry Wickett. Él tiene menos de cuarenta.
—Oh. ¡Él! —murmuró el doctor Tubbs.
Martin nunca había oído menospreciar a un hombre tan venenosamente con tanta educación. Se dio cuenta de que Terry Wickett podría ser una serpiente incluso en aquel paraíso.
—Bueno —dijo el doctor Tubbs—, tal vez podría gustarle echar un vistazo por aquí, por mi sección. Me enorgullezco de mantener nuestros ficheros y archivos de correspondencia con la misma falta de imaginación que si fuese un agente de seguros. Pero hay un cierto toque exótico en estos gráficos.
Cruzó la habitación para mostrar un juego de cajones estrechos llenos de cianotipos científicos. No explicó qué eran aquellos gráficos, y Martin nunca llegaría a saberlo. Luego señaló al banco de trabajo que había al fondo de la habitación y confesó riéndose:
—Ahí puede ver usted lo ineficaz que soy en realidad. Sigo afirmando que tengo que abandonar todos los gozos idílicos de la investigación patológica por los cuidados menos fascinantes pero tan importantes y tan fatigosos de la dirección. Sin embargo la debilidad del genus homo es tal que a veces, cuando debería estar ocupándome de cuestiones prácticas, me obsesiono con algún concepto patológico probablemente absurdo, y tan ridículo soy que no puedo esperar a recorrer el pasillo hasta mi laboratorio oficial… tengo que tener siempre un banco de trabajo a mano y un experimento en marcha. ¡Ay, me temo que no soy el personaje moral que aparento ser en público! ¡Aquí estoy, casado con la actividad directiva, y aún anhelo a mi primer amor, la señora Ciencia!
—Yo creo que es magnífico que tenga usted aún ese anhelo —aventuró Martin.
Estaba preguntándose qué experimentos en concreto habría estado haciendo últimamente el doctor Tubbs. No parecía que el banco se utilizase mucho.
—Y ahora, doctor, quiero que conozca usted al verdadero director del instituto: mi secretaria, la señorita Pearl Robbins.
Martin ya se había fijado en la señorita Robbins. No podías dejar de fijarte en la señorita Robbins. Tenía treinta y cinco años y era escultural, una diosa color crema. Se levantó para darle la mano (la estrechó de un modo firme y competente) y para gritar con su gloriosa voz de contralto: «El doctor Tubbs me elogia tanto solo porque sabe que si no, no le prepararía su té de la tarde. El doctor Gottlieb nos ha hablado tanto de su inteligencia que casi me da miedo darle la bienvenida, doctor Arrowsmith, pero tengo que dársela».
Luego, con una gloriosa sensación de bienestar, Martin se instaló en su laboratorio que daba a la Torre Woolworth. Aquellas maravillas le mareaban… ¡y eran suyas, ahora! En Rippleton Holabird, tan alegre y elegante pero tan distinguido, tenía la esperanza de encontrar un amigo. El doctor Tubbs le parecía un poco sentimental, pero su amabilidad y los elogios de la señorita Robbins le habían conmovido. Se sentía envuelto en una niebla de futura gloria. De pronto, abrió ruidosamente la puerta un individuo de rostro duro, pelirrojo, con camisa de cuello blando, de unos treinta y seis años o… treinta y ocho.
—¿Arrowsmith? —gruñó el intruso—. Me llamo Wickett, Terry Wickett. Soy químico. Estoy con Gottlieb. Bueno, vi que la Gallina Sagrada te estaba enseñando el parque zoológico.
—¿El doctor Holabird?
—El mismo… bueno, tienes que ser más o menos inteligente, si Papá Gottlieb te dejó entrar. ¿Cómo va el comienzo? ¿De qué clase vas a ser tú? ¿Uno de los pájaros educados que utilizan el instituto para la escalada social y se hacen con una mujer rica, o un pelagatos como Gottlieb y como yo?
El graznido de Terry Wickett era el sonido más irritante que Martin había oído en su vida. Le contestó con una voz curiosamente parecida a la de Rippleton Holabird:
—No creo que tengas que preocuparte por eso. ¡Da la casualidad de que yo ya estoy casado!
—Oh, por eso no te preocupes, Arrowsmith. Los divorcios son baratos, en este país. Y qué, ¿te enseñó la Gallina Sagrada a Gladys la Bella?
—¿Cómo?
—Gladys la Bella, o la Centrifugadora Galopante.
—Ah, te refieres a la Berkeley-Saunders…
—A eso me refiero, el alma de mi alma. ¿Qué te parece?
—Es la mejor centrifugadora que he visto en mi vida. El doctor Holabird dijo…
—¡Demonios, es natural que él diga algo! Fue el que consiguió que el viejo Tubbs la comprara. Le encanta, a la Gallina Sagrada le encanta.
—¿Y por qué no? Es la más rápida…
—Por supuesto. La centrifugadora más rápida de todos los Vereinigten[11], y hecha con el mejor acero de palillo de dientes. El único problema es que siempre hace saltar los fusibles y esparce los bichos de tal manera que necesitas una máscara de gas si tienes que usarla… ¿y te encantaron el viejo y querido Tubbsy y la sin par Pearl?
—¡Por supuesto que sí!
—Magnífico. Por supuesto Tubbs es un tonto del culo iletrado, pero de todos modos hay que reconocer que no tiene manía persecutoria, como Gottlieb.
—Wickett, mira… ¿es doctor Wickett?
—Bueno… doctor en Medicina, doctor en Filosofía, pero de todos modos un químico de primera clase.
—Está bien, doctor Wickett, me parece una vergüenza que un hombre de tus dotes tenga que estar relacionándose con idiotas como Gottlieb y Tubbs y Holabird. Y acabo de llegar de una clínica de Chicago donde todo el mundo es sensible y encantador. ¡Te recomendaría con mucho gusto para un trabajo allí!
—Pues no estaría mal. Al menos me ahorraría toda la simpática charla de las comidas en el Salón Bonanza. En fin, lamento haberte cabreado, Arrowsmith, pero la verdad es que me pareces muy bien.
—¡Gracias!
Wickett sonrió obscenamente (pelirrojo, hosco, enjuto) y dijo:
—Por cierto, ¿te contó Holabird cómo fue herido en el primer mes de la guerra, cuando era mariscal de campo o enfermero de un hospital o algo así en el ejército británico?
—¡No, no lo hizo! ¡No mencionó la guerra!
—¡Lo hará! Bueno, amigo Arrowsmith, espero que pasemos muchos años felices juntos, jugando a los pies de Papá Gottlieb. Hasta luego. Mi laboratorio estaba justo al lado del tuyo.
«¡Imbécil!». Decidió Martin, y, «bueno, puedo soportarle siempre que pueda recurrir a Gottlieb y a Holabird. Pero… ¡idiota engreído! ¡Jolines, así que Holabird estuvo en la guerra! Y le licenciaron por invalidez, supongo. ¡Tengo que hacerle pagar a Wickett por eso! “¿Te contó lo de que fue un gran héroe en la maldita guerra?”, dijo, y yo le contesté inmediatamente: “Siento desilusionarte”, dije, pero el doctor Holabird no mencionó la guerra». ¡El muy idiota! En fin, no le dejaré fastidiarme.
Y de hecho, cuando Martin se reunió con el personal a la hora de comer, Wickett fue el único al que no encontró cortés, aunque sus saludos fuesen breves. No distinguía en principio a sus compañeros de trabajo uno de otro; durante días la mayoría de los veinte investigadores constituía solo una mancha. Confundió al doctor Yeo, jefe del Departamento de Biología, con el carpintero que había ido a instalar estanterías.
El personal ocupaba en el Salón dos largas mesas, una en el estrado, otra debajo: pequeños grupos de insectos bajo aquel techo inmenso. No eran particularmente nobles de aspecto, aquellos posibles darwins y huxleys y pasteurs. No había entre ellos platones de amplia frente. Salvo Rippleton Holabird y Max Gottlieb y quizás el propio Martin, parecían tenderos comiendo: jóvenes bruscos sin rasgos; viejos de gruesos bigotes; y hombrecillos debiluchos con gafas, cuyos cuellos de camisa no se juntaban. Pero había en ellos una calma firme; no había, en opinión de Martin, ningún anhelo de dinero en sus voces ni ningún desasosiego de envidia y de murmuración escandalosa. Hablaban con gravedad o frívolamente de su trabajo, la única clase de trabajo que, dado que se convierte en parte de la cadena de datos descubiertos, es eterno, por mucho que se olvide el nombre del trabajador.
Cuando escuchaba a Terry Wickett (grosero y malhablado como siempre, que se autodenominaba «el chico químico», que hablaba de «este pintoresco instituto» y de «nuestro nuevo y buen hermanito Arrowsmith») debatiendo con un hombre flaco de tenue barba (el doctor William T. Smith, ayudante de bioquímica) sobre la posibilidad de aumentar los efectos de todas las enzimas con dosis de rayos X, cuando oía a un miembro asociado vituperar a otro por sus ideas de química celular y criticar a Ehrlich como «el Edison de la ciencia médica», Martin percibía nuevas perspectivas de investigación emocionantes; estaba en lo alto de una montaña, y a sus pies se extendían valles desconocidos, atractivos senderos escarpados.
V
El doctor Rippleton Holabird y señora les invitaron a cenar, una semana después de su llegada.
Lo mismo que los tweeds de Holabird hicieron que la elegancia de Clay Tredgold pareciese envarada y pretenciosa, su cena hizo que las de Angus Duer en Chicago pareciesen mecánicas y sin alegría y un poco angustiosas. Todas las personas a las que Martin conoció en la casa de los Holabird eran Alguien, aunque tal vez un Alguien menor: un editor aceptable o un etnólogo en ascenso; y todos ellos poseían la grácil desenvoltura de Holabird.
Los provincianos Arrowsmith llegaron a tiempo, es decir, quince minutos antes de lo debido. Antes de que apareciesen los cócteles, en viejo cristal de Venecia, Martin preguntó: «Doctor, ¿qué problemas son los que está abordando ahora en su investigación fisiológica?».
Holabird se transformó en un muchacho fogoso. Con un despectivo: «¿De verdad quiere que le hable de ello? ¡No tiene que hacerlo por cortesía, sabe!», se lanzó a una exposición de sus experimentos, trazando esbozos sobre espacios en blanco de anuncios del periódico, en la parte de atrás de una invitación de boda, en la guarda de una novela dedicada, mirando a Martin exculpatoriamente, docto pero alegre.
—Estamos trabajando en la localización de funciones cerebrales. Creo que hemos ido más allá de Bolton y Flechsig. Oh, es terriblemente emocionante, explorar el cerebro. ¡Mire, vea!
Su rápido lápiz estaba dibujando un boceto del cerebro; bajo sus dedos el cerebro vivía y latía.
—La verdad es que —dijo tirando el papel— es una vergüenza aburrirle a usted con mis aficiones. Además, ya van a llegar los demás invitados. Dígame, ¿cómo va su trabajo? ¿Se siente cómodo en el instituto? ¿Encuentra que le gusta la gente?
—Todo el mundo salvo… Para ser franco, me resulta molesto Wickett.
—Ya veo —generosamente—. Tiene unos modales un poco agresivos. Pero no debe preocuparse por él; en realidad es un bioquímico extraordinariamente dotado. Está soltero… lo sacrifica todo a su trabajo. La mitad de las cosas groseras que dice no las dice en serio. A mí me detesta, pero no solo a mí. ¿No me mencionó?
—Bueno, no especialmente…
—Tengo la impresión de que anda diciendo por ahí que no hago más que hablar de mis experiencias en la guerra, lo que no es verdad en absoluto.
—Sí —en un impulso— dijo eso.
—Habría preferido que no lo hubiese dicho. Lamento mucho haberle ofendido yendo y resultando herido. ¡Procuraré no olvidarlo y no volver a hacerlo! ¡Tanto jaleo por un historial de guerra tan insignificante como el mío! Lo que sucedió fue que cuando estalló la guerra en el 14 yo estaba en Inglaterra, estudiando con Sherrington. Me hice pasar por canadiense y me incorporé al cuerpo médico y recibí lo mío a las tres semanas y me echaron, ¡y ese fue el final de mi magnífica carrera! Ahí llega alguien.
Su desenvuelta caballerosidad conquistó por completo a Martin. A Leora la cautivó también la señora Holabird, y regresaron a casa de la cena poseídos por una nueva fascinación.
Comenzó así para ellos una clara luz de felicidad. Martin se sentía tan en la gloria en su sereno trabajo en solitario como en su vida fuera del laboratorio.
Durante toda la primera semana se olvidó de preguntar cuál iba a ser su sueldo. Luego se convirtió en un juego esperar hasta final de mes. A la noche, en pequeños restaurantes, Leora y él especulaban sobre ello.
El instituto seguramente le pagaría menos de los dos mil quinientos dólares al año que había recibido en la Clínica Rouncefield, pero por las noches, cuando estaba cansado, bajaba la cifra hasta los mil quinientos, y una noche en que habían bebido Borgoña la elevó hasta los tres mil quinientos.
Cuando llegó su primer cheque mensual, impecable en su sobrecito sellado, no se atrevió a mirarlo. Lo llevó a casa para dárselo a Leora. Contemplaron el sobre en su habitación de hotel como si fuese probable que contuviera veneno. Martin lo abrió al fin temblando; lo miró y susurró: «¡Oh, qué decentes son! Me pagan… el cheque es por cuatro mil veinte dólares… ¡me pagan cinco mil al año!».
La señora Holabird, una mujer que era como una gatita blanca, ayudó a Leora a encontrar un piso de tres habitaciones con un salón espacioso, en una casa vieja cerca de Gramercy Park, y la ayudó a amueblarla con buenos muebles de segunda mano. Cuando se le permitió verla, Martin exclamó: «¡Espero que estemos aquí cincuenta años!».
Aquella fue la isla griega donde encontraron la paz. Y además tenían amigos: los Holabird, el doctor Billy Smith (el bioquímico de barbita que tenía un gusto inteligente en música y cerveza alemana), un anatomista al que Martin conoció en una comida de antiguos alumnos de Winnemac, y siempre Max Gottlieb.
Gottlieb había encontrado su propia serenidad. Tenía un pisito marrón en la Setenta que olía a tabaco y a libros encuadernados en piel. Su hijo Robert se había graduado en el City College y se había dedicado diligentemente a los negocios. Miriam seguía con la música mientras cuidaba de su padre; una chica gordita, con fuego sagrado detrás de una carne engañosa. Después de una velada de agrias dudas de Gottlieb, Martin se sentía inspirado para correr al laboratorio e intentar un millar de nuevas investigaciones de las leyes de los microorganismos, una tarea que solía iniciarse con la destrucción blasfema de todo el trabajo que había hecho recientemente.
Hasta Terry Wickett pasó a hacerse más tolerable. Martin percibió que sus diatribas y sarcasmos se debían en parte a una concepción errónea del humor a lo Cliff Clawson, pero en parte también a un resentimiento, tan grande como el de Gottlieb, contra los científicos morfológicos que etiquetan cosas con etiquetas muy bonitas, que las nombran y renombran y nunca las analizan. Wickett trabajaba a menudo toda la noche; se le veía en mangas de camisa, el encrespado cabello pelirrojo revuelto, sentado delante de una bañera de temperatura constante durante horas con un cronoscopio. De vez en cuando, era un alivio contar con su hosca e intensa concentración en vez de la elegancia de Rippleton Holabird, que exigía a Martin mantener una elegancia trabajosa cuando estaba sumergido hasta lo insondable en la investigación.