Capítulo 25

I

Luego, durante un año, cada día más largo que una noche sin sueño, aunque el año entero transcurriera a toda prisa sin acontecimientos ni estaciones ni anhelos, Martin fue un mecánico fiel en aquella fábrica médica, la más competente, la más limpia y efectiva y sin atractivo, la Clínica Rouncefield. No tenía ningún motivo de queja. La clínica tal vez hiciese demasiados exámenes radiológicos a mujeres socialmente dislocadas que necesitaban hijos y fregar suelos más que pequeñas y bonitas radiografías; es posible que enfocase todas las amígdalas con una visión demasiado codiciosa y sanguinaria; pero, desde luego, ninguna fábrica podría haber estado mejor equipada o ser más gratificantemente cara, y ninguna podría haber conducido a su crudo material humano a través de tantos procesos con tanta rapidez. El Martin Arrowsmith que había mirado por encima del hombro a Pickerbaugh y al viejo doctor Winters sentía hacia Rouncefield y Angus Duer y los otros preclaros y despiertos especialistas de la clínica solo el respeto del pobre e inseguro por el rico y astuto.

Admiraba la firmeza de propósito de Angus y la estabilidad de su método.

Angus practicaba a diario la natación o la esgrima; nadaba velozmente y era un demonio impasible con la espada. Se acostaba siempre antes de las once y media; nunca tomaba más de una copa al día; y nunca leía ni decía nada que no contribuyese a su promoción como brillante y joven cirujano. Sus subordinados sabían que el doctor Duer no dejaría nunca de llegar a tiempo, adecuadamente bien vestido, absolutamente sereno, muy frío y atrozmente desagradable con cualquier enfermera que cometiese un error o buscase una sonrisa.

Martin se habría sometido sin miedo al dorado y fogoso arrancador de amígdalas de la clínica, se habría sometido a Angus para cirugía abdominal o a Rouncefield para cualquier operación de la cabeza o del cuello, siempre que estuviese del todo seguro de que la operación era necesaria, pero nunca era capaz de elevarse hasta la fe de la clínica en que cualquier porción del cuerpo sin la que la gente pudiese concebiblemente continuar funcionando debía, sin lugar a dudas, ser extirpada sin demora.

El auténtico fallo de ese año suyo de Chicago era que no vivía a lo largo de todo su día de trabajo. Con manos rápidas, y una décima parte de su cerebro, efectuaba análisis de sangre, de orina y Wassermanns, además de las raras necropsias, y durante todo ese tiempo estaba muerto, en un ataúd de azulejos blancos. En medio de los balidos de Pickerbaugh y la vigilancia constante de los mirones de Wheatsylvania, había vivido, se había enfrentado al entorno. Ahora no había nada a lo que enfrentarse.

Después del horario de trabajo, casi vivía. Leora y él descubrieron el mundo de las librerías y de las tiendas de grabados y los teatros y los conciertos. Leyeron novelas y libros de historia y de viajes; hablaban, en cenas organizadas por Rouncefield o por Angus, con periodistas, ingenieros, banqueros, comerciantes. Vieron una obra rusa y oyeron a Mischa Elman, y leyeron al Rabelais que Gottlieb amaba. Martin aprendió a flirtear sin puerilidad, y Leora fue por primera vez a una peluquería y a una manicura, e inició sus lecciones de francés. Había llamado a Martin un «cazador de mentiras», un «buscador de la verdad». Decidieron entonces, hablando del asunto en su exiguo apartamento de dos habitaciones y cuarto, que la mayoría de la gente que se calificaba a sí misma de «buscadores de la verdad» (personas que andan de aquí para allá parloteando sobre la Verdad como si fuera una cosa separable y tangible, como las casas o la sal o el pan) más que encontrar la Verdad lo que quería era curar su prurito mental. En las novelas, aquellos buscadores de la verdad buscaban el «secreto de la vida» en laboratorios que no parecían estar provistos de llamas Bunsen ni de reactivos; o se iban, con gran dispendio y mucha incomodidad derivada de trenes asfixiantes y serpientes indeseables, a monasterios del Himalaya para aprender de sabios sin asepsia que la Mente puede hacer toda clase de cosas edificantes si uno se pasa la minucia de treinta o cuarenta años comiendo arroz y mirándose el ombligo.

A estos elevados planteamientos Martin respondía: «¡Sandeces!». Insistía en que no había ninguna Verdad sino solo muchas verdades; que la Verdad no es un pájaro de colores que hay que perseguir entre las rocas y agarrar por la cola, sino una actitud escéptica hacia la vida. Insistía en que nadie podía esperar más que, a base de obstinación o de suerte, tener la clase de trabajo con la que disfrutase y una capacidad para familiarizarse mejor con los hechos y los datos de ese trabajo que el empleado medio.

Su filosofía mecanicista no le persuadía de que estuviese progresando adecuadamente. Cuando intentaba compararse con los expertos de la clínica o con sus amigos profesionales, se sentía aún más incómodo de lo que se había sentido con las burlas desconcertantes del doctor Hesselink de Groningen. En las comidas de la clínica conocía a cirujanos de Londres, Nueva York, Boston; hombres con limusinas y posiciones sociales y la brusquedad ofensiva del individuo que tiene numerosos compromisos, o la tranquilidad aún más ofensiva de la persona a la que le divierten los que son inferiores a ella; técnicos destacados, lectores de artículos en congresos médicos, ejecutivos y controladores, sin miedo a operar con un centenar de médicos mirando, o a dar órdenes corteses y absolutamente inapelables a los subordinados; capitanes generales de la medicina, que nunca dudaban de sí mismos, grandes sacerdotes y curadores; hombres maduros y sabios y cautelosos y de una cordialidad amorfa.

Ante sus aladas presencias, Max Gottlieb parecía un anciano cascarrabias, Gustaf Sondelius un charlatán, y la ciudad de Nautilus indigna de una guerra apasionada. Cuando la suave cortesía de estas personas le acariciaba, Martin se sentía como un peón.

En largas horas de creciente franqueza y lucidez, analizaba con Leora la cuestión de «¿Qué es este Martin Arrowsmith y adónde va?», y admitía que la visión de los Cirujanos Famosos perturbaba su antigua fe en que era, en cierto modo, un individuo superior. Era Leora la que le consolaba:

—Se me ha ocurrido una descripción encantadora de tus malditos Cirujanos Famosos. Ya sabes lo educados e importantes que son y lo cautelosamente que sonríen… pues bien, ¿no te acuerdas que dijiste una vez que el profesor Gottlieb llamaba a toda esa gente «hombres de alegría medida»?

Recordó la frase; la entonaron los dos; y la convirtieron en una canción zumbante e impía:

—¡Hombres de alegría medida! ¡Hombres de alegría medida! ¡Malditos sean los grandes ejecutivos, los hombres de alegría medida, malditos sean los hombres de sonrisas cautelosas, malditos sean los hombres que dirigen los negocios, oh, maldita sea su alegría medida, malditos sean los hombres de alegría medida, oh, maldita sea su alegría medida y malditas sean sus sonrisas cautelosas!

II

Mientras Martin, en un proceso discontinuo, dejaba de ser el muchacho de Wheatsylvania para convertirse en un hombre maduro, sus relaciones con Leora pasaron de la audacia leal chico-chica a la solidez perdurable. Tenían ese conocimiento mutuo que solo alcanzan los casados, unos pocos de ellos, con el que pese a todas las diferencias eran partes indisolubles de un todo comparables a lo que son el ojo y la mano. Su identificación no significaba que habitasen siempre en una beatitud color de rosa. Como estaba tan íntimamente encariñado con ella y tan seguro de ella, como la cólera y las injusticias apasionadas y vehementes son solo modos de expresar confianza, a Martin le irritaba a veces tanto Leora y se sentía tan quejoso a veces con ella como no habría podido soportar estarlo con ninguna otra mujer, ninguna encantadora Orquídea.

De vez en cuando se marchaba después de una discusión, negándose a contestar a sus preguntas, y la dejaba sola varias horas, disfrutando del conocimiento de que estaba haciéndola sufrir, de que ella estaba sola, esperando, quizás llorando. Como la amaba y además estaba encariñado con ella, se enojaba cuando era menos sedosa, menos suave, que las mujeres con las que se relacionaba en la clínica.

La señora Rouncefield era una vieja patosa y digna… a su lado Leora era resplandeciente y exquisita. Pero la señora Duer era de ámbar y hielo. Era una joven rica, vestía con distinción, hablaba en un tono burlón y melodioso de academia de señoritas, era ambiciosa y no estaba atribulada por la posesión de un corazón ni un cerebro. Era, de verdad, lo que creía ser la señora de Irving Watters.

En el sencillo esplendor del grupo de elegantes de Nautilus, la señora de Clay Tredgold había mimado a Leora y se había reído de ella cuando le faltaba una hebilla en el zapato o tronchaba un infinitivo, pero la señora Duer de zapatillas de oro estaba habituada a reírse de la despreocupación con las risillas más corteses e inofensivas e inconfundibles.

Una vez que volvían en taxi de casa de los Duer, Martin dijo furioso:

—¿Es que no vas a aprender nunca? Me acuerdo que una vez en Nautilus paramos en una carretera del campo y hablamos hasta… oh, maldita sea, hasta cerca del amanecer, y tú ibas a esforzarte y a fijarte bien, pero ya estamos otra vez, con la misma cosa… Dios Santo, ¿no podrías siquiera tomarte la molestia de darte cuenta de que tenías una mancha de hollín en la nariz esta noche? ¡Se dio cuenta la señora Duer, claro, inmediatamente! ¿Por qué has de ser tan torpe? ¿Por qué no puedes tener un poco de cuidado? ¿Y por qué no puedes hacer un esfuerzo, además, por tener algo que decir? ¡Estuviste allí sentada toda la cena sin hacer nada…! ¡Solo estar allí sentada tan tranquila! ¿Es que no quieres ayudarme? La señora Duer probablemente ayudará a Angus a convertirse en presidente de la Asociación Médica Americana, en unos veinte años, ¡y por entonces supongo que tú me habrás hecho volver a Dakota como ayudante de Hesselink!

Leora había permanecido acurrucada a su lado en la insólita opulencia de un taxi. Se incorporó después de oír esto y, cuando habló, había perdido la independencia despreocupada con la que normalmente contemplaba la vida:

—Querido, lo siento muchísimo. Salí esta tarde, salí y fui a que me hicieran un masaje facial, para estar guapa para ti y luego, como sabía que a ti te gustaba la conversación, cogí ese librito de pintura moderna que me compré y lo estudié con todas mis fuerzas, y luego esta noche no pareció en ningún momento que se pudiera llevar la conversación hacia el tema de la pintura moderna…

Martin sollozaba, con la cabeza de ella apoyada en el hombro:

—¡Oh, pobrecita niña, asustada y acosada, intentando parecer una persona adulta con esos cazadores de dólares!

III

Después del primer deslumbramiento ante el azulejo blanco y la astucia activa de la Clínica Rouncefield, Martin empezó a querer atar unos cuantos cabos sueltos de su investigación sobre la estreptolisina.

Cuando Angus Duer lo descubrió dijo: «Mira una cosa, Martin, me alegra que no hayas abandonado el interés por la ciencia, pero yo en tu caso creo que no perdería demasiadas energías en una cosa que no pasa de ser simple curiosidad. El doctor Rouncefield estaba hablando el otro día de ello. Nos alegraría que pudieses hacer toda la investigación que quisieses, solo que nos gustaría que en lo que investigases fuese en algo práctico. Podrías hacer, por ejemplo, una tabulación de los análisis de sangre en un par de cientos de casos de apendicitis y publicarlo, eso serviría para algo, y tal vez pudieses conseguir una mención de la clínica, y recibiríamos todos un poco de crédito… y entonces tal vez pudiésemos subirte el sueldo hasta los tres mil al año».

Esta generosidad tuvo como consecuencia que se extinguiese en Martin el deseo de hacer cualquier tipo de investigación.

«Angus tiene razón. Lo que él quiere decir es que como científico estoy acabado. Lo estoy. Nunca volveré a intentar hacer algo original».

Fue por entonces, cuando Martin llevaba un año en la clínica, cuando se publicó su artículo sobre la estreptolisina en la Revista de Enfermedades Infecciosas. Entregó separatas a Rouncefield y a Angus. Ellos le dijeron cosas sumamente agradables que indicaban que no habían leído el artículo, y sugirieron de nuevo lo de las tabulaciones de análisis de sangre.

Envió también una separata a Max Gottlieb, al Instituto de Biología McGurk.

Gottlieb le escribió con aquella letra suya tan negra de trazos alargados:

Querido Martin:

He leído con gran placer tu artículo. Las curvas de la relación de producción de hemolisina con la edad del cultivo son iluminadoras. Le he hablado de ti a Tubbs. ¿Cuándo vendrás a trabajar con nosotros… conmigo? Aquí están esperándote tu laboratorio y un sueldo. La última cosa que yo quiero ser es un místico, pero pensé cuando vi tu membrete delicadamente grabado de una clínica y un tal Rouncefield que deberías de estar cansado ya de intentar ser un buen ciudadano y dispuesto a volver a trabajar. Nos alegraría mucho, y también al doctor Tubbs, que pudieses venir.

Sinceramente tuyo,

M. Gottlieb.

—¡Me va a entusiasmar Nueva York, estoy segura! —dijo Leora.