I
No puede decirse que Martin mostrase gran habilidad para la organización, pero con él el Departamento de Salud Pública cambió completamente. Eligió como ayudante suyo al doctor Rufus Ockford, un animoso joven recomendado por el decano Silva de Winnemac. El trabajo rutinario, reconocimiento de bebés, cuarentenas, folletos, avisos y carteles antituberculosis, continuó como antes.
La inspección de las cañerías y de los alimentos pasó a ser tal vez más rigurosa, porque Martin carecía de la alegre fe de Pickerbaugh en los inspectores legos, a uno de los cuales sustituyó, para considerable enfado de la colonia de alemanes del distrito de Homedale. Se planteó también la eliminación de ratas y pulgas, y pasó a considerar las estadísticas vitales como algo más que un registro de nacimientos y muertes. Tenía ideas sobre su valor que le resultaban de lo más divertido al empleado del Departamento de Sanidad. Quería un registro de la influencia de la raza, la ocupación y una docena de factores más en la tasa de morbilidad.
La principal diferencia pasó a ser que Martin y Rufus Ockford se encontraron con muchísimo ocio. Martin calculó que Pickerbaugh debía de haber utilizado la mitad de su tiempo en la tarea de ser inspirador y elocuente.
Cometió su primer error al encomendar a Ockford que pasase parte de la semana en la clínica gratuita de la ciudad, además de los dos médicos que trabajaban allí media jornada. Eso provocó un ataque de furia en la Asociación Médica del condado de Evangeline. Irving Watters se acercó a la mesa de Martin en el restaurante.
—He oído que has aumentado el personal de la clínica —le dijo.
—Sí.
—¿Piensas aumentarlo aún más?
—Podría ser una buena idea.
—Oye, Mart, mira. Como sabes, la señora Watters y yo hemos hecho todo lo humanamente posible por daros la bienvenida a Leora y a ti. Me alegra hacer todo lo que pueda por un condiscípulo de Winnemac. ¡Pero al mismo tiempo, hay límites, sabes! No es que ponga objeciones a que ofrezcas servicios clínicos gratuitos. Me parece que es una buena cosa tratar gratis a la maldita clase pobre holgazana y piojosa, y dejar a los que dejan a deber y no pagan fuera de los libros de los médicos normales. Pero al mismo tiempo, si empiezas a convertir en una práctica alentar a un montón de gente que puede permitirse pagar, a ir y recibir tratamiento gratuito, y atacas prácticamente la integridad de los médicos de esta ciudad, que han dedicado Dios sabe cuánto de su tiempo a la caridad…
La respuesta de Martin no fue ni prudente ni competente: «Irve, querido, ¡por qué no te vas al infierno!».
Después de ese incidente, no se hablaban ya cuando se encontraban.
Martin descubrió que podía sumergirse beatíficamente en el laboratorio sin perjuicio de su trabajo rutinario. Al principio se dedicaba solo a trajinar por allí, pero no tardó en ponerse en marcha, olvidándose de todo salvo de su experimento.
Estaba ensayando con cultivos aislados de diversas lecherías y de diversas personas, pensando principalmente en Klopchuk y en los estreptococos. Descubrió accidentalmente que la producción de hemolisina era muy abundante en la sangre de cordero, en comparación con la sangre de otros animales. ¿Por qué disolvían los hematíes de la sangre de los corderos los estreptococos con más facilidad que los hematíes de la sangre de los conejos?
No cabe duda de que un atareado bacteriólogo del Departamento de Sanidad no tiene ningún derecho a desperdiciar el tiempo público satisfaciendo su curiosidad, pero el sabueso rastreador que había en Martin expulsó al rutinario fiel.
Dejó a un lado el examen de un número amenazadoramente creciente de esputos tuberculosos y se dedicó a intentar aclarar el asunto de la hemolisina. Quería que el estreptococo produjese su veneno destructor de sangre en cultivos de veinticuatro horas.
Fracasó bella y emocionantemente, y se pasó luego horas sentado meditando. Probó primero con un cultivo de seis horas. Mezcló el fluido flotante de un cultivo centrifugado con una suspensión de glóbulos rojos y lo introdujo en la incubadora. Cuando volvió, dos horas después, los glóbulos rojos estaban disueltos.
Telefoneó a Leora: «¡Lee! ¡Tengo algo! ¿Puedes preparar un bocadillo y bajar hasta aquí a última hora?».
—Por supuesto —dijo Leora.
Cuando apareció, le explicó que su descubrimiento era accidental, que la mayoría de los descubrimientos científicos eran accidentales, y que ningún investigador, por grande que fuese, podía hacer algo más que comprobar el valor de los resultados que había obtenido al azar.
Había madurez y bastante irritación en el tono con que lo explicaba.
Leora se quedó sentada en un rincón, rascándose la barbilla, leyendo una revista médica. De vez en cuando le calentaba café, sobre una indecisa llama Bunsen. Cuando llegó por la mañana el personal de la oficina, encontraron algo que solo raras veces había ocurrido durante el régimen de Almus Pickerbaugh: el director del departamento estaba trasplantando cultivos y en una mesa larga estaba su esposa, dormida.
—Pon orden aquí, Rufus —le gritó Martin al doctor Ockford—, y hazte cargo por hoy del departamento… yo no estoy… estoy muerto… y o, oye, lleva a Leora a casa y fríele un par de huevos, y podría estar bien además un emparedado Denver del Sunset, ¿lo harás?
—Por supuesto, jefe —dijo Ockford.
Martin repitió su experimento, probando los cultivos para hemolisina después de dos, cuatro, seis, ocho, diez, doce, catorce, dieciséis y dieciocho horas de incubación. Descubrió que la máxima producción de hemolisina se daba entre las cuatro y las diez horas. Intentó extraer la fórmula de producción… y se quedó desolado. Bufaba de rabia, sudaba. Descubrió que sus matemáticas eran pueriles, y que toda su ciencia estaba oxidada. Desperdició mucho tiempo con la química, padeció con las matemáticas y empezó lentamente a reunir sus resultados. Creía que podría tener un artículo para la revista de enfermedades infecciosas.
Almus Pickerbaugh había publicado artículos científicos… muchos. Los había publicado en la Revista Médica del Medio Oeste (era uno de sus catorce directores). Había descubierto el germen de la epilepsia y el germen del cáncer… dos gérmenes del cáncer completamente distintos. Solía llevarle una quincena hacer un descubrimiento, escribir el artículo y que se lo aceptaran. Martin carecía de esa facilidad admirable.
Experimentaba, reexperimentaba, maldecía, mantenía levantada a Leora, le enseñó a hacer cultivos, y le disgustaron sus opiniones sobre el agar. Fue grosero con la taquígrafa; el pastor de la iglesia congregacionista Jonathan Edwards no pudo conseguir que fuese a hablar a la clase de Biblia ni una sola vez; y pasaron meses sin que tuviese terminado su artículo.
El primero que protestó fue Su Excelencia el alcalde. De vuelta de una partida extremadamente agradable de chemin de fer con F. X. Jordan, cuando atajaba por la calleja de detrás del ayuntamiento, el alcalde Pugh vio a Martin a las dos de la madrugada introduciendo melancólicamente tubos de ensayo en la incubadora, mientras Leora fumaba sentada en un rincón. Al día siguiente le llamó para regañarle.
—Doctor, no quiero entrometerme en su departamento… mi especialidad es no entrometerme nunca, pero desde luego me sorprende que después de haber sido adiestrado por un promotor de setenta caballos de potencia como Pickerbaugh, no sepa usted que es una completa estupidez pasar tanto tiempo en el laboratorio, cuando sabe que puede contratar a un empleado de laboratorio de primera por treinta pavos a la semana. Lo que debería hacer usted es burlarse un poco de esos quejicas que andan siempre criticando a la administración y tratarles como se merecen. Vaya usted a hablar a las iglesias y a los clubs, y ayúdeme a difundir las ideas por las que luchamos.
«Tal vez tenga razón», consideró Martin. «Soy un bacteriólogo horroroso. Lo más probable es que no consiga nunca terminar este experimento. Mi trabajo aquí es impedir que los que mascan tabaco escupan. ¿Tengo derecho a desperdiciar el dinero del contribuyente en cualquier otra cosa?».
Pero esa semana leyó, en un comunicado emitido por el Instituto McGurk de Biología de Nueva York, que el doctor Max Gottlieb había sintetizado anticuerpos in vitro.
Se imaginó al saturnino Gottlieb, no disfrutando del triunfo ni mucho menos, sino con la puerta cerrada, denostando a los periódicos por sus informes exagerados sobre su trabajo; y, al imaginarlo, se hizo claro y patente que Martin era como un alférez estacionado en una isla desierta que se entera de que su antiguo regimiento va a partir camino de una agradable guerra en la frontera.
Luego estalló la furia de los McCandless.
II
La señora McCandless había sido en tiempos una «criada»; luego enfermera, luego confidente, luego esposa del inválido señor McCandless, mayorista de alimentos y propietario de inmuebles. Cuando él murió ella lo heredó todo. Hubo un pleito, por supuesto, pero ella tenía un abogado excelente.
Era una mujer hosca, sin gracia, turbia y mezquina, incluso ninfomaníaca. La alta sociedad de Nautilus no la invitaba, pero en su salón sin ventilar, en el sofá mohoso, recibía a vejestorios astrosos, flatulentos y casados, a un joven policía al que prestaba a menudo dinero y al político-contratista F. X. Jordan.
Esta señora poseía, en Swede Hollow, la casa de pisos de alquiler más sucia de Nautilus. Martin había hecho un mapa de tuberculosis de estos pisos de alquiler y, en pláticas con el doctor Ockford y Leora, los había tachado de madrigueras asesinas. Quería destruirlos, pero la autoridad policial del director de sanidad pública era imprecisa. Pickerbaugh había disfrutado de la posesión de un gran poder solo porque nunca lo utilizaba.
Martin solicitó una orden judicial para demoler los pisos de la señora McCandless. El abogado de ella era también el abogado de F. X. Jordan, y el testigo más elocuente contra Martin era el doctor Irving Watters. Pero dio la casualidad de que, debido a la ausencia del juez titular, pasó a decidir sobre el caso una persona ignorante y honesta que invalidó el requerimiento judicial obtenido por el abogado de la señora McCandless y comunicó al Departamento de Sanidad Pública que podía utilizar los métodos que las ordenanzas municipales dispusiesen para las emergencias.
Esa noche Martin comunicó al joven Ockford: «¿No supondrás ni por un momento, verdad, Rufus, que la señora McCandless y Jordan no apelarán? Librémonos de esos pisos mientras sea relativamente legal hacerlo, venga».
—Por supuesto, jefe —dijo Ockford, y añadió—: Bueno, siempre podremos irnos a Oregón y ejercer allí como médicos si nos dan la patada. Además, podemos confiar en nuestro inspector sanitario. Jordan sedujo a su hermana, hace unos seis años.
Al amanecer, una brigada dirigida por Martin y Ockford, con monos azules, alegres y alborotadores, invadió los pisos de McCandless, sacó a los inquilinos a la calle y empezó a echar abajo los frágiles edificios. A mediodía, cuando aparecieron los abogados y los inquilinos estaban ya en pisos nuevos requisados por Martin, la brigada de derribo prendió fuego a las plantas más bajas y, en media hora, el edificio quedó aniquilado.
F. X. Jordan acudió al escenario de los hechos después de comer. Un sucio Martin y un Ockford cubierto de polvo estaban tomando un café que les había llevado Leora.
—Bueno, muchachos —dijo Jordan—, os habéis echado el problema encima. Pero si alguna vez queréis repetir el asunto, utilizad dinamita y ahorraréis un montón de tiempo. En fin, me caéis bien muchachos… siento mucho tener que haceros lo que tengo que haceros. Pero que los santos os ayuden porque es solo cuestión de tiempo el que aprendáis a no hacer diabluras con la sierra circular.
III
Clay Tredgold admiró su incendio provocado de novatos y comentó con regocijo: «¡Estupendo! Voy a apoyar al Departamento de Sanidad Pública en todo lo que haga».
A Martin no le complació demasiado la promesa, porque el grupo de Tredgold era un tanto exigente. Habían decidido que Martin y Leora fuesen espíritus libres como ellos, y divertidos, pero habían decidido también, mucho antes de que los Arrowsmith hubiesen accedido a una existencia auténtica al trasladarse a Nautilus, que el Grupo tenía un monopolio de toda la Libertad y la Diversión, y esperaban que los Arrowsmith comparecieran a los cócteles y al póquer todas las noches de sábado y domingo. No podían entender por qué Martin podía querer pasar el tiempo en un laboratorio, trabajando duramente con algo llamado «estreptolisina», que no tenía nada que ver con cócteles, coches de motor, molinos de viento de acero o seguros.
Una noche, tal vez una quincena después de la destrucción de los pisos de McCandless, Martin estaba trabajando tarde en el laboratorio. Ni siquiera estaba haciendo experimentos que pudiesen haber divertido al Grupo, como nublar líquidos con colonias bacterianas, o cambiar cosas de color. Estaba simplemente sentado a una mesa, buscando en unas tablas logarítmicas. No estaba Leora y Martin murmuraba: «Maldita sea, ¿por qué tuvo que ponerse mala hoy?».
Tredgold y Schlemihl y sus esposas se dirigían a la Old Farmhouse Inn. Habían telefoneado al piso de Martin y se habían enterado de dónde estaba. Desde la calleja de detrás del ayuntamiento pudieron atisbar y verle, taciturno y abandonado.
—Sacaremos de ahí a ese muchacho para que se divierta un poco. Primero, vayamos a casa y preparemos unos cuantos cócteles y vendremos con ellos a darle una sorpresa —fue la inspiración que tuvo Tredgold.
Media hora después, Tredgold entró en el laboratorio con mucho alboroto.
—¡Bonita manera de pasar una noche de primavera a la luz de la luna, joven Arrowsmith! Venga, vamos a ir todos a bailar un poco. Coge el sombrero.
—Jolines, Clay, ya me gustaría, pero la verdad es que no puedo. Tengo que trabajar; no tengo más remedio.
—¡Tonterías! No seas bobo. Has estado trabajando demasiado. Mira… echa un vistazo a lo que te trae papá. Sé razonable. Tómate un buen cóctel y verás las cosas con una nueva luz.
Martin aceptó esto último sin problema, pero no pasó por ello a ver las cosas con una nueva luz. Tredgold no aceptaba un No. Martin siguió negándose, afectuosamente, luego con cierta acritud. Schlemihl, que estaba esperando fuera, presionó el botón de la bocina y lo mantuvo presionado, causando un clamor exigente e indignante que hizo gritar a Martin: «¡Por amor de Dios, sal y dile que pare ya con eso, quieres, y dejadme en paz! ¡Tengo que trabajar, me oyes!».
Tredgold le miró fijamente un momento.
—¡Por supuesto que sí! No acostumbro a imponer mis atenciones a la gente. ¡Perdóname por molestarte!
Cuando Martin se dio cuenta hoscamente que debía disculparse, el coche ya se había ido. Al día siguiente y a lo largo de la semana, esperó que Tredgold telefoneara y Tredgold esperó a que telefoneara él, y cayeron en un círculo vicioso de hostilidad. Leora y Clara Tredgold se vieron una o dos veces, pero se sentían incómodas, y una quincena después, cuando el médico más destacado de la ciudad cenó con los Tredgold y atacó a Martin calificándole de joven engreído y estrecho de miras, ambos escucharon y asintieron.
La oposición a Martin cobró fuerza inmediatamente.
Varios médicos estaban en contra de él, no solo por la ampliación de las clínicas gratuitas sino porque rara vez solicitaba su ayuda y nunca su consejo. El alcalde Pugh consideraba que carecía de tacto. Klopchuk y F. X. Jordan le atacaban calificándole de deshonesto. A los periodistas les caía mal por su secretismo y su esporádica brusquedad. Y el Grupo había dejado de defenderle. Martin era más o menos consciente de todas estas fuerzas, e imaginaba que dudosos hombres de negocios, vendedores de helados y de leche en malas condiciones, propietarios de tiendas sin las condiciones sanitarias adecuadas y de pisos sucios, hombres que habían odiado siempre a Pickerbaugh pero que habían tenido miedo a atacarle a causa de su popularidad, estaban agrupándose tras ellas para destruir todo el Departamento de Sanidad Pública… En aquel período llegó a apreciar el valor de Pickerbaugh y amó al departamento como un soldado.
El alcalde Pugh acabó insinuando que Martin se ahorraría problemas dimitiendo. Pero él no estaba dispuesto a dimitir. Ni a acudir a los ciudadanos mendigando apoyo. Hacía su trabajo y se apoyaba en la seguridad de Leora, procurando ignorar a sus detractores. Pero era imposible.
En las noticias de la prensa y en comentarios irónicos de tres líneas de los editoriales se dejaban caer insinuaciones sobre su despotismo, su ignorancia, su inexperiencia. Una anciana murió después de recibir tratamiento en la clínica y el forense insinuó que había sido culpa «del ayudante favorito de nuestro todopoderoso funcionario de sanidad». En algún lugar surgió el apodo «el aprendiz de zar» para Martin, y la idea cuajó.
En las murmuraciones de las comidas de los clubs, en discusiones en la asociación de padres y profesores, en una protesta directa firmada que se remitió al alcalde, se acusaba a Martin de una inspección de la leche demasiado estricta, de una inspección de la leche insuficientemente estricta; de permitir que se dejase basura sin recoger, de perseguir y acosar a los recogedores de basura agobiados de trabajo; y cuando se produjo un caso de viruela en el barrio bohemio, hubo quien dijo que Martin había ido hasta allí personalmente para poner el asunto en marcha.
Por imprecisos que fuesen los ciudadanos sobre la naturaleza de la maldad de Martin, en cuanto perdieron la fe en él la perdieron completa y alegremente, y dieron la bienvenida al rumor, en apariencia de origen espontáneo, de que había traicionado a su benefactor, su amado doctor Pickerbaugh, seduciendo a Orquídea.
Este interesante toque de inmoralidad puso en contra suya a todas las iglesias de moda. El pastor de la iglesia congregacionista Jonathan Edwards pronunció un sermón sobre «El pecado en las altas esferas», aludiendo en él a «cierto individuo que, mientras finge estar salvaguardando como un zar a la ciudad de peligros completamente imaginarios, hace guiños al vicio secreto que impera en lugares ocultos; cierto individuo que se alía con las fuerzas de la corrupción y del mal y con los indeseables que viven a costa de los honestos pero engañados trabajadores; cierto individuo que no puede levantarse, como un hombre de verdad entre los hombres, y decir: “Tengo un corazón limpio y unas manos limpias”».
Si bien es verdad que algunos de los miembros de la alborozada congregación pensaron que se refería al alcalde Pugh, y otros se lo aplicaron a F. X. Jordan, los ciudadanos avispados vieron que era un valeroso ataque contra el monstruo de la lujuria traicionera, contra el doctor Arrowsmith.
Hubo exactamente dos religiosos en toda la ciudad que le defendieron: el padre Costello de la iglesia católica irlandesa y el rabino Rovine. Daba la casualidad de que eran muy buenos amigos y que no tenían relaciones muy amistosas con el pastor de la iglesia congregacionista Jonathan Edwards. Intimidaron a sus congregaciones; los dos dijeron: «La gente anda por ahí criticando a nuestro director de sanidad. Si queréis formular acusaciones, hacedlo abiertamente. No estoy dispuesto a escuchar insinuaciones cobardes. ¡Permitidme que os diga que esta ciudad es afortunada por tener un funcionario de sanidad que es un hombre honrado y que sabe de verdad algo!».
Pero sus congregaciones eran pobres.
Martin comprendió que estaba perdido. Intentó analizar su impopularidad.
«No es solo un complot de Jordan y el enfado de Tredgold y la columna vertebral débil de Pugh. Es culpa mía. No soy capaz de salir y adular a la gente y conseguir que me dé permiso para ayudar a velar por ella. Y no estoy dispuesto a explicarles lo importantísimo que es mi trabajo… que es hoy la única cosa que les preserva a todos ellos de morir inmediatamente. Parece ser que un funcionario en un estado democrático tiene que hacer esas cosas. Pues bien, ¡yo no estoy dispuesto a hacerlo! Pero en fin, tengo que idear algo o castrarán todo el departamento».
Tuvo una inspiración. Si estuviese allí Pickerbaugh podría aplastar, o suavizar amorosamente, a la oposición. Recordó lo que le había dicho al despedirse: «Bueno, hijo mío, aunque me voy a Washington, este Trabajo estará tan próximo a mi corazón como lo ha estado siempre, y si realmente me necesitase, no tiene más que avisarme y vendré dejándolo todo».
Le escribió insinuando que le necesitaba mucho.
Pickerbaugh contestó a vuelta de correo (¡el bueno de Pickerbaugh!). Pero la respuesta fue: «No sabe lo mucho que siento no poder abandonar Washington en este momento; estoy seguro, sin embargo, de que exagera usted en su vehemencia la fuerza de la oposición; escríbame libremente, cuando quiera».
—Era mi último cartucho —le dijo Martin a Leora—. Estoy liquidado. El alcalde Pugh me despedirá, en cuanto regrese de su viaje de pesca. He fracasado de nuevo, querida.
—No es ningún fracaso, y tienes que comer un poco de ese magnífico filete, y lo que haremos ahora… En realidad es hora ya de que nos pongamos en marcha… no soporto estar parada en un sitio —dijo Leora.
—No sé lo que voy a hacer. Tal vez pudiese conseguir un trabajo en Hunziker. O volver a Dakota e intentar ejercer allí. Lo que me gustaría es convertirme en un campesino y conseguir una escopeta grande y echar a todos los ciudadanos cristianos entusiastas del lugar. Pero, por el momento, seguiré aquí. Aún podría ganar… solo harían falta un par de milagros y la intervención divina. ¡Oh Dios, qué cansado estoy! ¿Volverás al laboratorio conmigo esta noche? Esta vez lo dejaré pronto, de verdad… tal vez antes de las once.
Había terminado su artículo sobre la investigación de la estreptolisina, y se tomó un día libre para ir a Chicago y charlar sobre él con uno de los directores de la Revista de Enfermedades Infecciosas. Cuando salió de Nautilus se sentía confuso. Se había sorprendido alegrándose de librarse de Wheatsylvania y de poder irse a la gran Nautilus. El tiempo marchaba hacia atrás, el progreso estaba aniquilado y se sentía perdido en un laberinto de futilidad.
El director de la revista ensalzó su artículo, lo aceptó y solo propuso un cambio. Martin tenía que esperar a que saliera su tren. Recordó que Angus Duer estaba en Chicago, en la Clínica Rouncefield, una organización privada de médicos especialistas que compartían costes y beneficios.
La clínica ocupaba catorce habitaciones de un edificio de veinte plantas construido (o así lo recordaba desde luego Martin) a base de mármol, oro y rubíes. La sala de recepción, centrada sobre una vasta chimenea de piedra, era como el salón de un magnate del petróleo, pero no se trataba en modo alguno de un lugar de ocio. La joven de la puerta le pidió a Martin los síntomas y la dirección. Un botones corrió con su nombre a una enfermera, que voló a las oficinas interiores. Antes de que apareciese Angus, Martin tuvo que esperar un cuarto de hora en una sala de recepción más pequeña, más rica y aún más desconcertante. Por entonces estaba tan sobrecogido que habría permitido que los cirujanos de la clínica le operasen de cualquier mal que se les pudiese ocurrir en el momento.
En la Facultad de Medicina y en el Hospital General de Zenith, Angus Duer había sido bastante eficiente, pero ahora tenía diez veces más seguridad en sí mismo. Se mostró cordial; invitó a Martin a salir a tomar un té casi como si de verdad quisiese hacerlo; pero Martin se sentía a su lado joven, rústico e inepto.
Se lo ganó comentando: «¿Irving Watters? ¿Estaba en Digam? No estoy seguro de acordarme de él. Ah, sí… era uno de esos idiotas que son la maldición de todas las profesiones».
Cuando Martin le explicó esquemáticamente su conflicto en Nautilus, Angus propuso: «Lo mejor que podrías hacer sería venirte aquí, al Rouncefield, con nosotros como patólogo. Nuestro patólogo se va de aquí a unas semanas. Podrías hacer el trabajo, perfectamente. ¿Estás ganando tres mil quinientos al año ahora? Bueno, yo creo que podría conseguirte cuatro mil quinientos, para empezar, y luego, más adelante, podrías convertirte en miembro asociado de la clínica y participarías en todos los beneficios. Dime si te interesa. Rouncefield me dijo que buscara alguien».
Con este recurso de reserva y agradecido a Angus, Martin regresó a Nautilus e inició la guerra. Cuando el alcalde Pugh volvió no le despidió, pero nombró por encima de él, como director titular, a un amigo de Pickerbaugh, el doctor Bissex, entrenador de fútbol y director sanitario del Colegio Mugford.
Lo primero que hizo el doctor Bissex fue despedir a Rufus Ockford, lo que le llevó cinco minutos; luego salió para hablar en un acto de la Asociación de Jóvenes Cristianos, después regresó apresuradamente e invitó a Martin a dimitir.
—¡Y un cuerno! —dijo Martin—. Vamos, sea sincero, Bissex. Si quiere despedirme, hágalo, pero dejemos las cosas claras. Yo no dimitiré, y si me echa creo que llevaré el asunto a los tribunales, y puede que consiga sacar a la luz cosas suficientes sobre usted y sobre Su Excelencia y sobre Frank Jordan como para que tenga que andarse con mucho cuidado con lo que hace aquí.
—¡Vamos, doctor, qué forma de hablar! Por supuesto que no le despediré —dijo Bissex, en el tono del que ha hablado con estudiantes difíciles y con equipos de fútbol perezosos—. Siga con nosotros todo lo que quiera. Solo que, por razones de economía, ¡he de reducir su salario a ochocientos dólares al año!
—Está bien, redúzcalo y váyase al cuerno —dijo Martin.
Le pareció muy bien y muy original cuando lo dijo, pero menos ya cuando Leora y él descubrieron que, con el alquiler fijado por contrato, no podrían vivir con menos de mil dólares al año por muchas economías que hiciesen.
Viéndose ya libre de responsabilidad, empezó a formar su propia facción, para salvar el departamento. Reunió al rabino Rovine, al padre Costello, a Ockford, que iba a seguir en la ciudad ejerciendo la medicina por su cuenta, al secretario del Comité Obrero, a un banquero que consideraba a Tredgold «un fresco», y al dentista de la clínica del instituto, un tipo excelente.
—Con gente como esa respaldándome, puedo hacer algo —se ufanó con Leora—. Voy a mantenerme firme. No puedo consentir que el Departamento de Sanidad Pública se convierta en una Asociación de Jóvenes Cristianos. Bissex tiene toda la palabrería de Pickerbaugh sin su honradez y su vigor. ¡Puedo derrotarle! No soy gran cosa como ejecutivo, pero estaba empezando a visualizar un departamento que sería sólido y no gaseoso… que salvaría a niños e impediría epidemias. No cederé. ¡Ya verás!
Su comité presentó una petición al Club Comercial, y durante un tiempo estuvieron seguros de que el reportero jefe del Frontiersman iba a apoyarles, «tan pronto como pudiera conseguir que su director se sobrepusiese al miedo a un conflicto». Pero la beligerancia de Martin estaba debilitada por la vergüenza, porque nunca tenía dinero suficiente para pagar las facturas, y no estaba acostumbrado a que le acusasen tenderos airados, a recibir cartas de apremio, a tener que estar discutiendo en la puerta con cobradores impertinentes. Él, que había sido un dignatario de la ciudad unos días antes, tenía que soportar: «¡Ya está bien, pague usted de una vez, sinvergüenza, o llamaré a un policía!». Cuando la vergüenza se había convertido en terror, el doctor Bissex redujo súbitamente su salario otros doscientos dólares.
Martin irrumpió en la oficina del alcalde para discutir el asunto y se encontró a F. X. Jordan sentado con Pugh. Era evidente que ambos sabían de la segunda reducción y que lo consideraban muy gracioso.
Convocó a su comité. «Llevaré esto a los tribunales», bramó.
—Magnífico —dijo el padre Costello; y el rabino Rovine dijo: «Jenkins, ese abogado radical, llevaría el caso gratuitamente».
El prudente banquero comentó: «No tendrás nada que puedas llevar a los tribunales hasta que no te despidan sin causa. Bissex tiene perfecto derecho a bajarte el sueldo todo lo que quiera. Las regulaciones municipales solo fijan el sueldo del director y de los inspectores. Tú no tienes nada que decir».
Martin protestó con un floreo melodramático: «¡Y supongo que no tengo nada que decir si ellos destruyen el departamento!».
—Absolutamente nada, si la ciudad no se esfuerza por impedirlo.
—¡Bien, pues me esforzaré yo! ¡Estoy dispuesto a morir de hambre antes que renunciar!
—Te morirás de hambre si no renuncias, y tu mujer también. Bueno, mi plan es el siguiente —dijo el banquero—. Pasa al ejercicio privado de la medicina aquí, yo te financiaré para que consigas un consultorio… y cuando llegue el momento, quizás de aquí a cinco o diez años, nos reuniremos de nuevo y conseguiremos colocarte como director titular.
—Diez años esperando… ¿en Nautilus? Ni hablar. Estoy liquidado. Soy un completo fracaso… ¡a los treinta y dos años! Dimitiré. Me iré de aquí —dijo Martin.
—Sé que me encantará Chicago —dijo Leora.
IV
Martin escribió a Angus Duer. Fue nombrado patólogo en la Clínica Rouncefield. Pero, escribió Angus, «no podrían de momento ver del todo la manera de pagarle cuatro mil quinientos al año, aunque estaban contentos de llegar a dos mil quinientos».
Martin aceptó.
V
Cuando los periódicos de Nautilus anunciaron que Martin había dimitido, los buenos ciudadanos se rieron: «¿Dimitido? Le echaron a patadas, eso fue lo que pasó». Uno de los periódicos incluyó una cándida indirecta:
Es probable que en nosotros, los animales humanos pecadores, sea inevitable una cierta dosis de hipocresía, pero cuando un funcionario público intenta presentarse como un santo mientras se entrega a todos los vicios, e intenta ocultar su grosera ignorancia y su incompetencia valiéndose de influencias políticas, y se convierte en un espectáculo lamentable no siendo capaz de hacer bien ni siquiera lo de utilizar las influencias políticas, entonces hasta el más empecatado de todos nosotros, viejos bribones, empieza a clamar pidiendo el hacha.
Pickerbaugh escribió a Martin desde Washington:
Lamento muchísimo que haya dimitido de su cargo. No sabe usted hasta qué punto me siento decepcionado, después de todos los esfuerzos que hice para enseñarle y para que se familiarizase con mis ideales. Bissex me informa de que, debido a la crisis de las finanzas municipales, tuvo que reducirle temporalmente el sueldo. En fin, yo, personalmente, habría preferido trabajar para el Departamento de Sanidad Pública sin cobrar nada durante un año y ganarme la vida como vigilante nocturno que renunciar a luchar defendiendo todo lo que es decente y constructivo. Lo siento. Le estimaba mucho, y su deserción, el que vuelva a ejercer en privado la medicina solo por la ganancia monetaria, el que se venda por lo que supongo que es un emolumento muy elevado, constituye uno de los mayores golpes que he tenido que soportar últimamente.
VI
Mientras iban de camino a Chicago, Martin pensaba en voz alta:
—Nunca imaginé que pudiesen darme una paliza como esta. No quiero volver a ver jamás en la vida un laboratorio ni una oficina de sanidad pública. Lo único que me interesa ya es ganar dinero.
»Supongo que lo más probable es que esa Clínica Rouncefield no sea nada más que una trampa dorada… asustar a los pobres millonarios para que pasen por todos los exámenes y pruebas y tratamientos fantásticos que pueda soportar una clientela. ¡Espero que sea eso! Espero ser un médico de un grupo comercial el resto de mi vida. ¡Espero tener el buen sentido de serlo!
»Todos los hombres sabios son bandidos. Son leales a sus amigos, pero desprecian a los demás. ¿Por qué no, cuando la masa en general les desprecia si no son bandidos? Angus Duer tuvo el sentido de darse cuenta de esto desde el principio, desde que estaba en la Facultad de Medicina. Probablemente sea un técnico perfecto como cirujano, pero sabe que lo único que consigues es aquello a lo que le puedes echar el guante. ¡Hay que ver los años que me ha llevado a mí aprender lo que él supo desde del principio!
»¿Sabes lo que haré? Trabajaré en la Clínica Rouncefield hasta que gane unos treinta mil al año, y entonces llamaré a Ockford y pondré en marcha una clínica propia, yo como internista y jefe de todo asunto, y ganaré todo el dinero que pueda.
»Sí señor, si lo que la gente quiere es un poco de curación y un montón de tapicería, lo tendrán… y pagarán por ello.
»Nunca pensé que llegaría a fracasar así… que llegaría a convertirme en un comerciante y no querer ser nada más. ¡Y no quiero ser nada más, créeme! ¡Se acabó!».