I
Puede que fuese un ansia de dar una dosis concentrada de inspiración tan potente que ningún ciudadano de Nautilus se volviese a atrever jamás a estar enfermo, o tal vez que el doctor Pickerbaugh desease una pequeña y razonable publicidad para su campaña electoral, pero la verdad es que la Feria de la Salud que el buen hombre organizó fue sobrecogedora.
Consiguió una asignación extra de la Junta de Concejales; presionó a todas las iglesias y asociaciones para que cooperasen; hizo prometer a los periódicos que publicarían a diario tres columnas de alabanzas.
Alquiló el «tabernáculo» de madera bastante maltrecho en el que el reverendo señor Billy Sunday, el evangelista, había erradicado recientemente todo pecado en la comunidad. Preparó una serie de novedosas iniciativas. Los boy scouts debían hacer instrucción allí a diario. Había una cabina de la Asociación Pro Templanza de Mujeres Cristianas en la que clérigos eminentes y otros fisiólogos demostrarían los males del alcohol. En una cabina bacteriológica, y pese a sus protestas, Martin (con una astrosa chaqueta blanca) tenía que hacer cosas divertidas con tubos de ensayo. Una dama antinicotina de Chicago se ofreció a matar un ratón cada media hora inyectando en él papel de cigarrillo pulverizado. Las gemelas Pickerbaugh, Arbuta y Gladiola, que tenían ya seis años de edad, debían mostrar al público cómo había que cepillarse los dientes, y así lo hicieron, hasta que un granjero de sesenta años del que habían inquirido cariñosamente: «¿Se lava usted los dientes todos los días?», dio una respuesta atronadora: «No, pero voy a daros unos azotes en el trasero todos los días y empezaré ahora mismo».
Ninguna de estas novedades era tan emocionante como la Familia Eugenésica, que se habría ofrecido voluntariamente, por solo cuarenta dólares al día, para dar ejemplo de los beneficios de las prácticas sanitarias.
Eran padre, madre y cinco hijos, todos tan bellos y fuertes que habían estado recientemente presentando refinadas exhibiciones acrobáticas en el Circuito de Cursos de Verano. Ninguno de ellos fumaba, bebía, escupía en la acera, utilizaba lenguaje impropio ni comía carne. Pickerbaugh les asignó la caseta principal en el estrado que había ocupado en tiempos, sacerdotalmente, el reverendo señor Sunday.
Había exposiciones rutinarias: cabinas con gráficos y banderolas y folletos. El Octeto Salucito de los Pickerbaugh dio recitales y hubo conferencias a diario, la mayoría de ellas de Pickerbaugh o de su amigo el doctor Bissex, entrenador de fútbol y profesor de Higiene y de la mayoría de las otras materias en el Colegio Mugford.
Fueron invitadas a acudir y a «transmitir sus mensajes» una docena de celebridades, entre las que se incluían Gustaf Sondelius y el gobernador del estado, pero sucedió, por desgracia, que ninguno de ellos pareció tener posibilidad de desplazarse hasta allí aquella semana concreta.
La Feria de la Salud se inauguró con éxito y multitudes. Hubo un pequeño malentendido el primer día. La Asociación de Maestros Panaderos habló con firmeza a Pickerbaugh sobre el cartel: «Demasiado pastel produce piorrea» de la caseta de la dieta. Pero ese cartel imprudente y destructor de la prosperidad se retiró inmediatamente, y la feria pasó a anunciarse a continuación en todas las panaderías de la ciudad.
El único participante que no se sentía feliz era, al parecer, Martin. Pickerbaugh había preparado para él un laboratorio expositivo que, salvo porque no tenía agua corriente y porque las normas antiincendios le prohibían utilizar cualquier tipo de llama, era exactamente igual que uno real. Martin vertía, a lo largo de todo el día, una solución de tinta roja de un tubo de ensayo a otro, examinaba cuidadosamente con su microscopio nada en absoluto y contestaba a las preguntas de personas que querían saber cómo mata uno las bacterias después de que las ha capturado cuando andaban nadando por ahí.
Leora era su ayudante, muy guapa y recatada con un uniforme de enfermera, exasperante en extremo cuando se reía por lo bajo al oír a Martin maldecir entre dientes. Encontraron un amigo en el bombero de servicio, un individuo espléndido con historias sobre los gatos del parque de bomberos y sin tendencia alguna a hacer preguntas sobre bacteriología. Fue él el que les mostró cómo podían fumar sin problema. Detrás de la exposición Limpieza y Prevención de Incendios, que consistía en una Casa Sucia en miniatura con fechas rojas que mostraban dónde podría iniciarse un incendio y una Casa Limpia extremadamente barnizada, había una alcoba con una ventana rota que se llevaba el humo de sus cigarrillos. A aquel santuario se retiraban Martin, Leora y el bombero aburrido una docena de veces al día, y conseguían así soportar la semana.
Sucedió otra desgracia. El sargento de policía que acudió, no para vigilar sino para ver el espectáculo encantador del ratón agonizando víctima de papel de cigarrillo, se detuvo delante de la cabina de la Familia Eugénica, se rascó la cabeza, corrió a la comisaría de policía y regresó con ciertas fotografías.
—Hum —le dijo a Pickerbaugh—. Esa Familia Eugénica. ¿No fuman ni beben ni nada?
—¡En absoluto! Y fíjese en su magnífica salud.
—Hum. Será mejor que les vigile. No estropearé su espectáculo, doctor… nosotros, la gente del ayuntamiento, tenemos que estar unidos. No les echaré de la ciudad hasta después de la feria. Pero son la banda Holton. El hombre y la mujer no están casados, y solo uno de los críos es suyo. Han estado en la cárcel por vender licor a los indios, pero su especialidad, antes de entrar en la educación, solía ser el timo sexual. Mandaré a un agente de paisano para que les vigile. Menudo espectáculo que ha organizado usted aquí, doctor. Debería dar a esta ciudad una última lección sobre el valor de los métodos sanitarios actualizados. ¡Buena suerte! Por cierto, ¿ha elegido ya a su secretario para cuando vaya al Congreso? Tengo un sobrino que es un hacha en mecanografía y taquigrafía, y es un chico inteligente y sabe mantener la boca cerrada sobre las cosas que no son de su incumbencia. Se lo mandaré para que tenga una charla con usted. Hasta la vista.
Pero salvo una vez que cazó al padre de la Familia Eugénica aliviando la tensión de ser públicamente sano a base de un largo, gorgoteante y extático trago de una petaca, Pickerbaugh no encontró nada malo en su conducta, hasta el sábado. Todo marchó sobre ruedas, hasta entonces.
Nunca una feria había sido una lección moral comparable a aquella, ni obtenido tanta publicidad. Todos los periódicos del distrito electoral le dedicaban columnas, y en todas ellas, incluso en las de los periódicos de tendencia demócrata, se mencionaba la campaña de Pickerbaugh.
Luego, el sábado, el último día de la feria, llegó la tragedia.
Llovió muchísimo, el techo se llenó de goteras y a la señora que estaba al cargo de la Cabina de la Casa Saludable, en la que también había goteras, hubo que llevarla a casa amenazada de neumonía. Al mediodía, cuando la Familia Eugénica estaba haciendo una demostración de vigor perfecto, su vástago más pequeño tuvo un ataque epiléptico y, antes de que se calmara la agitación, la dama antinicotina de Chicago fue atacada por una dama contraria a la vivisección, también de Chicago, cuando asesinaba triunfalmente a un ratón.
Alrededor de las dos damas y del desdichado ratón se congregó una multitud. La dama contraria a la vivisección llamó a la dama antinicotina asesina, desvergonzada y atea, todo lo cual soportó la dama antinicotina, que se limitó a llorar un poco y a llamar a la policía. Pero luego la dama antivivisección clamó: «Y en cuanto a sus pretensiones de saber algo de ciencia, ¡usted no es ninguna científica!». La dama antinicotina saltó entonces con un grito de su estrado, hundió sus dedos en el cabello de la dama antivivisección y manifestó con toda claridad: «¡Te demostraré ahora mismo si sé algo de ciencia!».
Pickerbaugh intentó separarlas. Martin, situado felizmente con Leora y su amigo el bombero al lado, no mostró ningún deseo de hacerlo. Ambas damas se volvieron contra Pickerbaugh denostándole, y, cuando se las llevaron, él se convirtió en el centro de un millar de risillas, corriendo claramente el peligro de no llegar nunca al Congreso.
A las dos, cuando había amainado la lluvia, cuando los visitantes de después de comer habían llegado y la historia de las damas anti corría de boca en boca, el bombero se retiró detrás de la exposición Limpieza y Prevención de Incendios para el cigarrillo que se fumaba cada hora. Era un bomberito muy soñoliento y desdichado; pensaba en la agradable estación de incendios y en las interminables partidas de pinacle. Tiró la cerilla, que no estaba bien apagada, en el porche trasero de la Casa Limpia modelo. La Casa Limpia había sido limpiada tan primorosamente que era como leña empapada de keroseno. Brotó una llamarada y, en un instante, el inmenso y sombrío Tabernáculo ardió histéricamente. La multitud corrió hacia las salidas.
Naturalmente, la mayoría de las salidas originales del Tabernáculo habían sido bloqueadas con cabinas. Hubo un pánico vociferante y algunos niños empezaron a resultar pisoteados.
Almus Pickerbaugh no era ni cobarde ni lento. De pronto, como surgido de la nada, atravesó el Tabernáculo al frente de sus ocho hijas, cantando «Dixie», la cabeza alta, los ojos terribles, los brazos extendidos en súplica. La multitud se detuvo débilmente. Y él, con la voz de un capitán de barco, consiguió que se tranquilizaran y le siguieran al exterior y luego se precipitó de nuevo en las temibles llamas.
En el edificio empapado por la lluvia no había prendido el fuego. El bombero, con Martin y el jefe de la Familia Eugénica, combatían las llamas. Lo único que resultó destruido fue la Casa Limpia, y la multitud que había huido aterrada volvió llena de asombro. Su héroe era Pickerbaugh.
Al cabo de dos horas, los periódicos de Nautilus vomitaban números especiales que explicaban que Pickerbaugh no solo había organizado la lección más grande sobre la sanidad pública nunca vista, sino que además, gracias a su valor y a su capacidad de mando, había salvado a cientos de personas de ser aplastadas, lo que sería, más tarde, probablemente la única cosa del todo exacta que se haya dicho sobre el doctor Almus Pickerbaugh en diez mil columnas de publicidad periodística.
Ya fuese para ver la feria, a Pickerbaugh, los encantadores restos de un desastre u otra pelea entre las damas anti, lo cierto es que media ciudad se empeñó en acudir al Tabernáculo aquella noche y cuando Pickerbaugh ocupó el estrado para su discurso de clausura fue aclamado frenéticamente. Al día siguiente, cuando emprendió la última semana de su campaña, era el mandamás de todo el distrito.
II
Su adversario era un abogadillo quisquilloso cuya fuerza residía en su experiencia. Había sido senador del estado, vicegobernador, juez de condado. Pero el lema demócrata, «Pickerbaugh el candidato improvisado» quedó ahogado por la admiración hacia el héroe de la Feria de la Salud. Se paseaba en su automóvil proclamando: «Me presento porque quiero el cargo, pero porque quiero tener también la posibilidad de llevar a toda la nación mis ideales de salud». Había carteles por todas partes que decían:
Para el Congreso
PICKERBAUGH,
el médico poeta de pelo en pecho.
Haz que gane esta elección
y librará de gérmenes a toda la nación.
Se celebraron actos multitudinarios. Pickerbaugh era amplio y vago respecto a sus proyectos políticos. Sí, se oponía a que entrásemos en la guerra europea, pero aseguraba, lo aseguraba sin lugar a dudas, que era partidario de utilizar toda la fuerza de nuestro Gobierno para poner fin a aquella terrible calamidad. Sí, era partidario de unas tarifas elevadas, pero debían ajustarse de manera que los campesinos de su distrito pudiesen comprarlo todo barato. Sí, era partidario de sueldos altos para todos los trabajadores, pero se mantenía firme como una roca, como un peñasco, como una morrena, para proteger la prosperidad de todos los fabricantes, comerciantes y propietarios de bienes raíces.
Mientras atronaba esta campaña grande, discurría en Nautilus otra más pequeña y mucho más hábil, para reelegir como alcalde a un tal señor Pugh, amado jefe de Pickerbaugh. El señor Pugh se sentaba bonitamente en los escritorios y era agradable y prometía cosas a todo el mundo que iba a verle; eclesiásticos, jugadores, veteranos de la reserva, representantes de circos, policías y damas de razonable virtud… todo el mundo salvo quizás los agitadores socialistas, de los que protegía firmemente a la asediada ciudad. Pickerbaugh elogiaba en sus discursos a Pugh por «esa firme integridad y esa pronta comprensión con la que su señoría había respaldado todos los movimientos dirigidos a la prosperidad pública», y cuando Pickerbaugh (con toda honestidad) suplicó, «señor alcalde, si yo voy al Congreso debe usted nombrar en mi lugar a Arrowsmith; él no sabe nada de política pero es incorruptible», Pugh hizo su promesa y reinó la amistad en la tierra… Nadie dijo nada en absoluto sobre el señor F. X. Jordan.
F. X. Jordan era un contratista con un generoso interés por la política. Pickerbaugh le llamaba tramposo, y la última vez que había sido elegido Pugh (había sido en una Plataforma de Reforma, aunque desde entonces se había convencido a la reforma de que debía portarse bien y ser práctica), tanto Pugh como Pickerbaugh habían calificado a Jordan de «fuerza maligna». Pero el alcalde Pugh era muy bondadoso y en la elección del momento no dijo nada que pudiese herir los sentimientos del señor Jordan, y ¿qué podía hacer el señor Jordan a cambio, más que hablar favorablemente sobre el señor Pugh en los hogares donde se vendía alcohol ilegalmente y en las casas de mala fama?
La noche de las elecciones, Martin y Leora figuraban entre los que aguardaban los resultados en casa de los Pickerbaugh. Estaban confiados. A Martin nunca le había emocionado gran cosa la política, pero se sentía entonces estimulado por la nerviosa pretensión de indiferencia de Pickerbaugh, por el informe telefónico desde la oficina de la prensa: «Este es el Ayuntamiento de Willow Grove… ¡Pickerbaugh por delante, dos a uno!», por las multitudes que pasaban ante la casa aullando: «¡Pickerbaugh, Pickerbaugh, Pickerbaugh!».
A las once, la victoria estaba asegurada y Martin, con las tripas debilitadas por la inseguridad, comprendió que era ya director de salud pública, con la responsabilidad de setenta mil vidas.
Miró melancólicamente hacia Leora y halló seguridad en su sonrisa muda.
Orquídea había estado estirada y distante con Martin durante toda la velada, y desenfadadamente habladora y afectuosa con Leora. Entonces le arrastró hasta el salón de atrás y «así que me iré a Washington… ¡y a usted no le importa nada!», dijo, los ojos turbios y cándidos e indefensos. Él la abrazó murmurando: «¡Niña querida, no puedo dejar que te vayas!». Cuando volvía andando a casa pensaba menos en lo de ser director que en los ojos de Orquídea.
Por la mañana refunfuñó: «¿Es que nadie aprende nunca nada? ¿He de vigilarme y seguir siendo un idiota toda la vida? ¿Acaso no acaban terminando todas las historias?».
No volvió a verla después de eso, salvo en el andén de la estación.
Leora reflexionó sorprendentemente después de que se hubiesen ido los Pickerbaugh: «Sandy, querido, sé lo que sientes por la pérdida de tu Orquídea. Es algo así como si se fuese la Juventud. Es un bombón, sin duda. De verdad, entiendo muy bien lo que sientes, y te comprendo perfectamente… Es decir, siempre, claro, que no vuelvas a verla en la vida».
III
Sobre el anuncio del Nautilus Cornfield había este vigoroso titular:
GANA ALMUS PICKERBAUGH
El Primer Científico Elegido para el Congreso
Colega de Darwin y Pasteur.
Consigue un puesto en la dirección de
la Nave del Estado.
La dimisión de Pickerbaugh debía tener efecto inmediatamente; explicó que iba a Washington antes de que se iniciase su período en el cargo, a estudiar métodos legislativos y poner en marcha su propaganda para la creación de un Ministerio de Sanidad nacional. Había una lucha considerable en torno al nombramiento de Martin en su lugar. Klopchuk, el lechero, estaba furioso; Irving Watters susurraba a otros médicos colegas suyos que Martin era probable que ampliase las clínicas gratuitas socialistas; F. X. Jordan tenía a un médico joven y razonable como candidato suyo. Fueron los miembros del Grupo de Ashford Grove, Tredgold, Schlemihl, Monte Mugford, los que lo consiguieron.
Martin acudió a ver a Tredgold y le preguntó, preocupado: «¿Me quiere la gente? ¿Debo luchar contra Jordan o dejarlo?».
—¿Luchar? —dijo Tredgold balsámicamente—. ¿Por qué? Yo poseo una buena parte de las acciones del banco que ha prestado varias sumas sustanciosas al alcalde Pugh. Déjamelo a mí.
Martin fue nombrado al día siguiente, pero solo como director interino, con un salario de tres mil quinientos dólares en vez de cuatro mil.
No se le ocurrió siquiera pensar que había sido nombrado por lo que él habría llamado una «política tramposa».
El alcalde Pugh le llamó y le dijo:
—Doctor, ha habido una cierta oposición a usted, porque es usted joven y mucha gente no le conoce. No me cabe la menor duda de que podré otorgarle el nombramiento completo más tarde… si comprobamos que es usted competente y popular. Entretanto será mejor que procure no hacer nada temerario. No tiene más que venir aquí y pedirme consejo. Yo conozco mejor que usted esta ciudad y a la gente que cuenta en ella.
IV
El día que Pickerbaugh salió para Washington se organizó una fiesta. De doce a dos, en el Armory, la Cámara de Comercio proporcionó a todos los que llegaron un almuerzo de salchichas de Frankfurt calientes, donuts y café con goma de mascar para las mujeres y puritos Little Dandy de Scheweinhugel hechos en Nautilus.
El tren salió a las tres y cincuenta y cinco. La estación estaba llena hasta los topes, para asombro de los inocentes pasajeros del tren que miraban boquiabiertos desde las ventanillas.
Junto a la plataforma trasera, sobre un peligroso cajón de embalaje, se encontraba el alcalde Pugh. La Banda Corneta de Plata de Nautilus interpretó tres selecciones patrióticas, luego Pickerbaugh se situó en la plataforma, rodeado de su familia, y se le llenaron los ojos de lágrimas contemplando a la multitud.
—Por una vez —tartamudeó—, creo que no puedo hacer un discurso. Maldita sea, ¡estoy completamente bloqueado! Pensaba hablar muchísimo, pero lo único que puedo decir es: «¡Os quiero a todos, estoy tremendamente agradecido, os representaré lo mejor que pueda, vecinos! ¡Que Dios os bendiga!».
El tren partió, Pickerbaugh diciendo adiós mientras podía verles.
Y Martin le dijo a Leora: «Oh, es un tipo estupendo. Él… ¡No, nada de eso! El mundo siempre está dejando que haya tipos que impongan estupideces solo porque son de buen corazón. Y aquí he estado sentado yo detrás como un cobarde, sin decir nada, viendo cómo soltaban esa ventolera de palabrería por todas partes. Oh, maldita sea. ¿Es que no hay nada simple y natural en este mundo? En fin, vamos al despacho, y empezaré a hacer las cosas conscientemente y horriblemente mal».