Capítulo 22

I

Ese año Pickerbaugh había hecho un breve recorrido por las escuelas de verano gritando y estrechando manos en Iowa, Nebraska y Kansas. Martin comprendió que aunque parecía, en contraste con Gustaf Sondelius, un patán desdichadamente elocuente y generoso, estaba destinado a ser diez veces más conocido en el país de lo que podría serlo nunca Sondelius, un millar de veces más conocido que Max Gottlieb.

Era un equivalente a muchos de aquellos Grandes Hombres niquelados cuyas imágenes y cuyos sonoros aforismos aparecían en las revistas: los publicitarios que escribían libritos sobre Empuje y Optimismo, el director de la revista que explicaba a los empleados cómo podían convertirse en Goethes y Stonewall Jacksons estudiando cursos por correspondencia y sin tocar jamás la cerveza que destruye la virilidad, y el sabio de maizal que era una autoridad tanto en finanzas como en la paz, la biología, la edición, la etnología peruana y el arte de hacer rentable la oratoria. Estos dirigentes intelectuales reconocían a Pickerbaugh como uno de ellos; le escribían cartas ocurrentes: y él, cuando contestaba, firmaba «Pick», con lápiz rojo.

La revista Adelante, especializada en biografías de Hombres que Lo Han Hecho Bien, incluía un perfil de Pickerbaugh entre sus reseñas del pastor que construyó su propia y bella iglesia neogótica a base de latas, la dama que había conseguido en siete años que dos mil seiscientas noventa y ocho obreras no llevasen vidas vergonzosas, y el zapatero de Oregón que había aprendido por su cuenta a leer sánscrito, finlandés y esperanto.

«Conozca al Buen Doctor Almus Pickerbaugh, un hombre de verdad al que Chum Frink ha saludado como “el valeroso médico poeta de pelo en pecho”, un científico que pone sus notables descubrimientos en tercera base y, sin embargo, como los directores de escuela dominical normales de siempre, rechaza a los presuntos científicos ateos que socavan los fundamentos de nuestra religión y de nuestras libertades con sus burlas sabihondas de todo lo que es noble y beneficioso», salmodiaba el cronista.

Martin estaba leyendo este artículo, intentando asimilar el hecho de que estuviese realmente publicado en una fabulosa revista de Nueva York, con una tirada de un millón de ejemplares, cuando Pickerbaugh le llamó a su despacho.

—Marty —le dijo— ¿se cree usted competente para dirigir este departamento?

—Bueno, yo…

—¿Cree que puede plantar cara a los Intereses y mantener la ciudad limpia usted solo?

—Bueno, yo…

—¡Porque parece ser que yo puedo ir a Washington, como el próximo congresista de este distrito!

—¿De veras?

—Eso parece. ¡Muchacho, voy a llevar a toda la nación el Mensaje que he intentado inculcar aquí!

Martin consiguió un «le felicito» muy bueno. Tan asombrado estaba que resultó fervoroso. Aún conservaba un fragmento de su fe juvenil en que los miembros del Congreso eran personas inteligentes e importantes.

—Acabo de asistir a una conferencia con algunos de los principales republicanos del distrito. Una gran sorpresa para mí. ¡Ja, ja, ja! Puede que me escogieran porque no tenían nadie más a quien presentar este año. ¡Ja, ja, ja!

Martin se rio también. Pickerbaugh le miró como si esa no fuese exactamente la reacción correcta, pero se recuperó y siguió discurseando:

—Yo les dije: «Caballeros, debo advertirles de que no estoy seguro que posea las raras cualificaciones necesarias en un hombre que tendrá el elevado privilegio de establecer, en Washington, las normas y regulaciones para guiar, por todos los caminos de la vida, a esta gran nación de cien millones de habitantes. Sin embargo, caballeros,» dije, «el impulso que me mueve a considerar, con toda modestia, su inesperado e inmerecido honor procede del hecho de que me parece que lo que necesita el Congreso son más científicos progresistas para planear, y más hombres de negocios con verdadera experiencia para ejecutar, las mejoras que precisa esta gran nación nuestra en desarrollo, y también la posibilidad de persuadir allí en Washington a los muchachos de la preeminente y clamorosa necesidad de un Ministerio de Salud Pública que tenga el control absoluto…».

Y los republicanos nombraron realmente a Pickerbaugh candidato para el Congreso sin que importara lo que pudiese parecerle a Martin.

II

Mientras Pickerbaugh se entregaba a su campaña electoral, Martin se hizo cargo del departamento, consiguiendo nada más iniciar su reinado que le denunciasen como tirano y radical.

No había lechería más higiénica y eficiente en Iowa que la del viejo Klopchuk, en los arrabales de Nautilus. Estaba azulejada y drenada y excelentemente iluminada; las máquinas ordeñadoras eran perfectas; las botellas estaban superhervidas; y Klopchuk daba la bienvenida a los inspectores y a las pruebas de tuberculina. Había luchado contra el sindicato de trabajadores de lecherías, tenía en su granja trabajadores sindicados y no sindicados y pagaba más de lo que exigía la escala sindical. En una ocasión en que Martin asistió a una reunión del Consejo Central de Trabajadores de Nautilus como representante de Pickerbaugh, el secretario del Consejo confesó que no había ninguna empresa lechera que les gustase tanto sindicalizar y que fuese tan poco probable que sindicalizasen como la lechería de Klopchuk.

En realidad Martin sentía muy pocas simpatías por los sindicalistas. Como la mayoría de los hombres de laboratorio, creía que el que los obreros disfrutaran menos cosiendo chalecos o manejando una palanca de lo que disfrutaba él con una larga investigación se debía a que eran una raza inferior, holgazana y malvada de nacimiento. La queja de los sindicatos era la única cosa que le convencía de que había encontrado al fin la perfección.

Se paraba a menudo en la lechería de Klopchuk solo por la satisfacción que le causaba hacerlo. Solo había una cosa que le inquietaba: un lechero que tenía permanentemente la garganta irritada. Le examinó, hizo cultivos y encontró estreptococos hemolíticos. Presa del pánico corrió de nuevo a la lechería y, tras hacer cultivos, descubrió que había estreptococos en las ubres de tres vacas.

Cuando Pickerbaugh, después de preservar la salud de la nación por todas las poblaciones más pequeñas del distrito electoral, regresó a Nautilus, Martin insistió en someter a cuarentena al lechero infectado y cerrar la lechería de Klopchuk hasta que dejase de haber infección en ella.

—¡Tonterías! Pero si es el lugar más limpio de la ciudad —se burló Pickerbaugh—. ¿Para qué crear problemas? No hay ningún indicio de una epidemia de estreptos.

—¡Pero es seguro que la habrá! Tres vacas infectadas. Mire lo que pasó en Boston y en Baltimore, recientemente. Le he dicho a Klopchuk que venga para hablar con él.

—Bueno, ya sabe usted lo ocupado que estoy, pero…

Klopchuk apareció a las once y para él el asunto era trágico. Había nacido en Polonia, en el arroyo, había pasado hambre en Nueva York, había trabajado veinte horas al día en Vermont, en Ohio, en Iowa, había hecho aquella cosa bella, su lechería.

Abrumado, encorvado, dando vueltas al sombrero, casi llorando, protestó: «Doctor Pickerbaugh, yo hago todo lo que dicen los médicos que hay que hacer. ¡Conozco las lecherías! ¡Ahora llega este joven y dice que, porque uno de mis hombres tiene un catarro, mato a los niños pequeños con leche infectada! Se lo aseguro, la lechería es mi vida, y preferiría ahorcarme a vender una gota de leche en malas condiciones. Ese joven tiene alguna razón perversa. He preguntado. Resulta que es un gran amigo del Consejo Central de Trabajadores. ¡Bueno, va a sus reuniones! ¡Y ellos quieren hundirme!».

A Martin le daba lástima aquel viejo tembloroso, pero nadie le había acusado nunca de traición. Dijo hoscamente:

—Puede usted considerar más tarde las acusaciones personales contra mí, doctor Pickerbaugh. Mientras tanto le sugiero que haga venir a algún especialista para que compruebe mis resultados; propongo a Long de Chicago o a Brent de Minneapolis o alguien así.

—Yo… yo… yo —el Kipling y el Billy Sunday de la sanidad parecía tan afectado como Klopchuk—. Estoy seguro de que aquí nuestro amigo no se propone realmente presentar acusaciones contra usted, Mart. Está sobrexcitado, naturalmente. ¿No podemos simplemente tratar a ese individuo que tiene la infección de estreptos sin molestar a nadie?

—¡Está bien, si quiere tener usted una epidemia grave aquí, hacia el final de su campaña!

—Sabe usted perfectamente que yo haría cualquier cosa por evitar… ¡Aunque quiero que comprenda usted claramente que no tiene nada que ver con mi campaña para el Congreso! Se trata solo de que le debo a mi ciudad el cumplimiento más escrupuloso del deber para salvaguardarla de la enfermedad, y la aplicación más decidida de…

Después de su despliegue oratorio, Pickerbaugh telefoneó al doctor J. C. Long, el bacteriólogo de Chicago.

El doctor Long daba la impresión de haber hecho el viaje en tren en un refrigerador. Martin nunca había visto un hombre tan libre de la poesía y la filantropía fluida de Almus Pickerbaugh. Era flaco, preciso, sin labios, sin solapas, con anteojos, y se peinaba con raya al medio. Escuchó fríamente a Martin, luego aún más fríamente a Pickerbaugh, luego gélidamente a Klopchuk, hizo su inspección e informó: «El doctor Arrowsmith parece conocer su oficio perfectamente, es indudable que aquí hay peligro, aconsejo cerrar la lechería, mi minuta son cien dólares, gracias, no, no me quedaré a cenar, tengo que coger el tren a última hora de la tarde».

Martin se fue a casa y le dijo bufando a Leora: «Ese hombre era tan amable como una ensalada de pepino, pero Dios santo, Lee, al verle tan libre de sandeces me entraron unas ganas terribles de volver a la investigación; de dejar a todos estos humanitarios que están tan ocupados dedicándose a proclamar lo mucho que aman a la gente que no tienen tiempo de ocuparse de ella y la dejan morir. Me revienta ese hombre, pero… Me pregunto qué estará haciendo esta noche Gottlieb. ¡El viejo alemán gruñón! Apuesto… apuesto a que está hablando de música o de algo parecido con un grupo de terribles intelectuales. ¿No te gustaría ver otra vez a ese viejo loco? En fin, solo un par de minutos. ¿No te he contado nunca lo de aquella vez que hice una tintura de tripanosomas tan buena que…?…Ah, ya te lo conté…».

Martin supuso que con el cierre temporal de la lechería se había acabado el problema. No se había hecho cargo de lo herido que se sentía Klopchuk. Supo que Irving Watters, que era el médico de Klopchuk, estaba enfadado cuando se vieron y le gruñó: «¿De qué vale eso de ser un alarmista, Mart?». Pero lo que no sabía era cuántas personas de Nautilus habían sido confidencialmente informadas de que aquel Arrowsmith estaba a sueldo de los matones del sindicato.

III

Dos meses antes, cuando Martin había hecho su inspección anual de fábricas, se había encontrado con Clay Tredgold, el director (por herencia) de la Compañía de Molinos de Acero. Había oído que Tredgold, un hombre refinado pero hablador de cuarenta y cinco años, se desenvolvía como envuelto en una túnica de púrpura en las esferas más elevadas de la sociedad de Nautilus. Después de la inspección, Tredgold le instó: «Siéntese, doctor; fúmese un puro y explíqueme todo lo que haya que explicar sobre la sanidad».

Martin se sentía receloso. En la mirada afable de Tredgold había un destello sardónico.

—¿Qué quiere saber usted sobre la sanidad?

—Oh, quiero saberlo todo.

—Lo único que yo sé es que a sus hombres les cae usted bien. Por supuesto no tiene lavabos suficientes en esos servicios de la segunda planta, y todos ellos juran que es que va a instalar usted otros inmediatamente. Si les cae usted tan bien como para mentir en contra de sus propios intereses, debe de ser un buen jefe, y creo que le dejaré a usted seguir con el asunto… ¡hasta la próxima inspección! Bueno, tengo prisa.

Tredgold le miró con una sonrisa resplandeciente.

—Mi querido amigo, he estado engañando durante tres años a Pickerbaugh. Me alegro de haberle conocido. Y la verdad es que creo que puedo poner ahí unos cuantos lavabos más… justo antes de su próxima inspección. ¡Adiós!

Después del asunto Klopchuk, Martin y Leora se encontraron con Clay Tredgold y una esbelta y espléndida mujer, su esposa, a la salida de un cine.

—¿Quiere que les lleve, doctor? —dijo Tredgold.

Luego, en el camino, propuso: «No sé si son ustedes partidarios de la ley seca como Pickerbaugh, pero si no lo son me gustaría que viniesen a casa y ofrecerles el combinado más noble que se haya elaborado aquí desde que se impuso la ley seca en el condado de Evangeline. ¿Les parece razonable la propuesta?».

—Hace años que no oía una tan razonable —dijo Martin.

La casa de los Tredgold estaba en la cima de la colina más alta (seis metros completos por encima del nivel general de la llanura) de Ashford Grove, que es el Back Bay[8] de Nautilus. Era un edificio colonial, con una solana, un vestíbulo de paneles blancos y un salón en azul y plata. Martin procuró no mostrar la menor sorpresa mientras entraban allí charlando con la señora Tredgold, pero era la casa más bonita en que había entrado en toda su vida.

Mientras Leora se sentaba en el borde de su silla como alguien que piensa que es probable que le echen, y la señora Tredgold se sentaba inclinada hacia adelante como buena anfitriona, Tredgold agitaba la coctelera y prodigaba cortesías:

—¿Cuánto tiempo lleva ya aquí, doctor?

—Casi un año.

—Pruebe esto. Le diré una cosa, a mí me parece que no es usted del tipo del amigo Salvación Pickerbaugh.

Martin sintió que debía alabar a su jefe pero, para asombro agradecido de Leora, se levantó rápidamente y se puso a perorar con algo parecido al mejor estilo de Pickerbaugh:

—Caballeros de las Industrias del Molino de Acero, dado que no hay nadie que haya contribuido tanto al progreso de nuestra sociedad, y aunque sepa muy bien que están incurriendo impunemente en todas las infracciones de las leyes de sanidad en las que el inspector no puede cazarles, deseo rendir tributo a su notorio respeto a la sanidad, el patriotismo y los cócteles y añado que solo con que tuviese un ayudante más voluntarioso que el joven Arrowsmith, llegaría a ser, con permiso de ustedes, presidente de los Estados Unidos.

Tredgold aplaudió. La señora Tredgold afirmó: «¡Es clavado al doctor Pickerbaugh!». Leora pareció sentirse orgullosa, y su marido también.

—Me alegra tanto que estén libres de toda esa basura socialista de Pickerbaugh —dijo Tredgold.

Esta suposición despertó algo fuerte y defensivo en Martin:

—Oh, me importa un pito lo socialista que él sea… signifique eso lo que signifique. Yo no sé nada de socialismo. Pero ya que he ido y me he puesto a hacer una imitación de él… supongo que fue quizás desleal… pero el hecho es que no me gusta gran cosa esa oratoria que es tan impetuosa que no deja sitio para los datos. Pero lo cierto es, Tredgold, que la culpa la tiene, en parte, gente como esa Asociación de Manufactureros de usted. Son ustedes los que le empujan a discursear. Yo soy un hombre de laboratorio… o más bien deseo a veces serlo. Me gusta tratar con cifras exactas.

—A mí me pasa igual. Era muy bueno en matemáticas en Williams —dijo Tredgold.

Martin y él pasaron inmediatamente a hablar de educación, maldiciendo las universidades por fabricar licenciados como salchichas. Martin, cuando se dio cuenta, estaba haciendo confidencias sobre «variables» y Tredgold proclamó que nunca había querido hacerse cargo de la fábrica ancestral, sino especializarse en astronomía.

Leora estaba confesando a la afable señora Tredgold lo cautamente que la esposa de un subdirector tenía que economizar y la señora Tredgold la confortaba con aquella voz suya acariciadora: «Lo sé. Yo pasé un período muy difícil después de la muerte de papá. ¿Has probado en esa pequeña modista sueca de Crimmins Street, a dos puertas de la iglesia católica? Es muy lista, y muy barata».

Martin había encontrado, por primera vez desde que se había casado, una casa en la que se sentía completamente feliz; Leora había encontrado, en alguien con la elegancia desenvuelta que ella siempre había temido y odiado, la primera mujer con la que podía hablar de Dios y del precio de la felpa. Salieron de sí mismos sin que se rieran de ellos.

A medianoche, cuando los encantos de la bacteriología y de la felpa estaban empezando a palidecer, sonó fuera de la casa un estruendo de bocina de automóvil, y poco después irrumpió un individuo gordo y colorado que les fue presentado como el señor Schlemihl, presidente de la Compañía de Seguros del Cinturón Cerealero de Nautilus.

Era todo un personaje de la aristocracia de Ashford Grove, más incluso que Clay Tredgold, pero, aunque penetró como un bárbaro invasor en el salón azul y plata, Schlemihl era cordial:

—Me alegro de conocerle, doctor. Bueno, Clay, me alegro muchísimo de que hayas encontrado otro intelectual con el que hablar. Yo, Arrowsmith, soy simplemente un pobre y viejo vendedor de seguros. Clay siempre anda hablando de lo tonto y lo inculto que soy. Bueno, Clay, querido, ¿me vas a hacer un cóctel o no? ¡Vi que estaban las luces encendidas! ¡Te vi aquí hablando y explicando lo listo que eres! ¡Vamos! ¡Mezcla!

Tredgold mezcló, extensamente. Antes de que hubiese acabado, apareció también, sin ser invitado, el joven Monte Mugford, bisnieto del santificado pero patilludo Nathaniel Mugford, que había fundado el Colegio Mugford. Se preguntó por la presencia de Martin, le encontró humano, le dijo que él era humano, e hizo todo lo posible, de un modo bastante competente, para ponerse a la altura con los cócteles.

Sucedió así que, a las tres la mañana Martin, estaba cantando ante un público laudatorio la balada que había aprendido de Gustaf Sondelius:

Tenía unos ojos oscuros y errantes,

y le colgaba en bucles el cabello,

era una buena chica, una chica decente,

pero del género bohemio.

A las cuatro, los Arrowsmith habían sido aceptados por el círculo más frenéticamente elegante de Nautilus, y a las cuatro y media fueron llevados a su casa por Clay Tredgold a una velocidad que no era ni legal ni apropiada.

IV

Había en Nautilus un club de campo que era el eje de lo que llamaban la Sociedad, pero había también una tribu de tal vez doce familias en el sector de Ashford Grove que, aunque iban al club de campo a jugar al golf, miraban por encima del hombro a los otros jugadores, se mantenían aislados y se consideraban más de Chicago que de Nautilus. Se turnaban recibiéndose unos a otros, daban por supuesto que todos eran bienvenidos en cualquier fiesta que diese cualquiera de ellos, y a ninguna de esas fiestas se invitaba a nadie que no perteneciese al Grupo, salvo migrantes de ciudades mayores y autónomos esporádicos como Martin. Eran una apretada y pequeña guarnición en una ciudad pagana.

Los miembros del Grupo eran muy ricos, y uno de ellos, Montgomery Mugford, sabía un poco sobre su bisabuelo. Vivían en mansiones Tudor y villas italianas tan nuevas que las extensiones cicatrizadas de césped no habían hecho más que empezar a crecer. Tenían grandes coches y grandes bodegas, aunque no contenían nada más que ginebra, whisky, vermut y unas cuantas botellas sagradas de un champán bastante dulce. Todos los miembros del Grupo estaban familiarizados con Nueva York (paraban en el St. Regis o en el Plaza, iban a comprar ropa y a descubrir pequeños restaurantes elegantes) y cinco de las doce parejas habían estado en Europa; habían pasado una semana en París, proponiéndose ir a galerías de arte y yendo, en realidad, a los engañabobos más caros de Montmartre.

Martin y Leora se encontraron con que eran bienvenidos en el Grupo como parientes pobres. Les invitaban a cenas corales, a comidas dominicales en el club de campo. Fuese cual fuese el acontecimiento, siempre acababa en viajes rápidos en coche a algún sitio, en tomar unas copas, y en insistir en que Martin volviese a «hacer esa imitación del doctor Pickerbaugh».

Además de andar en coche, beber y bailar con la vitrola, la principal diversión del Grupo eran las cartas. Curiosamente, en aquel grupo completamente inmoral, no había coqueteos; hablaban con una libertad considerable de «sexo», pero todos parecían monógamos, todos felizmente casados o temerosos de no parecerlo. Sin embargo, cuando Martin llegó a conocerles mejor oyó rumores sobre maridos que tenían «asuntos» en Chicago, de esposas que cogían hombres jóvenes en hoteles en Nueva York, y olfateó un desasosiego frenético por debajo de la calma sexual superficial.

No se sabe si Martin llegó a aceptar alguna vez del todo como erudito-caballero al Clay Tredgold que estaba dedicado a todo lo relativo a la astronomía salvo estudiarla, o a Monte Mugford como el aristócrata de noble cuna, pero admiró los coches del Grupo, sus baños con ducha, los vestidos de la Quinta Avenida, los bombachos de tweed y las casas decoradas un tanto impersonalmente por jóvenes de Chicago. Descubrió nuevas salsas y cubertería de plata vieja. Empezó a considerar la ropa de Leora no simplemente una cosa práctica con la que cubrirse, sino una posible expresión de sensibilidad y buen gusto, y se daba cuenta con irritación de lo descuidada que era ella.

En Nautilus, sola, diciendo raras veces mucho sobre sí misma, Leora se había ido creando una pequeña vida propia, muda e intensa. Pertenecía a un club de bridge, e iba solemnemente sola al cine, pero su ambición era conocer Francia y eso era algo que la fascinaba. Se trataba de un viejo deseo, de origen misterioso y mantenido durante mucho tiempo en secreto, pero ahora súbitamente suspiraba:

—Sandy, la única cosa que quiero hacer, tal vez dentro de diez años, es ver la Touraine y Normandía y Carcasona. ¿Crees que podremos?

Raras veces había pedido Leora algo. Martin se sintió conmovido y desconcertado al verla leer libros sobre Bretaña, al sorprenderla con una gramática francesa muy simplificada, diciendo: «J’ayj’aye… maldita sea, ¡no hay manera!».

—Lee, querida —le dijo— si quieres ir a Francia… ¡Escucha! ¡Algún día iremos allí con un par de mochilas a la espalda y recorreremos ese viejo país de un extremo a otro!

—Sabes que si te aburrieses, Sandy —dijo ella agradecida pero dudosa—, siempre podrías ir a ver el trabajo que hacen en el Instituto Pasteur. Oh, me gustaría vagabundear, solo una vez, entre altas paredes enyesadas, ir a uno de los pequeños cafés estrambóticos que hay allí y ver pasar a los hombres con esos fajines rojos tan raros y esos pantalones azules abombados. ¿Crees de verdad que podremos alguna vez?

Leora era extrañamente popular en el Grupo de Ashford Grove, aunque no poseyese nada de lo que Martin llamaba su «elegancia». A ella siempre le faltaba un botón por lo menos. La señora Tredgold, que cuando mejor carácter tenía era cuando era la menos piadosa de las mujeres, la adoptó decididamente.

Nautilus había dudado siempre de Clara Tredgold. La señora de Almus Pickerbaugh decía que «no ha participado en ninguna actividad para la mejora de la ciudad». Se había contentado durante años con cultivar sus rosas, hacerse sus sorprendentes sombreros, cuidarse las manos con crema de almendras y escuchar las historias indecorosas de su marido… y había sido durante años una mujer solitaria. En Leora percibió una despreocupación interesada igual a la suya. Las dos mujeres pasaban tardes sentadas en la solana, leyendo, arreglándose las uñas, fumando cigarrillos, sin decir nada, en una atmósfera de confianza mutua.

Con las otras mujeres del Grupo, Leora nunca tenía tanta intimidad como con Clara Tredgold, pero les gustaba, sobre todo porque era una herética cuyos vicios, el fumar, la indolencia, su gusto por las palabrotas eficaces, perturbaban a la señora Pickerbaugh y a la señora de Irving Watters. El Grupo solía aprobar todo lo que era anticonvencional… salvo las cosas anticonvencionales de tipo económico que podían ser una amenaza para su fácil y cómoda riqueza. Leora tomaba el té, o un cóctel, sola con la joven y nerviosa señora de Monte Montgomery, que había sido la debutante de pies más ligeros de Des Moines cuatro años antes, y a la que le resultaba odiosa ahora la llegada de su segundo bebé; y fue con Leora con la que la señora Schlemihl, aunque públicamente juguetona y serena con el cebón de su marido, estalló diciendo: «Si ese hombre se atreviese incluso solo a ponerme la zarpa encima, a acercarse a mí… ¡a babosearme! ¡No soporto estar aquí! ¡Pasaré el invierno en Nueva York… sola!».

Al infantil Martin Arrowsmith, tan indigno de las viejas y tranquilas sabidurías de Leora, no le gustaba que la aceptasen en el Grupo. Cuando aparecía con un corchete desabrochado o con el pelo como un nido de cuervo, él se preocupaba y le hacía comentarios sobre su «dejadez» que más tarde lamentaba.

—¿Por qué no puedes dedicar un poco de tiempo a procurar estar atractiva? ¡No tienes otra cosa que hacer, demonios! ¿Es que ni siquiera puedes coserte un botón, Dios Santo?

Pero Clara Tredgold se reía: «Leora, yo creo que tienes una espalda muy bonita, pero ¿te importa que te recoja el pelo por detrás antes de que vengan los otros?».

Después de una fiesta que duró hasta las dos, en que la señora Schlemihl había llevado el vestido nuevo de Lucile’s y Jack Brundidge (durante el día presidente y director de ventas de la Compañía de Harinas de Maíz) había bailado lo que afirmó beligerantemente que era una polca polaca, cuando Martin y Leora se dirigían a casa en un coche prestado del Departamento de Sanidad, él masculló irritado: «Lee, ¿por qué no te tomas alguna vez la molestia de fijarte en la ropa que llevas? Esta mañana mismo… o ayer por la mañana… ibas a arreglarte ese vestido azul, y que yo sepa lo único que has hecho en todo el santo día ha sido estar sentada leyendo, y luego vas y sales con ese traje bordado ratonesco…».

—¡Para el coche! —gritó ella.

Martin frenó, asombrado. Los faros hicieron ridículamente importante una valla de alambre espinosa, una mata de algodoncillo, una sombría extensión de carretera de grava.

—¿Quieres que me convierta en una beldad de harén? —exigió Leora—. Podría. Podría ser una fresca. Pero nunca me he tomado la molestia. Mira, Sandy, no estoy dispuesta a pelearme contigo. O soy la esposa tonta y descuidada que soy, o no soy nada. ¿Qué es lo que quieres? ¿Quieres una princesa real como Clara Tredgold o me quieres a mí, que me importa un pito a dónde vamos o qué hacemos siempre que estemos juntos y nos apoyemos? Te preocupas mucho. Estoy harta de esto. Venga, di. ¿Qué quieres?

—Solo te quiero a ti. Pero no puedes entender… no soy simplemente un arribista… quiero que los dos seamos iguales en cualquier cosa en la que nos metamos. Desde luego no veo por qué deberíamos ser inferiores a esta gente, en nada. ¡Querida, salvo tal vez Clara, son solo contables ricos! Pero nosotros somos auténticos soldados de fortuna. Esa Francia que amas tanto… ¡algún día iremos allí, y el presidente francés estará esperando en la estación para recibirnos! ¿Por qué tenemos que dejar que alguien haga algo mejor de lo que podemos hacerlo nosotros? ¡Técnica!

Hablaron durante una hora en aquel sitio insulso, entre las venenosas hileras de alambre espinoso.

Al día siguiente, cuando Orquídea entró en el laboratorio y suplicó, con la añoranza de la juventud: «Oh, doctor Martin, ¿no va a volver nunca por nuestra casa?». Él la besó tan briosa, tan alegremente, que hasta una jovencita moderna y alocada podría haberse dado cuenta de que era insignificante.

V

Martin comprendió que era probable que fuese el próximo director del departamento. Pickerbaugh le había dicho: «Su trabajo es muy satisfactorio. Solo hay una cosa que le falta a usted, amigo mío: entusiasmo por unirse a la gente y dar un tirón largo y un tirón fuerte, los dos al mismo tiempo. Pero quizás eso le venga cuando tenga más responsabilidades».

Martin procuró buscarle el gusto a lo de dar tirones largos y fuertes al mismo tiempo, pero se sentía como un hombre al que le obligan a llevar unos leotardos amarillos en un desfile cívico.

«Jolines, puede que me vea en apuros cuando me convierta en director», se decía irritado. «Me pregunto si los habrá que consiguen lo que la gente llama “triunfar” y luego les parece odioso… Bueno, de todos modos, pondré en marcha un sistema decente de estadísticas vitales en el departamento antes de que se me echen encima. ¡No cederé! ¡Lucharé! ¡Conseguiré triunfar!».