Capítulo 21

I

Nautilus fue una de las primeras comunidades del país que instituyó el hábito de las «Semanas», tan propagado y difundido hoy que tenemos la Semana de la Escuela de Correspondencia, la Semana de la Ciencia Cristiana, la Semana de la Osteopatía y la Semana del Pino de Georgia.

Una Semana no es simplemente una semana.

Si una iglesia o una cámara de comercio o una institución caritativa emprendedora, despierta, vivaz y con empuje desea mejorar, lo que significa conseguir más dinero, acude a esos pocos espíritus enérgicos que dirigen la ciudad, y proclama una Semana. Esto consiste en un mes de reuniones de comité, un centenar de columnas de alabanza a la organización correspondiente en los medios de comunicación públicos, y, por último, un día o dos en los que personas atléticas halagan a audiencias desganadas en iglesias o cines, y las chicas más bonitas de la ciudad tienen el placer de que se las permita hablar con varones desconocidos en las esquinas de las calles, con la finalidad de darles banderitas extremadamente poco decorativas a cambio de las mínimas sumas de dinero que esos desconocidos consideren que deben pagar para que se les tenga por unos caballeros.

La única variación son las Semanas en las que el objetivo no es conseguir el dinero inmediatamente con la venta de banderitas sino, mediante una campaña general de publicidad, conseguir más posteriormente.

Nautilus había celebrado una Semana de Promoción, durante la cual una raza de hombres de palabra rápida, antes promotores de libros y denominados ahora ingenieros de eficiencia, iban de un lado a otro dando consejos a los tenderos sobre cómo conseguir dinero unos de otros más deprisa, y el doctor Almus Pickerbaugh se dirigió a una asamblea de oración ilustrándola sobre «La campaña de promoción de san Pablo, primer promotor». Se había celebrado una Semana de la Mano Alegre, en que todo el mundo debía hablar con tres desconocidos al día como mínimo, con el fin de que enfurecidos y viejos viajantes recibiesen palmadas en la espalda a lo largo de todo el día de personas desconocidas, vigorosas y cordiales. Había habido también una Semana del Viejo Hogar, una Semana de Escribir a Mamá, una Semana de Queremos tu Fábrica en Nautilus, una Semana de Comer Más Trigo, una Semana de Ir a la Iglesia, una Semana del Ejército de Salvación y una semana de Posee un Automóvil Propio.

La más bonita de todas tal vez fuese la Semana J., organizada para recaudar ochenta mil dólares destinados a la construcción de un edificio nuevo para la Asociación de Jóvenes Cristianos.

En el viejo edificio había letreros eléctricos, que se cambiaban a diario, que proclamaban: «Cruza Hasta Aquí», «Ven Tú También, Joven» y «Tu Dinero Crea Felicidad». El doctor Pickerbaugh pronunció diecinueve conferencias en tres días, comparando la Asociación de Jóvenes Cristianos con las cruzadas, los apóstoles y las expediciones del doctor Cook, que él creía en realidad que era el que había descubierto el Polo Norte. Orquídea vendió trescientas diecinueve banderitas J., siete de ellas al mismo hombre, que después le hizo comentarios impropios. Fue salvada por un secretario de la Asociación de Jóvenes Cristianos, que le mantuvo la mano cogida durante un período de tiempo considerable con la finalidad de tranquilizarla.

No había organización que pudiese rivalizar con Almus Pickerbaugh en la invención de Semanas.

Empezó en enero con una Semana de Bebés Mejores, y fue una Semana muy buena, pero como la siguieron tan ardorosamente la Semana de Proscripción del Alcohol, la Semana de Dentadura Más Fuerte y la Semana de Dejar de Escupir, se oía quejarse a la gente que carecía de su vigor: «Todo este revuelo por la salud me está destrozando la salud».

Durante la Semana de Limpieza, Pickerbaugh difundió una nueva composición lírica fruto de su propia inspiración:

Los gérmenes atacan de improviso,

destruyen la salud sin avisar,

así que has de procurar amiguito

que tu patio te vayan a limpiar

y que lo dejen bien limpito

aunque lo tengas que pagar.

La Semana de Acabar con las Moscas le aportó, además de la alegría de dar premios a los niños que habían matado más moscas, la inspiración para dos versos. Los carteles advertían:

El martillo lo puedes vender y una cometa te puedes comprar,

pero el papel atrapamoscas nunca lo debes olvidar;

porque para que la enfermedad no se cuele en el hogar

con las moscas debes acabar.

Dio la casualidad de que la Orden Fraternal de las Águilas estaba celebrando una convención estatal en Burlington esa semana, y Pickerbaugh les telegrafió:

De la campaña de eliminación

de todas las moscas ha de hacer mención.

De las viejas Águilas la gran convención.

Esto fue citado en noventa y seis periódicos, incluido uno de Alaska, y Pickerbaugh le explicaba a Martin mostrándole los recortes: «¿Se da cuenta de cómo puede uno difundir la verdad, si lo hace bien?».

La Semana de Tres Puros al Día, que Pickerbaugh se inventó a mediados de verano, no tuvo tanto éxito, en parte porque un humorista poco juicioso de un periódico local quiso saber si el doctor Pickerbaugh esperaba realmente que todos los niños de pecho llegasen a fumar tres puros al día, y en parte porque los fabricantes de puros acudieron al Departamento de Sanidad e hicieron comentarios fuertes sobre el Sentido Común. Tampoco fue del todo satisfactoria la Semana de Deja al Gato y Cura al Perro.

Pese a todas sus Semanas, Pickerbaugh tuvo tiempo para presidir el Comité del Programa de la Convención Estatal de Agencias y Funcionarios de Sanidad.

Él fue el autor de la circular que se envió a todos los miembros:

Hermanos Varones y Varonas:

¿Vais a venir al círculo social de la Sanidad? Será el manos-a-la-obra más animado que haya visto jamás este ajetreado, pequeño y buen planeta. Y será Práctico. Recordaremos todas esas brillantes generalidades y recibiremos mensajes de hombres en lenguaje de familia, para que podamos llevarnos a casa un pensamiento o dos (2) con nosotros.

Estará allí el famoso líder del canto comunitario Luther Botts para dar empuje y vigor a todas las cosas del programa. John F. Zeisser, M. A., M. D., y todo el resto del alfabeto (hazte raya al medio Jack y estarás más guapo, todas las damas te amarán) soltará un par de notas claves (¡cuidado con vuestras mujercitas, amigos, nunca se sabe!). De vez en cuando, si el freno aguanta, correremos, o digámoslo en infinitivo, correr hemos hasta allí estemos donde estemos, y de una comida fastuosa disfrutar hemos.

¿Parece un buen programa? ¡Y tanto, sí! Barber, tú eres el siguiente. Esperamos esas tarjetas que dicen que venís.

Esto creó mucho entusiasmo y alegría. El doctor Feesons de Clinton escribió a Pickerbaugh:

Supongo que fue debido principalmente a su chisporroteante carta de invitación por lo que hubo tanta asistencia y creo con toda modestia que debemos decir que fue la mejor convención sanitaria que se haya celebrado en el mundo. ¡Y tuve que reírme de una gallina vieja, de Boston o de otro sitio importante, que se puso a cacarear que su carta era «poco digna»! ¡Insuperable! ¡Creo que a la gente tan hipercrítica y con tan poco sentido del humor como ella habría que tratarla con el digno desprecio que se merecen, los muy imbéciles!

II

Martin fue entusiasta durante la Semana de Mejores Bebés. Leora y él pesaron bebés, les examinaron, hicieron planes de dietas y vieron en cada uno al bebé que nunca podrían tener. Pero cuando llegó la Semana de Más Bebés, él se mostró polémico. Creía, dijo, en el control de natalidad. Pickerbaugh contestó con teología, violencia y el ejemplo de sus propias ocho beldades.

A Martin tampoco le convenció la Semana Anti-Tuberculosis. Le gustaba tener las ventanas abiertas de noche y no le agradaban los hombres que escupían jugo de tabaco en las aceras, pero se estremeció al oír las reformas ciertamente estéticas y posiblemente higiénicas propuestas con sacrosanto frenesí y espurias estadísticas.

Pickerbaugh consideraba cualquier duda sobre sus elocuentes cifras sobre la tuberculosis, cualquier insinuación de que la causa de la disminución de la incidencia de la enfermedad pudiese haber sido un aumento natural de la inmunidad, y no las cruzadas contra escupir y contra los ambientes no ventilados, como una crítica a su honradez al realizar tales cruzadas. Poseía la susceptibilidad personal de la mayoría de los propagandistas; creía que, como era sincero, sus opiniones tenían que ser siempre correctas. Exigir que fuese preciso en sus afirmaciones, citar lo que había dicho Raymond Pearl de que era «muy poco lo que se sabe, en cuanto a datos científicos objetivos, de por qué la morbilidad de la tuberculosis ha descendido» eran cosas propias de un sinvergüenza al que le gustaba en realidad manchar las aceras.

Martin se había distanciado tanto que experimentó una alegría antisocial y probablemente malévola al descubrir que, aunque la tasa de mortalidad de la tuberculosis había disminuido indiscutiblemente durante la administración de Pickerbaugh en Nautilus, había disminuido en la misma cuantía en la mayoría de las poblaciones del distrito, sin ningún discurso sobre lo de escupir, ningún desfile de Abrid Vuestras Ventanas.

Fue una suerte para Martin que Pickerbaugh no esperarse de él mucha participación en sus campañas de publicidad, sino más bien que fuese su sustituto en la oficina durante ellas. A Martin esas campañas le inspiraban los pensamientos más furiosos y complicados que le hubiesen afligido jamás.

Pickerbaugh, siempre que Martin insinuaba una crítica, contestaba: «¿Y si mis estadísticas no son siempre exactas, qué? ¿Si mi publicidad, mi forma de animar al público, les parece vulgar a algunos, qué? Todo eso hace bien; todo eso está en el lado bueno. Da igual los métodos que utilicemos; si podemos conseguir que la gente tenga más aire fresco y patios más limpios y beba menos alcohol, estamos justificados».

Martin se dijo a sí mismo, un poco sorprendido: «Sí, ¿importa en realidad? ¿Importa la verdad… la verdad limpia, fría, hostil, la verdad de Max Gottlieb? Todo el mundo dice: “Oh, no hay que manipular la verdad”, y todos se enfurecen si les insinúas que la están manipulando. ¿Hay alguna cosa que importe aparte de hacer el amor y dormir y comer y que te halaguen?

»Yo creo que a mí me importa la verdad, pero aunque me importe ¿no será el deseo de precisión científica simplemente mi pasatiempo favorito, algo así como la emoción que a otro le causa el golf? En fin, de cualquier modo, apoyaré a Pickerbaugh».

Le impulsaba aún más a defender a su jefe la actitud de Irving Watters y de otros médicos parecidos cuando le atacaban porque temían que tuviese éxito realmente y redujese sus ganancias. Pero de todos modos a Martin le seguían preocupando las estadísticas no comprobadas.

Calculaba que de acuerdo con las cifras de Pickerbaugh sobre la falta de higiene dental, la conducción despreocupada y temeraria de los automóviles, la tuberculosis y otros siete azotes más solo, cada habitante de la ciudad tenía una probabilidad de un 180 por ciento de morir antes de los dieciséis años, así que no podía causarle mucha alarma el que Pickerbaugh gritase: «¿Se dan cuenta de que el número de personas que murieron de frambesía en el condado de Pickens, Mississippi, solo el año pasado, fue de veintinueve y que podrían haberse salvado, sí, señor, salvado, con una ducha fría diaria?».

Porque Pickerbaugh tenía el terrible hábito de las duchas frías, incluso en invierno, aunque podría haber sabido que solo en Milwaukee, en veintidós años, habían muerto a causa de las duchas frías diecinueve hombres de edades comprendidas entre los diecisiete y los cuarenta y dos años.

Para Pickerbaugh la existencia de «variables», una palabra que Martin utilizaba ahora tan irritantemente como había utilizado en tiempos «control», carecía de significado. El que la salud pudiese estar determinada por la temperatura, la herencia, la profesión, el suelo, la inmunidad natural o por cualquier otra causa que no fuesen las campañas del Departamento de Sanidad para el fomento de la higiene y la moralidad, era para él inconcebible.

—¡Variables! ¡Uf! —resoplaba Pickerbaugh—. Qué demonios, toda persona ilustrada del servicio público sabe suficiente sobre las causas de la enfermedad… el asunto es actuar de acuerdo con ese conocimiento.

Cuando Martin intentaba demostrar que, en realidad, sabían muy poco sobre la superioridad del aire fresco sobre el caliente en las escuelas, sobre los peligros higiénicos de las calles sucias, sobre los peligros reales del alcohol, sobre el valor de las mascarillas en las epidemias de gripe, sobre la mayoría de las cosas acerca de las cuales peroraban demagógicamente en sus campañas, Pickerbaugh se limitaba a enfurecerse y Martin quería dimitir. Pero veía de nuevo a Irving Watters y volvía a apoyar a Pickerbaugh con celo renovado, y se sentía en líneas generales tan agitado y pesaroso como un joven revolucionario que descubre la fatuidad de sus dirigentes.

Llegó a poner en duda lo que Pickerbaugh llamaba «el valor práctico demostrado» de sus campañas tanto como el rigor de sus conocimientos biológicos. Se daba cuenta de lo aburridos que se sentían la mayoría de los periodistas al verse metidos en una nueva salvación del mundo cada quincena, y lo incomparablemente aburrido que se sentía el Hombre de la Calle cuando la decimonovena chica guapa en veinte días se había plantado ante él de improviso pidiéndole que comprase una banderita para apoyar a una asociación de la que nunca había oído hablar.

Pero lo más decepcionante era el rastro pegajoso del dólar que veía en la elocuencia más ardiente de Pickerbaugh.

Cuando Martin sugirió que se debería pasteurizar toda la leche, que ciertas casas de pisos que se sabía que eran criaderos de tuberculosis deberían ser quemadas en vez de ser fumigadas de una forma inútil y chapucera, cuando insinuó que esas iniciativas salvarían más vidas que diez mil sermones y diez años de desfiles de niñas con banderitas empapadas por la lluvia, Pickerbaugh dijo preocupado: «No, no, Martin, no crea que podríamos hacer eso. Los lecheros y los propietarios de las casas se opondrían terminantemente. En este trabajo no puedes conseguir nada si no evitas ofender a la gente».

Cuando Pickerbaugh hablaba en una iglesia o en el círculo familiar hablaba de «el valor de la salud para hacer la vida más gozosa», pero cuando hablaba en una comida con hombres de negocios cambiaba a «el valor en buenos y sólidos dólares y centavos de tener trabajadores que estén sanos y sobrios, y sean así capaces de trabajar más deprisa por el mismo salario». A las asociaciones de padres las ilustraba sobre «el ahorro en minutas de los médicos procurando tratar al niño antes de que los desajustes vayan demasiado lejos», pero a los médicos procuraba asegurarles que toda aquella agitación con la sanidad pública solo haría más popular la costumbre de acudir regularmente al médico.

A Martin le hablaba de Pasteur, George Washington, Victor Vaughan y Edison como sus maestros, pero al pedirles a los hombres de negocios de Nautilus (el club Rotario, la Cámara de Comercio, la Asociación de Mayoristas) su aprobación divina de más fondos para el departamento, dejaba claro que ellos eran los amos y señores de toda la tierra, y ellos, detrás de sus puros, aceptaban obesamente su soberanía.

Poco a poco la contemplación de Martin fue pasando de Almus Pickerbaugh a todos los dirigentes, de ejércitos o de imperios, de universidades o de iglesias, y vio que la mayoría de ellos eran Pickerbaughs. Y se predicó a sí mismo, como Max Gottlieb le había predicado a él en otros tiempos, la lealtad al inconformismo, la fe en la duda frecuente, el evangelio de no berrear evangelios, la sabiduría de admitir la probable ignorancia de uno mismo y de todos los demás, y la aceleración enérgica de un Movimiento para ir muy despacio.

III

A Martin le sacaban de su laboratorio un centenar de interrupciones. Se le citaba en la sala de recepción del departamento para que explicara a ciudadanos furiosos por qué el garaje de la casa contigua a la suya tenía que oler a gasolina; volvía a su cubículo a dictar cartas a directores de escuela sobre clínicas dentales; tenía que coger el coche e ir hasta Swede Hollow para ver la atención que les había dedicado a los mataderos el inspector de la leche y los alimentos; ordenaba poner en cuarentena a una familia del barrio pobre; y escapaba finalmente a su laboratorio.

El laboratorio estaba bien iluminado, era adecuado y contaba con todo lo necesario. Martin tenía poco tiempo para lo que no fuesen cultivos, análisis de sangre y Wassermanns para los médicos privados de la ciudad, pero el trabajo de laboratorio era un descanso para él y, de cuando en cuando, seguía investigando en un análisis de precipitación que iba a sustituir a los Wassermanns y a hacerle famoso.

Pickerbaugh creía, al parecer, que esa investigación llevaría seis semanas; Martin albergaba la esperanza de terminarla en dos años; y con tantas interrupciones exigiría doscientos, un tiempo en el cual los Pickerbaughs habrían erradicado la sífilis y hecho inútiles los análisis.

A todos estos deberes de Martin se sumaba el de divertir a Leora en la desconocida ciudad de Nautilus.

«¿Consigues ocupar las horas del día?». La animaba, y «¿Te gustaría ir a algún sitio esta noche?».

Ella le miraba recelosa. Estaba tan fácil y automáticamente satisfecha sola como un minino, y él nunca se había ocupado antes de que no se aburriera.

IV

Las hijas de Pickerbaugh entraban continuamente en el laboratorio de Martin. Las gemelas rompían tubos de ensayo y hacían tiendas de campaña para las muñecas con el papel de los filtros. Orquídea rotulaba los carteles especiales de las Semanas de su padre y el laboratorio era, según ella, el lugar más tranquilo para hacerlo. Martin tenía conciencia, mientras laboraba en su banco, de la presencia de ella, tarareando en una mesa del rincón. Hablaban, inmensamente, y él escuchaba con fatuo entusiasmo opiniones que si las hubiese formulado Leora habrían sido recibidas con: «¡Eso es un comentario tonto!».

Martin puso a la luz un tubo de ensayo color burdeos claro con sangre hemolizada, pensando en parte en su color y en parte en los tobillos de Orquídea cuando se inclinaba sobre la mesa, absurdamente paciente con sus pinceles, enredando las piernas en un fantástico nudo.

—Dime una cosa, bonita —preguntó absurdamente—. Suponte que… suponte que una chica como tú se enamorase de un hombre casado. ¿Qué crees tú que debería hacer? ¿Ser amable con él? ¿O cortar con él?

—Oh, debería cortar con él. Por mucho que le doliese hacerlo. Aunque él le gustase muchísimo. Porque aunque le gustase, no debería hacer daño a su mujer.

—Pero ¿y si la mujer nunca lo supiese, o tal vez no le importase? —había dejado de fingir trabajar; estaba plantado delante de ella en jarras, los ojos oscuros preguntando.

—Bueno, si ella no lo supiese… Pero no es eso. Yo creo que los matrimonios están real y verdaderamente hechos en el cielo, ¿no lo crees? Algún día llegará el Príncipe Encantado, el amante perfecto… —¡Era tan joven, tenía unos labios tan jóvenes, tan dulces!—. Y, por supuesto, quiero reservarme para él. Lo estropearía todo si desperdiciarse el amor antes de que llegase mi Héroe.

Pero su sonrisa era acariciadora.

Se imaginó que acampaban los dos en un lugar solitario, aquellos moralismos que ella repetía como un loro olvidados. Experimentaba un cambio tan definido como una conversión religiosa o la irrupción de un frenesí demente en la guerra; el paso de la renuencia avergonzada a ser infiel a su esposa, a la decisión de tomar lo que pudiese conseguir. Empezó a irritarle que Leora, a la que había entregado para siempre su amor más profundo, reclamara también para ella todos los vuelos de su fantasía. Y los reclamaba. Ella raras veces hablaba de Orquídea, pero podía saber (o él pensaba nervioso que podía) cuándo había pasado una tarde con ella. El silencioso examen al que le sometía le hacía sentirse ilícito. Él, que nunca había sido demasiado zalamero, era profuso y afectuoso ahora y la urgía: «¿Has estado en casa todo el día? Bueno, saldremos un poquito después de cenar y veremos una película. ¿O prefieres que llamemos a alguien y vayamos a verle? Lo que prefieras».

Por otra parte, oía que su voz adquiría un tono florido y le fastidiaba muchísimo, porque sabía de sobra que aquellas zalamerías no servían de nada con Leora. Siempre que se entregaba a una de sus meditaciones sobre la superioridad de su rama de la verdad respecto a la de Pickerbaugh, se reconvenía: «¡Cómo te atreves tú a hablar de la verdad, mentiroso!».

Pagaba, en realidad, un alto precio por contemplar los labios de Orquídea, pero por mucho que le agobiase el precio no dejaba de mirarlos.

A principios de verano, dos meses antes de que estallase en Europa la Gran Guerra, Leora fue a Wheatsylvania a pasar quince días con la familia. Pero antes de irse le dijo:

—Sandy, no voy a hacerte ninguna pregunta cuando vuelva, pero tengo la esperanza de que no parezcas tan idiota como has estado pareciendo últimamente. No creo que esa hiedra trepadora, esa planta rastrera, esa dama idiota tuya, merezca que nosotros dos nos peleemos. Sandy querido, deseo que seas feliz, pero a menos que vaya y me muera por ti algún día, no voy a dejar que me cuelgues como una gorra vieja. Te aviso. Ahora sobre el hielo. He hecho un pedido de cien libras por semana y si quieres hacerte la comida alguna vez…

Después de que ella se fuera, no sucedió nada inmediatamente, aunque estuviese siempre a punto de suceder muchísimo. Orquídea sentía esa curiosidad de las jovencitas modernas sobre lo que era probable que hiciese un hombre, pero se daba por satisfecha con unos escalofríos emocionantes y mínimos.

Aquella mañana de junio, Martin juró que era una idiota y una coqueta y que él «no tenía la menor intención de acercarse a ella». ¡No! Iría a ver a Irving Watters al final de la tarde, o leería o daría un paseo con el dentista de la clínica de la escuela.

Pero a las ocho y media iba camino de la casa de los Pickerbaugh.

Si los Pickerbaugh mayores estaban allí… Martin podía oírse decir: «Se me ocurrió pasar por aquí, doctor, y preguntarle qué pensaba de…». ¡Maldita sea! ¿Qué pensaba de qué? Pickerbaugh nunca pensaba nada de nada.

Pudo ver a Orquídea en los escalones de la entrada. Inclinado sobre ella había un muchacho de unos veinte años, un tal Charley, un empleado.

—Hola, ¿está tu padre? —exclamó, con una despreocupación de la que no pudo evitar sentirse orgulloso.

—Lo siento muchísimo; mamá y él no volverán hasta las once. ¿No quiere sentarse y tomar el fresco un poco?

—Bueno…

Se sentó, resueltamente, e intentó mantener una conversación juvenil, mientras Charley emitía comentarios adecuados, en opinión de Charley, para una persona mayor como el doctor Arrowsmith, y Orquídea emitía interesantes y pequeños sonidos ronroneantes, un arte para el que mostraba enorme talento.

—¿Has ido a ver muchos partidos de béisbol? —dijo Martin.

—Oh, he ido a todos los que he podido —dijo Charley—. ¿Cómo van las cosas en el ayuntamiento? ¿Se han localizado muchos casos de viruela y de «vinculus pinculus» y de todas esas enfermedades raras?

—Bueno, andamos muy ocupados, sí —masculló el viejo doctor Arrowsmith.

No se le ocurría ninguna cosa más. Escuchó mientras Charley y Orquídea reían crípticamente por cosas a las que él no tenía acceso y que le hacían sentirse un centenario: alusiones a Mamie y Earl, y un violento: «Sí, está muy bien, pero si me ves alguna vez bailando con ella no tienes más que decírmelo, ¿lo harás?». En la esquina, Verbena Pickerbaugh gritaba y comentaba: «¡Dejadlo ya!», a personas desconocidas.

—¡Bueno! ¡Qué le vamos a hacer! Me voy a casa —suspiró Martin.

Pero en ese momento Charley gritó: «Vale, ta, ta, adiós; tengo que irme ya».

Se quedó con Orquídea y con una paz y un silencio bastante embarazosos.

—Es muy agradable estar con alguien que tiene cerebro y no anda siempre intentando flirtear como Charley —dijo Orquídea.

Él caviló: «¡Espléndido! Va a ser simplemente una buena chica. Y yo he recuperado el sentido. Tendremos solo una pequeña charla y me iré a casa».

Pero parecía haberse acercado más a él.

—Me sentía tan sola —le cuchicheó—, sobre todo con ese chico tan horrible y que no sabe hablar. Hasta que oí sus pasos. Supe inmediatamente, nada más oír sus pasos, que era usted.

Él le dio unas palmaditas en la mano. Cuando sus palmaditas se convertían ya en más ardientes de lo que podría haberse esperado de un ayudante y amigo de su padre, ella retiró la mano, se cogió las rodillas y empezó a charlar.

Siempre había sido así cuando había ido al final del día hasta allí y se la había encontrado sola en el porche. Era diez veces más insondable que la más compleja de las mujeres. Martin conseguía sentirse culpable con Leora sin ninguno de los reputados goces de la culpabilidad.

Mientras ella hablaba él intentaba descubrir si tenía un poco de cerebro o no. Parecía no tener el suficiente para ingresar en un pequeño colegio universitario confesional del Medio Oeste. Verbena iba a ir a uno aquel otoño, pero ella, le explicaba, creía que «debo quedarme en casa y ayudar a mamá a cuidar de las pequeñitas».

«Lo que quiere decir», reflexionó Martin, «¡que no es capaz de aprobar siquiera los exámenes de ingreso de Mugford!». Pero su opinión sobre la inteligencia de ella mejoró de pronto al oír que comentaba quejumbrosamente:

—Pobre de mí, lo más probable es que me quede siempre aquí en Nautilus, mientras que usted… bueno, ¡con sus conocimientos y esa fuerza de voluntad tan tremenda que tiene, sé que acabará triunfando en el mundo!

—Tonterías, nunca triunfaré en ningún mundo, aunque tengo la esperanza de sacar adelante unas cuantas buenas medidas sanitarias. Sinceramente, Orquídea, guapa, ¿tú crees que tengo mucha fuerza de voluntad?

La luna llena brillaba espaciosa ya detrás de los arces. El descuidado feudo de los Pickerbaugh parecía encantado; la hierba enredada era un jardín de rosas, la andrajosa pérgola un altar de Diana, la vieja hamaca se había convertido en una tela orlada de plata, el aspersor farfullante y malhumorado en un surtidor, y por encima del mundo entero estaba la apropiada brujería del amor a la luz de la luna. La pequeña ciudad, tan ajetreada y ruidosa de día como una pandilla de niños, estaba silenciosa y olvidada. Raras veces se había sentido Martin inspirado para apreciar la magia de una hora perfecta, tan absorto estaba siempre en sus irascibles cavilaciones, pero en aquel momento se sintió atrapado y elevado en un rapto.

Cogió la mano quieta de Orquídea… y sintió una gran nostalgia de Leora.

El beligerante Martin que había embelesado a Leora no se había planteado ningún romanticismo, porque había sido romántico a su manera torpe. El Martin que, como soldado que ha vuelto al combate de la vida civil, perfumado y debilitado, ansiaba a una muchacha a la luz de la luna, elevó entonces anhelante la cara hacia el romance y lo que vio era completamente antirromántico.

Sentía que era su deber hacer el amor. La atrajo hacia él, pero cuando ella suspiró: «Oh, por favor no», no sintió ningún impulso implacable, ninguna convicción para seguir. Consideró de nuevo la luz de la luna, pero consideró también que tenía que estar en la oficina temprano por la mañana, y se preguntó si podría mirar de reojo el reloj y ver qué hora era sin que se notase. Lo consiguió. Se inclinó para el beso de despedida y sin que llegase, en realidad, a besarla del todo estaba ya caminando hacia casa.

Mientras caminaba, se sentía bastante implacable y bastante lleno de convicción en su juicio sobre sí mismo. Nunca había imaginado, se decía furioso, por muchos traspiés que hubiese podido dar en la vida, que pudiera llegar a convertirse en un pequeño ladronzuelo de amor, un mirón, un miserable merodeador, y sin éxito además en su furtivo merodeo; menos éxito que los dependientes que se pavoneaban nocturnamente con las vírgenes bajo los arces. Se decía que Orquídea era una joven de no demasiada sabiduría, una suspiradora y rotuladora de emes y de oes, pero en cuanto estuvo en su piso solitario volvió a desearla, pensó en formas milagrosas y absolutamente estúpidas de atraerla allí aquella noche, y se fue a la cama murmurando anhelante: «Oh, Orquídea…».

Quizás hubiese prestado demasiada atención a la luz de la luna y a la dulzura del verano, porque súbitamente, un día que Orquídea irrumpió en el laboratorio y se encaramó en el banco con un chispeo de medias, se acercó a ella, la asió dominadoramente por las muñecas y la besó como se merecía que la besaran.

Luego dejó inmediatamente de ser dominador. Se asustó. La miró amilanado. Ella, por su parte, le miró conmocionada, los ojos muy abiertos, los labios inseguros.

—¡Oh! —dijo en un tono profundo.

Luego, con un tono ya de inmenso interés y cierta satisfacción:

—Martin… oh… querido mío… ¿cree que debería haber hecho eso?

La besó de nuevo. Ella cedió y por un momento no hubo nada en el universo. Ni él ni ella, ni laboratorio ni padres ni esposas ni tradiciones, sino solo la intensidad del estar unidos.

—Sé que muchísima gente convencional —murmuró de pronto ella— diría que lo que hemos hecho está mal y tal vez yo habría pensado lo mismo, antes, pero… ¡Oh, estoy tan contenta de ser liberal! Por supuesto yo no haría daño a la querida Leora ni haría algo realmente malo por nada del mundo, pero ¿verdad que es maravilloso que, con tanta gente burguesa alrededor, podamos elevarnos por encima de ellos y comprender la llamada que la fuerza hace a la fuerza y…? Pero bueno, es que tengo que ir a la reunión de la Asociación de Jóvenes Cristianas. Hay una abogada de Nueva York que va a ir allí a hablarnos de la Carrera de la Mujer Moderna.

Después de que se fue, Martin se vio a sí mismo como un amante de éxito. «La he conquistado», se regodeaba… pero probablemente nadie se haya regodeado nunca tan débil y deficientemente.

Esa noche, cuando estaba jugando al póquer en su casa con Irving Watters, el dentista de la clínica de la escuela y un médico joven de la clínica de la ciudad, el timbre del teléfono le convocó a un nervioso y sacarinado:

—Soy Orquídea. ¿Le alegra que le llame?

—Oh, sí, sí, me alegro mucho de que me llames —se esforzó porque el tono pareciese al mismo tiempo amorosamente jovial y lo suficientemente impersonal para engañar a los tres sonrientes doctores, cargados de cerveza y en mangas de camisa.

—¿Hace algo esta noche, Marty?

—Bueno, es que estoy aquí con un par de amigos echando una partidita a las cartas.

—¡Oh! —el tono fue agudo—. Oh, entonces… he sido una tonta por llamar, pero es que papi está fuera y Verbena y todos, y hacía una noche tan encantadora, así que pensé… ¿Cree que soy una niña tonta, verdad?

—No… no… claro que no.

—Me alegro tanto de que no lo crea. Me dolería mucho pensar que pensaba que era una tonta por llamarle. No lo piensa, ¿verdad?

—No… no… por supuesto que no. Mira, es que tengo que…

—Lo sé. No debo entretenerle. Pero solo quería que me dijese si pensaba que era una tonta por…

—¡No! ¡De verdad! ¡En serio!

Tres inquietos minutos más tarde, deplorablemente consciente de las risillas masculinas a su espalda, consiguió escapar. Los jugadores de póquer dijeron todas las cosas que se consideraban apropiadas en Nautilus: «¡Menudo don Juanete que estás hecho!» y «No hay quién le gane… ¡su mujer lleva solo una semana fuera!» y «¿Quién es, doctor? ¡Vamos, no seas tacaño, dile que venga a hacernos compañía!» y «Bueno, yo sé quién es; es aquella modistilla de Prairie Avenue».

Al día siguiente a mediodía ella telefoneó desde un bar diciendo que no había dormido en toda la noche y que, después de una profunda consideración, había decidido que no debían volver a hacer nunca una cosa como aquella… y ¿podría encontrarse con ella en la esquina de Crimmins Street y Missouri Avenue a las ocho, para poder hablarlo todo?

Por la tarde telefoneó y cambió la hora de la cita amorosa para las ocho y media.

A las cinco llamó solo para recordarle…

Ese día Martin no trasplantó más cultivos en el laboratorio. Se sentía demasiado confusamente humano para ser un experimentador satisfactorio, pensaba con demasiada frialdad para ser un varón satisfactoriamente pecador, y anhelaba todo el tiempo el seguro solaz de Leora.

«Puedo llegar con ella tan lejos como quiera esta noche.

»Pero es una cazadora de hombres sin cerebro.

»Tanto mejor. Estoy cansado de ser un filósofo golfo.

»Me pregunto si esos otros amantes afortunados sobre los que lees en todas esas poesías y esas novelas se sienten tan mal como me siento yo.

»¡No seré maduro y cauto y monogámico y moralista! Va contra mi religión. Exijo el derecho a ser libre…

»¡Demonios! Esas almas libres que tienen que esclavizarse a lo de ser libres son igual de necias que sus papás metodistas. Yo tengo suficiente inmoralidad natural sólida dentro de mí, así que puedo permitirme ser moralista. Quiero mantener la cabeza clara para el trabajo. No quiero tenerla perturbada por el hecho de tener que andar obligatoriamente corriendo de aquí para allá intentando besar a todas las que pueda.

»Orquídea es demasiado fácil. Me fastidia renunciar al derecho de ser un pecador feliz, pero llevaba una vida demasiado recta, solo con Leora y con mi trabajo, y no estoy dispuesto a estropearlo. ¡Que Dios ayude al hombre al que le gusten su trabajo y su esposa! Está derrotado desde el principio».

Se encontró con Orquídea a las ocho y media, y todo el asunto fue duro y cruel. Le resultaba igual de desagradable el Martin galante de dos días antes que el Martin cauto y prosaico de esa noche. Volvió a casa desoladoramente ascético y estuvo toda la noche anhelando a Orquídea.

Una semana después regresó Leora de Wheatsylvania.

Fue a esperarla a la estación.

—Muy bien —le dijo—. Me siento ciento siete años más viejo. Soy un joven respetable y moralista, y cómo me fastidia, Dios santo, si no fuese por mi análisis de precipitación y por ti y… ¿Por qué pierdes siempre el comprobante? Supongo que soy un mal ejemplo para otros, renunciando tan fácilmente. ¡No, no, querida, es que no ves que ese es el billete que te dio el revisor!