Capítulo 20

I

Martin encontró en el doctor Pickerbaugh un jefe generoso. Quería que Martin inventase Causas y Movimientos propios y los propagase. Sus conocimientos científicos eran bastante más escasos que los de las enfermeras del servicio externo, pero era poco celoso y solo exigía a Martin la fe en que un desplazamiento rápido y ruidoso de un lugar a otro es el medio (y posiblemente el fin) del progreso.

Martin y Leora encontraron un segundo piso en una casa de dos en Cerro Social, que no es un cerro sino una ligera elevación en la llanura. Había una afabilidad sencilla en aquellas extensiones de césped continuas, aquellas calles amplias sombreadas por arces, y era gozoso verse libres de las murmuraciones acechantes de Wheatsylvania.

Y no tardaron en verse cortejados por la Buena Sociedad de Nautilus.

Unos cuantos días después de su llegada Martin fue convocado al teléfono para oír por él una áspera voz masculina que decía:

—Hola. ¿Martin? ¡Apuesto a que no te puedes imaginar quién soy!

Martin, que estaba muy ocupado, reprimió el deseo de decir: «Tú ganas… ¡adiós!». Y murmuró, con la cordialidad correspondiente a un nuevo subdirector:

—No, me temo que no.

—Anda, prueba a ver.

—Oh… ¿Cliff Clawson?

—Ca. Bueno, veo que estas en forma. ¡En fin, esta vez te he ganado! ¡Adelante! ¡Inténtalo de nuevo!

La taquígrafa estaba esperando para que le dictara unas cartas y Martin aún no había aprendido a mantenerse impersonal e indiferente en su presencia. Dijo con una acritud perceptible:

—Bueno, imagino que debe de ser el presidente Wilson. Mire…

—¡Pero, Mart, soy Irve Watters! ¡Qué me dices a eso!

Al parecer, el bromista pretendía divertirse más, y a Martin le llevó diez segundos recordar quién podría ser Irving Watters. Finalmente lo consiguió: Watters, el estudiante de medicina terriblemente normal cuya fe en lo bueno, lo verdadero, lo provechoso, tanto le había fastidiado en Digamma Pi. Hizo su respuesta tan cordial como pudo:

—Vaya, vaya, ¿qué estás haciendo aquí, Irve?

—Bueno, estoy instalado aquí. Llevo aquí desde el internado. Y tengo además un pequeño consultorio que me va muy bien. Mira, Mart, la señora Watters y yo queremos que tú y tu esposa… creo que estás casado, ¿no?… vengáis a casa a cenar, mañana por la noche. Te pondré al corriente de todas las cosas de aquí.

El pánico al padrinazgo de Watters permitió a Martin mentir vigorosamente:

—Lo siento muchísimo… muchísimo… tengo un compromiso para mañana por la noche y para la noche siguiente.

—Entonces ven a comer conmigo mañana en el Club de los Alces, y tú y tu esposa os venís a comer con nosotros el domingo a mediodía.

—No creo que pueda ir a comer contigo —dijo con desesperación—, pero… Bueno, comeremos con vosotros el domingo.

Es una de las grandes tragedias de este mundo el que no haya nada más desagradable que el afecto cordial de los Viejos Amigos que nunca fueron amigos. La suposición de que era una desgracia verse asediado allí por Watters no se vio desmentida cuando Leora y él aparecieron de mala gana en su casa el domingo, a la una y media, y se sintió arrastrado de nuevo en un arrebato de Vieja Amistad a los tiempos de Digamma Pi.

La casa de Watters era nueva y estaba amueblada con ese estilo que se caracteriza por la abundancia de espacio empotrado y de cristal emplomado. Él, con tres años de práctica, era ya pedagógico y estaba increíblemente casado; había ganado peso e infalibilidad; y había aprendido muchas cosas nuevas con las que resultar pesado. Como se había graduado un año antes que Martin y se había casado con una mujer casi rica, se mostraba bueno y hospitalario, con un énfasis que despertaba impulsos homicidas. Su conversación era una serie de máximas y admoniciones:

—Si estás en el Departamento de Sanidad Pública un par de años y procuras conocer a la gente adecuada, podrás establecerte aquí y contar pronto con una clientela muy lucrativa. Es una ciudad magnífica… próspera… muy pocos granujas que no paguen.

»Tienes que ingresar en el club de campo y jugar al golf. Es la mejor oportunidad del mundo para conocer a los ciudadanos respetables. Yo he conseguido más de un paciente de clase alta allí.

»Pickerbaugh es un hombre bueno y activo y magnífico como propagandista, pero tiene una mala tendencia socialista. En esas clínicas… es una vergüenza… ¡va gente a ellas que puede permitirse pagar! Pauperizan a las personas. Bueno, esto a ti puede que te moleste… en fin, tenías aquellas ideas tan raras cuando estabas en la facultad, pero bueno ¡tú no eres el único que piensa algo por su cuenta!… Yo a veces creo que sería mejor para la situación sanitaria general que no hubiese departamentos de sanidad pública, ninguno, porque hacen que la gente coja la costumbre de ir a clínicas gratuitas en vez de ir a médicos privados, con lo que reducen las ganancias de los médicos y reducen su número, y claro luego somos menos los que andamos vigilando las enfermedades.

»Supongo que a estas alturas habrás superado ya aquellas ideas raras que tenías sobre lo de ser práctico… “Comercialismo” solías llamarlo tú. Ya te habrás dado cuenta de que hay que mantener a tu mujer y a la familia, y que si no lo haces tú nadie lo va a hacer por ti.

»Siempre que quieras saber algo sobre gente de aquí, no tienes más que venir a verme. Pickerbaugh es un chiflado… él no te dará la información que hace falta… la gente a la que necesitas conocer es a los hombres de negocios, gente buena, sólida, conservadora, que ha triunfado en la vida».

Luego le tocó el turno a la señora Watters. Estaba bien provista de consejos, siendo como era la hija de un próspero empresario, nada menos que el señor S. A. Peaseley, fabricante de la Esparcidora de Estiércol Margarita.

—¿No tenéis ningún hijo? —le dijo quejumbrosamente a Leora—. ¡Oh, tenéis que tenerlos! Irving y yo tenemos dos, y no sabes qué interesantes son para nosotros, y nos mantienen tan jóvenes.

Martin y Leora se miraron lastimeramente.

Después de cenar, Irving insistió en que recordaran los «buenos tiempos que pasábamos juntos en nuestra vieja y querida uni». No aceptó ninguna negativa. «Tú siempre querías hacer pensar a la gente que eras un excéntrico, Mart. Fingías que no sentías ningún patriotismo por la universidad, pero yo sé que no era así, sé que estabas fingiendo, presumiendo, tú admirabas nuestra vieja uni y a nuestros profesores tanto como todos los demás. ¡Puede que yo te conozca mejor de lo que tú mismo te conoces! Vamos, venga; lancemos un gran viva y cantemos: Winnemac, Madre de Hombres Fuertes».

Y, «no seas tonto; por supuesto que vas a cantar», dijo la señora Watters, dirigiéndose al piano, que manejaba de manera muy firme.

Después de pasar educadamente por el pollo frito y el helado de corte, por las máximas, los alegres gorjeos y los recuerdos, Martin y Leora se fueron y hablaron de la experiencia:

—Pickerbaugh debe de ser un santo, si Watters se mete así con él. Estoy empezando a creer que tiene suficiente sentido para meterse bajo techado cuando llueve.

En su común desdicha se olvidaron de que habían estado discutiendo por causa de una chica llamada Orquídea.

II

Entre Pickerbaugh e Irving Watters arrastraron a Martin a muchas de las asociaciones, clubs, logias y «causas» que proliferaban en Nautilus; desde la Cámara de Comercio al Club de Esquí y Excursionismo Mocasín, el Club de los Alces, los Tipos Raros y la Asociación Médica del Condado de Evangeline. Se resistió, pero ellos le dijeron en un tono elevado y ofendido que si iba a ser un funcionario público y apreciaba en algo sus deseos de que fuera bienvenido no le quedaba más remedio.

Leora y él se encontraron con tantas invitaciones que ellos, que habían deplorado el aburrimiento de Wheatsylvania, se quejaban ahora de que no podían pasar ninguna velada tranquila en casa. Pero cayeron en el hábito de la desenvoltura social, de vestirse para salir, de ir a los sitios sin experimentar ninguna expectación nerviosa. Modernizaron su forma pueblerina de bailar; aprendieron a jugar al bridge bastante mal y al tenis bastante bien; y Martin, no por virtud y heroísmo sino por simple hábito, dejó de aborrecer el gorjeo de la conversación trivial.

Probablemente no fuesen nunca identificados por sus anfitriones como piratas, sino considerados una Joven Pareja Alegre que, dado que eran protegidos de Pickerbaugh, debían de ser entusiastas y progresistas, y que, puesto que los patrocinaban Irving y la señora Watters, debían de ser respetables.

Watters se hizo cargo de ellos y no les soltaba. Tenía una corteza gruesa y le resultaba imposible entender que los frecuentes rechazos de Martin a sus invitaciones pudiesen quizás significar que no deseaba acudir a ellas. Detectaba rastros de heterodoxia en Martin y, con afecto, diligencia y un humor extraordinariamente pesado, se entregaba a la tarea de su salvación. Le gustaba divertir a menudo a sus invitados instándole a hablar con: «¡Bueno, Mart, ven y cuéntanos alguna de esas ideas locas tuyas!».

Su celo amistoso no era nada comparado con el de su esposa. La señora Watters había sido educada por su padre y por su marido para creer que ella era el fruto final de los siglos, y se dedicaba a corregir la barbarie de los Arrowsmith. Reprendía a Martin por sus palabras gruesas, a Leora por fumar y a ambos por su modo de jugar al bridge. Pero nunca acosaba. Acosar habría sido admitir que podía haber personas que no reconociesen su soberanía. Ella se limitaba a dar órdenes, breves, con humor e introducidas con un estridente: «No seas tonto», y esperaba que eso resolviese el asunto.

—Oh, señor —gruñó Martin—, entre Pickerbaugh e Irve es más fácil convertirse en un miembro respetable de la sociedad que seguir luchando.

Pero Watters y Pickerbaugh no eran una compulsión tan grande hacia la respetabilidad como los encantos de encontrarse con que se le escuchaba en Nautilus como nunca se le había escuchado en Wheatsylvania, y de verse admirado por Orquídea.

III

Martin había estado buscando un test de precipitación para el diagnóstico de la sífilis que fuese más rápido y más simple que el Wassermann. Sus dedos debilitados y su mente oxidada estaban acostumbrándose al laboratorio y a las hipótesis apasionadas cuando hubo de dejarlo todo para ayudar a Pickerbaugh a asegurar publicidad. Se vio forzado a pronunciar su primer discurso: una charla sobre «Lo que enseña el laboratorio sobre las epidemias», para el Curso de Conferencias Gratuito de los Domingos por la Tarde de la Iglesia Universalista de la Estrella de la Esperanza.

Le puso nervioso la tarea de preparar sus notas, y la mañana de la charla sentía escalofríos cada vez que se acordaba de la cosa terrible que tendría que hacer aquel día, pero cuando se presentó en la iglesia de Estrella de la Esperanza estaba ya desesperado.

Había un montón de gente allí; gente madura, responsable. Tembló: «¡Vienen a oírme a mí y yo no tengo maldita cosa que decirles!». Le hacía sentirse más ridículo aún el que los que supuestamente deseaban escucharle no reparasen en su presencia, y que el acomodador, que estrechaba manos profusamente en el pórtico bizantino, le chillase: «Encontrará usted sitio suficiente en los pasillos laterales, joven».

—Yo soy el conferenciante de la tarde.

—Oh, oh, sí, oh, sí, doctor. Vaya usted por la entrada de la calle Bevis, por favor, doctor.

En el locutorio fue empalagosamente recibido por el pastor y un comité de tres personas, todas trajeadas y con modales de intelectualidad cristiana.

Le estrecharon la mano uno tras otro, llevaron mujeres susurrantes a que le conocieran, y le rodearon en un círculo cortés y gorjeante y esperaron con desaliento a que él dijese algo inteligente. Luego, sufriendo, con un miedo espectral, mudo, fue conducido a través de una entrada abovedada hasta el auditorio. Millones de rostros miraban fijamente su insignificancia apologética… rostros en las líneas curvadas de bancos, rostros en el palco bajo, ojos que le seguían y dudaban de él y se daban cuenta de que le flaqueaban las piernas.

El calvario aumentó mientras le rezaban y le cantaban.

El pastor y el director laico del Curso de Conferencias iniciaron el acto con las devociones correspondientes. Mientras Martin temblaba e intentaba mirar audazmente a la masa de gente que le miraba a él, mientras estaba allí sentado desnudo y expuesto y desvalido en el estrado, el pastor anunció la cena misionera del viernes y el club procesional de jovencitas. Cantaron unos cuantos himnos breves y alegres (mientras Martin se preguntaba si debía estar sentado o de pie) y el director rezó porque «nuestro amigo que nos hablará hoy pueda tener el poder de transmitir su mensaje». Martin permaneció durante la oración con la frente apoyada en la mano, sintiéndose un imbécil, y clamando furioso: «Supongo que esta es la actitud apropiada… están todos mirándome con la boca abierta… demonios, ¿no va a acabar nunca?… oh, maldita sea, ¿qué era aquello que iba a decir sobre la fumigación?… Oh, Señor, ¡está acabando y tengo que empezar yo!».

Sin saber cómo estaba de pie ante la mesa de lectura, utilizándola como apoyo, y su voz parecía estar en marcha, emitiendo palabras razonables. La masa indiferenciada de rostros se aclaró y pasó a ver individuos. Eligió a un anciano atento e intentó hacerle reír y maravillarle.

Encontró a Leora, hacia el fondo del local, asintiendo, tranquilizándole, dándole seguridad. Se atrevió a apartar la vista del sendero de rostros que quedaban directamente delante de él. Miró hacia el palco…

El público veía a un joven que hablaba con entusiasmo sobre sueros y vacunas pero, mientras su voz seguía ronroneando, aquel joven devoto había fijado la vista en dos sedosos tobillos que destacaban en la primera fila del palco; había descubierto que pertenecían a Orquídea Pickerbaugh y que ella estaba irradiando hacia él admiración.

Al final Martin recibió los aplausos más entusiastas de este mundo (todos los conferenciantes, después de todas las conferencias, son gratificados con ese género de aplausos) y el director dijo las cosas más halagadoras que se hubiesen dicho jamás, y el público salió de allí a la velocidad más notable que se hubiese visto, y Martin se encontró con la mano de Orquídea en la suya en el locutorio y ella parloteando, con una voz que era la más adorable que se hubiese escuchado jamás: «¡Oh, doctor Arrowsmith, estuvo usted maravilloso! ¡La mayoría de estos conferenciantes son unos vejestorios, pero usted lo hizo muy bien! Voy corriendo a casa a contárselo a papá. ¡Va a alegrarse tanto!».

Solo cuando se fue pudo darse cuenta de que Leora se había abierto camino también hasta el locutorio y estaba mirándole como una esposa.

Cuando volvían andando a casa, Leora se mantenía elocuentemente silenciosa.

—Bueno, ¿te gustó mi discurso? —dijo él, tras un tiempo adecuado de espera indignada.

—Sí, no estuvo mal. Debe de haber sido muy duro tener que hablar para toda aquella gente tan estúpida.

—¿Estúpida? ¿Qué quieres decir con «estúpida»? Me trataron espléndidamente. Fueron muy amables.

—¿De veras? Bueno, en fin, gracias a Dios no tendrás que seguir con esta cháchara estúpida. A Pickerbaugh le gusta demasiado oírse hablar para dejar que lo hagas tú demasiado a menudo.

—No me importó. La verdad es que, no sé, pero creo que es una cosa buena tener que expresarse uno públicamente de vez en cuando. Te hace pensar con más lucidez.

—¡Como por ejemplo los maravillosos, encantadores y lúcidos políticos!

—¡Oye, Lee, escucha! Por supuesto que es cosa sabida que tu marido es un idiota, y que no sirve para nada fuera del laboratorio, pero yo creo que podrías fingir que sientes un poquito de entusiasmo la primera vez que habla en público… la primera vez que pronuncia una conferencia… y más cuando han ido tan bien las cosas.

—Qué dices, tonto, estaba entusiasmada. Aplaudí un montón. Me pareciste muy listo. Es solo que… Hay otras cosas que creo que puedes hacer mejor. ¿Qué plan tenemos esta noche, tomamos algo frío en casa o vamos a la cafetería?

Se vio así reducido de héroe a marido, y gozó de todos los placeres del desafecto.

Pensó durante toda la semana en sus indignidades, pero con la llegada del invierno hubo una fiebre de comidas insulsamente alegres y de bridge inofensivamente audaz y su primera noche en casa, su primera oportunidad de una discusión cómoda y segura, fue un viernes. Se sentaron para lo que él anunció como «volver a alguna lectura de verdad, como fisiología y un poco de ese Arnold Bennett… una lectura agradable y tranquila», pero que consistió en ponerse al día sobre las nuevas noticias de las publicaciones médicas.

Martin estaba inquieto. Posó la revista. Preguntó:

—¿Qué vas a ponerte mañana para la excursión a la nieve de los Pickerbaugh?

—Oh, no sé… ya encontraré algo.

—Lee, quiero preguntarte una cosa: ¿Por qué demonios dijiste que hablé demasiado anoche en casa del doctor Strafford? Sé que tengo la mayoría de los defectos de este mundo, pero no sabía que hablar demasiado fuese uno de ellos.

—No lo ha sido, hasta ahora.

—¡Hasta ahora!

—¡Mira una cosa, Sandy Arrowsmith! Llevas lloriqueando como un nene malo toda la semana. ¿Qué es lo que te pasa?

—Bueno, yo… ¡Jolines, estoy harto! A todo el mundo le entusiasmó mi charla de la Estrella de la Esperanza… esa nota del Morning Frontiersman, y Pickerbaugh dice que Orquídea dijo que había sido magnífica… ¡y tú no me has animado en ningún momento!

—¿Es que no te aplaudí? Pero… se trata solo de que tengo la esperanza de que no vas a seguir con ese baboseo.

—¡Eso es lo que esperas, verdad! Bien, déjame que te diga que yo voy a seguir haciéndolo. No voy a dedicarme a soltar pura palabrería. Lo que expliqué el domingo era estrictamente científico, y ellos lo devoraron. No había caído en la cuenta de que no es necesario decir simplezas sentimentales para captar la atención del público. ¡Y cuánto bien puedes hacer! En fin, transmití más Instrucción Sanitaria y más ideas sobre el valor del laboratorio en esos tres cuartos de hora que… no es que pretenda ser un pez gordo pero está bien tener a la gente donde tiene que escuchar lo que vas a decir sin que pueda interrumpirte, como pasaba en Wheatsylvania. Puedes apostar que seguiré con eso que tú llamas tan cortésmente mi estúpido y condenado baboseo…

—Sandy, puede estar muy bien para algunas personas, pero no para ti. No sabes… ese es uno de los motivos de que no te haya dicho más cosas sobre tu charla… no sabes lo mucho que me asombra oírte decir eso a ti, que siempre te has burlado de lo que llamas sentimentalismo, ponerte a lloriquear por las Queridas Criaturitas.

—Yo nunca dije eso… nunca utilicé esa frase y lo sabes. ¡Y cielo santo! ¡Hablas tú de burlarse! Déjame que te diga que el Movimiento de la Sanidad Pública, corrigiendo tempranos fallos en los niños, velando por sus ojos y sus amígdalas y demás, puede salvar millones de vidas y hacer una futura generación…

—¡Ya lo sé! ¡Quiero a los niños mucho más que tú! Lo que pretendo decir es que todo ese sentimentalismo ridículo…

—Bueno, jolines, alguien tiene que hacerlo. No puedes trabajar con la gente hasta que no la eduques. Ahí es donde el bueno de Pick, aunque sea un imbécil, hace tan buen trabajo con sus poemas y todo eso. Es posible que fuese una buena cosa el que yo pudiese escribirlos… demonios, me pregunto si no podría aprender a hacerlos yo…

—¡Son horribles!

—¡Vaya con tu coherencia! La otra noche decías que eran «bonitos».

—No hay ninguna incoherencia. No soy más que una mujer. Tú, Martin Arrowsmith, deberías ser el primero que lo dijese. En cuanto al doctor Pickerbaugh, está muy bien en su caso, pero no para ti. Lo tuyo es el laboratorio. Descubrir cosas, no hacer publicidad de ellas. ¿Te acuerdas de que una vez en Wheatsylvania durante cinco minutos estuviste a punto de decidir ingresar en una iglesia y ser un Ciudadano Respetable? ¿Es que te vas a pasar el resto de tu vida dando traspiés en la respetabilidad y hundiéndote en ella y teniendo luego que ser desenterrado? ¿Es que no vas a convencerte nunca de que eres un bárbaro?

—¡Dios Santo, lo soy! Y… qué fue la otra cosa encantadora que me llamaste… sí, soy también, hay que ver, ¡un palurdo! ¡Y hay que ver cómo me ayudas tú! ¡Cuando yo quiero asentarme en una vida útil y decente y no seguir enfrentándome por ahí a la gente, tú, la que más debería creer en mí, eres la primera que da marcha atrás!

—Puede que te ayudase mejor Orquídea Pickerbaugh.

—¡Ella probablemente lo haría, sí! Créeme, es un encanto, y apreció mi charla de la iglesia, y si crees que voy a estar aquí toda la noche viendo cómo te burlas de mi trabajo y de mis amigos… Voy a darme un baño caliente. ¡Buenas noches!

En el baño se dijo que era imposible que hubiese estado peleándose con Leora. ¡Por qué! Ella era la única persona del mundo aparte de Gottlieb y Sondelius y Cliff Clawson… por cierto, ¿dónde estaría Cliff? ¿Aún en Nueva York? ¿No le debía Cliff una carta? Pero de todos modos… era un idiota por haber perdido el control, aunque ella fuese tan terca que no adaptase sus opiniones, como no se daba cuenta de que él tenía un don para influir en la gente. Nadie le había apoyado nunca como lo había hecho ella, y él la amaba…

Se secó violentamente; irrumpió después en el cuarto de estar con disculpas; se dijeron que eran ambos las personas más razonables de este mundo; se besaron con elocuencia; y luego Leora reflexionó:

—De todos modos, amigo mío, no te voy a ayudar a engañarte. Tú no eres un propagandista. Tú eres un cazador de mentiras. Es curioso, al oír hablar de esos cazadores de mentiras como el profesor Gottlieb y tu viejo amigo Voltaire da la impresión de que a ellos no se les podría engañar. Pero tal vez fuesen como tú: siempre intentando huir de la aburrida verdad, siempre esperando asentarse y ser ricos, siempre vendiendo el alma al demonio para luego ir y engañar también al pobre demonio. Yo creo… yo creo… —se incorporó en la cama, apretándose las sienes para estimular la elocuencia—. Tú eres diferente del profesor Gottlieb. Él nunca comete errores ni pierde el tiempo con…

—Bien que lo perdió en la fábrica de remedios de Hunziker, y su título es «doctor», no «profesor», si es que debes darle un…

—Si él fue a trabajar con Hunziker alguna buena razón debía de tener. Es un genio; no podría equivocarse. ¿O podría, incluso él? Pero, de todos modos: Tú, Sandy, tienes que tropezar muchas veces; tienes que aprender cometiendo errores. Te diré una cosa: tú aprendes de tus locos errores. Pero a veces me siento un poco cansada viendo cómo te apresuras a poner el cuello en todos los lazos corredizos… como esa bobada de querer ser un orador o de entusiasmarte con tu Orquídea.

—¡Bueno, jolines! ¡Después de que vine aquí intentando hacer las paces! ¡Menos mal que tú nunca cometes errores! ¡Basta con que haya una sola persona perfecta en la casa!

Se metió en la cama dándole la espalda. Silencio. Sonidos suaves de «Mart… ¡Sandy!» que él ignoró, orgulloso de su capacidad para ser duro con ella, y acabó quedándose dormido. En el desayuno, en que él estaba avergonzado y voluntarioso, ella se mostró seca.

—No quiero hablar de eso —dijo.

Con ese talante tenso fueron el sábado por la tarde a la excursión a la nieve de los Pickerbaugh.

IV

El doctor Pickerbaugh poseía una pequeña cabaña de troncos en un bosquecillo de robles que había entre las colinas del norte de Nautilus. Una docena de ellos salieron en un trineo lleno de paja y ropas de lana azules. Las campanillas del trineo eran excitantes y los niños saltaban de él para correr al lado.

El médico de la escuela, que estaba soltero, era muy atento con Leora; la arropó por dos veces y eso, en Nautilus, era casi comprometerse. Martin, celoso, se centró abierta y totalmente en Orquídea.

Pasó a interesarse por ella no con la finalidad de disciplinar a Leora sino por su propia y rosada dulzura. Vestía una chaqueta de tweed, con una boina escocesa, una bufanda llamativa y los primeros pantalones que se había atrevido a ponerse una chica en Nautilus y a exhibirse con ellos. Le daba palmaditas a Martin en la rodilla, y cuando se lanzaron tras el trineo en un peligroso tobogán, le cogió por la cintura, resueltamente.

Le llamaba ya «doctor Martin», y él había pasado a un cálido «Orquídea».

En la cabaña hubo un clamor de desembarco. Martin y Orquídea llevaron juntos la cesta de la comida; se deslizaron juntos por las laderas en esquíes. Cuando sus esquíes se enredaron, rodaron en una masa confusa, y cuando ella se aferró a él, sin miedo ni embarazo, a él le pareció que en la aspereza de la tela de tweed ella resultaba aún más suave y más maravillosa… ojos intrépidos, mejillas brillantes cuando se sacudía la capa de nieve húmeda de ellas, ágiles piernas de muchacho esbelto, hombros adorables en su apariencia de robustez de muchacho también…

Pero: «¡Soy un estúpido sentimental! ¡Leora tenía razón!», se reconvino. «¡Creí que tenías algo de originalidad! Y pobrecilla Orquídea… ¡se quedaría sobrecogida si supiese lo retorcido que eres!».

Pero la pobrecilla Orquídea le instaba zalamera: «Vamos, doctor Martin, bajemos desde aquel cerro alto. Somos los únicos que tenemos un poco de empuje».

—Eso es porque somos los únicos jóvenes.

—Es por lo joven que es usted. Yo soy terriblemente vieja. No hago más que sentarme a cavilar mientras usted se entusiasma con sus epidemias y sus cosas.

Martin vio que Leora se deslizaba por una ladera lejana con su infernal médico de la escuela. Tal vez fuese resentimiento o tal vez fuese alivio de que se le permitiese estar solo con Orquídea, pero el caso es que dejó de hablarle como si fuese una niña y él una persona cargada de sabiduría; dejó de hablarle como si estuviese mirándola por encima del hombro. Corrieron hasta lo alto del cerro. Bajaron esquiando y cayeron; tuvieron un descenso vertiginoso y forcejearon en la nieve.

Volvieron juntos a la cabaña, y se encontraron con que los demás no estaban. Ella se quitó el jersey mojado y se dio palmadas en la blanda blusa. Consiguieron encontrar un termo de café caliente y él la miró como si fuese a besarla, y ella le miró a su vez como si no le importase. Dispusieron la comida tarareando con la intimidad del entendimiento y cuando ella gorjeó: «Venga, perezoso, rápido, a poner esas tazas en esa vieja mesa horrible», lo dijo como alguien contento de estar con él para siempre.

No dijeron nada comprometedor, no se cogieron de la mano, y cuando se dirigían a casa en la oscuridad eléctrica salpicada de pulgas de las nieves, aunque estaban sentados hombro con hombro, él no la rodeaba con sus brazos más que cuando el trineo giraba en las curvas cerradas. Si Martin estaba lleno de excitación, se debía presumiblemente al sano ejercicio del día. No pasó nada y nadie pareció inquietarse. Al despedirse de todos sus adioses fueron alegres y atentos.

Y Leora no hizo ningún comentario, aunque durante un día o dos había a su alrededor un aire frío sobre el que el ocupado Martin no investigó.